viernes, 14 de septiembre de 2012

De una u otra manera

En vista de una nueva descripción de los acontecimientos, el hombre quieto presentó sus apreciaciones frente al público reunido en el auditorio. Sus palabras eran claras, precisas, enfocadas a retratar el sentimiento humano como nadie lo hubiera retratado sin el más mínimo decoro. De no ser por sus experiencias previas, quizá el atrevimiento sería nulo y sin vida. La vida que había llevado le facilitó el trabajo. Más de uno quedó atónito al escuchar semejantes expresiones sobre la humanidad y lo que significaba en este siglo. La responsabilidad era grande cuando los fracasos ensombrecían la libre disponibilidad del criterio habitual. Sólo era el momento de esperar mientras el tiempo transcurría a favor de su elocución.

Al concluir, el hombre quieto agradeció infinitamente el tiempo que se le había otorgado para compartir sus inquietudes respecto a la vida. Los aplausos eran elocuentes y sinceros. Una lágrima era todo lo que necesitaba para comprender que la tarea había sido desarrollada con creces. La mujer que derramó aquella gota, felicitó en persona por tan magnánimas palabras, que de no haber sido en otras circunstancias, le habría dado un beso reparador y el número de su teléfono privado.

De vuelta a la realidad mundana, el hombre quieto siguió su camino como si lo anteriormente experimentado hubiera sido una simple brisa que refrescaba el andar pausado de la monotonía existencial. No más aplausos, no más reconocimientos; sólo era un hombre común, lejos de los reflectores y los discursos aleccionadores.

Seis años enteros que había guardado aquellas palabras en un cofre, muy dentro en sus pensamientos. En ese lapso, aprendió a formar una opinión sincera sobre los quehaceres del ser humano, desde la prehistoria hasta nuestros días, recorriendo cientos de miles de años de evolución y destrucción mutua. El tiempo era demasiado corto, dejó en claro, con la esperanza de corregir las hendiduras del caos y la zozobra, antes de que fuera demasiado tarde, antes de que las fuerzas le abandonaran, antes de ser sólo cenizas.

Pensó en aquellos grandes hombres que lucharon por sus ideales, que se convirtieron en el ejemplo más permisible que todo intelecto desea alcanzar para conseguir sus propósitos. Paradigmas que desfilaron unas veces en la hoguera, otras veces en el altar del reconocimiento universal. No se consideraba un profeta en el desierto, ni un sobrestimado perfeccionista de lo ubicuo. Era un hombre, un hombre que había visto y entendido cuál era su propósito en este mundo corrupto, donde el ganador habitual era aquel que vivía de la suerte, de las circunstancias, del azar, del oportunismo; de la intolerancia, de la injusticia y del dolor ajeno. Siempre deseó pertenecer a una casta de ciudadanos que hiciera de su nacionalidad una insignia del orgullo, una demostración de lealtad y consecuencia con sus ideales para con los demás. Todo eso se perdió sin más remedio. ¿Hay alguna posibilidad de volver hacia nuestras raíces?

Ni que el pasado fuera lo mejor del menú. También hubo acontecimientos desagradables, que muchos historiadores han omitido y tergiversado por evitar herir susceptibilidades. La historia oficial jamás será contada en su gran dimensión, porque les avergüenza conocer y reconocer qué pasó en realidad. Hablan de heroísmo, de entrega, de pundonor, cuando los hechos son otros, menos glamorosos, menos románticos. Por eso no existe identidad, vemos las cosas de adentro hacia afuera, anhelamos salir y dejar atrás lo que somos, y lloramos sólo cuando nos conviene, cuando la comida es horrible o Migraciones nos quiere echar o porque la economía ha mejorado y el terrorismo ha sido casi vencido. Y es gracioso cuando la selección de fútbol gana un partido. Son dioses encumbrados a su máxima expresión, como la esperanza y demás idioteces que el periodismo futbolero destaca como el non plus ultra de todo lo antes experimentado, después de treinta años sin ir a un mundial. ¿Y luego qué? Al perder estrepitosamente partido tras partido, los sepultamos como lo peor que ha aparecido en años. Les piden que se vayan, que el DT devuelva el dinero que ha ganado, que destituyan a Burga, que uno u otro jugador siga amasando su fortuna en clubes europeos, entre otras perlas que ya es tan habitual en el medio. Luego aparece un spot de televisión de pinturas, una apología a la resignación, a la mediocridad: "Soy hincha, y no me compadezcan". Irónicamente, una realidad cierta.

El hombre quieto ha perdido la batalla, está convencido de eso, pese a sus anhelos de llevar sus palabras a públicos diversos. Quizá alguien lo escuche razonablemente, que no sea flor de un día, que refleje el sentimiento de malestar y de angustia por la que transita la humanidad, sin una luz clara que ilumine su camino, que despierte en ella la esperanza de ser y formar parte de un mundo mejor, sin preocuparnos de Orwell ni de Huxley, tan solo seguir erguidos, sin desviar la mirada, sin que las fuerzas nos abandonen al cruzar el desierto que, poco a poco, cobijará a una nueva generación con mente progresista.

Al ver que sus últimos minutos de vida están próximos a languidecer, tuvo una pequeña epifanía. Tal vez, pensó, seamos producto de un experimento que viene más allá de las estrellas, como conejillos de indias en un laboratorio; que todo lo vivido hasta el momento sea eso, una prueba que constate si somos capaces de soportar las más altas presiones tanto de la naturaleza como de nuestras propias inquietudes salvajes. ¿Somos capaces de vivir en una sociedad donde no haya desigualdad absoluta? Posiblemente que no. Los comunistas creyeron que se podía, pero se dieron cuenta que se trataba del mismo capitalismo totalitario disfrazado de "distribución equitativa". Lenin lo sabía, Stalin lo sabía. Gorbachov creyó hacer bien las cosas cuando permitió abrir la represa opresiva en que se había convertido aquel viejo pensamiento bolchevique. Sin embargo, el único ganador fue occidente, porque hasta en esos pequeños pueblitos de la otrora "cortina de hierro", hay un McDonald's que espera con los brazos abiertos a sus clientes más potenciales.

