jueves, 29 de enero de 2015

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Un día desperté dándome cuenta que la vida no había sido injusta conmigo, después de todo. Recordar todo lo vivido hasta el momento no fue necesariamente una catarsis, pero sirvió para entender que no todo estuvo mal. He pasado la barrera de los cuarenta ya no con angustia, sino en medio de una profunda reflexión sobre mí mismo y el camino que preferí tomar, alejado de los errores y de las tentaciones ociosas y facilistas, que permitieron equilibrar mi espíritu. Ha sido lo mejor. Ha tenido que suceder justamente en este tramo de la historia, en un punto de inflexión en que quieres decir lo que piensas sin la preocupación de que te censuren, o dejen de escuchar. Y hasta cierto punto, ha sido una constante y un karma que no ha dejado de gravitar. Hay tanto que contar, pero nadie que quiera escuchar.

Cumplir cuarenta y cinco años te hace más sabio, más maduro, menos impulsivo y sumamente perspicaz. ¡Y pensar que alguna vez dije que no pasaría de los veinte! Y aquí me tienen, aún manteniendo el paso en esta todavía existencia llena de sorpresas. Sí, al verme en el espejo, a pesar del escaso cabello y las primeras patas de gallo en la comisura de los ojos, aún tienes ese toque que te hace ver interesante y lleno de vitalidad, como que ya empiezas a disfrutar de la vida de otra forma, desde otro ángulo, más centrado en lo que quieres tú como persona, ya no con ese entusiasmo de chiquillo irresoluto que desea conquistar el mundo; no, si ya el mundo te pertenece por derecho, así que simplemente experimentas otras sensaciones convencido de que estás pasando por el mejor momento de tu vida. Es mejor avanzar bajo la sombra de un árbol, que sufrir del abrazador sol del mediodía sin nada que te proteja.

Es el primer año del resto de nuestras vidas. Cuántas personas llegan a esta edad llenas de preocupaciones, angustias, sentimientos encontrados por tal o cual cosa; quizá, porque se toman muy en serio el papel de padre, esposo y empleado, si es que han tenido la fortuna de formar una familia. Los problemas se presentan de otra manera. Afortunadamente, esas cosas están muy alejadas de mis preocupaciones mayores. Mi único interés es sobresalir en mi trabajo y hacer las cosas lo mejor posible, con ayuda -claro está- de quienes han confiado en mí en todo momento. Gracias a su apoyo, he podido soportar con rigor esta transición, la que me ha llevado a un nivel bastante oneroso, pero con soluciones inmediatas y efectivas.

Años atrás, no me imaginaba tener esta edad. Aún pensaba ir en busca del santo grial o escribir la gran novela que me abriera las puertas de la inmortalidad. No, esas cosas ya pasaron. Ahora vivo mi realidad, y mi realidad es hacer las cosas con prudencia y mucha pasión, entendiendo que tengo una misión que cumplir en este mundo, sea editando libros ajenos a los míos o creando nuevos valores en cualquiera de las esferas del saber. Cuando se tiene vocación, se tiene. Creo que he tenido la suficiente paciencia de entender que el camino se hace con pasos precisos, seguros, remarcando las huellas para que el viento no las borre. Y ese es mi propósito: dejar huella.

Un amigo dijo alguna vez que yo valía mucho más de lo que suponía, y era mi inseguridad la que no me hacía avanzar. Ahora veo porqué. Y es alentador sentir que otros te valoren por lo que eres y no por lo que tienes. Y nunca he tenido más convicción que en estos momentos. Una decisión razonable y perdurable.

He pisado muchas cáscaras de huevo; he resbalado y caído una docena de veces por espacio de veinte años; ya es hora de que abra esa puerta y deje salir esa costra que se atrincheró en mi duro corazón. Si no fuera por mi hija, no me sentiría capaz de hacerlo. He despertado de un mal sueño, no convertido en un horripilante insecto, sino en un encantador hombre maduro dispuesto a redimir sus pecados con una sonrisa y muchos anhelos por realizar.