sábado, 29 de octubre de 2011

La reunión de los hombres ilustres (Parte 8)


Obituarios

El cuerpo fue encontrado en el baño de un cuarto de hotel, al parecer, víctima de un paro cardíaco. El bibliotecario se hospedaba ahí desde hacía varios meses y estaba al día en sus pagos. Según los que lo conocían, era un hombre expresivo y directo en sus apreciaciones sobre la historia y sus derivados. No era de extrañar que fascinara a más de uno con sus descubrimientos y teorías literarios, que cada viernes por la noche se reunían en el cafetín del hotel para dejar volar su imaginación. Pero la edad era fundamental en este tipo de trajines; estaba muy viejo y se le notaba cansado por cada bocanada de aire que espiraba. Las últimas personas que lo vieron con vida fueron la recepcionista y un inquilino del cuarto contiguo, que lo saludó sin recibir respuesta del viejo. Se le veía presuroso y un tanto nervioso, por como manejaba la llave en la cerradura. “Cosas de locos”, pensó y no le tomó importancia. La muchacha, de unos veintitantos años, guapa, desenvuelta y muy servicial, le entregó su llave como de costumbre, y no percibió ningún rictus o situación incómoda que le hiciera suponer que algo estaba fuera de lo normal. Solo pidió su llave y que lo despertaran a primera hora.

-¿Dijo adónde iría? –preguntó Número 2 a la chica, que seguía impresionada por el inesperado suceso.

-No que yo sepa –dijo ella.

-¿Era costumbre en él levantarse temprano?

-Algunas veces salía temprano y no volvía hasta el anochecer. Pero hasta hace poco, dejó de venir. Cuestión de viaje, supongo; nunca lo dijo.

Número 2 y yo nos miramos a la cara. Era obvio que se refería a nuestro encierro involuntario en aquella casa de campo. Le pedí a la muchacha que nos dejara entrar a su habitación, con el fin de encontrar algo que nos pudiera ayudar a esclarecer su muerte.

-La policía ya hizo el peritaje correspondiente. Y no permite el acceso al cuarto hasta que terminen las investigaciones –dijo la muchacha.

-Nuestro amigo trabajaba en algo muy importante –dije-. Queremos saber si dejó algo para nosotros.

-Me lo hubiera dejado a guardar, en ese caso –dijo ella.

-Tal vez porque la muerte lo sorprendió antes de tiempo –dijo Número 2.

La puerta de la habitación tenía un cintillo amarillo que impedía el paso. La muchacha abrió la puerta, con sigilo y temor. El olor a humedad era característico en estos inmuebles antiguos, de estilo republicano. La madera del piso rechinaba a cada paso que dábamos y lo único que pudimos contemplar era un cuarto desordenado tal como la policía lo había dejado. La muchacha encendió la luz del baño y nos indicó cómo había encontrado al bibliotecario. Había manchas de sangre en el piso, producto del golpe en la cabeza al desplomarse luego de provocado el paro. Número 2 palpó el suelo con los pies, y éste se retorcía por la presión. Dio un salto y el piso tembló. Nos sorprendió a mí y a la muchacha su ejercicio deductivo. El vecino de al lado apareció de repente, preocupado por aquel ruido.

-¿Pasó algo? ¿Están bien? –dijo.

-Sí, gracias –dijo la chica.

-Usted fue quien lo vio por última vez, ¿verdad? –dijo Número 2.

-Así es –contestó.

-Esa noche en concreto, ¿escuchó un ruido similar a este?

Antes de contestar, el hombre lo pensó detenidamente:

-No. Sinceramente, no.

-Fue hasta el día siguiente que vine a despertarlo –dijo la muchacha-. Como no abría la puerta, fui en busca de la llave y… así es como lo encontré.

-Si el cuerpo cayó aquí –dijo Número 2-, y usted señor acaba de venir por el ruido que he provocado, ¿no escuchó nada esa noche?

-¿Qué quiere decir? -dijo el hombre.

-Que no murió de un ataque cardíaco. Han hecho que pensáramos eso. El asesino lo dejó en esa posición luego de que le golpeara en la cabeza.

-Espera, espera, espera –dije, rebobinando lo escuchado-. ¿Quieres decir que esto ha sido homicidio?

-Está más claro que el agua. Señorita: ¿vino alguien a buscarlo?

-No. Tengo turno de noche y nadie ha venido, ni siquiera a hospedarse.

-Tal vez ya estaba aquí, esperándolo. ¿Se han hospedado aquí días previos al crimen? –Preguntó Número 2 a la muchacha.

-La gente va y viene. Tendría que revisar el registro.

-¿Crees que tenga relación con…? –dije.

-Sí. Definitivamente. ¿En qué estaba trabajando el viejo, recuerdas?

-Un libro que había visto en la biblioteca de…

Callé por un instante. La muchacha y el inquilino nos observaban intrigados, suponiendo que nada tenían que hacer frente a nuestras elucubraciones. Nuestras sospechas iban más allá de un simple accidente o circunstancia fatal que nos aproximaba cada vez más al desenlace de esta historia.

-¿Podemos ver el registro, señorita? –dijo Número 2, con una determinación pocas veces vistas.

-No me queda otra opción –dijo ella, resignada.

-Mientras reviso abajo –me dijo Número 2-, tú quédate aquí a ver qué encuentras.

-Está bien.

Número 2 y la muchacha se retiraron. El inquilino se quedó pegado junto a la puerta mientras yo observaba el decorado a través de una rápida ojeada. Me preguntó si necesitaba ayuda, pero preferí hacer estas cosas yo solo porque estoy más familiarizado en coger objetos con suma cautela, que un curioso improvisado podría manipular incorrectamente las evidencias ahí presentes.

-¿Hace mucho que conocía al viejo? –le pregunté.

-Digamos que no éramos amigos, eso está claro. Las pocas veces que hemos coincidido, ya sea por el corredor o abajo, en el cafetín, siempre hubo cordialidad en ambos. Hablaba poco y no era de los que cuenta de su vida personal. Le gustaba hablar de cosas de su trabajo, eso sí.

-¿Cómo qué?

-De libros, viajes, investigaciones. Esas cosas.

-¿Le mencionó algún libro en el que estaba trabajando?

-Escuche. Hace un momento le oí a usted decir sobre un libro encontrado en una biblioteca.

-Sí.

-Es curioso ahora que lo dice. Hace un par de semanas, cuando volvió de un viaje… no lo sé. No me consta. Le escuché referirse a una falsificación de no sé qué libro. Estuvo hablando de eso con alguien en el cafetín.

-¿Recuerda quién era?

-Es que… pasé tan rápido que no me percaté, sinceramente.

-¿Inquilino?

-Podría ser. Oiga, esto me parece tan extraño. Una muerte, cosas de libros. Esto ya parece… no sé… es todo tan alucinante.