¿Quién lo hubiera imaginado? Y pensar que los Incas eran el ejemplo de una sociedad desarrollada y de cualidades que aun ahora son exaltados de una perfección incorruptible. Como cualquier otra nación, los Incas no eran la excepción, eran tan sanguinarios como los propios colonizadores, que vieron la oportunidad de someterlos por la polaridad interna que el Tahuantinsuyo atravesaba. La historia dice que fueron trece soldados que acabaron con todo un imperio, sólo porque nunca habían visto un caballo o un arcabuz. No. Fue el descontento de los oprimidos, de los que perdieron el privilegio de vivir libremente en su propio territorio, y creyeron que se les devolvería los privilegios perdidos, cuando en realidad han sido casi quinientos años que seguimos siendo los mismo sometidos de toda la vida, añorando al blanquito salvador y deplorando al mestizo conciliador.

Con una lágrima recorriéndole una mejilla, el hombre quieto cerró los ojos para no despertar ya más, decepcionado de su país que aún se aferraba a las cadenas de la ignorancia y del atraso moral que reivindicaba su estirpe sometida al conformismo y a la comodidad del menor esfuerzo.

viernes, 7 de septiembre de 2012

¿No es él un encanto?

Una noche, cerca de las diez, Esteban regresó a casa luego de un agotador día de trabajo. Como cada fin de semana, salió a tomar unas copas con sus compañeros y les demostró que no era cierto eso de que lo tenían pisado y que no podía darse el gusto de brindar con los amigos cheleros. Había flirteado con dos secretarias y casi estaba seguro de que campeonaría con una de ellas. Sin embargo, prefirió irse a casa y solucionar su problemita con Agatha, su mujer, antes de dar el paso definitivo al desbalance patrimonial. La encontró en bata, viendo la televisión, como si no pasara nada, creyendo que los devaneos de su marido eran simples pinceladas de un empleado frustrado por el sueldo mínimo y la explotación sistemática del horario reglamentario en la oficina. No era común verlos hablar de cosas trascendentales, sino de aspectos simples de la vida; es más, discutían por nimiedades y caprichos frívolos que aparentaban ser el elixir de su existencia.

Él le dijo que estaba cansado de verla en esas fachas, que debía arreglarse más y demostrar lo buena esposa que era en la cama, antes de que cambiara definitivamente de bitácora y decidiera frecuentar tipas que sí les gustaba el sexo desenfrenado. La mujer se echó a reír sin prestarle la más mínima atención, mientras escuchaba los insulsos comentarios de un animador de televisión. El hombre, desprovisto de todo tacto delicado para con su mujer, la cogió del cuello y empezó a estrangularla, mientras le propinaba sendos golpes en el rostro. La escena ya la había visto antes, luego de una sesión de alcohol, pues, pensaba, que era el único estimulante que le hacía parecer hombre de verdad frente a ella. Ya estaba acostumbrada, así que dejó que se desahogara pronto antes de que volvieran de los comerciales.

Sin decir una sola palabra, Esteban la dejó en su lugar y se echó a llorar como un niño desvalido. Agatha, conmovida por las lágrimas de su esposo, se acercó a él y lo consoló. Lo llevó a la cama, lo acostó y le dio las buenas noches. Más tarde, ella se encerró en el baño y limpió pulcramente las heridas recibidas de su compulsivo marido. Ni siquiera le provocó llorar; le pareció tan común la forma en que la trataba que sentía verdadero amor por este hombre, que un golpe suyo era por consiguiente una demostración del más puro e infinito afecto hacia su persona. Algunas veces ella lo provocaba para que le diera alguna bofetada o puñete restaurador y le hiciera ver margaritas flotando alrededor de la tortilla o del café humeante. Algunas otras veces le quemaba la camisa para que él sintiera una furia descontrolada y la pisoteara como boleto de Tinka pasado. Eso era amor, decía.

A la mañana siguiente, las cosas volvían a su natural forma cotidiana. Besos, abrazos, palabras dulces, eran una obsequio matutino que se disfrutaba mejor junto al jugo de naranja recién exprimido. Pero algo andaba mal, algo faltaba dentro de todo ese tinglado de mimos y cosquilleos en la entrepierna. Era obvio que una cuota de violencia completaría el momento Kodak. Ella le echó café a sus pantalones recién puestos y dejó que le diera de alma para luego abrirse de piernas y dejar que la poseyera como acto final a su apasionado desenfreno. Era estimulante. Tendría el día plenamente satisfactorio, mientras el marido soportaría el vaivén de la oficina y la carga que esto le costaba soportar sobre los hombros cuando el jefe de sección le imprecaba por una mala redacción en su informe. Sin embargo, se dio cuenta que era sábado y no tendría que ir a trabajar, así que tendría la dicha de tenerlo todo el día para ella solita, y vivir el amor como nunca antes lo había experimentado.

Hasta esa noche, lujuria, masoquismo e intolerancia, brillaron como un farol en altamar, perpetuando la fidelidad a prueba de cantos de sirena, a prueba de tentaciones foráneas que hicieran perturbar el normal desarrollo de los acontecimientos. Ambos estaban hechos el uno para el otro. Ambos sabían de qué trataba la cosa. Ambos morirían en su ley, entrelazados por esa pasión enfermiza que alguna vez los unió como marido y mujer, siendo el ejemplo más absoluto de una pareja feliz.