miércoles, 31 de agosto de 2011

Día sabático

Mi mujer decidió visitar a su madre y quiso que las niñas la acompañaran, cosa que no me molestó en absoluto, y creí que sería buena idea tomarme esos días para mí solo. Casi nunca disfruto un momento de relax, que tenga que presumir con el resto de mortales una soltería apropiada para mi edad. A ella le vendría bien estar lejos de la casa y dejar de soportar mis lamentaciones existenciales o mis manías acerca de dónde dejar la lechuga recién comprada. Esas cosas las vemos casi todos los días, así que con mi suegrita podría despejar la mente de tanta atadura conyugal.

La primera noche que estuve solo en casa, hice lo que me había prohibido el doctor: comerme una pizza entera. Era una de mis aficiones de fin de semana, que casi me lleva a hospedarme en un hospital, por el alto contenido de colesterol en mi fluido sanguíneo. Pero no le hice caso a esas exageraciones, y probé una rica pizza hawaiana, acompañada de unos palitos con ajo y harta gaseosa. Sin embargo, aunque tengan un mal concepto de mí por permitirme dicho sacrilegio contra mi salud, a la mañana siguiente salí a correr para bajar todas esas calorías que había consumido mientras disfrutaba de "Happy Feet". No me había reído tanto desde que uno de mis amigos de la oficina perdió el bisoñé en el escusado, al tratar de recoger 10 céntimos que había encontrado debajo del lavabo.

Siendo sábado por la noche, no me pareció mala idea invitar a unos amigos a pasar un grato momento, recordando aquellas épocas cuando íbamos a emborracharnos hasta las seis de la mañana; solo que ahora nos divertíamos jugando Monopolio y bebiendo agua tónica. Los tiempos cambian, ya lo creo. No podemos permitirnos ciertos excesos. Pero, aunque resulte aburrido para algunos, la pasamos bien. Casi siempre he ganado al monopolio y esta vez no fue la excepción. Lo simpático del asunto fue que ellos se lo tomaban muy en serio. Vamos, no estamos jugando con dinero real; pero, parece que no tenían sentido del humor y era como vivir una sesión en la Bolsa de Valores, con gritos histéricos e insultos abstractos hacia los imaginarios dioses que se inventaban en ese momento.

Uno nunca sabe qué puede esperar de estas sesiones inocentes, cuando alguien llama a la puerta y no podemos dejar de sorprendernos por quienes decidieron venir a hacernos compañía. Sí, eran unas amigas del trabajo, llenas de vitalidad para armar un fiestón y un dolor de conciencia si las cosas terminaban con más de lo esperado. Se unieron al juego y no la pasábamos tan mal. Seguí ganando la partida y era mejor dejar que otros lo hicieran antes de que me echaran de mi propia casa. Una de mis invitadas pidió una bebida más fuerte, así que le ofrecí café. No. Ella quería desmadrarse con un trago bien puesto.

Una de las cosas que no le reprocho a mi mujer es el haberme inculcado una disciplina contra el vicio. Tampoco soy un santurrón, pero respetaba mi hogar y no quería que la velada se convirtiera en un deshoje de margarita para ver quién se va con quién, porque la intención de estas señoritas era eso. Y, ciertamente, ¿quién las había invitado? Porque solo lo mencioné a un reducido grupo de amigos. Debía imaginar que uno de ellos les dio el aviso y la cosa se puso altisonante por las malos reflejos que poco a poco se hacían evidentes en medio de la sala.

Tuve que despacharlos. No había otra cosa que hacer en estos casos. Fue mala idea tomarme atribuciones que ya no iban con mi forma de pensar, y agradecí a la providencia por darme una mujer y dos hijas preciosas que sabían cómo sacar lo mejor de uno sin tanto esfuerzo. Cuando regresaron, las abracé y las llené de besos y nunca más deseé que me dejaran solo. "Si hubieras venido con nosotras, no pasarías por esto", dijo mi mujer. El problema no era caer en la tentación de sentir la necesidad de hacer cosas de soltero, sino de codearme con su madre, que me quería tanto como una piraña quiere a una anguila. Creo que nunca nos hemos llevado bien, pero hacemos el intento de no malograrle la fiesta a los demás. De todos modos, lo único bueno de todo ello, son mis chicas favoritas, y eso no lo cambio ni siquiera por una jugosa y bien horneada pizza.

