miércoles, 27 de diciembre de 2017

Anotaciones de fin de año

Siento miles de voces en mi mente que reclaman dónde he estado estos últimos meses. Como Luke Skywalker, perdido en una isla lejana, no ordeñando ni pescando; simplemente, perdido en mis pensamientos, observando de cerca qué pasaba a mi alrededor. Ya todos lo sabemos. No necesito repetirlo ni hacer leña del árbol caído. La indignación es tácita, sentida, menoscabada por cierto grupo de élite que domina la sociedad con sus oscuras intenciones. ¿Qué hacer? ¿Salir y gritar? Quiero olvidar, pero no puedo. Quiero ser feliz, pero no puedo. No en esta sociedad. No en este mundo que se pierde en la vorágine de lo infinito y la pesadumbre. ¿Cuántas veces nos hemos sentido impotentes al ver desgastada nuestras esperanzas en un mundo según Huxley u Orwell... Prefiero el mundo de Asimov, de Lucas o de Scott. Prefiero desaparecer, esconder la cabeza bajo tierra y esperar a que todo sea más que un sueño. Pero no puedo. No quiero. No debo.

Estoy releyendo a Hemingway. El viejo y el mar. Una historia intimista, esotérica, perenne en su composición y simbología. La lucha por conseguir el sueño inalcanzable, la consagración al esfuerzo, la voluntad, la resonancia del orgullo y el placer. Deseo pensar que soy Santiago, el viejo, aunque debo suponer que soy el pez, cansado de batallar, carcomido por los tiburones y esperando pacientemente a que la marea me lleve lejos, bajo las aguas de espuma blanca. Pero no... soy Hemingway el que escribe cómo nos desesperamos por encontrar un sentido a la vida. Tantos años esperando la pesca perfecta, el ansiado trofeo, que luego se verá diezmada por vasallos ególatras que desean destruir tus sueños. A eso me aferro. A los sueños.

Las voces que resuenan mi mente esperan que dé una última lección de vida. No la hay. Si no hay vida, no hay lección. Mucho menos no soy quién para darla. Estoy agotado. Muerto en vida. Solo observo, mudo y acomplejado por la inoperancia de unos y la maquinación de otros. ¿De dónde viene tanto dolor? Es lo que se logra con una pizca de incertidumbre. ¿Por qué nos convertimos en insectos repulsivos luego de un sueño intranquilo? Es lo que finalmente llegaremos a ser ante esta incoherencia social.

He despertado a medias. No logro conciliar el sueño. No puedo. No quiero. No debo. He perdido el sentido de lo políticamente correcto. He sentido la estocada. Por mis venas corre sangre que no tiene color. Soy nada y a la vez alguien. Pero quién. ¿Tengo nombre? ¿Tengo rostro? ¿Tengo alma? Tengo mucho amor que dar. Pero no es bien recibido. Por eso he dejado de amar. He perdido las esperanzas. No más cruzadas idealistas. No más aventuras románticas a galope sobre un noble corcel. Simplemente soy un mortal a la espera de cerrar los ojos y olvidar que alguna vez respiré en este paraíso perdido, lejos del dolor de sentirme impotente. Solo he de esperar callado que todo oscurezca y blandir mi sable en la agonía de lo eterno, donde el fuego no te destruye sino te abrasa en un sinfín lastimero y solitario.

El mundo que me ha tocado vivir, ya no es el mismo. Ha desaparecido... Yo he desaparecido.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

El libro de Da Silva

La fuente no era confiable. Era esa clase de información sensacionalista que se veía todos los días, como el cangrejo del tamaño de un hipopótamo, producto de los desperdicios tóxicos que vertían en el río Rímac; el avistamiento de objetos voladores alrededor de Palacio de Gobierno... Cosas así. Esta vez no era la excepción. El tipo buscaba notoriedad y un poco de efectivo por sus datos. Desconfiábamos mucho, pero nos divertía la tarde. Cuando llegó el sobre, conteniendo una agenda y dos blocs de notas, la cosa parecía desprenderse hacia algo más auténtico. Se lo hice saber a mi editor; pero, como era de esperarse, no le dio credibilidad. A mí me parecía que teníamos algo entre manos. A espaldas de mi jefe, fui en busca de mi fuente y dar con el origen de esta historia.

Bajo el compromiso de una buena paga, le pedí a mi fuente que nos viéramos en el mismo lugar donde hacíamos las transacciones. Fue puntual. Algo nervioso e indeciso, no supo explicar la procedencia del material entregado. ¿Y de dónde lo sacaste?, pregunté. Simplemente estaba ahí, dijo, entre asustado y cauteloso. No te creo. ¿A quién se lo robaste? No tuvo tiempo de asimilar mis palabras. El tipo estaba devastado. Y me contó la historia.

Néstor Da Silva no era un individuo cualquiera. Tenía un don. El don de la clarividencia. Sus primeros pronósticos se remontaban a la corta edad de trece años, cuando una tormenta de relámpagos iluminó el cielo de Arequipa. Un hecho del que nadie habla, pero que ocurrió allá en 1904. En dicha tormenta, el jovencito recibió una fuerte descarga eléctrica que lo dejó inconsciente cerca de una semana. Al despertar, inició su verborreico deambular por las artes ocultas. Muchos pensaron que se trataba de obra del diablo, sin saber a ciencia cierta qué o quién era el príncipe de las tinieblas. Se dejaban llevar por la superstición y el cotilleo, que pronto cayeron en la cuenta que no era más que un charlatán. ¿Por qué? Todo lo que en ese entonces predijo, nunca sucedió. ¿Y qué predijo?: "Un gavilán caerá del tejado de una casona, a las afuera de Sabandia". La cita fue tomada textualmente, por lo que dicha profecía nunca sucedió. En uno de los blocs entregados a este servidor, cuenta que dicha frase fue signada a un antiguo lugarteniente llamado Juan Gavillas, que tomó posesión de una finca en medio de la campiña, que, mientras remodelaba su tejado, cayó aparatosamente partiéndose el espinazo. Irónicamente, era apodado Juan Gavilán. ¿Coincidencia?