Solté una estentórea carcajada que hasta mi interlocutor se mofó de tal aseveración. Solo le pedí discreción con respecto a las cosas que había visto hasta el momento. El tipo habrá pensado que éramos policías porque ni siquiera nos preguntó quiénes éramos. Ni siquiera nos habíamos presentado ante la muchacha como los simples hombres que éramos. Mientras el tipo seguía recitando algunas peroratas, revisé la pequeña mesa al lado de la ventana. Sobre ella había papeles y periódicos desordenados. Cuidadosamente, cogía los pliegos con un pañuelo para no dejar huellas. Simplemente lo que vi me dejó pasmado. Luego de varias hojas que iba retirando, una encima de la otra, veo la página de un periódico donde señalaba la penosa muerte de un sacerdote en un accidente de tránsito. Pudo haber sido una noticia como cualquier otra, pero la foto del prelado fue tan evidente que el miedo se apoderó de mí. Era el mismo vicario quien nos ayudó a ingresar en las catacumbas. El accidente se había producido dos días antes de la muerte del bibliotecario. Al parecer, un auto embistió al suyo mientras se dirigía a una ceremonia. Una noticia que pasó desapercibida gracias a los tentáculos de sabe Dios qué fuerzas ocultas estaban detrás de todo esto. Quise saber más de aquella información, ya que también estaba involucrado el joven sacristán. Pero no hacían mención de él. El vicario viajaba solo por la Vía Expresa. Según testigos del incidente, un loco del volante invadió su carril e hizo que perdiera el control, estrellándose en unas columnas. Ambos coches quedaron destrozados. El chofer de aquel vehículo había desaparecido.

Cuando Número 2 y la muchacha regresaron, no encontraron muchas luces con respecto al posible atacante del viejo. Nadie se había hospedado en esos días y parecía que su teoría no tenía sustento. En silencio, seguimos revisando el dormitorio; esta vez, la muchacha se excusó y volvió a sus quehaceres. El inquilino curioso hizo lo mismo y no dudó en ofrecer su ayuda para cualquier cosa que necesitáramos.

-Cree que somos policías –dije.

-¡Qué idiota! –dijo Número 2.

Ya solos, le mencioné sobre la noticia que había encontrado. Cogió la página del periódico y leyó detenidamente la información. Algo se estaba cociendo y no era precisamente un estofado a la napolitana, dijo. Dejó la hoja sobre la mesa y seguimos rebuscando entre las pertenencias del viejo. En un cajón de la cómoda encontré una pequeña libreta. Había muchos nombres y direcciones de correo y teléfonos celulares. La mayoría era de gente que de alguna forma conocemos por medio del mundo intelectual, pero nada relevante que nos indicara algo. Número 2 se dirigió a la ventana y observó.

-El asesino pudo haber entrado por aquí –dijo Número 2-. Hay un balcón que da directo hacia el otro techo. Estas construcciones tienen esa ventaja, tú lo sabes más que nadie.

Observé lo que había señalado. Y efectivamente, cualquiera podría trepar los muros y caminar por ese balcón hasta la ventana. Por lo general, estaban diseñadas para proteger la madera de la lluvia, así no se empozaba en el techo y creaba goteras. Si Número 2 estaba en lo correcto, el asesino pudo haber subido por el otro lado, que da a un garaje, caminar por las vigas del callejón y alcanzar la ventana. Había unas huellas en la pared, como quien hubiera caminado por ahí. Pero también era probable que el hombre de mantenimiento limpiara esa zona como lo haría cualquier día de la semana. Era complicado sacar cosas en limpio sin tener una evidencia contundente que nos ayude a desentrañar este misterio cada vez más difícil de solucionar.

(Continuará…)

jueves, 27 de octubre de 2011

La reunión de los hombres ilustres (Parte 7)


Confusión


Habíamos vuelto a la vida rutinaria luego de encontrar el relicario perteneciente a un vizconde del siglo XVII, cuyas milagrosas propiedades curativas eran legendarias. El Gran Triunvirato hizo todo lo necesario para validar su origen, tarea que me encargué exhaustivamente gracias a documentos y análisis de laboratorio como jamás se hizo con objeto antiguo. Sin embargo, no se nos permitió abrir la caja. Debíamos constatar que dentro de ella se encontraba el frasco con la sangre de San Francisco de Asís, para dar por concluida su autenticación. Por orden directa del Gran Hermano, se prohibió todo intento de abrirla. Número 2 estaba seguro que se estaba tramando toda una charada alrededor del objeto, sin tener en cuenta nuestra opinión como expertos. Ni una sola palabra debía salir de dicho claustro, donde permanecimos hasta la culminación del análisis. Éramos como presos sin acceso a las instalaciones de la casa de campo. Número 3 trataba de ingresar a la biblioteca, pero le fue negado abandonar su dormitorio. Solo una joven nos enviaba el desayudo, el almuerzo y la cena como servicio de hotel. Ni siquiera yo estuve presente cuando llegaron los análisis del laboratorio y nunca supe si realmente se trataba de la joya en cuestión. A la mañana siguiente nos dejaron ir sin dar explicaciones.

Número 3 estaba muy preocupado por lo que había encontrado en la biblioteca días previos a nuestra misión. Un documento que al parecer escondía algo, porque pudo percibir que dicho material no era del todo genuino, aunque no estaba seguro de ello. Número 1, en cambio, dudaba mucho de las verdaderas intenciones del Gran Triunvirato respecto al uso que querían darle al relicario, si se confirmaba su autenticidad. Yo, en cambio, tenía la suficiente seguridad que se trataba de un objeto genuino de aquella época, pero no podía dar fe si dentro estaba lo que tanto buscaban.

Número 2 fue el primero en irse. Prefirió encerrarse en su estudio y continuar sus investigaciones sobre la energía y demás cosas que alguna vez nos contó como producto de su ansiedad. Mientras, Número 1 tomó un avión y se alejó de la ciudad por unas cortas vacaciones. Solo quería respirar nuevos aires y tranquilizarse de tan extraña experiencia. Por mi parte, seguí dando charlas sobre antigüedades y prestando mis servicios como guía o consultor en los distintos museos de la capital. Número 3 fue el único que tuvo remordimientos acerca del caso, no podía deshacer de su mente las ideas que gravitaban su conspicuo trabajo de bibliotecario. Algo estaba mal y quería saber la verdad.

No supimos nada más del relicario, ni una noticia relacionada con algún suceso divino o que se haya detenido la hambruna del mundo o que se haya eliminado alguna terrible enfermedad. Nuestro trabajo fue en vano si lo vemos desde el punto de vista científico; pero no podíamos hacer ni decir nada, por la confidencialidad que mantuvimos con esta organización subterránea, que vive de sus fantasías conspirativas. Simplemente, lo que vivimos no ocurrió, así de simple.

