sábado, 19 de marzo de 2011

Quo Vadis, Perú? (Parte II)

Cuando se decidió poner fin a la opresión en Europa y en Norte América, las colonias hispanas hicieron lo mismo para formar repúblicas autónomas, con representación popular y crecimiento económico para solventar sus propios gastos, lejos de todo acto de pillaje y opresión. Las primeras manifestaciones independentistas vieron la luz en México, Centro América y parte de Sudamérica, entre 1800 a 1815, cosa que demoró en Perú porque era el centro del Imperio Español y muchos de sus súbditos les importaba un pepino dejar el poder por los intereses económicos y políticos que ahí imperaba. Algunas facciones alzaron su voz e intentaron que las cosas vayan por buen camino, como en el caso de Túpac Amaru, quien sembró el germen de lo que más tarde vendría a ser el caudillismo y la toma de armas por un bien común. Tanto en 1821 y 1824, la lucha contra los realistas culminó de manera victoriosa y nos convertimos en una nación, una nación que solo se preocupó por Lima y las capitales de la costa, como Arequipa o Trujillo, dejando de lado la Sierra y Selva y las diversas etnias que ahí se congregaban.

Para empezar, nuestros llamados próceres eran criollos, masones en la mayoría de los casos, porque tanto Estados Unidos y Francia lograron su independencia por motivos estrictamente institucionales y políticos, no como una lucha por la igualdad y la fraternidad, como pregonaban en ese entonces. Nuestros próceres hicieron lo mismo, manteniendo un sistema social diferenciado, garantizando su permanencia en lo alto de la escala, viviendo de sus propiedades y empleando esclavos negros como sirvientes, entre otras razas. No hubo una verdadera política como país, las tierras se vendían, los ricos se hacían más ricos y los primeros gobiernos no eran más que viles aves de rapiña que peleaban entre ellos y generaban más caos. Cada cinco minutos había un golpe de estado, una nueva constitución y guerras civiles que daban testimonio de la supremacía militar y un alto costo para el pueblo. Eran intereses que estaban en juego, el poder y la codicia era lo que importaba y la ignorancia e indiferencia nos convirtió en un Estado débil, dependiente y falto de compromiso. Lima era el Perú.

Luego llegó la bonanza falaz, el auge del guano y del salitre, se creó todo un monopolio que por primera vez llevaría al Perú a ser una potencia mundial sudamericana y que con el tiempo recuperaría las tierras que Bolívar vendió para pagarle a sus soldados, luego de la guerra contra los españoles. Pero lo único que hicieron fue hacer casas estilo europeo, comprar barquitos, ampliar la ciudad con lo último en acabados traídos del viejo continente, vestir con ropa exclusiva y explotar los insumos que le proveían el capital para su desfachatez. Olvidaron el agro, las condiciones de vida del campesino, equipar al ejército con buen armamento y una preparación de sus miembros para eventuales conflictos, que dicho sea de paso ya se estaba cocinando en el sur sin levantar sospechas.

Cuando terminó esa bonanza -porque tarde o temprano tenía que acabar- el país siguió viviendo una imaginaria vida de ensueño, de viejas costumbres y gobiernos militares y alguno que otro gobierno civil que se lo echaban porque no estaba haciendo un buen papel como cabeza de serie. Llegó Chile y nos devolvió a la realidad. Y parece que dicho capítulo no hizo efecto en los futuros presidentes porque seguimos cometiendo los mismos errores una y otra vez. Seguimos siendo ignorantes, sin educación, sin salud, sin alimentación; la gente tiene que migrar porque no hay condiciones favorables para producir la tierra, porque también las grandes empresas se las quitan por el bien de la industria... extranjera.