Da Silva también nos hace notar en sus apuntes que, en 1929, cuando los chilenos devolvieron Tacna a duras penas, él profetizó que, a pesar de este traspié, dicho pueblo sureño tomará posesión de sus valores más preciados, sin que ninguna autoridad proteste, ya que estos recibirían "ofrendas" si mantuviesen la atención en otros menesteres, como distraer a la población con juicios partidistas o encuentros futbolísticos que los haga sentir patriotas. No hay nada que explicar.

El resto de referidos es una sarta de idioteces sin sentido, como si el ingenio, el puzzle o el juego de palabras tuviera algún grado de veracidad. Era tonto suponer que las predicciones de Da Silva tuvieran eco en la actualidad, y que por veinte pavos mi contacto quería lucrar por una historia carente de fuentes fidedignas. Como ya dije, este hombrecito de apariencia insignificante era el hazmerreír de la sala de redacción, así que no podía dar fe de sus insinuaciones. Sin embargo, el hecho de tenerlo en su poder no hacía otra cosa que poner en evidencia que había algo más en esa retorcida mente. Fue el mismo Da Silva que se lo confirió como muestra de agradecimiento por haberle dado un vaso con agua cuando se lo pidió. Siempre y cuando lo revelase a diez años de su muerte. Y exactamente se había cumplido la fecha de su desaparición. Y vino a mí.

Dichos papeles fueron entregados a un instituto de estudios bibliográficos e históricos, con el fin de tasar su autenticidad. El problema fue que no se tenía mucha información de su autor. Era algo más que un simple arequipeño de oscura procedencia y destino. El misterio se hizo más evidente cuando los libros de Da Silva no volvieron a aparecer en público ni se supo más de las personas que se encargaron de su autenticación. Mi fuente, de manera abrupta, no dejó rastro de su paradero. ¿Tenía algo que ver con el material? Desafortunadamente, al cumplirse una semana de la fecha límite de este reportaje, mi jefe tuvo el penoso deber de despedirme del trabajo. Mis apuntes fueron borrados de la computadora y el resto de la investigación pasó a manos de unos practicantes, que previamente se dedicaban a escribir en la sección deportiva.

Algo importante debió tener este documento, y no pude verlo con atención. Menuda idiotez.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Estruendo

Las olas golpeaban el acantilado. El mar estaba picado. El hombre muerto miraba a la nada y la espuma de resaca blanca cubría su incolora expresión de silencio. Nadie supo explicar quién era. La policía no había recibido notificación alguna sobre su identidad. Ni siquiera los curiosos y lugareños daban con él. Nunca lo habían visto. Pero estaba ahí. Era claro que había venido de algún lugar. ¿De dónde? Sin signos de haber sido asesinado, el cuerpo seguía entre las rocas. El fiscal no llegaba. Los oficiales del orden estaban cansados, habían luchado por rescatar de las aguas bravas al inerte personaje, que llevaba un saco color beige, zapatos de gamuza azul y corbata amarilla. Aún conservaba la flor de lirio en la solapa y un enorme anillo de oro en el dedo meñique de la mano derecha. Al parecer, su deceso fue reciente. Las arrugas de la piel por acción del mar no había hecho su trabajo demasiado exhaustivo. Lo único que debían hacer era descubrir quién era.

Pasado el mediodía, el cuerpo fue llevado a la morgue. Nunca más se supo de él, hasta que fue visto en la Facultad de Medicina, como parte de las clases de disección y fisiología. El público consideró una movida grotesca, falta de tino y de respeto por el occiso. Un NN es común en esas aulas; pero debieron pensar si esta persona tenía familia, amigos, alguien que pudiera reclamar su cuerpo en los tiempos reglamentarios. No. El tiempo es oro. Y la vergüenza, escondida dentro de una billetera.

Cuatro días después, otro cuerpo fue encontrado. Estaba dentro de un contenedor de basura. Lo curioso fue que tenía la misma flor de lirio en la solapa de su saco. ¿Se trataría de la marca distintiva del asesino? Algún osado periodista dio luces sobre ese detalle, sin tener nada concreto. Una vez más, el pánico sacudió las fibras de los menos capaces de enfrentar una realidad paralela a la que vivían, de no ser por los realities o programas de espectáculos. El asesino de la flor de lirio -tal como lo había bautizado- causó furor y desconcierto en el ciudadano promedio. No había noticiero, periódico ni tuit que hicieran de esta noticia un colorido y desafortunado despropósito, que puso en jaque al gobierno por su inacción y que el Congreso aprovechó para desviar la atención de las acusaciones que pesaban en su contra. Saben a qué me refiero.

Pero no había pistas, ni un móvil, nada que pudiera consignar a uno o varios asesinos. El poder de la prensa, dijo alguien más centrado. Ante las evidencias, el caso fue cerrado y olvidado. La flor de lirio fue circunstancial en estos homicidios -si se les quiere llamar así-. Hasta el cierre de este artículo, un servidor no ha podido encontrar respuestas. Seguiremos investigando.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Noches calientes

Victoria llegó de Arequipa con la consigna de rehacer su vida en un lugar desconocido, lejos de amigos y familiares. Estar lejos de los suyos no le provocó ansiedad ni espíritu nostálgico por las cosas que dejaba atrás. Era la oportunidad que buscaba, y lo había pensado bien y cautelosamente, porque en Lima las cosas eran distintas, desafiantes y modernas. En cambio, Gabriel era uno de esos jóvenes aventureros que no se saciaban con una sola experiencia. Le gustaba quemar etapas enseguida y sin ninguna restricción. Sabía exactamente lo que quería; se divertía como si fuera el último día de su vida y lo reflejaba en las largas sesiones de videojuegos en cabinas de Internet o saltando escalones sobre su skateboard, as de las piruetas y chiquiviejo confeso.