Desde que me inmiscuí en mi trabajo, no he podido dejar de lado mi paranoia. Siempre he pensado que alguna entidad quisiera desquitársela conmigo por mis aciertos y desaciertos. Una vez ocurrió que me hicieron analizar una cruz de estilo colonial y dar por sentado que no se trataba de una imitación, cosa que descubrí y tuve problemas con el dueño de la pieza. Lógicamente, era falsa y querían venderla a un museo. El tipo casi me hace un juicio por negligente. Lo que no dijo fue que le agüé la fiesta. Esta vez, mi paranoia tenía sustento, ya que había sido testigo de un descubrimiento inusual. Estaba petrificado y casi no pude trabajar tranquilamente pues sentía que me vigilaban. El timbre del teléfono me sobresaltó a altas horas de la noche. No supe si contestar o no, mis temores estaban descontrolados en ese momento y la angustia se apoderaba de mí.

La voz al otro lado del hilo me dejó perplejo y sin habla por varios segundos. Era Número 2. Me llamó la atención que supiera de mi ubicación, pues, que yo recuerde, nunca intercambiamos teléfonos ni correos. Estuvo averiguando mi paradero en cada museo e institución artística y dio conmigo. Lo que dijo fue obvio que pasaría en el transcurso de los días. Y eso daba a entender que éramos los siguientes. Número 3 había muerto.

(Continuará...)

lunes, 24 de octubre de 2011

La reunión de los hombres ilustres (Parte 6)


La bóveda

La última misa de la noche había llegado a su fin. Los feligreses ahí reunidos, en busca de contrición y plegarias para sus más allegados, desalojaban la Catedral ordenadamente. Solo nosotros cuatro permanecimos sentados en las bancas, distribuidos en todo el salón, esperando el vacío absoluto. Nunca fui creyente nato sobre los misterios divinos ni la misericordia de Dios. Mi crianza no era acólita ni apegada a las normas de la iglesia; más bien, crecí en medio de disputas ideológicas acerca de la igualdad de derechos y la reivindicación del más oprimido. Siempre busqué la verdad. No sé qué tuvo que ver con mi afición por el arte y la curación de obras valoradas en miles de dólares. Pero me interesó saber si realmente eran genuinas. Por ahí iba la cosa. La verdad de las cosas. La verdad absoluta. Hubo una época en que las falsificaciones estaban en la puerta del horno y muchos se enriquecieron de las mismas. Fue ahí que entré a tallar y averiguar pacientemente si Los girasoles de Van Gogh eran auténticos o el autorretrato de Rembrandt lo era aún más. Afortunadamente, me volví un especialista y era requerido para toda investigación de este tipo. Ahora estoy a punto de desentrañar este misterio por el que todos tratan de encontrar respuestas y ser testigos de una revelación más allá de toda comprensión, o simplemente de una leyenda atribuida a unos fanáticos que quieren ver monos cuando en realidad solo hay árboles marchitos.

La puerta de la Catedral se cerró tras el último visitante en abandonar el recinto. El vicario, un hombre de mediana edad, robusto y aspecto de santo, puso el último cerrojo en su lugar y nos condujo en silencio a la capilla de la Virgen de la Encarnación, ahí nos esperaba un joven monaguillo que ya había retirado la rejilla que daba acceso a la catacumba, iluminada en su interior por un circuito de luces instalado para su estudio arqueológico durante horas matutinas. Sabíamos que dichos personajes eran miembros activos del Gran Triunvirato y actuaban clandestinamente a los ojos del cardenal. El sigilo debía ser pulcro y sin dejar huellas.

Bajamos uno por uno. El monaguillo y el vicario permanecieron arriba, y el primero volvió a colocar la rejilla de la entrada. “Ahora ustedes están solos”, dijo el vicario. Miramos cada una de las fosas, conteniendo restos humanos de muchos siglos antes. El olor a humedad era notorio. Número 2 graficó mentalmente la bóveda y trazó unas líneas imaginarias en el aire, buscando la ubicación exacta de dónde podrían estar los huesos de quien fuera Juan Francisco Vizcaya de San Jerónimo, vizconde de Baloñas, pero era imposible de adivinar. Habían setenta y cuatro cuerpos, uno encima del otro, según cómo eran enterrados en aquella época.

Delicadamente fuimos sacando los huesos de la primera fosa. El hedor a humedad era insoportable y Número 1 tuvo arcadas que Número 3 tranquilizó para que no cometiera un sacrilegio estomacal frente a los difuntos. Las horas pasaban y no habíamos encontrado nada en las demás fosas. Tal vez, no estaban aquí. Hay otras bóvedas en el resto de la Catedral donde podría estar el cuerpo. No. Es aquí donde enterraron a los nobles y es aquí donde debiera estar. Con una pala escarbamos la tierra acumulada debajo de nuestros pies. Con ayuda de Número 2 quité los huesos que íbamos encontrando, como si existieran otras tumbas aún no descubiertas por los arqueólogos. Número 3 nos pedía que aceleráramos la marcha; sus ojos habían cobrado un brillo estremecedor, poseído por las ansias de encontrar por fin nuestro tesoro perdido.

De repente, el filo de la pala palpó algo duro. Supusimos que era una piedra o el final de la posa. Ya con las manos, Número 2 y yo escarbamos la poca tierra que podíamos sacar. Y ahí estaba. Una caja de madera, tallada a mano, cuya tapa estaba repujada con plata. El asombro y la consternación nos invadían. Sin más preámbulos se la dimos a Número 1 para que la envolviera y la guardara en la bolsa negra que habíamos traído. Cuando nos dimos cuenta ya estaba amaneciendo y el vicario y el monaguillo fueron a nuestro encuentro. Debíamos abandonar el recinto lo más pronto posible.

-¿Y qué pasa con los huesos? –Dije.

-No se preocupen por eso –dijo el vicario-. Nos encargaremos. Ahora, váyanse.

Sucios, cansados y con una joya en nuestras manos, abandonamos la Catedral antes que las primeras luces del alba nos delataran. Ni siquiera nos dimos cuenta de los guardias que custodiaban Palacio de Gobierno. Habrán pensado que éramos trabajadores de las excavaciones. Cruzamos la Plaza Mayor y ahí nos esperaba un auto, que nos parpadeó con sus luces como aviso. Entramos de inmediato. El chofer era el joven mayordomo.

-¿Lo tienen? –dijo.

Confirmamos nuestro hallazgo y salimos de ahí apenas puso un pie en el acelerador. Podrán decir que soy paranoico, pero juro que uno de los guardias que vigilaba la entrada a Palacio hablaba desde un walkie talkie. Número 2 no dejaba de murmurar que el trabajo fue demasiado fácil. El resto solo ofrecía miradas cansadas e inquisitivas, mientras reparaban en la bolsa negra que Número 1 llevaba consigo.

