domingo, 28 de julio de 2013

Demasiado perfecto para ser cierto

La invité a salir una noche. Estaba nervioso. Después de mucho tiempo, encontré con quién hacerlo de una manera platónica y desenvuelta, sin la odiosa tensión del "qué pasará después". Mis citas siempre han sido catastróficas, casi nunca he terminado en buenos términos y la taza de café aún permanecía humeante cuando me dejaban con las palabras en la boca tratando de explicar qué era lo que no me gustaba de ella.


Tampoco puedo generalizar. He conocido personas encantadoras con las que he pasado largas horas intercambiando conceptos y recetas de cocina, que hasta el último mesero debía sacarnos en buenos términos porque ya no quedaba más canchita. Pero salir con mi nueva amiga, se convirtió en el mejor estímulo de la temporada. Poco tiempo después de haberla conocido en aquella reunión, aceptó salir conmigo y creí haber encontrado a mi alma gemela. Aunque, debo confesar, la ansiedad estaba nublando mi sentido común y aceleraba inclusive todo lo que antes había criticado como la peor decisión de mi vida.

Estaba estupendamente guapa, deslumbrante, segura y muy decidida. Nos saludamos con un apretón de manos y nos sentamos a la mesa. Su mirada era embriagadora, anestésica, profunda. Sus labios se movían al compás de cada palabra que despedía de su boca producto de su cognitiva ilación de ideas, muy bien desarrolladas y rematadas con un sentido del humor de ensueño. No pude menos que sentirme una miga de pan ante un producto universitario, que jamás podré perdonarme el desliz sobre el aumento de grasa en los glúteos de las marmotas. No sé de dónde saqué eso, pero de alguna manera sirvió para que ella me regalara una de sus más sonoras carcajadas, que pude ver lo que había comido en 1998. La mujer tenía lo suyo, su chispa despertaba una serie de pasiones incontroladas que no dudé en imitar y formar parte de ese ritual casi shakespereano de la irresoluta decisión de tomarle de la mano o retirar el cabello de su rostro para dejarlo detrás de su oreja. Un acto cariñoso y encantador que no pudo evitar sonrojarse y sonreír como quien acepta un cumplido.

Salimos de aquel restaurante, arrebujados en nuestros abrigos, soportando el frío de la noche y contemplando la garúa que se hacía presente sobre nosotros. Ambos teníamos las manos dentro de los bolsillos del abrigo, cosa que no nos incomodó ni nos cortó la intensidad vivida minutos atrás. Nos detuvimos en un paradero solitario. Tuve la gentileza de acompañarla a que tomara el bus que la regresaría a casa sana y salva, y agradeció la caballerosidad de esperar a su lado la venida del bus, que ya demoraba varios minutos, cosa poco común, pues era una de las contadas líneas que transitaba hasta altas horas de la noche. Sacó sus manos de los bolsillos y empezó a frotárselas por la intensidad del frío que las congelaba sin misericordia. Sin que fuera un impulso automático y bien planeado, cogí sus manos y fui yo quien les dio calor, sobándolas delicadamente sin que ella tuviera la necesidad de cambiar de idea. Dejó que le acariciara sus finos dedos, proporcionándole el esperado alivio a su friolenta manifestación corpórea. Mis dedos jugaban con los suyos. Parecía una escena tierna y no pude evitar alzar la vista y encontrar sus ojos inyectados en los míos. Entreabrió la boca con una expresión de asombro y mucho recogimiento. Y sin pensarlo dos veces, terminamos por juntar nuestros labios y expresar esa tensión que ya se había germinado cuando nos presentaron por primera vez.

A pesar de todo, sus labios eran cálidos, seguros de lo que estaban haciendo. Sabía besar, eso estaba claro. Poco a poco, nuestros cuerpos fueron aprisionados en un fuerte abrazo de "no me dejes ir", porque justo en ese momento su bus se estacionó esperando que los posibles pasajeros subieran. Sin encontrar una respuesta de parte nuestra, siguió su camino. "¿Y ahora qué hacemos?", preguntó, algo nerviosa por ese ósculo de tres minutos ininterrumpidos. Mi sonrisa lo dijo todo.