Ambos se conocieron como en una de esas estúpidas telenovelas noventeras, en que los dos protagonistas se tropiezan, a ella se le cae los cuadernos, él trata de ayudarla y luego se miran a la cara como si hubieran encontrado a su alma gemela. Solo que, en esta ocasión, Gabriel patinaba descuidadamente cuando Victoria se cruza en su camino y ambos caen de bruces sobre las maletas que ella llevaba. Sin embargo, en lugar de representar a María la del Barrio o La pícara soñadora, Gabriel cogió su patineta y se mandó a mudar más rápido que el gabinete de Fernando Zavala. Victoria, sin saber qué hacer, se levantó del suelo con una vergüenza digna de dama de sociedad del siglo XIX y corrió tan rápido pudieron sus piernas llevársela de ese escenario, bajo la mirada de curiosos que, en lugar de auxiliarla, se reían a mandíbula batiente y echándole burlas a diestra y siniestra.

Luego de tan bochorno incidente, se hospedó en un pequeño hostal. Para su mala suerte, su primera noche en aquella cama fría, cuyas sábanas parecían haber cambiado de color por las innumerables veces que fueron lavadas, no pudo conciliar el sueño. Los gritos, gemidos, crujir de catres y demás manifestaciones de la actual juventud, era demasiado para ella. No lo podía soportar, pero tampoco podía ir a otro lugar a tan altas horas de la noche en busca de un sueño justo y reparador. En otras circunstancias, tal vez consentiría la presencia de un desconocido, pero no estaba dentro de sus planes probar del pecado limeño del que tanto le habían hablado las monjitas de su colegio. Y pensó: "¿Cómo saben ellas de estas cosas?". Y se quedó dormida.

A la mañana siguiente salió en busca de trabajo. Le habían dicho que buscara a la Sra. Raquel, dueña de una farmacia. Era conocida de la mamá de su mejor amiga, así que de hambre no iba a sufrir. Cuando llegó al local, encontró en esta a una mujer receptiva y compasiva, que le dio de inmediato el puesto de cajera. Aprendió rápido el oficio y con el paso de las semanas ya podía recomendar algunas medicinas que no necesitaban receta médica, como pastillas para el resfriado o la tos. La Sra. Raquel estaba más que complacida, porque la clientela iba en aumento a medida que iba cayendo en gracia con ella, especialmente con los señores y jóvenes que la veían como una alternativa de belleza y sencillez.

Unos días después, creyó que el destino fue azaroso o antojadizo con ella, porque se volvió a encontrar con Gabriel, quien al parecer no la reconoció y, además, estaba acompañado de una muchachita. Sin vergüenza, pidió una caja de condones, como si fuera algo normal que se lo dijera a una dependienta. Al principio, Victoria se sonrojó, disimulando sus pensamientos de verlo follar con su amiga o mientras conducía su skateboard con el condón en la mano. Al entregarle el producto y el vuelto, el joven la miró y la reconoció sin saber a ciencia cierta dónde la había visto antes. Se despidió, agradeció y salió acompañado de la otra muchacha.

Desde esa fecha, Victoria esperaba que se presentara Gabriel, comprara lo que comprara, solo con la única intención de volverlo a ver. Esta vez, había cambiado de look, se había soltado el cabello y vestía con ropa más ajustada a su cuerpo, que hasta ese momento nadie se había percatado que era robusto y bien contorneado. El jean le levantaba el trasero y los pechos se veían más erguidos y sólidos bajo ese polo color escarlata de cuello V, destacando un escote que se asemejaba a un corazón. Más de un fulano le regaló un piropo, uno más osado que el otro, que sobrepasaba el respeto a su persona. Pero en lugar de retraerse, alimentaba su ego hacia algo más provocativo y descarado. Y sin señales de Gabriel.

No supo si fue por piconería, por los halagos o el tiempo que estaba sola en Lima, que llevó a un cliente a su cuarto. Lo conocía por las veces que iba a comprar el mismo fármaco para su mamá. Como la Sra. Raquel confiaba en su desempeño, la dejaba sola en la farmacia mientras se dedicaba a su casa o a sus estudios de repujado. Además, el chico era simpático y sabía colocar las palabras exactas para exaltar aún más la vanidad de la muchacha. Ya la había desnudado con la mirada, dejándose llevar por las indirectas al oído, que su cuerpo no resistió tamaño deseo del que se había prometido no incluirlo en su agenda mientras viviera en Lima. Seis meses sola, ya era suficiente. Esta vez, fue ella quien gritó, gimió e hizo crujir la cama con su compañero, que provocó una serie de reclamos por parte de las demás habitaciones. Por si fuera poco, la muchacha empezó a tener nuevamente esos pensamientos recurrentes con Gabriel, y se veía a sí misma follando con él. Y la noche aún le quedaba corta.

Dos semanas después, llegó a la farmacia la amiga de Gabriel. Se saludaron. Ella compró un enjuague bucal y lubricante en saché. Antes de agradecerle por la compra, preguntó tímidamente por Gabriel. La muchacha, en lugar de protestar, le dijo tranquilamente que se había roto la pierna en uno de sus malabares sobre las escaleras de un centro comercial, y que estaría en recuperación al menos un mes. Y se marchó. Victoria, por su parte, sintió un extraño remordimiento en sus entrañas, como si el haberse acostado con aquel otro tipo fuera una traición hacia Gabriel. Pero luego se dio cuenta que era absurdo pensar de esa manera. Nunca supo qué le había pasado, ni siquiera se conocían formalmente ni se había dirigido la palabra, así que estaba en todo su derecho de hacerlo con quien quisiera, así como él podía hacerlo con su amiga. Y se quedó tranquila.