(Continuará…)

jueves, 20 de octubre de 2011

La reunión de los hombres ilustres (Parte 5)

Inflexiones

Eramos cuatro desconocidos con una particularidad especial, alrededor de una mesa de madera en medio de la nada. Nos habían trasladado desde la casa de campo a lo que suponíamos era la sede principal del Gran Triunvirato. Sin embargo, dicha instalación no existe, al menos, no públicamente. Nos trajeron con los ojos vendados y en autos con lunas polarizadas; tal vez, para evitar que diéramos con la ubicación exacta de su centro de operaciones. El Gran Hermano nos puso al corriente de lo que significaba encontrar el relicario de Juan Francisco Vizcaya de San Jerónimo, sepultado en las catacumbas de la Catedral de Lima, como bien señalan las crónicas de la época y que, obligados por mantener el secreto resguardado de los impíos, tergiversaron su paradero. Número 3 sabía de antemano todas estas historias como bien pudo descubrir Número 1, asombrado por la precisión en que los hechos se sucedían vertiginosamente. Mientras, Número 2 parecía escéptico ante las evidencias encontradas. Si bien es cierto que aparentemente aquella pieza no era más que una leyenda, las evidencias mostraban lo contrario. De encontrarla, debía autenticar si realmente se trataba de una obra genuina. Número 3 nos proporcionó información de primera mano sobre su tallado, hecho en madera y repujado en plata. El interior estaba forrado con una fina tela de paño, donde descansaba la sangre de San Francisco de Asís, herméticamente preservada en un envase de vidrio luego de su muerte en 1226.

Número 3 nos cuenta que uno de sus compañeros -algunos escritos señalan a Masseo; otros, a Angelo- fue quien recogió la sangre producto de las estigmatizaciones, antes de expirar en la Porciúncula, pues creyó que se trataba de sangre divina que debía seguir la senda milagrosa. Las propiedades curativas fueron expandiéndose en el territorio italiano hasta desaparecer del mapa. Se dice que el frasco fue robado por unos mercaderes turcos y posteriormente fue botín de los sarracenos y llevado a la España ocupada. No se sabe nada más de ella hasta que se tiene noticias de su existencia en 1593 durante la guerra anglo española en Blaye, luego de que un general español sanara de sus heridas misteriosamente. Aquel español no era otro que bisabuelo de Juan Francisco de Vizcaya. Fue él quien mandó a confeccionar el cofre como transporte seguro libre de golpes. 

-¿Cómo es que esos documentos sean propiedad del Capitolio de los Estados Unidos? -Preguntó Número 2.

-En 1911 una expedición norteamericana visitó el país para estudiar lo que vendría hacer el hallazgo más importante del siglo XX.

-Un momento -dije-, ¿no te referirás a...?

-Sí. Machu Picchu. Ya saben de eso. Pero Hiram Bingham, mientras regresaba a Lima, escuchó del relicario. Al parecer, el documento que confirma de su existencia pertenecía a los descendiente de Vizcaya. No lo pensó dos veces y fue a contactarse con esta familia, que le mostró un pequeño diario en que se narraba la procedencia y los atributos milagrosos del relicario.

-El que tomas como base para la investigación -dijo Número 1.

-Sí. El catálogo Driscoll-Nash lo menciona como parte de su colección, pero jamás ha sido revelado al público.

-¿Y cómo llegó allá? -Pregunté.

-No se sabe a ciencia cierta si Bingham lo tomó prestado o fue donado a la Universidad de Yale. Al parecer, fue clasificado y resguardado en las bóvedas de la biblioteca apenas fue leído.

-Parece ficción.

-Si los gringos tienen esa información -dijo Número 1-, ¿por qué no lo han buscado?

-Tal vez no quieran que se descubra -dijo Número 3-. Imagina lo que desencadenaría si se llegara a descubrir. Eso probaría la existencia de Dios y de que los milagros son prueba fehaciente de su poder divino. Los católicos son muy estrictos en cuestiones de fe y se considerarían los únicos con el poder de decisión frente a los creyentes. Las demás religiones serían perseguidas y aniquiladas. Habría caos y temor al oscurantismo más arcaico, desde la inquisición. Nadie quiere eso.

-Me resulta absurdo -dijo Número 2-. No puedo creer que basen sus investigaciones en un libro del que nadie ha visto.

-Existe. Es real.

-¿Quién lo dice? ¿Usted?

-Yo lo he visto.

Un silencio sepulcral envolvió la sala. Mirábamos atónitos al viejo bibliotecario. Un estremecimiento surcó mi columna vertebral sin conseguir equilibrar mis emociones primarias. El viejo tenía lo suyo, doy fe de eso. ¿Cómo es que nunca había oído hablar de él? Ninguno de los presentes sabíamos de su existencia hasta el día de hoy. Fue hace más de diez años en una de sus visitas a la biblioteca del Capitolio donde leyó por primera vez de aquel documento. Tuvo acceso a las bóvedas de "libros oscuros", como él siempre se refería a dichos manuscritos porque trabajaba en cosas medievales. Y ahí estaba, en un apartado rincón, dentro de una urna. Era un texto de seis páginas pulcramente escritas, donde detalla las incidencias ya narradas. Los encargados solo le dijeron que sería trasladado a un museo para una futura exhibición, y que se abstenían de dar mayores comentarios ante las insistentes preguntas de su invitado. Le fue negado el permiso para su estudio y que tendría que pasar por un sinfín de trabas burocráticas para sustentar cuáles eran sus reales propósitos. Obviamente, nunca fue exhibido en ningún museo y el caso fue cerrado.

-Si es un documento que atañe al país, debería hacerse algo para su devolución -dijo Número 1.

-Es extraño cómo se mueven las cosas al interior de los gobiernos.

-¿Qué quiere decir?

-Dígamelo usted.

-Esto no tiene nada que ver con mis interpretaciones de la realidad.

-¿En serio? Vamos, hombre. ¿Por qué arriesgarse por un artefacto de esa naturaleza? Además, para el resto de los mortales... no existe. Ahora, pensemos cómo ingresar a las catacumbas.

Eso implicaba que debíamos remover los huesos y desmantelar el recinto. Número 2 graficó sobre la mesa con su dedo índice un plano de las catacumbas, debajo de la capilla de la Virgen de la Candelaria, en la Catedral, descubierta hace poco y que da la posibilidad de que los restos que buscamos estén ahí, junto con el relicario.

-¿Nos haremos pasar por arqueólogos? -dije-.

-No será necesario -dijo el Gran Hermano, desde la puerta de la sala-. Irán esta noche. Todo está preparado.

-No entiendo -dijo Número 1.

-No olvide que nuestras redes son muy extensas. Tenemos gente fiel en los lugares menos probables.

-Ya veo.

-No sé porqué, pero esto me está resultando más fácil de lo que esperaba -dijo Número 2.

-Con fe se pueden mover montañas.

-O huesos -dije.

Nos echamos a reír.