viernes, 12 de agosto de 2011

Mamá, estoy calvo


Una mañana muy temprano desperté con la impresión de que algo me faltaba. Sin duda no se trataba de dinero, porque nunca lo he tenido. Tampoco de mi bendito título de gasfitero, porque no sé reparar ni el caño de la cocina. Ni qué decir de los cupones de compra que alguna vez me obsequiaron en Plaza Vea, porque compro en Tottus. No. Estaba perdiendo cabello, ese desgreñado, sedoso y esponjoso cabello color almendra que alguna vez catalogaron de "Beatle". Era como si me hubieran arrancado el cuero cabelludo unos indios navajos o los bastardos sin gloria que asustaron a mi sobrina en el DVD que alquilé en casa de la tía Catalina. Sí, pues, la edad pesa en las personas, especialmente en los hombres, cuando se dan con la sorpresa de que la frente se hace cada vez más prominente y la coronilla parece la del Papa o la del Fraile Tuck. Sin duda, algo tan desmoralizador si se tiene en cuenta que uno es representante de la mejor marca de shampoo para la caída del cabello.

Mis hijas son las primeras en burlarse de mi nueva condición. Ambas juegan con sus muñecas Barbie, y una de ellas hace pasear a Ken en su automóvil sobre mis cejas. Dice que hay parqueo gratis en mis sienes. Mi mujer, bueno, está acostumbrada a estos menesteres; no se queja demasiado, solo los fines de semana cuando tiene que cambiar la funda de la almohada. Dice que parece el piso de un peluquero. En cambio, ella tiene un hermoso cabello azabache, ondulado y perfumado, que ya le pedí una pequeña donación para realizarme un trasplante si la loción que me regaló no surte efecto.

Su vida está plagada de calvitos. Su padre, en primer lugar. Dice que fue calvo a los 16 años, por una fuerte impresión que le hizo perder el habla. Al poco tiempo recuperó el habla, pero no el cabello. Luego, su primer enamorado, igualito a George Constanza -el de Seinfield-. Su profesor de yoga, otro rutilante "Kojak". Conoció a Oscar D' León en un concierto. Hasta su maestra de piano, en la secundaria, que debía usar peluca para no desentonar con el incipiente bocio que surcaba sus labios.

En mi familia no hay antecedentes de que haya habido un calvo. Todos murieron jóvenes. Mi padre tiene una cabellera a lo Liberace y mi abuelo se jactaba de ser el doble de Elvis -mi hermana era la Bob Dylan de su fraternidad, pero por otras razones-. Entonces, debo decir con orgullo que seré el primero en lucir como el tío Lucas sin sentirme avergonzado por llevar sotana.

Debo hacerme la idea de empezar a usar el cabello corto; de lo contrario, los expertos me han recomendado rasurarme de una vez por todas. El otro fin de semana, visitando a mis padres, mi madre -que es tan observadora hasta con los satélites de la CIA- me dijo que no debía hacerme tantos problemas por eso. Es algo natural y llega cuando tiene que llegar. Para ella es fácil decirlo porque no está en mi pellejo. Se siente extraño pasarse la mano por la cabellera y darse cuenta que ya no es la misma de meses atrás. Con decir que ni necesito peine.

Mis compañeros del trabajo se han sorprendido de verme con la autoestima baja; y, para recuperarla, me regalaron un puñado de DVD con actores como Stanley Tucci, John Malkovich, Bruce Willis, Terry O'Quinn, Bob Balaban, Samuel L. Jackson, entre otros. Sí, claro, pero yo no soy una mega estrella del celuloide, solo soy un flaquito de una oficina de burócratas con sobrepeso y denunciados por sus cónyuges por incumplimiento de manutención, que me siento un extraño en esas cuatro paredes.

Volviendo a mi madre, dice que el mejor remedio para la pérdida del cabello es pasarme un poco de aloe en el cuero cabelludo, esperar una hora o más y lavarme con un shampoo anti-caída. Repetir la operación interdiario. Si no funciona, mejor rasúrate, dice. Mi esposa no se hace problemas y le gusta mi nuevo look. Dice que me veo más joven. Le tomo la palabra. Lo malo que mis hijas no dejan de jugar al mapamundi con mi cabeza.