Al mes siguiente, más recuperado, Gabriel visitó la farmacia. Esta vez solo. Cojeaba un poco, pero seguro en sus pasos. "¿Lo de siempre?", preguntó Victoria. Gabriel entendió el mensaje y se echó a reír. Solo venía a verla y agradecerle la preocupación por su accidente. Se pusieron al día de quiénes eran y el recuerdo de aquel choque de culturas en su primer día en Lima, motivó a la muchacha ser más directa con sus insinuaciones, que Gabriel tomaba con júbilo y leve despertar al cachondeo. Antes de que se fuera, Victoria le preguntó: "¿Quieres coger conmigo?". Gabriel, ruborizado, le dijo que las cosas no eran como ella esperaba. Comprendió que se refería a la muchacha del otro día. "No, no... Solo es una amiga... Soy Gay".

-¿Y esa vez que compraste condones...?

-Jajaja... Eran para ella.

Victoria pensó que debía aprender muchas cosas de los limeños. No por nada le habían aconsejado tener cuidado con la gente de acá, porque encontraría de todo y era mejor mantener su distancia. Pero qué carajos, pensó, aún tengo otras opciones. Desde esa fecha, ella y Gabriel fueron muy buenos amigos. No resultó como aquellas telenovelas que veía en su lejana Arequipa, pero aprendió a convivir con la variopinta sociedad que se dibujaba ante sus ojos. Y eso, ya era una guerra ganada.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Bar Cannabis

Medianoche en el bar Cannabis. La expectativa era general entre la decena de visitantes que esperaba recibir el primer trago hecho exclusivamente con cannabis. El Marimba sour fue promocionado como un auténtico paso innovador entre las bebidas espirituosas, que los medios de comunicación informaron, por primera vez, sin tanto sensacionalismo. Desde que las leyes peruanas se pusieron de acuerdo y dejaron sus diferencias, la legalización de la marihuana fue un éxito desde el primer día de aprobada la ley. Establecimientos autorizados abrieron sus puertas para dar la bienvenida a este narcótico imprescindible en el desarrollo social e intelectual del ser humano. El mítico instrumentista Gastón Vértiz Alcócer felicitó la iniciativa, siendo uno de los primeros en fumarse un porrito en el Bembos de la avenida Larco sin provocar la ira de los comensales. "He esperado este momento desde hace mucho tiempo. Ya es una realidad. A mis ochenta años, creo en la justicia. Nunca digas nunca", dijo el artista, entre humo y aplausos.

Los primeros en recibir el tan promocionado Marimba sour dijeron sentirse satisfechos. El sabor, la textura y las secuelas se dejan disfrutar durante la ingesta del cóctel, que te mantiene en un estado de embriaguez moderado y con risas aseguradas, mencionaron los más entusiastas. En menos de una hora, el trago sucumbió ante la demanda. Los organizadores tuvieron que ingeniárselas para conseguir más hierba y saciar el ímpetu de los cada vez más bulliciosos invitados, y los que se colaban, con el fin de asegurarse un vaso de generosa cantidad permitida.

Además del mencionado trago, el bar Cannabis ofrece en su carta apetitosos antojitos, como los tequeños Sarita Colonia o los mini canelones al pesto, una delicia indiscutible que ha tomado por sorpresa a la gastronomía peruana, y que sin duda dará que hablar en las próximas décadas. Asimismo, los aperitivos más consumidos durante la presentación fueron la causa chalaca y las empanadas vegetarianas, cuya receta se encuentra al reverso de la carta y ha sido señalada como uno de los entremeses de vanguardia más influyentes que se tiene noticia en la actualidad.

Uno de los organizadores ha señalado sentirse satisfecho por la acogida recibida, y pretende presentar más alternativas para el beneplácito de la concurrencia. "Es un hecho que con esta nueva apertura podemos decir que las cosas van a cambiar en nuestro país, cuando se trabaja sin contemplar intereses particulares", sostuvo.

Así como el bar Cannabis, ya otras empresas del ramo están poniendo más atención a este insumo y a sus derivados, siendo el aceite uno de los productos más solicitados, el mismo que desplazará a la soya en el futuro; y ya se está pensando incluir en su etiqueta una hoja de cannabis, para evitar confusión entre los consumidores sin que se vea envuelto en controversias como lo fue con la leche evaporada. "La gente comerá feliz", dijo el gerente de una de las empresas de aceite de cocina más importante del medio. "Una sociedad sin estrés y bien alimentada es garantía de un país próspero, sin diferencias ni rivalidades. ¡Viva la marihuana!", puntualizó. 

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Sangre en los muros

La noche se hacía cada vez más larga. Nuestros pasos era lo único que podía escucharse y el frío penetraba la piel con feroz infortunio. No había dónde protegerse y estábamos desprovistos de seguridad. A lo lejos, pudimos ver una tenue luz que provenía de una vieja choza, antiguo hogar de aquellos que cultivaron estos campos llenos de verdor y que hoy son solo el pálido reflejo de una historia oscura y difícil de asimilar. Varias horas caminando por la trocha, sería un alivio encontrar refugio y reposo en la cada vez más cerca choza, cuya luz no hacía presagiar lo que vendría más adelante.

Tocamos a la puerta. Una dulce anciana nos atendió; y, sin decir nada, nos hizo instalar en carcomidos petates sobre el suelo arcilloso. A cada uno nos entregó una vasija de barro y de inmediato nos sirvió unas humeantes lentejas con charqui. Desde que nos habían destacado en esta zona, era la primera vez que probaba un plato casero, sin miramientos ni desconfianza. La anciana también se sentó con nosotros, en una banquita rústica sin dejar de observarnos, mientras masticaba graciosamente por la falta de dentadura. Su piel curtida, llena de zanjas y atisbos, producto de la experiencia y el sufrimiento, hicieron que comprendiera que su soledad era adrede y no por las causas que nosotros pensábamos y por las cuales estábamos involucrados.

