jueves, 29 de noviembre de 2012

El soundtrack de tu vida

Es sabido que a lo largo de nuestra vida tenemos una melodía que nos identifica; el leit motiv que acompaña nuestro nacimiento, desarrollo y mortandad. Según cuenta mi madre, el día que nací ella escuchaba a Chopin, que quizá influyó mi tendencia melancólica y temerosa; según mi padre, él escuchaba a The Doors, que quizá influyó mi lado oscuro y suicida. Sin embargo, no puedo darle fe a sus comentarios malintencionados sólo porque quieren verme como un malagradecido. A estas alturas del partido, desean que vuelva a la casa luego de treinta años que decidí andar por la vida sin frenos. Aquella vez, mientras la mudanza se llevaba mis cosas, no pude evitar tararear la marcha imperial de El imperio contraataca. Irónico.

Hay música para todos los gustos. Nuestro estado de ánimo necesita una pizca de fulgor que enriquezca aún más el momento, cuando estamos tristes, alegres, coléricos o contemplativos. A veces, ni siquiera entendemos la letra, pero está ahí para acompañarnos y la hacemos parte fundamental de nuestras emociones. Recuerdo la canción de Spandau Ballet, True, cuando mi enamorada de ese entonces terminó conmigo. Cada vez que la escuchaba me sentía fatal. ¿Quién no se ha sentido así después de terminar una relación? O tal vez ocurre todo lo contrario, como el caso de una amiga, con La primavera, de The Sacados.

Cuando se es adolescente podemos encontrar todo tipo de canciones que representan ese sentir. En mi caso, hablo de los 80's, aquella década memorable e irrepetible, desde Marty McFly hasta Molly Ringwald; desde Soda Stereo hasta El Tri, pasando por Micky Gonzales y el grupo Río. No puedo olvidar las sesiones clásicas con mi abuelo, quien me enseñó todo lo que sé en materia de música: Mozart, Beethoven, Strauss y muchos más. Naturalmente, cuando me interesó el cine como una carrera a futuro, no podía dejar de lado las bandas sonoras que adornan hoy mi estante. Mi primer disco de vinilo fue The Sting (1973), película con Paul Newman y Robert Redford y dirigida por George Roy Hill. Cuando tuve acceso al cassette, no podía faltar Volver al futuro, Rocky IV, La Bamba y una compilación de temas instrumentales de muchos clásicos cinematográficos.

Mi interés por el cine se multiplicó con mi devoción a John Williams, el creador de mitológicas partituras como Cazadores del arca perdida, Tiburón y La guerra de las galaxias. Cuando formé parte del taller de Armando Robles Godoy, empecé a ver cine de verdad: Truffaut, Godard, Rommel; Fellini, Antonioni, Pasolini; Bergman, y el redescubrimiento de Casablanca, Ciudadano Kane, All That Jazz, Blade Runner y más. La música en el cine es una pieza fundamental para captar la intencionalidad de las imágenes. Como alguna vez me enseñó Robles Godoy, la música forma parte del lenguaje cinematográfico. En fin, también esos años se prodigaron en entregarme por completo a la adoración de Elvis Presley y The Beatles, que se hicieron familiares dentro de mis gustos musicales, al igual que viejas canciones de los 50's y 60's, las que hoy se han convertido en temas indispensables para crear mi propio soundtrack.

A continuación, les presento lo que imaginariamente podría ser la banda sonora de mi biografía llevada a la pantalla. ¿Qué canciones o temas crees tú que podrías incluir en tu historia?
  1. Fanfarrea 20th Century Fox, Alfred Newman.
  2. Rapsodia en azul, George Gershwin.
  3. Pedro y el lobo, Sergei Prokofiev.
  4. La vecindad del chavo, Roberto Gómez Bolaños.
  5. Don´t You (Forget About Me), Simple Minds.
  6. This Boy, The Beatles.
  7. St. Elmo's Fire, John Parr.
  8. Tema de La Cantina, de Star Wars, John Williams.
  9. True, Spandau Ballet.
  10. Overtura de Guillermo Tell, Giacomo Rossini.
  11. Dímelo, Micky Gonzales.
  12. La universidad, Río.
  13. El vicioso, El Tri.
  14. Suspicious Minds, Elvis Presley.
  15. Don´t Dream It´s Over, Crowded House.
  16. Mujer, Los Rancheros.
  17. If You Leave, OMD.
  18. Persiana americana, Soda Stereo.
  19. Like a Rolling Stone, Bob Dylan.
  20. I've Got You Under My Skin, Frank Sinatra.
  21. Tutti Frutti, Little Richard.
  22. Watching The Wheels, John Lennon.
  23. I Feel Good, James Brown.
  24. Begin The Begine, Benny Goodman.
  25. The Song We Were Singing, Paul McCartney.
  26. The End, The Doors.