A la mañana siguiente, amanecimos en un cuarto de hotel, rendidos por la experiencia más deliciosa y emotiva que hubiéramos experimentado en la primera cita. Fue un logro que no se comparaba con ninguna otra experiencia vivida, tanto para ella como para mí. No creo ser el amante perfecto, pero sé algunos truquitos aprendidos a lo largo del camino, que no pueden ser despreciados en su totalidad. Me he caracterizado por ser una máquina de follar, según los términos del gran Charles Bukowski, pero creo que hice el amor por primera vez. Quizá suene cursi o poco creíble, que a estas alturas del partido, tenga en claro que el sexo sea simplemente un instrumento que exprese nuestros sentimientos de manera placentera. No fue nada loco ni descarrilado. Tomamos el tiempo necesario en reconocer nuestros cuerpos, de sentirnos conectados física y mentalmente, de participar de un encuentro emocional que permitiría abrir más posibilidades de convivencia y entendimiento entre dos seres solitarios.

Sí, pues, me dejé llevar por ese modo tan shakespereano del que tanto reniego. No solamente perdí la oportunidad de abrir mi gélido corazón a una persona, sino que me di cuenta que nada es tan simple en esta vida. Hay motivos suficientes por los cuales sentirme decepcionado de mí mismo y de aquellos que te dan las señales equivocadas. Luego de salir del hotel, luego de volver a nuestros respectivos hogares, no supe más de esta muchacha. El número que alguna vez respondió desde un celular, se encontraba fuera de servicio. Las personas que la conocían dijeron no saber de ella por bastante tiempo. Fue esa misma tarde que descubrí un mundo similar a una caja de Pandora y nosotros los monstruos que escapábamos de ella, impulsados por un extraño conjuro de eternas consecuencias nefastas. Tal vez, sea yo el extraño y no comprenda que este universo fue hecho para personas nada convencionales. Creí ser yo el poco convencional. Pero me equivoqué. Luego de beberme toda la botella de Johnny Walker, sin agua y sin hielo, comprendí que no debo dar demasiado cuando sé que recibiré tan poco.

viernes, 26 de julio de 2013

Caprichos de estación

Ahora que el frío arrecia en estas semanas, salir a dar un paseo por Lima es como abrir el refrigerador en paños menores. No había sentido tanto frío desde hacía mucho tiempo, que abrigarse es la única solución para mitigar la baja temperatura. No hay nada mejor que un reconfortante emoliente o chocolate caliente, café o una buena mazamorra morada. El pisco también es bueno y sacudir el esqueleto y ponerse en forma todavía más. Para una persona sedentaria como yo, que disfruto escribiendo frente al computador o leer una novela recién adquirida, no es fácil soportar el invierno si no tienes quién te haga compañía. Ese nunca ha sido un problema para mí, el problema es de ellas que no soportan mi presencia y traman todo tipo de pretextos con el fin de mantenerme a raya desde una distancia tan marcada como tiene la Luna de la Tierra. Sin embargo, no todo es romance ni pérdidas de tiempo innecesarios, simplemente me dedico a trabajar y a elucubrar nuevas historias que estoy llevando al papel mientras se reinician las clases en la universidad donde laboro como asesor de tesis.

Por las noches, asisto a un curso de diseño gráfico y tengo miles de proyectos en camino, así que mi mente está tan ocupada en eso que, por el momento, la parte afectiva se ha enfriado tanto como el clima que hoy soportamos. ¿Soy frío? Creo que cuando siento que las cosas no andan como deberían, tiendo a distanciarme y me convierten en un cubo de hielo, sin que por ello mis sentimientos no hayan cambiado. Me controlo, pero nada más. Si, lo que sí estoy de acuerdo es que ahora me he desapegado de las emociones, tal vez como un modo de evitar el sufrimiento. Al fin y al cabo, son meras transiciones que podrán ser solucionadas en la medida de lo posible.

Me gusta eso de caminar por las calles húmedas de llovizna recién caída. El vaho que se desprende de la boca se ve tan fascinante como la insípida neblina que se pierde en el horizonte. Los viejos poemas de Vallejo saltan en mi mente y las imágenes de aquellas viejas películas expresionistas de Wiener o Lang son representadas al trote de mis pasos perdidos por una calle nocturna. Ni qué decir de las melodías de la Ópera de los tres centavos, que siempre quise ver en escena, acompañando mi deambular sinuoso y despreocupado.

No hay nada mejor que unas yuquitas recién fritas de la carretilla del parque, del arroz zambito o de leche, del champús o del ponche; o, si se quiere, entrar al Queirolo y pedir una res o un chilcano bien sazonado, acompañado de la musa de turno a la que escuchas quejarse de sus fallidas aventuras virtuales, que ni te molestas en contradecirla y aceptas con buen ánimo su diatriba de que todos los hombres somos "unas reverendísimas mierdas". No importa, porque después de beberse seis de esos brebajes espirituosos, te llenan de besos y aprecian tu compañía en momentos donde más necesitan de un buen amigo. Sí, pues, un amigo. Solo un amigo que se muere por besar esos labios gruesos y deslizar una mano sobre aquellas bien cinceladas piernas, que tu mirada atina a decir "vaya, al menos está conmigo y no con su ex", como si esa simple reflexión fuera un consuelo más que una tortura.

