miércoles, 21 de septiembre de 2011

Medianoche en París


Después de mucho tiempo no me divertía tanto con una película de Woody Allen. Ha sido un verdadero deleite encontrarme nuevamente con el director que tanto he admirado desde que me involucré en el cine, como el reencuentro de dos viejos amigos distanciados por caminos dispares. Y no es para menos, desde sus altibajos a principios de siglo hasta la soberbia Match point (2005) -un giro de 180º que me hizo volver a creer en él-, ha logrado canalizar sus dilemas ya no tan directas, sino estructurando diálogos y situaciones ingeniosas que lo hacen más atractivo aún. Y la verdad es que su "muerte cinematográfica" en Scoop (2006) le ha posibilitado quedar inamovible en su función de director y guionista como él sabe hacer.

Perdí el rastro de Allen en los años posteriores. No he visto Casandra's dream (2007) ni Whatever works (2009); y creo que no llegó a estrenarse You will meet a tall dark stranger (2010). Vicky Cristina Barcelona (2008) no me entusiasmó demasiado. Tenía lo suyo, era agradable desde el punto de vista de Javier Bardem, pero insoportable y sobrevalorada la participación de su actual conyuge, Penelope Cruz. Rebeca Hall se veía mucho más vulnerable al sentirse atraída por el pintor español y engañar a su prometido. Ella es la verdadera protagonista de la historia.

Ahora nos toca ver Medianoche en París, su último trabajo. Es una historia típica de Allen, cargada de romanticismo, ilusiones perdidas, intolerancia, soledad, hastío y fantasía. Lejos de pontificar sobre estos temas, los expone con imágenes, con situaciones, con divertidos diálogos de sutil coraje para enfrentar una realidad que cada vez es más aplastante y despiadada contra lo simple y lo convencional. El personaje de Owen Wilson calza perfectamente en ese universo alleniano que lo hace suyo, con dudas y dilemas, que encuentra en el París de los años 20 un escape a sus frustraciones como hombre y como artista.

La apertura de la película me hizo recordar a la secuencia inicial de Manhattan (1979), mostrándonos la ciudad de París desde varios ángulos, sus calles, plazas, establecimientos, museos y teatros, como lo hizo con Nueva York, pero dejando el blanco y negro de lado. No me imagino a París monocromática; justamente, es el color de la película el que le da vida, tanto de día como de noche. Esos planos nocturnos a orillas del Sena o en los cafés o hasta en el mismísimo Moulin Rouge, se debe al trabajo de Darius Khondji, director de fotografía reconocido en otras producciones como Evita, Delicatessen, Se7en, La habitación del pánico, entre otras.

Memorables son las escenas con los mismísimos Ernest Hemingway, Salvador Dalí, Gertrude Stein, Pablo Picasso, entre otros, aquella generación perdida que se mantuvo casi recluida en un "mundo mejor" donde vivir, fuera de la cruda realidad de entreguerras. Y es ahí donde Wilson (Gil) encuentra el camino a sus deseos y esperanzas de encajar en un lugar donde es apreciado como quien es: un escritor. Pero quien resalta esa constante huida de su propia existencia es Adriana, el personaje de Marion Cotillard, quien decide vivir en la Belle Epoque de fines del siglo XIX, despidiéndose de Gil, su recién encontrado amor. (No he visto otra película donde su belleza resalta como una obra de arte. ¡Qué belleza de mujer! La fotografía ha hecho justicia a un rostro que dice mucho con solo una mirada o un simple gesto). Al final, Gil encuentra el sueño de una vida diferente y cercana a sus convicciones, en el personaje de Lèa Sydoux, la vendedora de antigüedades.

Es un final bonito, contenido, tal vez predecible. Pero vamos, prefiero a esta muchacha que a Inez, la superficial novia de Gil interpretada muy bien por Rachel McAdams, la quintaesencia de la mujer californiana imbuida en lujos y posición social, que menosprecia el talento de su prometido y ningunea como nadie frente a su amigo, el sabihondo Paul (Michael Sheen). Es una muy buena película, uno de los mejores trabajos que ha realizado Woody Allen en años, que ha causado sensación especialmente en España y Francia, y es, tal vez, su película más taquillera en ese lado del continente.

