martes, 22 de noviembre de 2011

48 horas desesperadas

Siempre me ha obsesionado buscar respuestas a tan extrañas preguntas sobre el origen de las cosas, especialmente lo concerniente a la creación y apogeo de las grandes culturas universales. Uno de los pilares de dichas investigaciones era saber si fueron gente de otros planetas quienes construyeron las pirámides de Egipto o las líneas de Nasca. Yo creo que gente de aquí, con un alto perfil intelectual, hicieron todos aquellos monumentos que hoy admiramos. Uno de esos singulares casos naturalmente puede ser Marcahuasi, el bosque de piedra que se ubica a más de 4000 msnm, en la provincia de Huarochiri, al este de Lima. Hace miles de años que datan estas colosales piedras con formas de animales y personas. Hay que tener buen ojo para contemplarlas desde un punto en que el sol proyecta sus rayos a través de sombras y contornos que asombran a más de uno.

Fascinado por las investigaciones de Daniel Ruzo, Marcahuasi es de esas joyas que nos hace pensar si realmente fue hecho por alguna razón que escapa de nuestra comprensión, o simplemente es un antojadizo atributo de la naturaleza que solo quiere jugar con nuestra imaginación. Lo que sin duda fue un simple viaje de aventura, se convirtió en una de esas obras maestras del suspenso que no olvidaré por el resto de mis días; porque supusieron una suerte de conciencia y valentía lograr salir con vida de aquel paisaje agreste y lejano, que tal vez pocos quisieran experimentar.

¿Qué pasó? Se preguntarán. Un día me propuse ir a Marcahuasi, guiado por mis deseos de conocer el Perú y sus misterios. Ya lo había hecho en Cusco, mi primer viaje importante. Ahora quise ir a tan dichoso bosque de piedras y descubrir con mis propios ojos los secretos que guardaba en sus cimientos. La primera dificultad que experimenté fue el transporte a San Pedro de Casta. Los buses solo salían a las 9.00 am y a las 3.00 pm. Ese día lunes llegué por la tarde desconociendo el itinerario del servicio, con el afán de llegar a dicha localidad por la noche, aclimatarme y salir a Marcahuasi a tempranas horas de la mañana. No. Tuve que hospedarme en un hotel de Chosica y a la mañana siguiente recién tomar el bendito bus para San Pedro de Casta.


El viaje es accidentado. El camino es agreste, vertiginoso, desértico en su mayor parte, donde solo puedes admirar los cerros carcomidos por la sequedad del lugar, con yerba amarillenta y casi muerta. Pero a medida que nos aproximábamos a San Pedro de Casta, el paisaje cambia a un verde vibrante, con árboles de eucalipto y diversas plantaciones como paltas, manzanas y chirimoyas. Es un pueblo que se alza por encima de los tres mil metros de altura. Su gente es hospitalaria, campechana, servicial. Nunca falta algún desconfiado, pero a medida que uno va tratándolos, la cosa cambia; te vuelves parte de ellos.

Me hospedé en el único hotel del lugar, en la misma plaza de armas, cuyos trabajos de remodelación estaban en camino a convertir el lugar en una agradable estancia para el turista y del propio vecino. Al atardecer fui a inscribirme en la oficina de turismo para ingresar a Marcahuasi, a la mañana siguiente, muy temprano. La encargada del lugar, una mujer generosa y atenta, preguntó si necesitaba de guía y transporte -caballo o burro-, cosa que decliné porque quería caminar y disfrutar del paisaje. Un error que luego comprendí no volver hacer para un futuro retorno.


El frío por la noche era atroz. Ni siquiera las dos gruesas frazadas que tenía en el dormitorio, lograron aplacar los escalofríos. Lo sorprendente del caso es que era el único aventurero que estaba a punto de escalar todas esas moles de roca volcánica que más allá del valle se erigía, como esperando de mi presencia para dejarme contemplar el ocaso de mi propia creencia como ser humano. Muy temprano, compré víveres para lo que sería un viaje de ida y vuelta hasta el atardecer: Una botella de agua, una de jugo, una mano de plátanos y un paquete grande de galletas dulces. En mi bolso solo llevaba mi cámara y una capucha por si el frío apareciera durante mi recorrido. Antes de marcharme, le dije al muchacho del hotel que estaba de regreso por la tarde, para luego hospedarme y tomar el bus de regreso a Chosica a las 7.00 am. Me despedí de él y tomé el camino polvoriento, guiado por el letrero que rezaba "Marcahuasi" y la flecha que daba inicio al paseo.

Me faltaba el aire en cada paso que daba, subiendo por el sendero, algunas veces interrumpido por el paso de algún campesino amistoso que saludaba como si me conociera de años, o las vacas que iniciaban su paseo matutino en busca de pasto fresco. Me dio oportunidad de tomar algunas fotos del paisaje hasta avanzar el sendero que me llevaría al  mirador de Mashka, obra ejecutada por la municipalidad en el 2005, según la placa de piedra que se encuentra a los pies del mirador. Había una caseta y un baño público cerrados, con algunos grafitis que inmortalizaban a los visitantes que llegaban hasta allá. Tal vez, pensé, los abrían los fines de semana cuando la presencia de turistas era más elevada. A lo lejos, abajo, San Pedro de Casta. No era tan pequeño como imaginé. Descansé un rato y bebí un poco de agua, que ya se estaba calentando por el fuerte sol que iluminaba la mañana. En un panel señalaba la dirección que debía tomar: el camino largo y el camino corto. El joven del hotel me dijo que tomara el largo para llegar al anfiteatro y rodear los atractivos de Marcahuasi y llegar como final de fiesta al Monumento de la Humanidad. Esa era la idea inicial de mi recorrido.


El sol y el cansancio me estaban matando. Seguí subiendo por el sendero hasta llegar a la puerta de entrada del anfiteatro. Verlo desde abajo, se me hacía tan lejano poder atravesarla, que sacaba fuerzas de la nada para alcanzar mi meta. Cuando por fin pude poner un pie dentro, miré como quien mira un espectáculo fuera de este mundo. Me quedé de pie, observando cada piedra, cada rincón del llamado anfiteatro. Este es el lugar favorito de quienes deciden acampar. Hay fogatas hechas exclusivamente para los que prefieren una parrillada a la luz de la luna y, naturalmente, sus respectivos basureros para dejar libre de impurezas el escenario. Me resguardé bajo una roca y tomé un refrigerio para recuperar fuerzas. Eran más de las diez de la mañana, así que mis cálculos estaban bien encaminados para un paseo alrededor del bosque de piedra y volver sin contratiempos a San Pedro.