Todo lo que viene de afuera es mejor, claro. Por eso cuando Velasco visitó Palacio y dictó sus reformas, los pobres clamaron una esperanza y los ricos maldijeron ese día como el peor de su historia. Y es que a ellos solo les importa ganar, hacer tratos y que los demás se jodan. Somos productores de trigo, arroz, azúcar, cereales, y tenemos que importarlos para abastecer los supermercados, irónicamente de otro país, con más visión y estrategia de mercado. Nuestros vecinos se cagan sobre nosotros, en cualquier momento nos quitan lo poco que tenemos. Y nuestros gobernantes, bien gracias, siguen apoyando al producto extranjero, aumentan los aranceles para los nacionales y rebajan los impuestos para "que la inversión siga apostando por el país, no debemos espantarlos porque ofrecen puestos de trabajo a nuestra gente". Sí, cuñao, con un sueldo miserable, sin beneficios sociales y llenando las arcas de las trasnacionales. ¿Dónde se ha visto que debamos depender de otro país para subsistir, sabiendo que tenemos la materia prima para hacerlo? No cabe duda que el comercio y todas esas cosas son importantes para el intercambio cultural y económico de un país a otro y viceversa, no que se convierta en un botín para el que piensa más rápido.

No tenemos visión, no tenemos una real convicción de quiénes somos, como país y como Estado. Creen que solo Machu Picchu, el cebiche y el pisco, nos defenderán de toda esta inmundicia impuesta por los inquilinos de la Plaza Mayor? Hace falta que un país quiera adjudicarse como suyo un plato de comida o una bebida para recién decir que es originario del Perú. Han pasado casi doscientos años de que se fundó esta república y seguimos pensando como una colonia, sin agallas, sin apostar por nosotros mismos, poniéndole trabas a quienes quieren surgir y apoyando a una élite porque ellos son la voz y el pensamiento de las masas. A mí nadie me apoya ni me considera como un miembro de esta sociedad, porque simplemente no desean que otro suba al bus, ya están completos y solo ellos pueden hacerlo caminar. Por eso vivimos con tradiciones huecas, desfasadas, que alimentan el odio y el rencor, que hacen que hombres como Abimael Guzmán tengan éxito con su ideología y envenene a los ignorantes como nuestros gobernantes nos envenenan con sus promesas.

Quisiera creer que el Perú va a cambiar. Quisiera creer que por primera vez tengamos conciencia de lo que queremos para nuestro país, a una sola voz, con ese coraje cuando festejamos un gol de la selección, sin importar que ya nos llevan cuatro de delantera; que podamos caminar por una calle sin el temor de ser asaltados, de ver las puertas de las casas sin rejas, sin restricciones de pase o que podamos ir a una discoteca sin que muera gente por negligencia de un imbécil que solo se preocupa por ganar dinero. Quiero vivir en un país donde los niños no tengan que salir a mendigar un pedazo de pan, donde un provinciano tenga que esperar seis meses para ser recibido en una entidad del Estado, solo para que le digan "vuelva el mes que viene". Es pedir demasiado. Quizá, algún día, todo sea distinto. Ojalá.

Foto: "Multitud", de Misha Godin

lunes, 14 de marzo de 2011

Quo Vadis, Perú?

A escasas semanas de las elecciones generales, veo con mucha preocupación la cantidad de exposición mediática de alguno de ellos por alcanzar la simpatía del elector, especialmente de los jóvenes, que no conocen su pasado y del desastre que ocasionaron y siguen ocasionando al país. Si hacemos un balance de dichos personajes, me doy con la sorpresa de que repiten el mismo argumento de cada cinco años, sin novedad, sin prescindir del autobombo y la necesidad de hacer lo que fuera por conseguir sus propósitos. Sinceramente, no son conscientes de la verdadera importancia de ser un jefe de Estado, aquel que llevará las riendas de una nación en busca de consenso y de los mecanismos que harán de ella un país grande.

El primer obstáculo es que hay muchos candidatos. Once, a decir verdad. Es cierto que en una democracia, amparada por la Constitución, toda persona tiene derecho a postular a un cargo público de tamaña envergadura, seguida de una larga lista de razones. Bueno, puede ser. Pero también existe el sentido común; y ahí es donde debería partir todo proceso antes de elegir a un candidato. Lamentablemente, nuestro sistema electoral es muy primitivo, muy "de vieja escuela", que deja que cada ciudadano opte por su preferencia y tengamos que soportar toda esa avalancha propagandística que lo único que hace es confundir más a la población.