martes, 20 de noviembre de 2012

La constelación factótum

Siempre he querido referirme a la simetría existente entre responsabilidad y desarraigo. Dos palabras que comúnmente se asocian a mí, en estos tiempos de incertidumbre. He querido observar el panorama desde un puente demasiado lejos y no he podido entender el motivo de ese desapego por las actividades sociales que, sin querer, me he visto obligado a desestimar de mi agenda. En varias oportunidades he manifestado mi falta de sociabilidad, sin considerarme un misántropo; mi falta de interés femenino, sin considerarme un misógino; simplemente, soy un ser que ha perdido el rumbo natural de las cosas y se ha preocupado más por una carrera inexistente y llena de sinsabores que me condenan al destierro forzado.

Las cosas no parecían irme bien, pese a mis esfuerzos por cumplir mis metas establecidas en un empleo más o menos rentable hasta que por fin pudiera establecerme. Mis continuas prórrogas y pretextos hacia mis empleadores, quienes habían confiado en mí, estaban arrepentidos y considerando seriamente descartarme en futuros proyectos. Estaban en lo justo. No daba la talla. Nunca la he dado. He soñado despierto toda mi vida y casi nadie parece importarle el destino al que me enfrento, sentado frente a la pantalla de la computadora, sin nada qué escribir, sin aspirar a cosas verdaderamente importantes. Las buenas intenciones se iban por el escusado y mis complejos de inferioridad surgían después de mucho tiempo, cuando aún era un bisoño postulante a la mayoría de edad. En estos casos, uno siempre piensa volver a tener dieciséis años y empezar de nuevo, reeditado y remasterizado. Sí, es muy fácil evadirse de la responsabilidad; es ahí donde aflora el desarraigo y todo parece volverse un espiral de situaciones angustiantes.

El problema conmigo es que ofrezco demasiado sin mover un solo dedo que me ponga en acción. Tal vez sea un teórico de mi propia vida que, llevarla a la práctica, carece de todo sentido y se reduce a un simple trabajo mental que los estudiosos descartarían de plano por carecer se sustento científico. La verdad de las cosas es que soy demasiado flojo, y eso ya es un problema mayúsculo. Sin embargo, soy flojo con cierto tipo de actividades, ajenas a mi normal y continuo desempeño intelectual. Me aburro demasiado rápido si no tengo otra cosa que hacer que darle a los demás lo que quieren, sacrificando mis prioridades, mis capacidades, mis metas. Orson Welles dijo alguna vez que uno no tendría por qué regalar sus sueños si valía la pena construir los propios. Sí, pues, mientras se tenga los medios con qué hacerlos. Siempre he trabajado a destajo, preocupándome por complacer a mis superiores y ganar lo suficiente para pagarme la manutención. Muchos han subestimado mi lealtad y he complicado las cosas cuando reclamaba lo que era justo. Aunque sonara paradójico, me consideraban una buena persona, pero todo lo contrario con mi desempeño laboral. Esa fama fui alimentándola gracias a mi estúpido sentido ético de no contaminarme con el sistema, el ser un esclavo corporativo y un individuo robotizado que cumplía con su trabajo con el temor de ser despedido sin contemplaciones. Quizá por eso los amigos que alguna vez tuve me han dado la espalda, porque no confían en mí. Y con mucha razón.