Seguí camino hacia la fortaleza, atravesando los famosos monumentos a las focas y a la rana, que increíblemente tenían una similitud extraordinaria con dichos animalitos. Las subidas y bajadas estaban haciendo estragos a mi rodilla izquierda, pero estaba feliz de contemplar yo solo, sin distracciones de ninguna índole, el panorama que caía en mi vista. Llegué a la laguna Cachu Cachu y crucé el Infiernillo, entre arbustos y maleza entre los escarpados que me llevarían a la fortaleza. Y lo primero que dije al ver semejante monumento fue: "¡Mierda, qué es esto!" Descendí por un sendero pedregoso y resbaladizo, que en más de una ocasión evité caer de cara. Enormes rocas zigzagueaban mi camino hasta quedarme en medio de un valle siniestro y bello al mismo tiempo. Nuevamente descansé y comí algo para recobrar fuerzas. Pero la rodilla me estaba dando mucho trabajo que no pude evitar no sentirme intranquilo. Subí por el otro sendero donde había también fogatas y una pequeña casita para albergarse del frío. Una señalización daba la bienvenida al lugar. Al no ver otro camino que me llevara hacia la otra zona de mi paseo, me sentí un tanto inquieto porque parecía que este era el final del recorrido y no había nada más que hacer aquí, así que decidí regresar por donde vine. Pero algo muy extraño sucedió en ese lapso, era como si el camino que estaba detrás mío había desaparecido. Había perdido la brújula, por decirlo de algún modo y la desorientación me jugó una mala pasada. Aún era temprano, pasaba del mediodía, así que tenía un par de horas más para lograr regresar a San Pedro. Pero mis sentidos se nublaron completamente. Estaba seguro que había venido por la derecha, pero el camino me llevó hacia una ladera que terminaba en precipicio. ¡No puede ser!, repetía. Regresaba por el mismo camino pero me llevaba a otro y volvía a salir por la ladera. Me guiaba por la caca del caballo y sus huellas. Pero tampoco eran de fiar porque el jinete rodeaba todo el circuito para tener una vista más placentera del valle. Eso me mareó y desistí. La rodilla no me dejaba caminar. Por un momento creí que había atravesado alguna puerta a otra dimensión o los dioses que regentaban el lugar se estaban echando un chascarrillo a mis costillas.


Pasaban las horas y ni siquiera había un turista con el cual ayudarme a salir de ese laberinto. Pero luego me dije que era el único imbécil que se había atrevido a venir a Marcahuasi a mitad de semana, cuando en realidad solo los fines de semana se llena de curiosos. Estaba solo. Me rompía la cabeza por lograr recordar por donde había venido. Pero la tarde llegó. No había salida. No había ni siquiera un campesino pastando su rebaño cerca. ¿Qué iba hacer? Pasar la noche ahí mismo y esperar que me recogieran al día siguiente. Era mi única esperanza. Para mi buena y mala suerte, encontré una carpa abandonada en la cima de unas rocas, entre unos arbustos. Era extraño de suponer que alguna divinidad me lo haya puesto ahí para refugiarme del frío que estaba a punto de llegar. Pero no tenía varillas ni sujetadores. Era simplemente una bolsa de material sintético que deseché de inmediato porque quería salir de ahí cuanto antes. La dejé en su lugar y volvía a buscar el camino de salida. Pero no pude hallarlo. Al fondo, por las laderas, se veía la niebla subir y cubrir todo el valle. Era como si estuviera en el cielo. En ese momento me arrepentí de abandonar la carpa, tal vez la hubiera usado como bolsa para dormir y protegerme del frío. Fui a buscarla, pero ya no estaba. ¿Fue real o un espejismo de mi desesperación? Pero fue real, porque dentro de la carpa encontré un periódico de la semana pasada y en la parte posterior había una "Malcriada", que corté para tenerla conmigo, como mi única compañera de viaje.

Sí, maldije ese momento. No debí despreciar ese regalo de los dioses, ahora ellos se vengan cambiando la ubicación de mis pasos. Recordé la casita en lo alto de la cima que me daba la bienvenida a la fortaleza. Fui hasta allá, pero misteriosamente había desaparecido. Había tomado el mismo camino de hacía unas horas atrás, pero lo único que veía era una ladera que conducía a la nada. ¿Dónde estaba la casita? Era para no creerlo. Nuevamente dejé que mi imaginación revoloteara mi mente al afirmar que los dioses estaban jugando conmigo al ajedrez, moviendo las piezas a su antojo y desviándome del camino por haber despreciado la carpa que tanta falta me hacía en estos momentos. Al menos, dije, en la casita me mantendría caliente gracias a una fogata y lejos del viento helado que congelaba mis extremidades. Volví al lugar de origen y me refugié debajo de una roca, que tenía arbustos, me puse la capucha y traté de encender una fogata rústica. Pero el fuego estaba renuente y el frío empezaba a golpearme. Mientras se acercaba la noche, la luna hacía su aparición, iluminando parcialmente la noche, porque la neblina estaba cubriendo el espacio. Me acurruqué en la roca, mientras las lagartijas paseaban sobre mí, alertándome de no encontrar alacranes o tarántulas que me dieran la opción de irme a otro refugio improvisado.


No pude dormir, definitivamente. El frío era tal que pensé morirme de hipotermia ahí mismo y nadie parecería importarle mi ausencia hasta que me encontraran el sábado, cuando empezara la verdadera escalada turística. Pero mis fuerzas pudieron más que mi desazón. Pasé la noche casi en vela, en medio de la neblina y la temperatura que bajaba a 0 ºC, cubierto solo con una capucha y las lecciones aprendidas en Discovery Channel con "A prueba de todo". Rogaba porque amaneciera, rogaba porque el muchacho del hotel se hubiera percatado de mi ausencia y dado el aviso en la oficina de turismo que algo pudo sucederme. Esperaba a la cabellería y mi mente volaba a mil. Pensé en Ciro y en lo que pudo haber pasado allá en el Colca. Con esas cosas no se juega. Retiré de mis pensamientos aquellas imágenes propaladas hasta el cansancio por la televisión. No quería que me encontraran así. No quería morir inútilmente.