Pero, ¿por qué quiere uno ser presidente? ¿Qué les impulsa a ser recordado en láminas escolares Navarrete o en los últimos volúmenes de la Historia del Perú? ¿Amor al país? ¿Servir a la población? Mentira. Todos quieren una tajada de la torta, y no hay manera más fácil de conseguirla que siendo presidente o funcionario público. "La plata viene sola", dice un proverbio. Y es verdad. Siento vergüenza por aquellos congresistas que en los últimos años han hecho de su cargo una oda a la conchudez y al desparpajo: ahí tenemos a los comepollo, los robaluz, los mataperro, que viven a expensas de los demás, que se regocijan con faenones sin recibir el castigo que se merecen, cagándose sobre la justicia y postulando nuevamente como "padres de la patria", con honradez, trabajo y cumplimiento de las leyes que, dicho sea de paso, los beneficia así de simple. Hay que ser imbécil para seguir creyéndoles, y más triste aún, hay gente que sigue votando por ellos. Es lo que me desconcierta de todo este circo.

Hay candidatos pintorescos, que sirven para desestabilizar a los cabeza de serie, con la intención de distraer a la opinión pública. Son aquellos que ni siquiera alcanzan el 1 % de los votos y se hacen populares en programas cómicos o en estos debates que provocan más risa aún, cada vez que explican su plan de gobierno. Gritan como si estuvieran en un mitin, chupan caramelos en plena exposición o miran el cronómetro para que no se les vaya el tiempo sin decir nada productivo. ¿Por qué gastar dinero en campañas cuando sabes perfectamente que no vas a conseguir ni siquiera el 0,01 % en el conteo final? ¿También quieren su tajada?

No niego que algunos tienen buenas intenciones y creen que el país va a cambiar porque están convencidos de que es la mejor opción. A veces no se puede vivir de buenas intenciones. No se puede prometer sin conocer la realidad. No creo que a estas alturas nadie sepa que el Perú es propiedad de unos cuantos empresarios, que son ellos los que van a elegir a su próximo vasallo; es esa gente que, luego de la "independencia", se repartieron las tierras e hicieron lo que les vino en gana, respaldados por un gobernante complaciente y cómplice de toda esta explotación sistematizada y que ahora estamos pagando. Hablan de bonanza económica, de educación, de salud, de inclusión e igualdad para los menos afortunados. Es fácil salir y regalar un kilo de arroz o cien soles cuando en realidad se deben ejecutar programas de bienestar duraderos, que la gente sea útil y forme parte de ese engranaje que el país necesita para caminar. Pero no quieren, porque no les conviene. Cuanto más inculto es un pueblo, más fácil es manipularlo. Somos un país con una rica tradición cultural, con tantos elementos a nuestro favor, y lo desperdiciamos por el capricho de unos cuantos angurrientos. Cuando Velasco se levantó en armas fue justamente para cambiar dicho panorama. No lo consiguió, porque no tuvo las herramientas apropiadas para hacerlo. Y, como digo, se quedó en buenas intenciones. Que muchas de sus reformas se aplicaron y dieron un viento de esperanza, sí; pero no hubo continuidad. Y ese es otro problema que explicaré en su momento.

Así que, sea quien sea el próximo presidente, debe saber en qué pantano se está metiendo. Tengo fe en que mi país cambie, no solo como una potencia económica y gracias a un "mesías", sino que cambie desde adentro, desde nuestros corazones, desde nuestra perspectiva de apreciar el entorno y ser capaces de dilucidar lo bueno de lo malo, transformar nuestra realidad en puntos de encuentro constructivos, que nos ayuden a crecer como ciudadanos, que nos comprometamos a servir y enriquecernos gracias a nuestro talento y no por nuestra ambición. Sentirnos orgullosos de ser peruanos, que nos reconozcan como tales, que no nos avergüence ser cobrizos, negros o mulatos. Demostremos de qué somos capaces. Descartemos ese dicho: "el peor enemigo de un peruano es el propio peruano".