Nunca me he considerado importante. Nunca he querido ser reconocido públicamente. No sé si sea un error o una falsa modestia que no conlleva a nada sino a darte a conocer como un tipo extraño y sin emociones. Una prueba de ello fue aquella vez en la universidad, cuando el director académico de aquel entonces entró al aula y me entregó dos diplomas que había obtenido en el semestre anterior, que no me tomé la molestia de recoger en su momento: una por haber ganado el primer lugar en la categoría de cuento en los juegos florares, y otra por alcanzar el tercer lugar en el orden de mérito de la clase. Mis compañeros aplaudieron con sincero respeto. Y, yo, claro, lo único que hice fue negarlo, como que no lo merecía. Más allá de eso, cuando hacía esfuerzos por ganarme la vida, aceptando todo tipo de empleos, desde los más humildes hasta los más sofisticados, siempre daba una imagen distante y poco convincente, la que desdecía a la hora de asumir retos y ser una especie de portavoz o relacionista público. Estaba facultado para negociar en nombre de otros lo que ellos no podían asumir en su momento. Y vaya que sabía cómo resolverlos. Me había convertido en un factótum primordial que más de una sección se peleaba tenerme entre sus filas. Y, bueno, eso empezó a hartarme y deslucir mi verdadera función. Pasé a convertirme en un simple mandadero, pidiendo insumos a Logística o llevando documentos a otra oficina. Y me di cuenta que las cosas apestaban en el mundo laboral, que decidí tomar medidas drásticas antes de que envenenaran aún más mi débil personalidad.

Lo disfruté mientras duró. Es más, cuando daba un paso a mis aspiraciones, éstas se truncaban aparatosamente, condenándome al anonimato y a la frustración de llevar mi arte a buen puerto. Era como si "Dios", el "Destino", la "Naturaleza", quisiera verme fracasar en lo que yo quería realmente. Mis inseguridades me asaltaban. Tuve que ir donde un psiquiatra para que me convenciera de todo lo contrario. No lo consiguió. Lamentablemente, lo último que supe de él fue que entró en coma profundo luego de ingerir sustancias no permitidas por la DIGEMID. Sin que ello fuera un obstáculo, acepté vender enciclopedias de puerta en puerta o caramelos en los parques, previo chiste para ablandar a las masas. Uno de mis chistes favoritos es de aquel tipo que lloraba desconsoladamente en la puerta de su casa, cuando en eso se le acerca su amigo y le pregunta qué era lo que le pasaba. El tipo le dice: "Se ha muerto mi hermana". "¡La puta, carajo!"... "Nooo... la mayor". Y, por supuesto, luego tenía que explicar el chiste y malograrme la venta.

Como diría el tío Ben: "Un gran poder conlleva una gran responsabilidad", hay que empezar a reconocer los errores del pasado para enmendar las virtudes del futuro, acallando las malas intenciones del presente. He mirado atrás como un refugio, encubierto por la nostalgia de "todo tiempo pasado fue mejor", sin darme oportunidad ni dar oportunidad a los demás de reconocer el alto potencial que considero necesario para tomar las riendas de mi vida. Mi único consuelo es que aún no es tarde para vencer los obstáculos y los miedos de perderlo todo. Los seres humanos tenemos la facultad de levantarnos luego de una caída. Lo estoy consiguiendo. Realmente, lo estoy consiguiendo.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Skyfall

Conmemorando los 50 años de vida de la franquicia, el agente secreto al servicio de Su Majestad, James Bond, regresa en una atípica aventura con el fin de desactivar las malas intenciones de un también atípico criminal. Daniel Craig se vuelve a poner la piel del agente más famoso de la historia del cine en Skyfall, dirigida esta vez por el irregular Sam Mendes, que ha demostrado en esta entrega un dominio de dirección más cuajado y atractivo. A pesar que nunca me ha gustado su trabajo, que en más de una oportunidad se le ha sobrevalorado, debo decir que en esta ocasión ha encontrado el equilibrio y el vehículo para convertirlo en un artesano de buen cine, sin desperdiciar oportunidades ni clichés gratuitos como en anteriores filmes. Creo que necesitaba de una cinta como esta para demostrar su talento y ojalá que vaya por ese lado de divertimento, antes que pensar en premios ni reconocimientos de la Academia. Creo que su divorcio con Kate Winslet le ha sentado bien, jajajajaja....