Volver a la calle y saber que estás solo, ayuda a cimentar el carácter. No soy una persona triste, creo que ya lo he dicho en más de una oportunidad, simplemente vivo el día a día y espero que las cosas mejoren a partir de las primeras señales del alba, porque los lamentos se quedan en la cama, viendo la almohada vacía que alguna vez cobijó esa cabellera castaña mientras que al despertar pegaba un grito al verme o, como una vez ocurrió, que mientras le hacía el amor, murmuró el nombre de su ex, bajándome toda la autoestima que había conseguido luego de superar una mala relación del pasado. Esas cosas pasan constantemente por estas fechas ¿Es un ciclo que se repite reiteradas veces o son simples casualidades? Caprichos de estación, como diría mi finado abuelo. ¡Qué hombre tan sabio! Él, que tuvo cuatro mujeres y a todas ellas las engañó como ninguno, que soportó los cuernos de una y la temprana despedida de otra. Pero se mantuvo consecuente con sus ideas, que lo convirtieron en un maestro de la transmutación de fluidos.

Y, bueno, el frío nos envuelve como ya estamos acostumbrados. Un día más donde hay que poner todas las energías por que se realicen los proyectos que tanto quieres y deseas que se hagan realidad. No es tarde para empezar un nuevo ciclo, para bien o para mal, que demuestra de qué estamos hechos y cómo queremos enfrentar al destino y al desprecio de unos y la admiración de otros. El único inconveniente, como toda moraleja, es levantarse de la cama.

miércoles, 17 de julio de 2013

La naturaleza de las cosas

Polvo en el viento

Cuando los muchachos y yo decidimos dedicarnos a las malas artes de componer estrofas para el himno del colegio, allá por los lejanos años 80, nunca supimos a ciencia cierta si eso sería el inicio de una actividad que aun ahora no nos reporta nada de beneficios sino de las burlas escatológicas de los más afamados y sensibles críticos musicales. Debíamos admitir que no éramos nada virtuosos y las letras eran un compendio de estornudos y guiños momentáneos de efusiva manifestación hormonal. Yo, naturalmente, no sabía tocar ningún instrumento, apenas tarareaba o silbaba, y que me mantuvieron detrás de la grabadora y de la difícil tarea de escribir las letras que los demás daban a conocer. De alguna manera, me sentía orgulloso de que pudieran cantarlas en cada festival o kermesse escolar a la que asistíamos con entusiasmo. Sin embargo, nunca ganábamos o no se nos permitía participar en ellas. Éramos incomprendidos o simplemente apestábamos en talento.

Muchos años después, cada quién tomó su rumbo por la vida. Algunos de ellos se dedicaron a la producción musical o a la enseñanza de guitarra en el Museo de Arte. Yo me aboqué al periodismo y de vez en cuando pateo lata porque me robaron la pelota y debo pagársela al club. Cada seis meses -y esto no logro precisar porqué- nos reunimos a recordar todas esas cosas que hicimos cuando fuimos adolescentes. Ya somos cuarentones, pero nos alegra mucho saber que no hemos perdido el sentido del humor pese a nuestras respectivas responsabilidades familiares. Al menos, ellos tienen una familia a la cual mantener; yo solo cuido a mi abuela y al gato de la vecina, la misma que me visita todas las noches por un poquito de maizena. Luego, nos ponemos a cantar todas esas viejas canciones de Los Prisioneros o de los Enanitos Verdes, para luego animarnos con Billy Idol o el Heroes de David Bowie. Pasada la medianoche, más de un iracundo vecino nos arroja zapatos viejos para de una vez cerrar el pico. A pesar de los años, seguimos siendo incomprendidos.

A media voz

Cruzaba una congestionada calle en busca de unos artículos de escritorio que mi hermana solicitó recoger del almacén. A veces tengo la mente en blanco o imagino estar dentro de un universo paralelo donde todo parece salido de una tira cómica, que no escucho a nadie pasarme la voz. Es grata la sorpresa cuando se piensa que ya todos se olvidaron de uno y aparece la persona con la que menos imaginamos encontrar, y el fuerte abrazo que se prodigan es señal de que aún hay cariño en esas dos almas solitarias. Ya Vanessa se había convertido en toda una diseñadora gráfica con vasta experiencia, que sus actividades no pueden estar mejor condimentadas con la cartera de clientes que solicitan sus servicios. Fuimos a tomar un café y a recordar los viejos tiempos, cuando aún éramos amantes ocasionales y nos gustaba ver televisión sobre la cama mientras comíamos helado. Aún conservaba esa sinuosa silueta que me tomó tiempo explorar y sus enormes ojos almendrados eran una delicia dignas de un catálogo de belleza. No nos importó volver a intercambiar fluidos en una habitación de hotel y fuimos presa de la más variadas sensaciones orgásmicas que no creí volverlas a experimentar. La muchacha tenía lo suyo. Era una buena deportista y necesitaba beber Gatorade para seguir montándome.