Tratamos de hablar con ella, pero seguía masticando aquellas lentejas, mirando la nada, esperando o tal vez implorando en silencio a que termináramos lo que creía que debíamos terminar. Pero nuestra intención era otra, como traté de explicar, sin pensar en que si me entendía o no. Luego, se echó a reír. Era una risa perturbadora, demencial, casi espeluznante; la piel se me erizaba y un dolor agudo en la ingle hizo ponerme de pie y coger mi fusil con rápidos reflejos de supervivencia. Los demás hicieron lo mismo. Uno de ellos miró a través de la pequeña ventana de al lado. Parecía todo tranquilo allá afuera. Dos más se pusieron a la defensiva en un extremo a otro de la puerta, en posición de alerta por si alguien viniera. No pasaba nada. La anciana seguía riendo. Y luego me di cuenta. ¡Las lentejas! Cogí la olla de barro y con el cucharón de palo empecé a remover. No era charqui. Del fondo de la olla, unos dedos cercenados hicieron su aparición y las náuseas eran naturales para contrarrestar la sorpresa y el asco combinados con la inquietud de ser víctimas de un personaje de cuento macabro.

Oculto bajo una frazada, el cuerpo de un joven nos devolvió a la realidad. Era de aproximadamente unos quince años, delgado y maltrecho. Tal vez se trataría de su nieto, pensé. No tendría más de dos horas muerto, porque no daba señales de putrefacción, solo las manos y los pies mutilados, ingrediente incuestionable del buen sabor que despedía la comida recién cocinada. Pero no sucedió nada en esos minutos de tensa expectativa. La anciana dejó de reír y siguió masticando lentamente, jugando con las lentejas en su boca. Y escuchamos lo que debió ser el minuto más largo de nuestras vidas. Pasos sobre la hierba seca y varios clic, que terminó en una lluvia de plomo y destrucción.

Al poco tiempo, aún con vida, pude ver a los autores de tal masacre. Era de esperarse. A uno de mis compañeros lo colgaron de un árbol y a otro le partieron el estómago con un machete. A mi lado, la anciana estaba sumergida en un charco de sangre, sus ojos petrificados daban cuenta que la pesadilla había terminado para ella y que por fin podía descansar en paz junto a su nieto, escoltada por mis hombres hacia el Valhalla, lejos de toda esta guerra, que en algún momento debía llegar a su fin. Ya no sería por la gracia de mi pelotón, sino del resto de compañeros que venían detrás de nosotros.

Antes de cerrar los ojos para no despertar más, aquellos valerosos muchachos se hicieron presente y le dieron una lección a estos jijunas. El camino era corto, pero satisfactorio; al menos, no para Sendero.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Instinto de supervivencia

En menos de una semana la racha de Jorge Villena era imparable. Había conseguido lo que a muchos le tomaría una eternidad, con paciencia y disciplina. No se consideraba un afortunado, era el instinto de supervivencia que lo convirtió en un portento en los juegos de azar. Debía mantenerse despierto por varias horas durante la noche para lograr llenarse los bolsillos de lo que conseguía en diversos casinos de la ciudad. Y, sin embargo, a pesar del suficiente dinero obtenido, este no le bastaba. Quería más. Quería demostrarse a sí mismo que podía alcanzar la gloria y comenzar una nueva etapa en su azarosa y malograda vida social.

Hacía más de un año que buscaba un empleo. Había tocado muchas puertas y muchas de ellas ni siquiera se dignaron a abrir. Las deudas, las comodidades obtenidas, las responsabilidades familiares, iban mermando su salud mental. Jamás creyó verse involucrado en este tipo de situaciones ni tampoco tuvo interés en aventurarse por otras cosas ajenas a su desempeño profesional. Las circunstancias lo motivaron a ello. Y encontró una veta de la que no podía desligarse por completo.

Fue curioso que, años atrás, su primer acercamiento a un tragamonedas o casino lo hizo por intermedio de sus compañeros de trabajo. Solo los acompañaba y observaba cómo perdían su dinero con cada apuesta. También porque había comida y bebida gratis. Nunca se animó a participar, era su manera de ver el mundo que lo conectaba con los apostadores compulsivos y ludópatas de dudosa moral, erigidos como los nuevos yuppies del medio. Era la época de Gordon Gekko y las ínfulas del trabajador promedio por alcanzar la cima de la ola en la emergente sociedad de consumo, antes de la hiperinflación, antes del autogolpe, antes de la inocencia perdida.

Y tuvo que vivirlo en carne propia cuando la empresa en la que laboraba entró en crisis y sus dueños se declararon en quiebra y despidieron a todo el personal, mientras se llevaban el dinero obtenido ilícitamente, sin cancelar la deuda que tenían con sus empleados. A nadie se le pagó y aún siguen esperando que se les haga justicia.

Felizmente las cosas pasaron. Jorge logró remontar sus finanzas y vivió tranquilamente hasta la llegada de la crisis económica, en la que tuvo que bajar su sueldo en lugar de ser despedido. Y no protestó. Sin embargo, todo ello terminó gracias a los roces que empezó a experimentar entre sus propios compañeros, quienes veían en él a un individuo peligroso para sus intereses. Peligroso en el sentido de llevar a buen puerto la eficiencia de su área, de manera limpia y transparente, cumpliendo con los tiempos establecidos la entrega de los productos solicitados. Y, como era sabido, dicha empresa manejaba sus objetivos por debajo de la mesa, lo que puso en alerta a Jorge y desenmascarar a esos malos funcionarios que ponían en tela de juicio el prestigio de la institución. Obviamente, eso puso nerviosos a muchos de ellos y tomaron el asunto de manera personal, haciéndole la vida difícil, poniéndole obstáculos a cada requerimiento solicitado, acumulándose estos en la mesa de partes y mortificando al directorio por la mala praxis ejecutada. Si bien es cierto que hizo los descargos pertinentes, la herida ya estaba abierta y se vio obligado a dejar el puesto. Un representante de Recursos Humanos le solicitó abandonar las instalaciones en plena hora punta, exponiéndolo ante el resto de empleados, que vieron aquella imagen con regocijo y dulce venganza.