Volviendo con Skyfall, es una historia que no tiene nada que ver con el hilo argumental iniciado con Casino Royale. Parece ser un paréntesis o, como han señalado algunos críticos, es el "reinicio del reinicio". Lo cierto es que las emociones más personales fluyen en la trama, los actos y las consecuencias persisten en una vuelta de tuerca interesante tanto para el personaje como para el resto de la troupe, que consiguen reencontrarse y moldearse para futuras entregas. Sí, trata del pasado, del futuro y de las motivaciones que llevan a reencontrarse consigo mismo ad portas de un mañana diferente, un punto de partida para entender quién es quién y dar paso al Bond de los años 60, interpretado soberbiamente por Sean Connery.



Skyfall no tiene mucha acción. Son pocas pero memorables, como la secuencia de apertura, muy bien fotografiada y editada, con la adrenalina suficiente para mantener al espectador pegado en el asiento. A mí me hizo sudar las manos. Quizá sea una especie de estudio psicológico del personaje, un tanto obsoleto para estos tiempos interconectados por la World Wide Web, quien rehúsa salir de la actividad para darle paso a nuevos agentes. Es el caso de Q, un nerd especializado en informática, reinventado para coexistir con la vieja guardia del MI6 -acuérdense de ese viejo cascarrabias proveedor de los más estrambóticos artilugios interpretado por Desmond Llewelyn a partir de From Russia With Love (1963) hasta The World Is Not Enough (1999)-. Lo interesante de la trama es el conflicto permanente que existe entre lo tradicional y lo moderno. Mientras Bond perdura con sus métodos nada ortodoxos, apañados por una maternal M, los nuevos aires que se respiran en el Estado británico tratan de cambiar la imagen que el MI6 pretende mantener incólume pese a las críticas.

Un hecho fortuito hace que Bond sea declarado muerto en acción. Herido física y emocionalmente, vuelve al servicio activo también por un hecho fortuito. La lealtad que M le otorga para encontrar al criminal que hackeó la base de datos con la identidad de agentes de la OTAN infiltrados en varias agrupaciones terroristas, pone en jaque a la agencia de espionaje y al trabajo emprendido por M, a la cual quieren jubilar abruptamente y darle a la oficina un sentido coherente con estos tiempos. Sin embargo, ella se niega rotundamente y sólo accederá a la renuncia después de culminar con su trabajo: encontrar a la mente maléfica que robó dicha información, que pone en peligro la vida de esos agentes encubiertos. La llegada del nuevo Presidente del Comité de Inteligencia y Seguridad, Gareth Mallory, interpretado por Ralph Finnes, da dudas sobre sus reales intenciones para con la agencia.



En una de mis escenas favoritas, M se encuentra en el comité de seguridad dando sus descargos sobre la operación fallida, y ella misma es quien nos dice que antes se sabía quiénes eran los enemigos, a quien se le seguía los pasos, las llamadas "sombras"; en cambio, hoy se enfrentan a entes sin rostro, que azotan la seguridad y la vulnerabilidad de las personas con sólo apretar un botón. Siempre habrán sombras a las cuales seguir,  mientras exista gente con voluntad, con juicio, con entrega y con la inteligencia suficiente. Los métodos arcaicos son puestos a prueba, y nos da una idea del rumbo que tomará la historia a partir de ahora. Sin embargo, nada es lo que parece ser. Al final, se sabe cuál es el destino que ocupará Mallory en la historia y lo que desencadenará en futuras entregas de la serie. Por supuesto, nos reencontramos gratamente con Moneypenny y el concepto que hizo famosa a la franquicia.