Al salir el sol, el cuerpo recobró calor. Cojeaba. Me dolía mucho la rodilla y no podía mantenerme en pie por mucho tiempo. Dormí una hora, más o menos, en medio del campo, recibiendo el sol como si me hubiera convertido en la versión cómica de Birdman. Y cada cierto tiempo gritaba "¡Biiiiirrrrddddmannn!", como en el dibujo animado. Ya con el cuerpo caliente, di otra vuelta por el sendero en busca de la salida. Afortunadamente, encontré una botella grande de agua. Alguien lo había dejado en su última excursión o era tal vez regalo de los dioses. No lo desperdicié esta vez. Probé un poco por si estaba buena. Estaba buenísima. Llené mis botellas y fui consumiendo lo que quedaba del botellón. Pero la garganta me estaba quemando por lo helada que estaba el agua. Pero recuperé fuerzas. De pedazo en pedazo comía de mis galletas, lo único sólido que llevaba para comer. Me quedaban seis láminas, que traté de no consumir hasta que verdaderamente fuera necesario. Pero no tenía fuerzas en las piernas, especialmente la rodilla izquierda, que parecía inflamada. Ni siquiera podía doblarla. Rogué nuevamente que vinieran los rescatistas a buscarme. Aluciné que aterrizaba un helicóptero. Cuántas cosas se me metían a la cabeza en ese momento. Pero nunca llegó nadie. Decidí buscar la carpa nuevamente. Pero nunca la encontré. Ni siquiera el camino que me llevaría de vuelta a casa. Estaba en medio de la nada. En un mundo perdido. Me puso nervioso unos huesos que encontré más arriba, parecían férmures o partes de un brazo. Carajo, pensé, ojalá no haya una bestia salvaje por aquí que despelleja a sus víctimas. Pensé en una especie de John Malkovich al interpretar a Mr. Hyde, con filudos colmillos y una desesperante sed de matar. En lo que restaba del día, ni un alma se hizo presente.

Decidí dejar todo como estaba. Las fuerzas me abandonaban. Era mejor dejar que la naturaleza se encargara del resto. Si debía morir ahí mismo, pues, la suerte estaba echada como ha sido siempre mi vida, llena de contradicciones y desesperanzas. Solo miraba el cielo nublado, recibiendo la briza fría y relajando los músculos para que la muerte no sea tan dolorosa. Solo debía cerrar los ojos y esperar el momento del fin. Cerca de las cuatro de la tarde, el día parecía noche. El sol estuvo ausente desde muy temprano y eso me ayudó a comprender que el fin de mis días estaba próximo a materializarse. Empecé a recordar a mucha gente, me puse a llorar y a rezar. Nunca pedía a Dios nada, no tuve esa necesidad. Pero ahora suplicaba que me diera la oportunidad de reivindicarme, de que me ayudara por esta única vez. Comprendí que mi maldad y mis mezquindades mundanas eran un pecado difícil de borrar. Ni siquiera mi amiga de la foto del periódico podía ayudarme a comprender qué clase de hombre era y en qué me había convertido. No quería morir sin antes pedir perdón a mi abuela por lo mal que me comporté. Era de lo único que podía dar fe para no morir en vano. Pero no hubo respuesta. Dios me había abandonado. Así lo sentía.

Al oscurecer, la suerte estaba echada. Ni siquiera sentía frío. Creo que la hipotermia anestesia las funciones vitales del cuerpo cuando entra en ese estado. Vi figuras retorcidas de places entre las nubes y las rocas, como monjes burlones que se reían de mi condición. Una roca tomó forma de ángel o dragón; el rostro de una mujer que me observaba en silencio era lo único que podía ver fijamente. Hasta que esa noche se hizo luz. Dije: No, no debo morir. No de la forma más cojuda. Tomé valor y construí una fogata. Recolecté piedras de todo tamaño y ramas secas de los arbustos. Al principio no encendían. Pero insistía una y otra vez. No quería pasar la noche como la anterior. Hasta que por fin vi las primeras flamas salir de esa hoguera. Y era reconfortante. El calor invadía mis manos y cara. El vaho brotaba de mi boca y nariz, señal inequívoca de calor interno. Así pasé la mayor parte de la noche, alimentando la fogata con ramitas hasta quedarme dormido. Cuando desperté, gracias al reflejo de supervivencia a no quedarme congelado, la noche estaba limpia, muy limpia. La luna en su mejor momento de esplendor y las estrellas que la acompañaban, iluminaban el valle como si fuera un enorme farol. Pero el frío era insoportable. Mucho más que la noche anterior. No pude encender nuevamente la fogata, la humedad mojó las ramitas y ya mi encendedor se estaba quedando sin gas. Tuve que acurrucarme en mí mismo, entre los arbustos, protegiéndome del intenso frío. A duras penas podía sostener la botella de agua o un trozo de galleta al llevármelos a la boca. Era como si me hubieran metido a un congelador bajo 0 ºC. ¡Era la locura! Ni siquiera podía cambiar de posición, porque el calor desaparecía de inmediato y volvían los escalofríos. La rodilla estaba peor. El frío no dejaba que la doblara. ¡Ni siquiera sentía las piernas! Tenía que frotarlas con todas mis fuerzas para que mantuvieran el calor necesario. Así pasé otra noche en vela, evitando caer en hipotermia. Y había momentos en que me ganaba. Mis pulsaciones se hacían cada vez más lentas y mis músculos se relajaban agradablemente, que despertaba sobresaltado y regresar al principio: muerto de frío.