Desde entonces, Jorge buscó por todos los medios posibles conseguir un nuevo trabajo. Sus ahorros se iban evaporando a medida que pasaban los días, y la angustia era cada vez más ostensible en su rostro. Y probó suerte en un tragamonedas. Los resultados fueron satisfactorios y, como le diría un conocido suyo, era un don que llevaba escondido y que era hora de sacarlo a la luz.

Su última gran hazaña sería la definitiva para abandonar ese vicio, porque así lo consideraba. Un vicio. Quería abrir su propio negocio y necesitaba el dinero para hacerlo. Apostó todo lo que tenía: 10 mil soles. Era la primera vez que jugaba póquer. Empezó lento pero constante. Ganaba poco y perdía mucho. Lo mejor que tenía Jorge era su aguda intuición y sentido de la observación. Lo había aprendido desde sus tiempos como bróker, y ya era una batalla ganada. Pero deseaba ganar la guerra. Necesitaba una sola carta para completar una escalera real y ganar la bolsa que ascendía a 600 mil soles. La reina de corazones le era esquiva y los minutos se hacían una eternidad tratando de conseguirla. Tuvo que cambiar de estrategia. A través de las largas horas de juego, había recuperado su inversión más unos cuantos miles, lo que probablemente alguien menos ambicioso se hubiera conformado y abandonado la mesa de inmediato; pero lo pensó, lo pensó mientras observaba a su oponente directamente a los ojos. Era el momento de blufear. Y sabía que su némesis lo estaba haciendo. Después de cavilar por largo minutos, llegó la hora de descubrir las cartas. El tipo tenía un full (tres J y dos 2). ¿Y qué tenía Jorge?

Lo único que se supo de aquella noche fue el alboroto que ocasionó una banda criminal, desbaratando los sueños de muchos parroquianos.  Como consecuencia del disturbio, hubo cuatro heridos y tres muertos. Uno de ellos fue Jorge. En su mano derecha aún se conservaban las cartas que debía descubrir: una perfecta escalera real.

jueves, 20 de julio de 2017

Nada es para siempre

Sentí pánico escénico durante mi primera presentación actoral. Nunca había estado frente a un gran público, que en su mayoría estaba conformado por mujeres, pues, se me habían ocurrido varios chistes al respecto y me bloqueé repentinamente. Me resultó difícil lidiar con la idea de cambiar de inmediato el libreto y complacer al auditorio con lo políticamente correcto. Sin embargo, me valió madres y me mandé con todo, así luego tuviera que ser lapidado por mis grotescos comentarios y sarcasmo a granel. Afortunadamente, mi mánager, una mujer open mind, se sintió más que complacida con ello. Fue un éxito total, que las damas de la primera fila se pusieron de pie a aplaudir. Bueno, después de dos horas, quién no. Y fue la clave para mis siguientes presentaciones, que pulí, por obvias razones, para sonar menos misógino y más inclusivo.

Detesto lo políticamente correcto. No hay cabida para lo que tengo que decir sobre tal o cual tema. Te limita. Como dije, quieres complacer a la mayoría; en este caso, a un mínimo porcentaje de moralistas en contra del divorcio y del aborto, sin mencionar los movimientos LGTB, que ya tienen que soportar la exclusión de la sociedad. Muchos me critican por qué no hago chistes sobre ellos. ¿Para qué? ¿Cuál sería el fin? Bastante tienen con el Congreso y la Iglesia de lapidar la ley a favor de la unión civil. No, mi tema favorito son las mujeres, porque de ellas tengo harto material que compartir. Quizá porque he vivido con muchas de ellas haciendo de mi vida una mejor estancia en dónde aterrizar.

Las mujeres para mí son un universo paralelo, una constelación donde pululan y orbitan otras dimensiones, y aprendes a seleccionar mejor a tu pareja. Las he tenido de todos los tamaños y colores, menos a un china. Nunca he estado con una china. Me encantaría estar con una china. Siempre me ha resultado misterioso saber si su vulva es horizontal o vertical. Tendría que investigar más a fondo. Pero también tendría la incertidumbre de, si al mirarme, esté maquinando algo o sospechando de mí. No lo sé.

De mis primeras relaciones, puedo decir que fueron sonados y absolutos fracasos. Gasté mucho en complacer sus gustos y excentricidades, que al final de cuentas fue una mala inversión para mí. Quizá esperé demasiado de ellas con la promesa de probar de sus delicias bajo su ropa interior. Al final de cuentas, una de ellas se volvió lesbiana y la otra es profesora de inglés on line en Emiratos Árabes. Claro, se preguntarán si yo también fui causante de esos sinsabores domésticos. Fíjense que sí. Admito no ser el mejor hombre del mundo cuando de relaciones se trata, no soy tan mal parecido, pero tampoco puedo decir que tengo el ego demasiado inflado para andar disimulando mi lascivia con un helado o una cena romántica a la luz de las velas. Soy lo que se podría decir un activo-pasivo conformista. Cuando me gusta una mujer hago todo lo necesario para causar una buena impresión; pero cuando lo consigo, toda esa magia desaparece. La tengo. Está a mi lado, pero no sigo alimentando la cosa. Es como si me gustara una obra de arte. Busco la manera de comprarla, así me endeude, y cuando lo consigo, la dejo sobre un estante y me olvido de ella. Sé que está ahí, que la puedo disfrutar cuando me plazca. Y nada más.