(Continuará...)

miércoles, 19 de octubre de 2011

La reunión de los hombres ilustres (Parte 4)

Número 3

Hace más de 40 años me dedico a coleccionar y archivar documentos de inexplicable valor y belleza. Al principio era un pasatiempo común y silvestre, pero me di cuenta que tenía entre mis manos un don que podía compartir con los demás. Mi instinto de análisis y búsqueda me llevó a encontrar manuscritos olvidados por el tiempo, o simplemente relegados a una serie B editorial. Libros oscuros, tal vez; libros prohibidos, menospreciados en su época, y que he reivindicado en más de una oportunidad. A los veinte años descubrí por casualidad una colección que se suponía perdida, que muchos atribuyen a Petrarca. Pero mis investigaciones apuntan a Bellaforte, un contemporáneo del vate toscano. Según la cronología de Schroeder van Richter, Bellaforte consiguió entrar en el círculo de Petrarca no sin antes pasar por varias pruebas literarias públicas, que ensombrecieron su capacidad poética frente a las sátiras del gremio. Ultrajado moralmente, el joven Bellaforte siguió frecuentando las tertulias aunque se abstuvo de participar de ellas. Boccaccio, según el mismo Schroeder, lo acogió en su hogar por una temporada enseñándole las reglas elementales de la escritura, aunque es incierto que este episodio haya sucedido tal como lo cuenta el investigador. Otras fuentes señalan que el encuentro entre ambos fue casual, pero no se sabe a ciencia cierta si Boccaccio fuera su mentor. Un viejo manuscrito, que data de 1336, encontrado en una de las bóvedas del Castillo Maschio Angioino, revela que Bellaforte era en realidad protegido de Roberto I de Nápoles, aunque la historia no certifica la validez de esta afirmación.

Tengan en cuenta que son datos que podrían hacer pensar que todo es producto de la imaginación de un curtido falsificador. Son documentos oscuros, como señalé, guardados bajo cuatro llaves en las bibliotecas más importantes del orbe. He querido desclasificarlos y ponerlos a la luz pública, pero objetan su autenticidad. En 1989, por ejemplo, en un congreso mundial de biblotecólogos en Zurich, expuse mis diferencias acerca de mantener en el anonimato a escritores perdidos en la historia. Con pruebas fehacientes demostré que un puñado de ellos deberían tener la consideración de genios, por sus sesudos tratados y obras excepcionales que harían palidecer a los ya consagrados. Sin embargo, mis ruegos no tuvieron eco. Naturalmente eso no me amilanó, y proseguí en mi búsqueda incansable por develar los misterios más profundos de la estupidez humana.

Sin duda, heme aquí ante una gran encrucijada que enriquece aún más mi curiosidad. El Gran Triunvirato abre sus puertas a un desconocido viejo que pugna por ser escuchado. Muchos me dirán que estoy loco, pero siento la necesidad de compartir mis conocimientos por una causa que cambiará el rumbo de la historia. Y creo que no soy el único. Aunque no se me permite preguntar ni merodear la casa, el mayordomo de la Orden, un joven simpático de buena dicción, me ha permitido visitar la biblioteca -es la única habitación de la casa donde puedo entrar libremente-, llena de joyas y testimonios que corroboran estos años de investigación. El volumen que encontré en uno de los estantes, debe tener al  menos mil años de antigüedad. Su tapa es de un acabado fino, hecho de cuero genuino. Los grabados parecen estar hechos a mano, como lo hacían los monjes benedictinos. Ode regni caelestis -Oda al reino celestial, traducido del latín-, que incluye una sección de cantos gregorianos compilados ex profeso, y que desembocan en versos de dudosa legibilidad. De no haber sido por el joven que me invitó a mis aposentos, me hubiera tomado la molestia de descifrar su contenido. Parecía un poco acelerado cuando me vio con aquel libro, que solicitó raudamente depositarlo en el estante de donde lo tomé.

Siempre he sabido que la Orden es muy celosa de sus posesiones, lo cual no contradice el mantener lejos a los curiosos de ciertos documentos. Sin embargo, siendo un experto en la materia, era de esperar que tuviera acceso a sus instalaciones para entender un poco su mundo y costumbres. "No puede tocar ese libro", dijo el joven.

-Entiendo -dije, decepcionado.

-No me malinterprete. Sabemos que es incapaz de dañar el material, pero hay razones por las que ciertos documentos deben permanecer intocables... por su delicada confección y el paso de los años. Ya sabe, una mala manipulación...

-Sí, lo sé. No dispongo de las herramientas adecuadas para tocarlo.

-Exacto. Y como ya se ha dado cuenta, nuestros celadores no se encuentran disponibles a esta hora; de lo contrario, tendría el consentimiento del pleno.

-Espero que mañana pueda tener acceso a él.

-Lo dudo. Mañana tienen una entrevista con el Gran Hermano y será trasladado a la sede principal.

-¿Hay más personas involucradas en esto? -Dije, evitando no ser tan obvio.

-Me temo que no puedo darle esa información, hasta su debido momento. Buenas noches.

El joven cerró la puerta, dejándome solo en mi habitación. Indudablemente habían más personas dentro de este recinto. Su hermetismo es escalofriante, pero comprensible. La Orden del Gran Triunvirato de Lima era un enigma envuelto de leyendas e intrigas, que no hacían más que confirmar que algo raro estaba por suceder.

(Continuará...)

martes, 18 de octubre de 2011

La reunión de los hombres ilustres (Parte 3)

Número 2

Soy hombre de ciencias. Me baso en hechos científicos para explicar un fenómeno de acuerdo con los tratados existentes. Buscar respuestas palpables es mi oficio. No creo en esas tonterías sobre conspiraciones ni piedras filosofales que expliquen el porqué del universo. Desde que me trajeron a esta casa no he dejado de cuestionar todos estos métodos de amedrentamiento que lo único que hacen es demostrar su ceguera frente a lo real. Ni siquiera han dicho una palabra, lo que me hace suponer que ni ellos mismos se la creen. A no ser que sus juegos psicológicos quieran hacerme desistir de mi idea, la que confío voy a salir bien librado. El joven que habla conmigo parece tener más agallas que el resto de su equipo, que solo mueven las articulaciones frente a un estímulo sensorial que le es dado como una orden. No sé nada de triunviratos ni ceremonias pseudoreligiosas. Lo único que sé es que estuve en medio de un trabajo sobre mi teoría de la absorción de energía: el peso de un cuerpo que cae debe ser proporcional a la presión que deja sobre la superficie. La medida del orificio coincide con la velocidad y el trayecto del proyectil, lo que equivale a la fuerza de la masa que desencadena dicho cráter. Quizá esta gente quiera robarme el trabajo, pero solo me hablan de fábulas y sectas secretas.

La física me ha dado una buena posición en el mundo académico. He sido reconocido por mis investigaciones y puedo ejercer la docencia sin sentirme obligado a revelar fórmulas universales que expliquen el origen del universo. Soy didáctico, pero severo. Quisiera decir lo mismo de mi matrimonio, pero las cosas no son como se las espera uno. Mi mujer me pidió el divorcio y se llevó a las niñas. Su alegato contra mí fue que anteponía mi carrera en vez que mi a familia. Y era cierto. En ese aspecto soy egoísta y me enfrasco en acertijos dignos de ser diseccionados. De no ser así, ¿qué sería del mundo sin teoremas?