A la mañana siguiente, la rutina fue la misma. Esperar el sol a que me calentara. Pero esta vez tuve la decisión de buscar la salida, ya que nadie lo haría por mí. Así con la rodilla en su estado más deplorable, empecé a escalar el sendero de donde supuestamente había descendido. Pero volvía a la ladera. Una o dos vueltas más ya me estaban desesperando, que decidí regresar a mi punto de inercia y esperar nuevamente. Pero ya era muy tarde para esperar al equipo de salvataje descender en un helicóptero. No. Estaba en juego mi vida y mi semblante. Volví a escalar el sendero y me percaté de un caminito, que no había visto antes. Habían unas piedras con un punto naranja pintados a propósito o era por capricho de alguna sustancia natural del ambiente. Y me guié por eso. Era extraño. Había recorrido varias veces el mismo sendero y no me había dado cuenta de estos detalles. El cansancio era tremendo. El aire me faltaba y debía descansar por cada dos pasos que daba. La rodilla no me ayudaba mucho, claro está. Luego alcé la mirada y contemplé el mismo cuadro que vi la primera vez que puse un pie en esa zona. Y recordé la foto que tomé en ese momento. Revisé mi cámara -felizmente aún tenía batería- y busqué dicha foto. Al verla, pensé que si había tomado la foto en esa posición, la salida estaba por aquí. ¿Y si no? ¿Volver a bajar y seguir dando vueltas todo el día? Me arriesgué. Seguí subiendo y debajo de mis pies estaba la laguna Cachu Cachu. Me senté sobre una roca y empecé a sollozar, emocionado por haber encontrado la salida al fin. Le dije a Dios que él no había perdido la fe en mí, como yo sí la había perdido tanto de él como de mí. Eso me desquebrajó completamente y me eché a llorar. Dios no me había abandonado como supuse, dejó que yo mismo resolviera el enigma y saliera con mis propios medios de aquel laberinto de rocas que casi se volvió mi sepulcro.


El camino de regreso fue lento, pero decidido. La poca agua que me quedaba fue suficiente para llegar a un puquial y servirme de sus aguas. Era el agua más deliciosa que había probado. Eso me ayudó a continuar en mi periplo a San Pedro de Casta. Al llegar, conté mi historia a los lugareños. Les impresionó bastante que haya sobrevivido en esas condiciones tan precarias. Tuve suerte. Pero lo principal, tuve deseos de vivir. Ahora que cuento esto, vuelvo a recordar cada momento que viví, la angustia y desesperación que uno siente al sentirse perdido en medio de la nada, con un poco de ingenio y valentía de mantenerse firme en sus convicciones y lograr descubrir la verdad. Pero la verdad fue que mis sentimientos me nublaron completamente. Las emociones te juegan un mal momento y crees que hay divinidades que te hacen daño. Al contrario, están ahí para protegerte, para guiarte, para que tomes tus propias decisiones y salgas adelante con tus propios medios. Soy creyente de eso. Los dioses que protegen Marcahuasi jugaron conmigo, pero de una manera benévola, porque al fin y al cabo son dioses que cuidan su terreno y vieron la oportunidad de abrirle los ojos a un incrédulo como yo. Ahora estoy más consciente de ello y agradezco que hayan echo todo lo posible por convertirme en un hombre de verdad.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Los archivos Driscoll (Conclusión)

Martes, mediodía.
Siguiendo las pistas del audio, teníamos información que una empresa que monitoreaba conversaciones subidas de tono para un detective infiltrado en el Ministerio de Agricultura. Según cuentan las fuentes, el agente encubierto se hacía pasar por personal de limpieza. Muchos se extrañaban de un tipo de 1.90 cm de estatura, tes blanca, ojos azules y dientes como de comercial de TV, tuviera un trabajo como este. Eso hizo pensar que estamos hasta las patas en la promoción de empleo. Ubicamos a este "limpialunas" y nos manifestó que nunca ha trabajado en el caso Driscoll, ni siquiera sabe quién es.

Jueves, 8:30 pm.
El jefe de redacción organizó una reunión extraordinaria con todos los redactores involucrados en el caso. Yo me fui temprano a casa y no supe que había reunión.

Sábado, mediodía.
En el Superba, tomando unas cervezas heladas, poníamos todo en limpio. Al parecer, el dueño de estas grabaciones tiene intenciones poco saludables con respecto a Driscoll. Pero quién es en realidad. Uno de mis colegas investigó a fondo el paradero de tan dichoso personaje, pero no halló respuestas. De los 28 Driscoll que existen en la guía telefónica, ninguno calza con la descripción. ¿Cuál descripción? Lo único que tenemos es que lo mencionan como si fuera el personaje central de una película de espionaje. A alguien se le prendió el foquito y dijo que probablemente se trate de alguien del gobierno, involucrado en cosas del SIN, por eso su nombre debe ser una clave o un alias. ¡Válgame Dios!, pensé. Este muchacho tiene futuro.

Domingo, 4:47 pm.
En el Parque Mágico de las Aguas, rodeados de piletas y chorros de agua que caían en nuestra ropa, pudimos precisar dos cosas: uno, que las pistas parecen apuntar a que el gobierno tiene mucho que ver en este asunto de los audios; y dos, para la próxima, consigamos un paraguas.

Lunes, 9:34 am.
Como salido de una caja de sorpresas, el ministro del Interior convocó a una conferencia de prensa para dar un manifiesto acerca de las tapaderas encontradas en la anterior administración. Ajá, pensé, algo tendrá que ver con nuestro caso. Luego de su ponencia, solté la granada y el hombre no supo qué contestar. Mis demás colegas se sorprendieron al mencionar a Driscoll en este asunto, así que muchos hicieron lo mismo y repreguntaban con el afán de tener la exclusiva. El ministro se retiró, sin declarar nada más. El resto de los que se encontraban en la salita de prensa me abordaron sobre el tema. Les dije que no teníamos mayor información, pero que estábamos investigando sin descanso.

Ese mismo día, al atardecer.
Llega un sobre a mi escritorio. Me da mucho miedo abrirlo. He oído que las represalias son demasiado sofisticadas para pasarlas por alto. Le pedí a uno de mis asistentes que la abriera. Afortunadamente no explotó en su cara, como creí que sucedería. Ya podía salir de debajo del escritorio. Dentro del sobre habían dos entradas para el concierto de Britney Spears, que generosamente la empresa me obsequio para cubrir el evento.