La recomiendo.


domingo, 4 de septiembre de 2011

Y ella me vio bailar


Algunas veces he sentido la necesidad de apartarme de la gente que me rodea. Estaba comprometido conmigo mismo y era imposible tener momentos en los que de repente me consideraban miembro honorario de las juergas y encuentros cerveceros en el bar del frente. Ser misántropo me ha traído más de un dolor de cabeza a lo largo de los años, ya que nunca he podido interpretar las observaciones sinceras de quienes me consideraban un amigo, pese a mi poca empatía para con ellos. Mis temores hacia el rechazo desde muy pequeño me consignaron a una soledad exenta de oportunidades. Una vez más la razón imperaba mis sentimientos y tenía que escudarme en mi caparazón y ser otro. Hasta mis profesores creyeron que era un caso perdido que debía ser estudiado en los grandes laboratorios y clínicas de la mente; no era necesario ser diagnosticado, ya estaba condenado.

Pero había que formar parte del sistema. Había que trabajar y ser miembro activo del PBI. Mientras cumplía con mi jornada de diez horas y nadie se metiera conmigo, todo iba de maravillas. Asistí a pocas reuniones y no tenía amigos con los cuales intercambiar puntos de vista sobre tal o cual tema. Me sentía un extraño en mi propio mundo, que tuve que pedir disculpas públicas por haber nacido un 29 de febrero. Y eso, a nadie le importaba. Siempre era bien recibido y considerado para las futuras promociones de fin de año. Mientras más me apartaba de ellos, más se acercaban a mí.

Aprendí a tolerar ciertos fanatismos y manías. Aprendí que la unión hace la fuerza. Aprendí a vivir en comunidad. Me alejé de mi familia muy tarde y sentí que era el momento de formar una. Sin embargo, eso nunca me preocupó. Me acostumbré a la soledad. Creé mi propio organigrama de actividades y supe enfrentarme al costo de vida y a la manutención de mis propias necesidades como persona y ciudadano.

No he amado a nadie hasta el momento. Si alguna vez tuve intenciones de comprometerme, no sabría decir qué fue exactamente lo que hizo que me retractara o desistiera de hacerlo. He vivido como mejor he podido, tampoco tengo el complejo de considerarme feo o poco agraciado. Para muchos de mis conocidos, debo tener algo que llame la atención de las mujeres. Quisiera saber qué es, porque generalmente soy callado y de apariencia nostálgica. En esto tiempos en donde todos parecen pisar a fondo el acelerador, yo voy en bicicleta a 10 km/h. No tengo apuro en vivir las alocadas aventuras que los demás han decidido experimentar por temor a la relatividad del tiempo, tampoco creo que sobredimensionar las capacidades corporales tenga buenos resultados a la largo. La vida es muy corta para andar pensando si el sistema de ejercicio que compraron del telemercado sea el más útil para evitar el envejecimiento. Al fin y al cabo, todos vamos a morir.

De una cosa sí estoy seguro: atraigo miradas. Debo reconocer que se siente bien cuando alguien trata de mantener a uno en su retina por varios minutos, en silencio, en la tranquilidad de su cubículo, aparentando atender la documentación que le llueve cada cinco minutos del otro lado de la oficina. Pero eres tan corto que ni siquiera puedes intentar buscar la conversación simulando buscar un poco de café o pedir prestado la grapadora de tu vecino de al lado. Y debo confesar que es un estímulo bastante apreciado, que condensa la carencia de otros sentimientos inmediatos. Solo hay que tener las agallas para hacerlo, demostrar que ese interés es mutuo y conviene estar a disposición antes de que sea demasiado tarde.

Y ella lo sabía.

A lo lejos, en un apartado rincón del salón donde nos habíamos reunido para celebrar una actividad social, esa mirada casi era exactamente como la había imaginado desde tiempos aquellos en que mis zapatillas no eran precisamente de marca, mis pantalones necesitaban costuras y mis dientes requerían enderezarlos sin objeciones. Simplemente, era ella la que había elegido quién la llevaría de vuelta a su casa, cuando todo esto hubiera terminado.

¿Y si me equivoco? ¿Si las señales no son como aparentan ser? Alguna vez tengo que ganar la ventaja de la duda. Y si no era como lo esperaba, aún podía seguir viviendo con la frente en alto, dedicado a mi trabajo y a mi soledad. Solo eran pequeños pasos que me iban acercando a mi destino. Sin embargo, fue otro quien decidió comenzar la aventura. Di media vuelta, y regresé a casa.