El joven tiene esperanzas en que pueda ayudarlo en este trabajo, el cual no me da detalles porque eso le corresponde al Gran Hermano, su jefe, y solo está autorizado para recibirme y darme la comodidad que un anfitrión se esmera en ofrecer a un invitado. Ni siquiera me atrevo a hablar. Hasta el momento solo he escuchado sus argumentos sin que por ello no dejen de ser interesantes. Quizá me haga falta un poco de emoción a mi vida después de todo. Si es una broma de algún colega, déjenme decirles que es la mejor de todas.

Me conducen a una habitación. No estaba mal. Debo admitir que esta gente sabe lo que es comodidad. Lo malo es que no hay papel ni lápiz, no puedo seguir trabajando sin mis documentos. Todo lo dejé en la casa. A medida que pasan los minutos, el silencio es desolador. Ahora sé lo que sentía mi mujer durante las largas noches que me ausentaba de casa. Lo siento más por las niñas, que no tienen la culpa de mis acciones. Ya mi matrimonio estaba condenado al fracaso desde el día que le pedí la mano. Quizá no lo sabía en ese momento, pero de haberlo sabido, sinceramente hubiera desistido de que nos casáramos. Nacieron las gemelas y todo cambió, más para mal que para bien.

Un pequeño golpe en la puerta es preámbulo para que una joven ingresara a la habitación. Llevaba una bandeja con café, galletas y otros manjares. La muchacha no tendría más de veinte años. Vestía un uniforme anticuado, casi diría que era una sotana, como de las novicias. Ni siquiera me miraba. En silencio, dejó la merienda sobre una mesita al lado de la cama y se retiró. Vaya que si está loca la gente. Pero me apetece un café. No he comido desde la tarde y ya era hora que se manifestaran con algo. Hubiera preferido un bocado más sustancioso, pero a no tener nada, me conformo con estas galletas y bizcochos, que parecen haberlos hecho aquí mismo. Se notan frescos y de buen aroma. Mi mujer también los hacía frescos. Muy ricos, para qué. Pero esa ya es otra historia, otro capítulo que me perdí de la programación habitual.

Cuando me abordaron para entregarme la tarjeta, horas previas a mi encuentro con el mayordomo de la Orden, no quise aventurarme de inmediato a sacar conclusiones. No lo tomé en serio, indudablemente. Pero llamé, y creo que me arrepiento de haberlo hecho. Aunque preferí que pasara porque no sabía si ante mi negativa, pondrían un cañón de pistola en mi cabeza para obligarme a acompañarlos. Por suerte, esta gente no es de las que ves en televisión. Me aterra más que sean considerados que bravucones. No hay nada peor que un hombre gentil que te ofrece café y galletas. Ni siquiera veo mazmorras ni cuarto de torturas. ¡Qué indignante!

Escucho un auto. ¿Otra visita sorpresa o es que el Gran Hermano no quiere esperar la mañana para dialogar? ¡Carajo! Este bizcocho es una delicia.

(Continuará...)

lunes, 17 de octubre de 2011

La reunión de los hombres ilustres (Parte 2)

Número 1

Fue un viernes que un individuo me abordó en el parqueo. Me entregó una tarjeta donde se incluía un nombre y un número telefónico, el mismo que debía llamar para contactarme con él. Ni siquiera tuve oportunidad de preguntar de qué se trataba. Ya se había ido. Al regresar a casa una sensación de intranquilidad rondaba mis entrañas, como si quisiera vomitar. No dejé de pensar en aquel hombre y recordé la tarjeta en mi bolsillo derecho del saco. Lo observé detenidamente, en silencio, preguntándome quién era y qué quería de mí. ¿Qué hubiera hecho Eleonora frente a estas circunstancias? Tal vez, que aprovechara de ellas y aplicara mis conocimientos para entender la situación. Pero Eleonora ya no estaba; hacía tiempo que se había ido de este mundo con los recuerdos y el sentimiento de culpa que merodeaba mi ser. Su enfermedad había avanzado a un estado crítico que palidecía a cada momento verla consumirse. Y no podía sufrir más. Y creo que me lo agradeció. Pero eso no me dejó en paz. La eutanasia es un mal necesario, una de esas cosas que flotan latentes sin despertar necesidades solo hasta el momento de experimentar dolor a la muerte.

Al otro lado del hilo una voz neutra atendió la llamada. Supuse que era el tipo que conocí en el estacionamiento. No. Solo dijo que en media hora un auto pasaría a buscarme. Y así lo hizo. Con una puntualidad digna de respeto, el auto me condujo a una casa de campo, espaciosa, bien cuidada. Nadie en el interior del auto pronunció palabra alguna durante el trayecto. El chofer mantenía la vista fija en el frente, preocupado más por las señales de tránsito y los cambios en el manejo. Los otros dos que me escoltaban a cada lado del asiento trasero, observaban la calle con una impasibilidad angustiante. Ellos mismos me guiaron hacia una salita, que daba hacia un patio con piscina. Dijeron que espere. Fue lo único que escuché de ellos.

¿Qué hacía un profesor de historia en una casa de campo un viernes por la noche? Al menos, si supiera de qué se trataba todo esto, podrá sentirme más tranquilo. Pero mis anfitriones eran tan misteriosos como la situación misma. Al principio supuse que era por mis investigaciones relacionadas con el ex presidente. Pero no tenían pinta de matones. Eran cordiales en su trato, cosa que me sorprendió agradablemente. Luego se acercó un hombre joven, bien vestido, disculpándose por las incomodidades que me habían ocasionado, pero era de vital importancia contar conmigo en esta investigación. El Gran Triunvirato requería de toda mi experiencia en estos menesteres.

-¿Habrá oído hablar del Gran Triunvirato? -Dijo el hombre.

-Creí que solo se trataba de una especulación o de cuentos -dije.

-No, mi estimado señor. Somos una asociación sin fines de lucro que está al servicio del prójimo. Hemos existido muchos años en la clandestinidad con el temor de ser descubiertos y enviarnos al exilio. Hay mucha gente involucrada en esta sociedad, que sería imposible no sentirnos intimidados por sus burdas acciones de censura.

-Si son tan dedicados, ¿por qué entonces quieren desaparecerlos? -dije, como quien suelta una piedra en un río caudaloso.

-La historia, como usted ya sabe, nos enseña a seguir el camino correcto. Muchos encuentran nuestros métodos similares a las sectas apócrifas que abundan en el país. Creen que somos adoradores de falsas deidades; pero nuestra única fuerza es la fe en nuestro Señor Jesucristo. La envidia y la codicia ha hecho posible que vivamos casi en las sombras, de no ser por personas como usted, que tiene una atenta mirada a los sucesos que alimentan el conocimiento humano en descarte de los libros oficiales que nos quieren vender como hechos concretos y únicos.