Jueves, 10:31 am.
El ministro del Interior pone a disposición su cargo y frente a todos me culpa de tal situación, por haberlo puesto en ridículo delante de muchas personas. Es un tipo sensible y no soporta las insinuaciones de corrupción que pendían sobre sus hombros. Si renunció no fue por dignidad, sino que algo se traía entre manos.

Una hora después.
Abordo al ex ministro y le vuelvo a repetir la pregunta. Me pide que no lo grabe ni que tome nota de lo que va a decir. Confía en mi memoria y que las cosas que publicaré tienen que ser exactamente tal como las dijo. ¿No sería mejor que lo grabe?, le pregunté. "No quiero estar involucrado; además, todos conocen mi voz". Sí, tenía buena voz. Hasta podría decir que era igual a la de Plácido Domingo. Y habló.

Por la tarde.
El jefe de redacción me felicitó por la nota y la pondría en primera plana. La fuente anónima que me proporcionó los más virulentos entuertos de un negociado clandestino de materia prima a Rusia, puso en evidencia que en todas partes se cuecen habas. Y a mí que me gustan las habas. Driscoll era la mayor empresa exportadora de lengua de caballo para los grandes restaurantes al otro lado del continente europeo. Había ganado una licitación que nunca se realizó y que por ese motivo más de uno estaba involucrado. Y precisamente, mi fuente era pariente del dueño de la empresa y fue él quien le dio la buena pro para que entrara en el negocio. ¡La buena mermelada que habrá sacado!

Dos días después de haberse descubierto el misterio, muchas cabezas rodaron como en la época de Luis XVI, solo que aquí no había guillotina sino medios de comunicación. Era peor verse en el escrutinio público todos los fines de semana en Panorama y Cuarto Poder, que ser ajusticiado en una plaza pública. Mientras, fui promocionado para dirigir mi propio grupo de investigación y tuve la suerte de ser el único que entrevistaría a Britney Spears a puerta cerrada en su cuarto de hotel.  

viernes, 4 de noviembre de 2011

Carta a un psiquiatra

Estimado doctor:

Estoy convencido de que algo malo está pasando dentro de mí. Siento voces, golpecitos que martillean mi cabeza, como si mi otro yo me pusiera freno a las decisiones que tomo. La inseguridad me atormenta. He perdido muchas oportunidades y no logro encontrar el equilibrio que me ayude a ser un mejor hombre. Hace años persigo sueños, hace años no logro estabilizarme, profesional y sentimentalmente. Seguro que me dirá que todo tiene que ver con mis padres. Tiene razón. Pero no debo echarle la culpa a nadie, solo yo soy culpable de mi desmoronamiento. Y me siento tan patético al escribirle, doctor, porque sé que tiene buenas intenciones; pero siento que no es suficiente. No creo que nadie pueda ayudarme. Ni siquiera yo puedo ayudarme. Tal vez quitándome la vida solucionaría el problema, pero soy tan cobarde que no podría hacerlo; además, no tiene caso, no soluciono nada. ¿Qué puedo hacer, entonces? Las costras emocionales soy muy difíciles de quitar, porque la llaga no sanaría nunca. Las heridas son profundas.

Siento un vacío extremo. Nada puede llegar a agradarme ni complacerme. Nada me produce satisfacción, ni el sexo ni el trabajo ni el dinero. Algo falta, y no sé qué es. ¿Dios? Una pérdida de tiempo, porque siempre queremos escudarnos detrás de un ser místico para desahogar nuestras falencias. No podría hacerlo. No me considero tan oportunista de querer buscar la "salvación" solo porque las normas así lo dictan. Ya estoy condenado, no hay vuelta que darle.

Cuando era niño, más o menos de seis años, mi madre me llevó por primera vez a la iglesia. Lo primero que vi fue la imagen de Cristo crucificado. La imagen era tan real que hasta miedo me dio y no pude dormir esa noche pensando en el sufrimiento que expresaba ese pobre hombre de madera colgado en una pared. Mis temores sobre la vida eterna se hicieron evidentes al sentir el rechazo de la gente y las constantes "mala suerte" que me cubría como una nube gris, siguiéndome a cada paso que daba. "Seré bueno", repetía. Fui un niño aplicado y muy devoto. Pero de qué me sirvió si cada vez que mi amor por Dios crecía, más golpes recibía. No podía ser feliz en ningún lado. No podía complacer a nadie si no fuera por la fe que me daba fuerzas para seguir en pie. Hasta que lo dejé. Me convertí en un ser oscuro, marginal, deseoso de experimentar lo sucio y banal de la vida. Conseguí un buen empleo y las comodidades que eso implicaba. Tuve una buena racha, no me quejo. Pero luego, después de gozar mi buena posición, desperté un día sin nada que me sostuviera. Mis amigos me abandonaron, las personas fueron desapareciendo de mi vida una tras otra, así como vinieron. Y me aislé más. Perdí contacto con mi familia y con personas allegadas, que alguna vez me ayudaron, pero que ahora se cansaron de apostar por mí.

Nada me queda. Solo el orgullo de comer en un comedor popular y ganarme la vida vendiendo lapiceros en los micros. A veces tengo que mentir para que me hagan caso. Pero es inútil. Ya nadie escucha. Ya nadie tiene tiempo para uno. Y a mí el tiempo se me acaba, doctor. Si tuviera que retroceder en el tiempo, volvería a mis años formativos y hacer lo políticamente correcto, hacerle caso a mi padre y estudiar una carrera que me diera futuro. Pero eso es imposible. Lo hecho, hecho está.

Para terminar, doctor, con la esperanza de no haberlo aburrido con estos lamentos, solo considero que más adelante pueda recibirme y tratar de ayudarme en mi causa. Si Dios no pudo hacerlo, quizá la ciencia tenga la respuesta. Ya ni siquiera puedo sentir tristeza ni amargura ni dolor. Estoy aquí, en medio de una habitación, como un maniquí esperando ser vestido nuevamente y comenzar el día frente a una multitud que solo le importa lo que llevo puesto y no el interior que quiero demostrar con mis proezas y capacidades innatas. Solo espero la noche para desaparecer y reflexionar qué será de mí dentro de diez años.

Sin otro inconveniente, me despido de usted.