Las mujeres se aburren de tipos como yo. Siempre sacando a relucir el lado malo de las cosas. Soy negativo por naturaleza. Pesimista desde que vi la luz una mañana de enero. "Carajo, tengo que dejar esta burbuja", pensé cuando salí del vientre de mi madre. "Estaba más cómodo aquí dentro". Aunque, valgan verdades, no siempre soy así la mayoría del tiempo. Soy conversador, ameno, divertido y con buen sentido del humor, que a las mujeres les encanta. Será por eso que tengo más amigas que amigos. Cosa curiosa. Sin embargo, sigo siendo eso, un amigo. Me siento como Tony Randall es aquellas películas de Doris Day y Rock Hudson, que solo sirve para acompañar a la dama y dejarla en su casa. Hasta me dijeron que era el mejor amigo gay que habían conocido en su vida. Lastimosamente no soy gay, así que era como una patada en el hígado sin saber siquiera de qué pie provenía. Y cosas así.

Las veces que lograba anotar un gol de media cancha me lo agradecían infinitamente, con un pie de página que decía "Es la mejor experiencia kafkiana que he tenido". Sigo sin entender. Pero las que sí se tomaron la molestia de llamarme al día siguiente para repetir el postre, parecían necesitadas de afecto. Eran deliciosas, palabra, pero les pasaba algo en la cabeza que me dejaban con un mal sabor de boca y otro pie de página que decía "Ve con cuidado". Y es en el sexo cuando descubres a una mujer. Creo que ya lo saben. Algunas gritan tan desesperadamente que al menos experimentado lo excita de tal forma que piensa "Carajo, soy un tigre", cuando lo que quieren en realidad es que termines de una vez porque necesitan con urgencia leer el último comentario en el Facebook o en el Whatsapp. Me ha pasado, lo sé. Mientras a una se lo hacía de perrito, la veía con el celular escribiendo o mandando selfies de lo que estaba haciendo. Claro, yo no salía. Me cubría la cara con un emoticon. Los tiempos cambian. Antes, cuando terminabas de follar, encendían un cigarrillo, ahora un Smartphone.

También encuentras a las que entregan su cuerpo con el fin de controlarte o mantenerte a su lado. Pensarán que todos somos iguales, y que nos pueden chantajear con sexo. En parte sí. En mi caso, he tenido la oportunidad de no mezclar el placer con los negocios. No se trata de amor, es solo pasarla bien. ¿Por qué engañar a esa persona y a uno mismo? La ecuación es simple: placer = independencia. Por supuesto que también ocurre en el sentido contrario. Las mujeres solo quieren divertirse, como dice la canción. Son tan manipuladoras, que al mejor cazador se le va la liebre, o plancha quemada, o tirar habas cuando no tienes plato, y cosas así. Te crees el muy pendejo, pero son ellas las que llevan la agenda. Ellas disponen el tiempo, el lugar y te dicen qué hacer, para finalmente atender a su otro amante por el celular y en tus propias narices. "Estoy en la oficina, arreglando unos asuntos. Salgo en media hora". Y te dejan con la leche aún en la punta del pene.

No quiero generalizar. Hay mujeres dignas que se entregan por amor, pero son pagadas de la peor manera. Les ofrecen todo para que caigan redonditas. Y se dejan engañar, especialmente por los encantadores de serpientes. Las invitan a comer, les meten floro barato que con ellos conocerán el mundo y cosas así. Lo más gracioso es que, sabiendo cómo son, se dejan convencer. Salen, se divierten, y lo que parecía una velada tranquila, termina en la cama de un hotel. Y luego, cuando pasan las semanas, ellos dicen "Mamita, lo siento, no eres tú, soy yo; ahorita no puedo tener nada serio contigo y es mejor seguir siendo amigos. De lo contrario, hasta aquí nomás. Te deseo la mejor suerte del mundo. Sé que conocerás a un hombre digno de ti y que te dará todo lo que te mereces". Y les creen, encima, a pesar que ya tenía planes a futuro. Tuvo que dejar al huevón de su enamorado por tentar fortuna con este fanfarrón, que el único tema de conversación era demostrar cuánto había crecido en lo profesional. Un simple cuartelero de hostal de carretera. Y seguro se dirán: "¡Qué basura! ¿Cómo puedes hablar así de un cuartelero de hostal de carretera?". Pido disculpas.

Todas esas cositas las he ido recogiendo en el camino, prestas a seguir alimentando mi repertorio y llenando los bolsillos de mi mánager. Me paga una miseria, pero me deja meterle mano debajo de la falda. Una de esas, lo sé. Pero mientras tenga sexo, todo es tolerable.

Una última reflexión. No pienses en los pies de página. Sé tú mismo. A la larga te va a beneficiar sentar cabeza y conocer a una buena mujer que comprenderá lo que estás haciendo y lo que le estás haciendo. Sabrá entender que eres hombre y tienes necesidades que anhelas buscar fuera de casa. Ella lo entiende. Pero no te quejes cuando haga lo mismo, cuando llegue tarde, cuando no te conteste el celular, cuando deje de plancharte la camisa o, cuando un auto deportivo la recoja para ir -según ella- al trabajo. 

jueves, 6 de julio de 2017

Al maestro con cariño

Sidney Poitier se convirtió en un referente cinematográfico gracias a la imagen del maestro abnegado, compasivo y resuelto por reformar jóvenes de actitudes beligerantes y contestatarias. Luchó por ser comprendido y entonar dentro de los cánones sesenteros en un suburbio londinense. Más allá de la anécdota y de la reseña fílmica, ser maestro no es solo dictar una clase y dejar tareas para la casa. Ser maestro es una gran responsabilidad por convertir a incipientes jovencitos en prometedores ciudadanos impregnados de valores y sabiduría. Porque no necesariamente recordarás quién descubrió las tumbas del Señor de Sipán, pero sí tendrás en cuenta que tus acciones se verán reflejadas en tu discurrir por la vida: hombre de bien, educado, atento, responsable y un largo etcétera.