Amo a mi país, amo a su gente, a quienes hacen posible que despertemos con la frente en alto y nos motiva a ser iguales o mejores cada día. Trabajemos porque nuestros sueños se hagan realidad. Y eso se consigue con creer en uno mismo, en reconocer las fortalezas de unos y corregir las debilidades de otros.

jueves, 3 de marzo de 2011

Edgar Allan Poe


Una fría noche de marzo, llaman a la puerta de los Poe. El mismo señor Poe atiende al llamado, mientras lucía una desencajada apariencia, luego de sufrir los estragos del licor y la congoja de perder a su muy amada Virginia. Al ver al extraño visitante, cubierto de una negra capa y un sombrero que le cubría los ojos, éste extendió una tarjeta que decía, con letras doradas, Roderick Price. Edgar dejó pasar a su visitante y le invitó a que tomara asiento junto a la chimenea, que lucía incandescente y acogedora, en la calidez de su hogar.

Edgar tomó asiento próximo a él, ofreciéndole una copa de vino; pero el extraño personaje desistió amablemente, lo que no impidió que el propio anfitrión disfrutara de la bebida incesantemente. Ambos permanecían en silencio y no había nada más incómodo que un silencio sepulcral en medio de la noche. Price no dejaba de observar la pira que se alzaba de la chimenea, como embrujado por su fascinante ardor y forma zigzagueante que se perdía a través del conducto que proporcionaba calor al resto de la casa. Edgar bebía continuamente, copa tras copa, observando temeroso a Price, quien nada más ocupaba un espacio de la sala, sin siquiera decir a qué había venido. Notó que sus botas estaban manchadas de lodo, sorprendido porque no había llovido y la tierra permanecía inalterable desde hacía varias semanas. Un agudo escalofrío le recorrió la columna, empezando desde la nuca, recargando aún más su condición de mudo testigo de lo inexplicable. Mientras, al otro extremo de la habitación, un canario revoloteaba en su jaula, como atacado por una extraña sensación que el mismo Edgar sufría cada despertar y cada anochecer, acariciando la almohada que una vez fue descanso para la cabeza de su amada Virginia.

Presa de la angustia, Edgar se puso de pie y tambaleante se acercó a la chimenea, cogió el asador y con este le propinó a Price un golpe seco en la cabeza, provocando su muerte instantánea. La sangre y los sesos brotaban de sus entrañas, dejando la sala infectada de la presencia mortal de un desconocido. Salió corriendo al establo, cogió el hacha y raudamente volvió donde estaba el cuerpo y convirtió éste en fragmentos sangrientos que luego ocultaría bajo la casa, retirando los maderos del suelo. Limpió la sangre del piso, de sus ropas y de sus manos. El canario revoloteaba en su jaula, su mirada era desorbitada, su chillido insoportable. Edgar miró al ave, quien parecía decirle algo, pero no supo exactamente qué.

Horas después, dos eruditos hicieron una inusitada visita a la casa. Peter Rathbone y Vincent Lorre eran dos vicarios de Massachusetts que había ido a Baltimore a arbitrar una disputa de tierras de un tal Metzengerstein con el acaudalado Sr. Valdemar. Fue grato compartir un brindis con tan ilustres caballeros, que Edgar parecía recobrar la cordura luego de su infamia desatada, que creyó que las cosas irían mejor a lo largo de la noche, ya que ninguno tenía idea de lo que había pasado una hora antes. ¿Habría sido producto de su imaginación? Además, ¿por qué tendría que preocuparse si solo fue una alucinación producto del fragor de la bebida?