La reunión de los hombres ilustres (Parte 10)


Cortinas

Caminamos por un sendero poco iluminado. Era pasado las ocho de la noche. Las casas colindantes parecían abandonadas por la falta de actividad humana en los alrededores de la avenida El Sol, en Chaclacayo. Fue por aquí que nos condujeron hacia la casa de campo, más allá de la carretera, hacia los cerros, al otro extremo de la naturaleza poco a poco carcomida por el concreto. Cruzando una ladera, se alzaba una muralla de piedras de estilo colonial. Estábamos ocultos en unos arbustos, donde antes había existido una pared de adobe. Ahora solo hay restos. Miramos y parecía que todo estaba normal. No había vigilancia. No había movimiento. Parecía abandonada. Al otro lado de la muralla, una amplia casa, rodeada de árboles y áreas de cultivo, se hallaba a oscuras. ¿Acaso se trataba de un acto de huida tras la misión cumplida? Nos acercamos un poco más para ver a través de la puerta de rejas de metal. La única luz provenía de un poste de luz yodada y la luna en cuarto menguante que nos acompañaba en nuestro recorrido. Tratamos de no llamar la atención, pero no había ningún alma por los alrededores. Número 2 fue el primero en escalar la reja. Pudo cruzar sin contratiempos. Luego fue el turno de Número 1, seguido de mí. El ruido de nuestras pisadas sobre el camino polvoriento, nos ponía algo nerviosos. Una luz al interior de la casa nos puso en sobre aviso y tratamos de resguardarnos bajo la copa de un árbol. Había alguien en el interior, que paseaba con un candelabro en la mano iluminando su paseo hacia el otro extremo de la habitación. Sigilosamente avanzamos hacia una de las ventanas y pudimos ver de lo que se trataba.

Lo que antes era la sala era ahora un salón vacío. Seis personas ataviadas con túnicas seguían al guía del candelabro, mientras susurraban lo que al parecer eran plegarias a sus ángeles protectores. No era una misa negra, era naturalmente una de esas reuniones secretas del Gran Triunvirato. Los personajes abandonaron la casa por una puerta trasera y se dirigieron a un patio rodeado de árboles. Ahí eran esperados por el resto del séquito, unas veinte personas más en medio de una enorme fogata. Seguimos las incidencias ocultos entre los matorrales, para evitar ser descubiertos. Queríamos saber en qué terminaba toda esa payasada pagana de la que tanto se jactaban en proclamar en sus actas y leyes oscuras. Los grillos parecían el coro que adornaban las continuas plegarias. Uno y que otro búho resonaba como barítono en un crescendo sostenido, que la atmósfera debía terminar con el Ave Satani de Jerry Goldsmith. Uno de ellos, que distinguimos ser el joven mayordomo, llevaba consigo el relicario. Lo depositó en el suelo, mientras hablaban un idioma o dialecto que jamás habíamos escuchado, pero sonaba tétrico. Su voz gutural repetía una palabra que no puedo reproducirla, porque no tiene fonética conocida. Por fin, lo que tanto habíamos añorado cuando pretendimos descubrir aquel objeto, se hizo evidente frente a nuestros ojos. Luego de pronunciar sus rezos o lo que hubiera sido eso, el joven abrió el cofre y de su interior sacó un pequeño frasco cilíndrico de vidrio, en ambos extremos decorado con unas ornamentas de metal dorado. Muy levemente se distinguía algo en su interior. No sabría decir si se trataba de la sangre coagulada de San Francisco de Asís, porque no podía verlo.

El joven alzó el frasco y todos cayeron en una especie de trance y los rezos fueron mucho más frenéticos. Los ahí presentes se arrodillaron y blandieron sus brazos con fervor y entrega. A los pocos minutos de producirse este episodio, el joven tiró el frasco al fuego, lo que provocó el descontento de Número 1. Esperamos que su lamento no haya sido escuchado y evidenciar nuestra presencia. Asimismo, el relicario fue consumido por las llamas, festejado por los adeptos que se tomaban de las manos y entonaban cánticos al ver el fuego alzarse en los cielos. Uno de los presentes entró en éxtasis. Sus ojos se pusieron blancos y empezó a escupir espuma de la boca. Poseído por sabe Dios qué fuerzas misteriosas, empezó a bailar y contorsionar en su mismo lugar. Luego de unos minutos prendado de ese impulso desconocido, cayó de bruces y nunca despertó más. La intranquilidad de algunos se hizo notar de inmediato, pero el joven mayordomo, con el mismo lenguaje gutural, pidió calma. Sin embargo, el pánico estaba desatado. Uno por uno fue poseído por las mismas características. Era como si la sola destrucción del relicario haya cobrado venganza de los cielos. El propio joven mayordomo no sabía qué hacer. Mientras, nosotros permanecíamos petrificados por dicha escena. Nos cagábamos de miedo, sinceramente.

La veintena de personas que rodeaban la pira incandescente se desplomaban como fichas de domino, cuando de repente el joven mayordomo alzó sus manos y en las palmas aparecieron llagas. Sus pies descalzos dejaban notar igualmente pústulas sanguinolentas, tal como los estigmas que sufrió San Francisco de Asís. Número 1 no pudo soportarlo más y salió corriendo hacia la casa. Número 2 y yo permanecimos en nuestros lugares, no podíamos ni siquiera mover un dedo por tan dichoso espectáculo. Mi compañero comprendió al fin que había cosas más allá de toda explicación que sucedían en cualquier parte del mundo como heraldos de un destino premonitorio. Sus tanto años de experiencia y trabajo con la ciencia estuvieron a prueba en ese momento. No podía dar fe de las cosas que estaban pasado, pero que en realidad estaban pasando. Para él todo fue tan fácil y rápido. Su inteligencia nublaba su cordura y su intuición. En cambio, para mi fue el descubrimiento de una de las joyas más extrañas de las que hubiera tenido conocimiento el ser humano. Era una lástima que por la desidia de algunos se haya perdido todo indicio de su existencia. El viejo hubiera seguido investigando sus secretos. Número 1 hubiera dado conferencias y publicado como debe ser en los libros de historia, para que las futuras generaciones supieran la verdad de la cereza sobre el pastel. Pero todo eso había terminado en medio de un alocado fanatismo que cobró la vida de muchas personas, incluyendo a la del joven mayordomo, quien seguía recibiendo llagas en el resto del cuerpo, como si un espíritu estuviera acuchillando su cuerpo. Con el dolor que cegaba sus sentidos, huyendo de su verdugo, se echó al fuego para calmar dicho dolor. Y como quien vierte agua al fuego o cierra la llave de la estufa, este se apagó.