Un tema aparte es el personaje interpretado por Javier Bardem, Silva, un ex agente "doble cero" caído en desgracia y con sed de venganza contra aquellos que lo traicionaron, en especial M, de quien se dice lo traicionó tras una misión fallida. La escena de su encierro, y revelando su verdadero rostro, es de antología. Un ser ambiguo, gay, bi, provocador, como quieran llamarlo. Se ha especulado que le debe mucho al Joker de Nolan, por ciertos rasgos que lo asemejan, por sus acciones y cómo las resuelve. Y parece cierta esta similitud pues la cinta funciona al estilo del director de Batman, con años luz de distancia, claro. Es que muchos se han precipitado en decir que Skyfall tiene elementos característicos que bien podrían funcionar si Chris Nolan la hubiera dirigido: un James Bond más oscuro, real, con pasado tormentoso, de raíces que se descubrirán en la secuencia de Escocia y que se develará el significado de "Skyfall" (caído del cielo), una constante a lo largo de la trama y, aventurándome a decir, lo inverso a "El caballero de la noche asciende". Alguna vez Nolan dijo sentirse con ánimos de realizar una película de 007. Quizá más adelante se anime, teniendo como base esta última. No lo sé. Dejemos por un momento que la fantasía nos invada.



No quiero decir mucho para aquellos que aún no la han visto. Es buena, bien hecha. He leído algunos comentarios en algunas páginas de cine, y están divididas las apreciaciones. Para algunos, es excelente, para otro tanto, es aburrida. Sí, ya lo escribí líneas arriba, tiene pocas escenas de acción; pero son esenciales. Basta mencionar la secuencia del metro. Es la cereza sobre el pastel. Es que Mendes no es un director de acción, es un director de emoción. Le gusta rebuscar la psiquis de los personajes, cómo viven, qué piensan, qué quieren hacer después de un hecho que los conlleva a poner las manos en el meollo y salir airosos o todo lo contrario de su destino. Una prueba de ello es Jarhead (2005) o la misma Belleza americana (1999), con la que se hizo conocido. Claro, con resultados ambivalentes que no han cuajado bien a lo largo de su carrera. Esta vez dio en el clavo.



En fin, vayan a verla y disfruten de una película con todos los elementos que se necesita para que sea un éxito, sin que las más de dos horas de duración sea un problema. La recomiendo.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Vacancia

Mi ex mujer tiene nuevo pretendiente. Mis hijas andan un poco chocadas por la noticia y quieren saber qué es lo que pienso de todo aquello; ya que, al fin y al cabo, tenían la esperanza de que volveríamos a estar juntos. No las culpo, son situaciones comunes que observamos y que no necesariamente terminan con un final feliz... para los que creen en los finales felices, como mis dos cachorritas. Debo reconocer que me impresionó algo el hecho de que otro tipo se la esté tirando, pero creo que a estas alturas ya no hay nada qué reclamar. Seguimos siendo amigos, aunque no tanto como Bruce Willis y Demi Moore cuando en el medio estaba Ashton Kutcher y disfrutaban juntos de las reuniones familiares. La única diferencia es que a mí no me invitan; y lo más parecido que tengo de Bruce Willis es que ambos no tenemos cabello.

Lo gracioso del caso es que aún conservo el anillo en mi dedo, como un recordatorio de que alguna vez estuve casado. Al igual que mis hijas, aún tenía la idea de volver con ella, sin saber a qué atenerme. No soy mala persona; algo flojo, sí, contemplativo y cobarde para asumir retos que reditúen mi condición de "artista", que simplemente me veo como un ermitaño que desconoce la palabra "sociable". Sí, pues, me distingo de mi ex por su encanto natural de querer compartir con los demás hasta una cucharadita de manjar blanco, que nuestra casa se convirtió en el lugar de peregrinaje de la mayoría de sus amigos. No es que me incomodara en absoluto, creo que ser anfitrión en tu propia casa tiene sus ventajas, pues, no tienes que manejar si te has pasado de copas. A ella le aterraba la idea de que empezara con una de mis tantas peroratas ochenteras que la avergüenzan hasta el día de hoy, que con una sola mirada ya estaba sentenciado al destierro en mi propio dormitorio, aduciendo una dolencia cardíaca. 