-¿Sabías que Arthur Gordon Pym regresó de su viaje? -Dijo Rathbone.
-No, no tenía idea -respondió Lorre.
-Sí, Jack Corman me lo dijo.
-Ah, no creas nada de lo que dice ese cretino. Anda siempre inventando cosas, junto con ese vago de Roger Nicholson. El otro día, en Boston, dijo que habían encontrado un manuscrito dentro de una botella, y que los Usher iban a perder su granja.
-Bueno, lo de los Usher es un rumor que tiene fundamento. Ya sabes cómo son de excéntricos esos locos.

Edgar escuchaba a ambos interlocutores sin prestar mucha atención a sus palabras, mientras bebía de su copa, pensando en los minutos que corrían sin advertir que sus visitantes aún no se marchaban y la angustia empezaba a apoderarse de su frágil semblante. La conversación se tornaba impredecible, entre cosas legales y frivolidades domésticas, que un súbito zumbido se apoderó de la atención de Edgar, que golpeaba su cabeza, al mismo tiempo que el canario empezaba a agitarse en su jaula. Fue entonces que la imagen de su amada Virginia apareció bajo el umbral de la cocina, envuelta en un sudario y sujetando un gato negro, el cual mordía una de sus orejas y una baba verdosa se escurría por la comisura de su hocico.

-¿Te pasa algo, Edgar? -Preguntó Lorre- No te ves bien.
-He tomado mucho. Lo siento -atinó a decir Edgar, mientras el zumbido seguía martillando su cabeza.
-Debes relajarte, hombre. Avisaremos a la señorita Ligeia para que venga a cuidarte, si sigues en esas condiciones.
-No, a ella no -dijo Rathbone-. Está acusada de robarle una carta a William Wilson. Tal vez Marie Rogêt quiera asistirlo, junto con su sobrina Morella.

Pero Edgar no escuchaba nada de lo que decían. Estaba aterrado por la imagen de Virginia que se desplazaba hacia él, como un muerto en pena que quiere reclamar lo suyo. El canario bramaba desde su jaula y el gato negro maullaba descontroladamente. El palpitar de un corazón dispuso la escena más tensa aún, lo que provocó a Edgar una carcajada nerviosa que puso en alerta a sus visitantes.

-¿No escuchan? -Dijo Edgar, descontrolado- ¿No escuchan?
-Escuchar, ¿qué? -Dijo Lorre.
-¡Está aquí! ¡Está aquí!
-¿Qué, qué está aquí?
-¡Price! -Dijo Edgar, apuntando el suelo, bajo sus pies- ¡Lo puse aquí!

Un acto de locura se apoderó de Edgar y empezó a quitar los tablones del suelo. Para desconcierto de ambos vicarios, encontraron fragmentos de lo que antes fue un cuerpo. Lo único que pudieron identificar fue el anillo de oro adherido al dedo marchito de Price.

-Ese anillo lo conozco -dijo Rathbone-. Se lo vendí a Price la semana pasada.
-¿Qué parte no entendieron? -Dijo Edgar- ¡Es Price quien yace bajo este piso!
-¿Estás seguro?
-¿No lo ven?
-Sí, lo veo; pero no puedo asegurarte que sea el dedo de Price el que tengas aquí.
-Acabo de matarlo.
-No juegues con esas cosas, muchacho -dijo Lorre-.

El canario chillaba más fuerte y parecía que iba a decir algo. El espectro de Virginia se desvaneció no sin antes llevarse la cafetera de la mesa del comedor. Lorre parecía estar convencido que todo lo que estaba pasando no era más que un mero entretenimiento de Edgar bajo complicidad del mismísimo Price.

-¡Les digo que no! -Seguía vociferando Edgar, a punto de desfallecer.
-Si eso es cierto -dijo Rathbone-, tenemos que llamar a Dupin. Él solucionará esto de inmediato.
Luego de que ambos hombres condujeran a Edgar a un sillón, sosegado porque todo había terminado al declararse culpable del atroz crimen perpetrado en su domicilio, éste alzo la mirada al ver al canario recobrar la calma, quien lo miraba fijamente.

Y, por fin, el canario habló:

-Mañana vence la hipoteca.