No había perdido la costumbre de perfumar el dormitorio con sus flatulencias, que las carcajadas eran buen síntoma de que mi tolerancia no había cambiado ni un ápice. Vanessa sabía complacer a su hombre, se desvivía por considerarse la mejor amante del mundo. Y me extrañó que a estas alturas de su vida no haya podido encontrar a una pareja estable con quien compartir sus excentricidades. Dijo no estar preparada. No se consideraba puta, pero su libertad le proporcionaba todo lo que deseaba de la vida, sin complicaciones ni limitaciones que la asfixiaran. Defendía su independencia de cada oportunista que le quería vender el tema de la fidelidad y de la entrega total, que su intuición le permitía alejarse cuanto antes de dichos especímenes. De alguna manera nos parecíamos, por eso nos hicimos amigos, porque compartíamos el instante sin exclusividades ni empalagosas llamadas al día siguiente.

Más tarde, nos despedimos como quien se despide uno con la seguridad de que mañana se volverá a encontrar con el otro, cosa que sabíamos nunca iba a suceder, y que solo el destino se encargaría de juntarnos de la manera más insospechada posible. Cuando la vi alejarse por una calle, envuelta en ese halo de misterio y sensualidad desbordantes, me di cuenta que no había recogido el encargo de mi hermana y me esperaba una reprimenda de padre y señor mío en casa.

La carcajada de Lupita

Mi prima Lupita era una de esas adolescentes pícaras y desatadas que no le importaba hacer el ridículo en cada quinceañero al que asistía. Sabía de sobra que su única consigna era chapar con el primer idiota que se le cruzaba en el camino o quitarle el novio a la antipática de turno. A sus catorce años tenía una colección de "novios" más por hobby que por necesidad emocional. Hasta quiso agarrar conmigo, pero con la familia no se juega. Éramos bien unidos y me contaba todas sus actividades en orden cronológico sin perder ningún detalle. Esta vez creo que se pasó de la raya, porque el último fin de semana hizo de las suyas con la mejor amiga de su amiga. Fue invitada al quinceañero de ésta y todo parecía ir normal hasta que se apareció un jovencito que se jactaba de haber sido el ex de la agazajada, y que ella misma lo había invitado, pese a que ya tenía otro compromiso y se podía decir que eran la pareja perfecta. Mi prima escuchó toda la historia y no tuvo reparo en contarle a su amiga lo que había pasado. La joven le pidió que no dijera nada, era un secreto a voces que ambos aún se veían a escondidas y no quería que hubiera problemas con su actual pareja.

Sí, pues, cuando mi prima le pica algo no lo suelta. La juerga estaba en pleno apogeo y las bebidas espirituosas encubiertas en litros de refresco, hicieron estragos en la mayoría de los mocosos. Lupita no era la excepción. En un apartado de la fiesta, fue y le contó al enamorado de la quinceañera todo lo que debió callar. Esa misma noche, fue partícipe del rompimiento de una de las parejas más queridas del vecindario. Pero no quedó todo ahí. Lupita terminó por emparejarse con el otro muchacho, el ex, y hasta podría jurar que tiraron en el baño, cosa que ella no recuerda exactamente por lo borracha que estaba. El escándalo se desató en aquella casa y la amiga de la quinceañera, su amiga, dejó de llamarse como tal.

Después de todo, dijo, soy una adolescente. "Las personas no toleran nada, son susceptibles de entender que la vida es tan corta, tan pequeña, que no podemos permanecer quietos por un segundo". Sí, por supuesto, le refuté, solo que no hay que perjudicar a terceros ni hacernos los vivos, porque todo da vueltas y te regresa con el doble de fuerza hasta quedar aplastado en el pavimento. La carcajada de mi prima fue una de esas extrañas sensaciones que tocó nervio en mi sensible cuerpo de zancudo, que siento escalofríos al recordarla. Eso conlleva a entender mejor que si no actuamos pronto, si no enderezamos la rama torcida, puede que nunca lo haga y se siga torciendo día tras día, año tras año, hasta perder su belleza y su razón de ser.