Mis hijas son una delicia, pero tienen que aceptar que la vida continúa y no deben culpar a su madre de volverse a enamorar y rehacer su vida sentimental con quien desee. Está en su derecho. "Debió decírtelo", dijo la mayor. No me corresponde juzgarla, le refuto. "Quizá las cosas serían iguales para ustedes si yo hubiera empezado una relación", concluí. "Vamos, papá. Eres tú. ¿Quién se fijaría en ti?" Dicen que los borrachos y los niños son los únicos que pueden decir la verdad. Y es doloroso saber que tienen razón.

Desde que terminé con su madre no he visto ni salido con nadie. Y no es porque nadie se fije en mí, como señaló mi hija, sino que no tengo cabeza para eso. Siento que llevo el luto aún y me resulta extraño ver a otra mujer, sea la razón que fuera. Y eso que he tenido una pretendiente a la que jamás prometí nada ni traté de engañarla, porque sería muy fácil aprovecharme y requerir de su disponibilidad las veces que quisiera. Muy fácil, sin duda. Cuando me propuso que fuéramos una especie de "amigos con beneficios", no la tomé en serio y me pareció una mujer superficial. Creo que la ofendí, porque después de eso dejó de tener contacto conmigo. Estaba loca por mí, lo admito; pero esa locura no pudo ser correspondida. No era el indicado.

Lo que no saben mis hijas es que su mamá ya me había dicho de sus intenciones de formar una nueva relación con este sujeto, al que conoció en su trabajo. Debo admitir que siempre tuvo buenos gustos para conocer hombres. Sin embargo, yo soy la excepción a la regla. Vamos, no soy tan feo después de todo. Algo debo tener para que mi ex mujer se fijara en mí, que intercambiamos fluidos corporales en la repisa de su cocina, un 26 de junio de 1989. Y créanme que casarme y tener dos niñas maravillosas con ella fue lo mejor que me pasó en la vida. Esa vez llamó con una ansiedad nunca antes vista y solicitó mi presencia en el viejo café al que asistimos una vez y vimos por televisión el mensaje de Juan Carlos Hurtado Miller y su ya clásico "Que Dios nos ayude". Siempre he pensado que le gusta rememorar el pasado con mucha pasión, pero esta vez creo que exageró demasiado.

Sus palabras textuales fueron: "He conocido a otro". Me dio los detalles de cómo lo conoció y esto y aquello, de cómo la hacía voltear los ojos de lo agresivo que era en la cama, que pensé que su intención era que me sintiera mal. ¿Por qué? Al principio lo tomé como una broma, pero al verla destilar tantas hormonas revueltas de sus poros, comprendí que las cosas debían estar sucediendo como lo predijeron los mayas. Lo único que hice fue felicitarla y desearle todos los éxitos del mundo por su nueva relación, que me agradeció el detalle y confesó que ya tenía ciertos coqueteos con él aún estando casada conmigo; pero que no fue esa la razón por la cual nos separamos. Bueno, en el declive de nuestro matrimonio, ya sufría de disfunción eréctil y era razonable que sintiera la necesidad de encontrar consuelo en los brazos de otro. No la culpo. Al regresar a casa, comprendí que era el hombre más miserable sobre la Tierra.

Al menos, tengo a mis hijas que me acompañan los fines de semana. Cocinamos, vemos películas, salimos a pasear o soy el centro de sus ironías cuando no tienen mejor cosa que hacer con su tiempo libre. Su abuelo dice que soy un imbécil por haberme divorciado. A veces creo que tiene razón. Sus nietas reviven en él épocas pasadas o quiere reivindicarlas con atenciones que no tuvo conmigo. Las engríe demasiado. Eso está bien, pero trato de que no se le pase la mano y quiera paliar sus remordimientos, y la soledad que se ha convertido su vida, en una constante preocupación por las niñas. No hay una noche que no las llame para saber si ya hicieron la tarea o si desean esto o aquello. Es chocante cómo algunas personas se comportan en el ocaso de su existencia. Su ex nuera es diplomática y le agradece el interés, pero no es necesario preocuparse demasiado. Lo que me gusta de ella es que cuando le jode una cosa, no tiene reparos en decirlo con sutileza, con elegancia y buen sentido del humor, que nadie parece darse cuenta de que está golpeándole a uno en las pelotas. Y en esos menesteres, es toda una campeona.