-Lo sé. He hecho investigaciones verdaderamente cuestionables, que me han causado un dolor de cabeza con muchos colegas.

-Porque no quieren que digamos la verdad. ¿Sabe? Cuando el primer fundador de nuestra Orden llegó al país, se encontró con una nación pobre y ultrajada de sus raíces. Los españoles habían doblegado a los verdaderos dueños de estas tierras. Y no podíamos tolerarlo. Y desde entonces hemos batallado para que esos privilegios vuelvan a sus verdaderos herederos. La tarea no ha sido fácil, indudablemente, pero creemos que las cosas se están actualizando por el bien de todos.

Aquella charla fue única en su especie, como luego analicé en la soledad de mi habitación que me habían proporcionado en aquella casa. Había leído muchas historias no oficiales de la Gran Orden del Triunvirato de Lima, que llegó al Perú junto con la corriente libertadora de José de San Martín, en 1820. Antes de la proclamación de la independencia del 28 de julio de 1821, San Martín había dado órdenes específicas que la sociedad estuviera dirigida por hombres ilustres, pensadores, clérigos y académicos. Todos ellos debían dirigir el destino del país, pero no se concretó por las malas acciones de Bolívar durante la famosa conferencia de Guayaquil. Ahí San Martín quiso unir fuerzas con su homólgo libertario, pero Bolívar rechazó las condiciones porque, como sabemos, era masón y no quería que la logia perdiera fuerza en el continente, pues creía que el Triunvirato destruiría la esencia de lo que significaba la masonería, los verdaderos caudillos de la independencia americana.

Cuando Bolívar asumió el gobierno del país envió a eliminar a todos aquellos probables miembros del Triunvirato, entre ellos José de la Riva Agüero y José Bernardo de Tagle, a quien se le acusó de conspirar con los realistas la expulsión del libertador. El fondo del asunto era que el Triunvirato corría peligro si Bolívar se perpetuaba en el poder. Cosa que consiguió a medias. Desde entonces, la Orden ha permanecido oculta como institución pública y ha logrado que muchos se interesen por ella de una u otra forma. Se desconoce a ciencia cierta cuántos miembros tiene en la actualidad.

El Triunvirato está compuesto por un Gran Hermano y dos Hermanos Menores, que rotan el control cada seis meses durante cuatro años que dura su mandato. El Gran Hermano es inamovible y es quien celebra las reuniones mensuales, plagado de ritos y festejos que consolidan su comunión y responsabilidad con sus semejantes. Dichos ritos no son más que oraciones y gestos de buena voluntad, sazonados con comentarios maliciosos y sarcásticos hacia los gobernantes de turno. Solo buscan el bien común y es una organización bien constituida, donde no impera la codicia ni el acaparamiento del poder. Una clara demostración de democracia que ha existido por 190 años. Se desconoce a qué se dedican los miembros, mucho menos los que presiden la Orden, solo se sabe que recoge personalidades de todo el espectro académico y humanista del país. Ante tantas posibilidades existentes dentro de esta sociedad secreta, no me extrañaría que estén buscando nuevos miembros, y creen que yo pueda calzar con tamaña responsabilidad. Pero requerían de mis servicios. ¿Para qué?

A través de mi ventana, pude ver otro auto llegar a la casa. El que bajó de ahí no era tan joven, pero debí imaginar que se trataría de otro nuevo prospecto, al igual que yo, de velar por los intereses del Gran Triunvirato.

(Continuará...)

jueves, 13 de octubre de 2011

La reunión de los hombres ilustres (Parte 1)

Fue algo insólito y desafortunado el habernos involucrado en este acertijo. Esperábamos encontrar respuestas, y ninguno de nosotros pareció percatarse de ello apenas cruzamos el umbral, un umbral que nos condujo a nuestra propia perdición. Nos advirtieron que fuéramos reservados, pues se trataba de una sociedad secreta que debía permanecer en el anonimato. Durante muchos años han permanecido en la clandestinidad por obra y gracia de sus oponentes, que consideraron una amenaza su existencia, tratándose de asuntos relacionados a lo profano y lo sagrado. Menuda ambigüedad. Los hombres que nos escoltaban hacia el salón oval no eran del todo amigables, simplemente cumplían el trabajo asignado. Dijeron que esperemos, mientras el Gran Hermano llegaba. Me pregunté qué querían de nosotros.

A simple vista éramos un grupo de académicos dispuestos a desentrañar un estado de cosas irresolutas para ellos. Apenas nos habíamos conocido esa misma tarde cuando cada uno fue citado a las oficinas del Gran Triunvirato, en estricto orden por diferencia de segundos. Nos asignaron un número sin jerarquía, solo de llegada, y debíamos jurar un compromiso de confidencialidad. Fuimos elegidos al azar motivados por nuestra hoja de servicio y nuestras especialidades. Número 1 era historiador, un hombre cerca de los sesenta, al parecer con mucho conocimiento de teorías alternativas sobre el descubrimiento de las cosas que hoy conocemos. Número 2 era profesor de física en una reconocida universidad. Era joven, de aspecto corpulento pero de trato agradable. Número 3, un bibliotecario de edad avanzada, pero lúcido como un radar, especialista en temas medievales. Número 4, o sea, yo, un crítico de arte especializado en obras falsificadas. El grupo idóneo que necesitaban, pensé.

El Gran Hermano era uno de los tres Principales de la Orden. Rapado, mediana edad, sus cejas pobladas le daban un aire siniestro. Se disculpó por la demora y fue directo al grano. Debíamos encontrar una reliquia escondida en las catacumbas de la Catedral de Lima y que pertenecía a Juan Francisco Vizcaya de San Jerónimo, Vizconde de Baloñas, enterrado ahí en 1786 luego de sufrir una terrible enfermedad. Lo primero que se nos vino a la mente fue si era permisible entrar a las catacumbas simplemente porque él lo quería. Y acertamos. Número 1 explicó a los presentes que el Vizconde había sido enterrado en España, concretamente en la Iglesia de San Clemente de Taüll, cosa que estaba registrado. Pero al parecer, el Gran Hermano tenía otra información que los libros obviaron por alguna razón en particular.

El Gran Hermano explicó que el traslado de los restos del vizconde sería la coartada perfecta para esconder el tesoro que tanto ocultaba del virrey Manso de Velasco, el Conde de Superunda, su más acérrimo perseguidor, y que sus sucesores siguieron buscando insistentemente. Número 3, dijo que, según el catálogo Driscoll-Nash, en el folio XXIII-B de la Biblioteca del Capitolio de los Estados Unidos, se menciona la existencia de un relicario donde según la creencia llevaba la sangre de San Francisco de Asís. Dicho relicario fue saqueado durante la ocupación mora a España, que luego pasó de mano en mano hasta ser propiedad de la familia del Vizconde. Tenía el poder de la curación y muchos deseaban sus propiedades para detener los males de la época y la prolongación de la vida. El Conde de Superunda, al saber que Vizcaya de San Jerónimo se había establecido en Lima, hizo todo lo posible por apoderarse del relicario, pues, temía que otro terremoto como el de 1746 azotaría la ciudad.