Sin sentirnos amenazados, fuimos a ver los escombros, rodeado de humo y huesos calcinados. Los cadáveres no eran más que jóvenes. Vidas truncadas, pensó Número 2. Ni siquiera había restos del relicario, ni una pista con la cual mantener el legado del viejo y concluir nuestro trabajo con honestidad. Fuimos en busca de Número 1 dentro de la casa. Todas las habitaciones habían sido desmanteladas. Ni siquiera un alfiler podíamos encontrar. Fuimos a la biblioteca, resignados por encontrarla vacía. Ahí estaba Número 1, observando un cuerpo en el suelo, que por las heridas y moretones en el rostro no pudimos distinguir bien. Todo daba a entender que se trataba del Gran Hermano. ¿Fue ajusticiado por su propia cofradía? Quizá se opuso a la destrucción del relicario. Quizá el Gran Triunvirato pudo predecir el desastre de hace unos momentos y pensaron por fin abandonar este mundo terrenal con la esperanza de vivir en un mundo paralelo mejor al nuestro. Lo único que había en dicha habitación, aparte de nosotros, era un libro a los pies del cadáver. Estaba realizado con una precisión exacta a las encontradas en los monasterios benedictinos. Número 1 confirmó que se trataba de una réplica, la misma que obsesionó al viejo. Pero no era el producto en sí, sino lo que contenía. Observamos cada página de esta con la meticulosidad que nos embargaba en ese momento; pero no hayamos nada fuera de lo común. El latín no era mi fuerte. Decidimos llevárnoslo para su evaluación correspondiente. Y juramos no revelar nada de lo que había sucedido aquí. Pacto de caballeros, dijo Número 2.

Dos días después de tan dichosos acontecimientos, aceptando las consecuencias que nos tocaría soportar más adelante -emocionalmente quiero decir-, cada uno de los integrantes que alguna vez fuimos conocidos como los hombres ilustres, volvimos a nuestros quehaceres habituales. Aunque sonara paradójico, Número 2 volvió con su ex esposa. Viven juntos al lado de sus hijas. Número 1 recibió una distinción en su universidad y parece que lo van a nombrar decano de su facultad. Por mi parte, sigo ofreciendo mis servicios de restaurador y consultor en obras de arte. Junto con unos peritos, estamos desentrañando los misterios que encierra el libro encontrado en la vieja casa abandonada de Chaclacayo, cuya noticia impactó tan igual como la vivida en Guyana en 1978. La información no daba indicios del incidente más allá de lo que deberían saber los medios de comunicación, que desconocían a la organización o secta o lo que fuera. Lo que sí fue unánime fue ocultar los nombres de las víctimas. Y asunto quedó ahí. La duda se apoderó de mí si realmente se trataba del Opus Dei o del mismo Triunvirato. Aunque quisiera, no podría confirmarlo. Solo sé lo que pasó según mi participación en esta serie de eventos desafortunados, que en un principio juré nunca revelar. Y es extraño que lo diga, pero un hombre, con las mismas características del Gran Hermano, ha estado merodeando el museo varias veces. Recibo un sobre en blanco, que mi secretaria me alcanzó amablemente, y que de inmediato leí. La nota solo decía: Reunión. 7:30 pm. Casona de San Marcos.

Con una sonrisa en los labios, dos números me vinieron a la mente. Era el momento de buscar a dos viejos amigos.

FIN

miércoles, 2 de noviembre de 2011

La reunión de los hombres ilustres (Parte 9)


Contra reloj

Número 1 había regresado a Lima luego de enterarse de la muerte del bibliotecario. Las vacaciones podrían esperar. Se reunió con nosotros, en el estudio que Número 2 tenía dentro de la universidad donde trabajaba. Nadie nos molestaría y sería ideal que propusiéramos alternativas para desenmarañar este enigma. Si bien es cierto había muchas incongruencias respecto al caso, no podíamos negar que una mano negra dentro del Triunvirato había alterado el normal desarrollo del mismo. Pero, ¿quién podría estar detrás de todas estas muertes? El Gran Hermano era una posibilidad, aunque estaría quebrantando la confiabilidad de su propia organización, cosa que perjudicaría al resto de miembros. Tal vez, pensó Número 2, su propósito era precisamente desmantelar a la institución, mostrarla como el bicho raro que es ante los ojos del mundo y hacerla desaparecer por fin. Era una aseveración algo antojadiza, pero no estaba exenta de realidad. Lo más interesante de todo esto es que el Gran Triunvirato no se había reportado ni manifestado por los incidentes, como para alertarnos de un posible complot en contra nuestra. Se lo había tragado la tierra. Y como diría Número 1: su silencio era comprensible ante la serie de eventos que habíase desencadenado. El cómo y el qué eran obvios; pero faltaba el por qué.

Propuse regresar a la escena del crimen y encontrar pistas. Debíamos saber qué habían encontrado los forenses y los criminalistas tanto en el hotel como en el accidente del vicario. Si el monaguillo estaba vivo, él podría dar más luces al respecto, porque solo nos basábamos en la información del periódico, que dicho sea de paso carecía de más datos relevantes, considerándolo como un accidente más. Número 2 volvería al hotel y Número 1 iría a la morgue, mientras yo buscaba al monaguillo en la Catedral. El punto de reunión sería esta misma oficina, a las dieciocho horas.

