martes, 14 de octubre de 2014

Primavera gris

A estas alturas, el ébola se ha convertido en una de esas epidemias que nos pone a pensar en lo diminutos que somos en el universo. No existe vacuna, sino algunos esbozos de prevención que no hace más que alargar la agonía. Quizá mañana más tarde, en algún lugar del planeta, tengamos por fin noticias de haber encontrado la cura contra este mal. Claro, los únicos beneficiados serán las grandes corporaciones médicas que lucran con el dolor ajeno, mientras miles de desahuciados yacen bajo la sombra de una fría mortaja en espera de su última morada. Son ellos a los que siempre se les paga mal, los que viven de manera precaria sin una vivienda digna, sin las más mínimas condiciones sanitarias y sin tener qué comer. He visto fotos alucinantes de africanos que comen murciélagos o monos sin un adecuado control de higiene, sin saber que estos son portadores del virus. O es eso o se mueren de hambre.

En lugar de malgastar millones de dólares en toneladas de armamento para aniquilar a un grupo extremista musulmán -que dicho sea de paso se lo merece-, primero deberían combatir el hambre de aquellos que verdaderamente desean ser libres de la esclavitud de la pobreza e indiferencia del resto de "civilizaciones". Y somos nosotros mismos, los que vociferamos a voz en cuello las injusticias de este mundo trivial y capitalista, que perdemos la objetividad frente a la última versión de iPad. Es muy fácil gritar a los cuatro vientos, pero es muy difícil que pongamos las manos a la obra y predicar con el ejemplo.

Castañeda y los siete pecados capitales

No hay duda que Lima votó en contra de Susana Villarán, por los errores cometidos durante su gestión. No podemos culparla por hacer lo necesario y equilibrar la balanza; pero se le escapó de las manos. Primero tuvo que ordenar la casa, ver cuánto dejó Castañeda, cuánto le tomaría investigar los arreglos que hizo bajo la mesa en eso de Comunicore, del cual supo salir victorioso del cargamontón mediático, limpio como una mariposa recién salida del capullo, sin mencionar la revocatoria, la que terminó por sepultar al tristemente célebre Marco Turbio. Pero, seamos sinceros, aquí el único ganador fue justamente él, porque el triunfo de Castañeda ha reivindicado su tarea de sacar a la Villarán del camino. No me extrañaría que el 2 de enero de 2015 lo veamos en la puerta del Palacio Municipal pidiendo chamba, con camisa amarilla, inclusive, si es que ya lo ha hecho durante la campaña.

Sin pecar de pusilánime, hubiera preferido que Cornejo se llevara la elección, porque demostró a paso de hormiga que las cosas se hacen pensando en los votos y no en las consecuencias de sus actos. Al menos, de todos los candidatos, fue el que mejor estuvo, más ecuánime, más preparado. El debate así lo demostró. Pero así son las cosas en nuestra querida Lima, quieren probar del mismo pastel; porque Castañeda hace obras, eso es indudable, sin importar que las licitaciones las gane uno de sus compadres o que sobrevalore la ejecución de la obra que le permitirá sacar alguito y preparar la próxima revocatoria si llegara a perder la reelección. La cosa es que trabaje, y no hay más.

El único perdedor de la contienda fue Salvador Heresi. A pesar que hizo un buen papel en San Miguel, no pudo cuajar del todo para los electores limeños. No convenció, así de sencillo. Quizá por la falta de experiencia en medio de una ciudad convulsionada o porque pecó de triunfalista. Las cosas no son tan simples. Para ganar en Lima se debe tener convicción, y Heresi no la tuvo, desde que empezó a jugar el mismo juego de la politiquería barata: desprestigiar al oponente con investigaciones de cuánto invierte en su campaña o de la mala administración que viene desempeñando, con huainito incluido. Eso supo aprovechar Cornejo. Y quedó bien parado. A Heresi le faltó brújula, una propuesta sólida, fresca, más ejecutiva y menos discursiva. Ya cuando dijo "prefiero perder la elección que venderme al sistema", demostró que estaba lejos de alcanzar el sillón municipal. La estrategia, quedarse calladito y ganarse las simpatías de las amas de casa que quieren comer pollo barato o que les devuelvan la avenida Arequipa tal como se las dejó Castañeda en 2010. Eso era todo.

Con cajón y turrón de doña pepa

Se acerca el Día de la Canción Criolla. Que más criolla que la sopa a la minuta que quiero preparar para calmar el frío que no nos quiere dejar. Por falta de tiempo, me compro un sobre de Aji-no-men y trato de pensar en lo que haré el 31 de octubre. Tal vez salir con una amiga o quedarme en mi dormitorio escuchando un valsecito de Chabuca Granda o de Augusto Polo Campos. No, quizá esté en la esquina de mi casa comiendo unos anticuchos mientras me divierto contando mis ya conocidas anécdotas amatorias, de las que tanto hacen reír a mi compañera de trabajo.

Casi nunca he celebrado ese día, como otros que sí tienen la costumbre de hacerlo cada año. Ni siquiera me gusta Halloween solo para decir que prefiero disfrazarme de algún cucurucho que ponga los pelos de punta a mi abuela. De las poquísimas veces que lo he hecho, he estado con algunos amigos en el Queirolo o en el Superba bebiendo un chilcano o una cerveza. Lo importante es pasarla bien y sentir el rugir de los cajones, las cuerdas de la guitarra y esa voz inconfundible de un trovador pregonando odas a la vida en una Lima que ya no veremos más. Y, sin embargo, esas imágenes en blanco y negro se van perdiendo en la memoria, solo queda esperar el technicolor de una nueva oportunidad y un nuevo comienzo que dirá hacia dónde queremos ir.

La vida es muy rica para seguir lamentándonos. No me siento capaz de volver la vista hacia cosas que ya no valen la pena recordar. Lo importante es mantenerse seguro de lo que se quiere, de permanecer equilibrado en las decisiones que tomemos. De no ser por nuestras acostumbradas debilidades que nos convierte en seres humanos imperfectos y sobrevalorados, es posible que no sobrevivamos a otro virus o terminemos nuestros días bajo la opresión de los fundamentalistas árabes si no queremos que nos decapiten ante cámaras.