-Ese catálogo no es muy conocido -dijo Número 3-. Pocos sabemos de su existencia.

-Y es una suerte tenerlo con nosotros para que nos ilustre sobre estos temas -acotó el Gran Hermano.

-Y por todo esto -dijo Número 1-, debo deducir que este relicario es el objeto que debemos buscar en las catacumbas.

-Efectivamente -dijo el Gran Hermano.

-Si el relicario tenía el don de sanar... ¿por qué no lo curó a él?

-Existe la creencia -dijo Número 3-, que quien posea el relicario está exento de dicho poder. Solo él puede administrarlo para los demás... mas no consigo mismo.

-Según la filosofía de San Francisco de Asís -dije.

-Exacto. "Haz el bien, sin recibir nada a cambio".

-Si no tiene poder para sí mismo... ¿en qué los beneficia a ustedes? -Dejó su silencio Número 2.

-Es un objeto de estudio, tiene valor histórico -aclaró el Gran Hermano-. No se guíe por las apariencias. Somos una sociedad altruista. Y queremos lo mejor para nuestra gente.

-¿"Su" gente? -Dijo Número 2.

-Todos nosotros, señor -dijo el Gran Hermano-. Sin distinción de clero, raza, posición social. Si en verdad es cierta esta teoría... tenemos en nuestras manos un arma capaz de aplacar todos los males que aquejan a nuestro país.

Aquella sesión se prolongó más de lo esperado. Y fue revelador que ninguno de nosotros tenía responsabilidades familiares, así que nuestra ausencia no sería notada por nuestros más allegados. Sin embargo, me preocupaba que nos tendrían pernoctando aquí, sin salir a la luz pública hasta que todo esto llegase a su final.

(Continuará...)

lunes, 10 de octubre de 2011

Stand up comedy

Muchos de los que vienen aquí van a contarles la historia de su vida; sobre sus traumas con su familia y los problemas personales que conlleva separarse de su pareja. O, de cómo nos traga la vida con la tecnología y el boom de la comida chatarra. Bueno, no seré la excepción. Confieso que soy un tipo difícil; sobrevalorado y conflictivo. Algunas veces no me considero parte de la historia, pero tratan de meterme como sea. Es como aquel tipo que quiso salir adelante, pero lo mandaron por la puerta de escape. Así es como veo las cosas, intransigentes, irresolutas, deformes por la vacuidad existencial. A juzgar por las apariencias, pensarán que soy inofensivo. Es el prejuicio que todos llevamos dentro. No, no se rompan la cabeza por descubrir qué hago o a qué me dedico en mis tiempos libres... En otras palabras, soy un vago. No porque quiera serlo, sino que me obligaron a serlo. Desde que tengo memoria, no me ha gustado hacer nada, solo divagar y soñar. Es lo más fácil del mundo. No era bueno en el colegio. Mucho menos en la universidad. La única vez que fui a una fue para llevarle los cuadernos a una amiga. Mi padre siempre decía que para ser alguien en la vida hay tener un cartón. "Bueno", le dije, "en mi cuarto tengo una caja de galletas, eso puede ser útil". Ya se imaginarán qué me respondió. Mi madre, en cambio, era una persona comprensiva. "¿No quieres estudiar, hijito? Ya, pues, no estudies. Pero vete de la casa". Y me fui de la casa. Pero volví porque tenía que sacar mis cosas.

Pero sí trabajé, no crean. Hice de todo. No me quejo. Lo malo es que no pagaban. Conocí a mi actual pareja y juntos abrimos una tienda. No estaba mal. Al principio -no les miento- abrimos la tienda con una caja de fideos y una lata de atún... que luego nos las comimos porque no teníamos qué comer. Pero, después, ya ni sabíamos qué teníamos ahí. La tienda prosperó; pero nuestra relación no. Ella, con su sentido de la responsabilidad, no descansaba ni en feriados; yo, coqueteaba con las caseras. Era buena onda, palabra, tenía que ganarme al cliente; así que, ni corto ni perezoso, les metía letra. Uf, las tías se desvivían de lo lindo. Parecía que sus maridos no les hacían caso porque me contaban cada cosa. Sí, palabra. Un poco más y abro un consultorio. Me gusta escuchar a las personas. Cosa curiosa, a nadie parece interesarle lo que yo opine. En fin, la relación se puso tensa porque mi mujer pensaba que la estaba engañando con una de estas señoras potables. Era posesiva, celosa y obstinada. Así que nos separamos. Me llevé un kilo de arroz y un par de chocolates para el camino.

Afortunadamente, mi abuela me recibió con los brazos abiertos. Pensó que me quedaría un par de días. Esta vendría a ser mi abuela número cuatro. No sé de dónde las sacaba mi abuelo. Cuenta la leyenda que ella vino como empleada. Un día estaba encerando el piso y mi abuelo la vio agachada. "¿Te ayudo, hijita?" Y así empezó todo. Mi abuela es joven, hasta podría pasar como mi tía. Tiene un carácter... Es de esas personas que acusan y luego preguntan qué pasó. Sí. Como fiscal o jueza la rompe. Varias veces me ha acusado injustamente del caos que generaba su propio hijo. Bueno, al fin y al cabo, era su hijo y tenía que defenderlo. Y es tan fresco y zángano. No mueve un solo dedo para limpiar la casa. Yo tengo que hacerlo. Le gusta ensuciar, desordenar, alzar la voz como un rey feudal; pero ni siquiera es capaz de agarrar una escoba. Yo lo tengo que hacer, solo porque estoy viviendo ahí. Ahora está con una gorda igual que él. Son la versión chalaca de Mike & Molly. Bueno, él no es policía. Si lo fuera, no atraparía a nadie. Mandaría al otro a que lo haga. En fin, son tal para cual, porque ella tampoco le gusta hacer nada por la casa. Dice que porque trabaja, viene cansada. Supongo que sí. Pero tiene el fin de semana para, al menos, barrer y lavar los platos, como corresponde. No, tengo que hacerlo yo. Y como la abuela permite todas esas cosas... no hay por qué quejarse. Así es la vida.

Felizmente, conseguí un nuevo empleo y me va bien. Acabo de mudarme y vivo tranquilamente. Ahora mi abuela me llama para saber de mí y me pregunta cuándo voy a la casa. "¿Por qué, no hay quien lave los platos?". Y me cuelga el teléfono. Hace un momento dije que a nadie parece interesarle lo que yo opine. Y es cierto. El teatro está vacío.