La Catedral estaba cerrada. Como cosa mía fui al Arzobispado y pregunté por el muchacho que nos atendió “aquella vez que vine para visitar las catacumbas”. El obispo encargado del museo, quien conocía mi trabajo, dijo fríamente que aquella persona fue removida de su cargo por permitir que algunos especialistas alteraran los trabajos de excavación. Recordé que por la premura del tiempo, tanto el vicario como el monaguillo nos dieron que nos fuéramos y que se ocuparían de nuestros destrozos. Quizá no pudieron terminar lo que empezamos y fueron reprendidos por eso. El obispo se extrañó por mi interés. Le dije que hablé con el muchacho porque me iba a proporcionar ciertos datos de las excavaciones para hacer un informe al respecto e incluirlo en una guía turística –la improvisación fue tan natural que me la creyó-. El obispo se congratuló y él mismo me acercó unas fotocopias del descubrimiento y una reseña histórica de las catacumbas. Agradecí por el detalle y el tipo estaba más que complacido en ayudarme. Luego pregunté si sabía dónde podría encontrar al joven. “No podemos dar esa información”, fue lo que dijo. Menudo retraso. Agradecí y me retiré.

Admitámoslo, soy poco insistente. Me quedó la sensación en el paladar de seguir preguntando, pero eso conllevaría a delatarme y poner en evidencia lo que habíamos hecho. Quizá ellos sepan algo, por eso decidieron eliminar a ambos, porque no creo que lo hayan dejado ir así nada más, solo que sus métodos de limpiar evidencias son tan efectivos desde la Inquisición. Y naturalmente que el Opus Dei era un cónclave muy enraizado en las altas esferas episcopales. Y se me aclaró en ese preciso momento la mente. Y recordé algo.

Di el alcance a Número 2 al hotel. Lo encontré hablando con la joven recepcionista. Las cosas tampoco fueron prometedoras ahí. La policía se había llevado todo lo que contenía el dormitorio. Éste se había limpiado y ordenado y clausurado para evitar la presencia de personas que creen en lo paranormal y trataran de comunicarse con los espíritus. Número 1 había llamado desde la morgue y dijo que nadie daba información del bibliotecario. Pese a que fue claro en decir que el muerto no tenía familia y que era amigo suyo, se vieron precisados a negar todo conocimiento. Ni siquiera los peritos en criminalística eran de fiar.

Volvimos a la oficina de Número 2. Estábamos cansados y desanimados por haber perdido el tiempo en vano. Luego les hice recordar de nuestra estancia en aquella casa de campo, en la forma como nos trataban y en la clase de personas que había ahí. ¿Por qué nos llevaron allá sin los ojos vendados, como sí lo hicieron cuando nos reunieron con el Gran Hermano? ¿Dónde se suponía que estábamos? En alguna parte de Chaclacayo. ¿Y el Gran Triunvirato? ¿Acaso no sintieron la sensación de estar yendo en círculos por un camino pedregoso? Tengo buen oído para esas cosas, pero en su momento lo dejé pasar por alto.

-Si el Opus Dei está detrás de todo esto –dijo Número 2-, eso quiere decir que todo ha sido un fraude.

-No estamos seguros de eso –dijo Número 1.

-¿Por qué?

Número 2 dijo que todo había sido planeado según las especificaciones de libros y documentos, que en ningún momento se nos mostró. Solo teníamos indicios de lo que el bibliotecario había encontrado y en las leyendas que se entretejían sobre el asunto, que el Gran Hermano las tenía como evidencias incuestionables. Pero nada más.

-Pero encontramos el relicario –dijo Número 1.

-Lo habrán puesto ellos.

-No lo creo.

-Tal vez todo esto tengo algo de verdad –dije-, lo del relicario. Tal vez solo sea una mera fantasía eso de que contenga la sangre de San Francisco de Asís. No lo sabemos, porque no nos dejaron abrirlo. Están ocultando algo, es evidente.

-Pero por qué tanto misterio –dijo Número 2-. ¿El Opus Dei tiene miedo de que se descubra la verdad? No me parece lógico. Al contrario, les conviene revelarlo, porque así tendrían razón en demostrar que son el grupo más fuerte de la iglesia.

-Y si no es el Opus Dei, y es el mismo Triunvirato. Ojo que siempre ha habido fuertes disputas entre esta organización y las demás.

-Las posibilidades están abiertas. Pero por qué matar al viejo y al vicario y hasta posiblemente al monaguillo.

Número 1 no dio con la respuesta, menos yo. Solo sabíamos que andaba buscando un libro en aquella biblioteca, y que dicho libro tenía algo de especial que le obsesionó de tal forma que consiguió ser eliminado. Quizá no fue eliminado y realmente sí le sobrevino el paro cardíaco y la sangre en el suelo es de su cabeza al golpearse contra el suelo, y todos aquí estábamos fantaseando con conspiraciones sacadas de libros de ficción. Una persona de edad, que anda emocionalmente apegado a sus proyectos, es sensible de ocurrirle una cosa fortuita como esta. Pero el detalle está en que el inquilino de al lado no escuchó el golpe, como sí escuchó el salto de Número 2 al comprobar cómo sucedieron las cosas.

-Quizá él sea el asesino –dije.

-No empieces –dijo Número 1.

-No está demás investigarlo –dijo Número 2.

-¿Qué les pasa? –dijo Número 1-. Somos hombres de ciencia, no somos policías; deberíamos preocuparnos por nuestra seguridad, que andar verificando cosas inexistentes. Todo debe tener un propósito.

-¿Y ahora quién es el escéptico? –dijo Número 2.

Menudo rollo, pensé. Sí, pues, somos hombres de ciencia, no policías. Pero uno de los nuestros había muerto en misteriosas circunstancias y no teníamos noción de lo que había sucedido, ni sabíamos del paradero del relicario de esa gente a la que ayudamos a encontrarlo. Quizá las evidencias hasta el momento apuntan a que hay algo turbio en todo esto, que se está cociendo algo extraño, como diría Número 2. No podíamos ir a las autoridades porque sería demasiado peligroso para publicarlo. No sabíamos de qué eran capaces. Pero yo estaba decidido en encontrar una explicación, al igual que Número 2. Nuestro historiador tenía sus temores, como era normal. Todos estábamos asustados; pero teníamos que hacer algo pronto.

Los tres coincidimos en una cosa: ir a la casa de campo allá en Chaclacayo. No había otra manera de enfrentarnos con la verdad. Tal vez nos costaría la vida, cosa probable viendo las circunstancias. Pero, digamos, ¿qué podemos perder? Si se trata de un objeto con implicancias místicas e históricas, qué mejor que mostrarlo a la humanidad como lo que era: un relicario con una historia fascinante.

(Continuará…)