Nunca voy a olvidar a mis primeros maestros, al profesor Dávila, la profesora Yolanda y, en especial, a mi queridísimo profesor Silvio La Rosa. He tenido la oportunidad de descubrir con cada uno de ellos que la simple tarea no era suficiente para calmar mi sed de conocimiento, de descubrir lo que había más allá de un texto escolar o un mapamundi. Ellos me enseñaron a diferenciar lo bueno de lo malo, de encontrarme conmigo mismo como persona y tener en claro que mis cualidades se definirían siempre y cuando tuviera seguridad de afrontarlas como tales. De ellos aprendí ese dicho de "un gran poder lleva a una gran responsabilidad", sin saber siquiera de dónde venía esa referencia. Cuando lo descubrí, comprendí a qué se referían.

Ser maestro en el Perú no es tarea fácil. Son horas extenuantes de dominar a un variopinto ramillete de criaturitas de diversos estratos sociales, con una historia cada cual más desconcertante. Es cierto que la mayoría de jóvenes que optan por esta carrera lo hacen porque no les queda más remedio que aceptarla, siendo los portavoces de la frustración y el resentimiento porque no pudieron conseguir una vacante en Medicina o Derecho. Un viejo chiste de Woody Allen grafica de manera agridulce esta idea. "Los que no consiguen nada en esta vida se convierten en profesores".

Son pocos quienes tienen la verdadera vocación de servir e instruir a los demás, con esa pasión y cariño por ser escuchados y que sus lecciones sean tomadas como la esencia misma de la vida. Y son recordados hasta la fecha, porque son maestros con mayúsculas. Muchos de ellos inclusive reciben sueldos bajísimos y hasta enseñan ad honoren, porque les gusta, quieren enseñar y crear ciudadanos de prestigio, con esas cualidades de las que tanto me hablaban los míos.

Ser maestro también significa "orientador". Todos podemos serlo. Desde cómo enseñar a un niño coger una cuchara hasta pedirle a una persona que le ceda el asiento a un adulto mayor. La educación y enseñanza parte del hogar. Si no aprendemos las funciones básicas de conducta, de nada te servirá haber leído los treinta y dos volúmenes de la Enciclopedia Británica. Seguirás siendo un energúmeno. Aprendamos a aprender y a enseñar. Necesitamos una sociedad rica en cultura, en identidad, próspera y honesta; no busquemos lo fácil ni llenemos la cabeza de nuestros niños con tanta basura mediática. Tengamos un poco de decencia y sentémonos con ellos para hacer el contacto personalizado en una herramienta clave e imprescindible para conocernos y conocer a nuestro interlocutor. No hay nada mejor que una relación interpersonal fluida y enriquecedora. Nos estamos robotizando, los smartphones, las tabletas y la misma Internet nos hace inhumanos, distantes, fríos, insensibles. Escuchar y ser escuchado es el principio de nuestra educación.

Ser maestro es un privilegio y debemos darle el valor que se merece. No serán protagonistas de una película, pero dejan en claro cuál es su papel en nosotros. Feliz Día.

miércoles, 5 de julio de 2017

Eutanasia: Un hilo muy delgado que separa la Vida de la Muerte

Hace poco un amigo de la infancia perdió la batalla contra el cáncer. No éramos tan unidos, pero podría decirse que compartíamos aficiones de las que muchos no entendían. Gracias a él supe lo que era mataperrear y conocer de cerca la envidia cuando mostraba con orgullo su colección de Star Wars, mientras yo apenas tenía un par de muñecos que terminaron en los colmillos de mi perro. Eran buenas épocas. Cuando crecimos y cada quien se mudó con su familia a otro distrito, le perdí el rastro. No supe de él sino apenas dos años cuando un amigo en común me ubicó en las redes y me puso al tanto de lo ocurrido. La noticia me sacó de cuadro.

En sus últimos meses, el sufrimiento era tan devastador que sus familiares optaron por la muerte asistida, algo digno después de verlo luchar tenazmente contra la enfermedad. Aunque era optimista en su recuperación, los médicos ya lo habían desahuciado. Y no había marcha atrás. A pesar de los esfuerzos y las agotadoras sesiones de quimioterapia, no hicieron más que ahondar el sufrimiento. No imagino lo que sus padres tuvieron que soportar al verlo postrado en una cama, recibiendo continuas dosis de morfina para mitigar el dolor sin saber a ciencia cierta si su decisión era la correcta o no. Sin embargo, afortunadamente, nunca lo supieron porque murió repentinamente a causa de una falla cardíaca.

¿Qué hubiera hecho en su lugar? ¿Tendría el suficiente valor de apaciguar todo sufrimiento con tan solo una jeringa? A través de los años hemos sido testigos del inminente avance de la ciencia médica en aras de prolongar la vida y conservar la dignidad que se merece un enfermo. Pero la ciencia excluye los deseos del paciente y de sus deudos sobre lo que realmente quiere en esas circunstancias. La historia de mi amigo trae a colación este tema porque casi nadie quiere hablar de él, por razones éticas o religiosas. En nuestro país, como en algunos otros, prima el sentido de lo políticamente incorrecto. La vida, ante todo, es un derecho consagrado por las leyes, que en circunstancias atenuantes podría ser despojada con o sin consentimiento de los involucrados. Podemos matar indiscriminadamente durante una guerra, un conflicto interno o como método disuasivo para frenar la delincuencia, sin que por ello cause indignación, porque al fin y al cabo está dentro del marco legal. Pero si le quitas la vida a una persona por razones humanitarias, es todo lo contrario.

Pero hasta qué punto es sustentable y necesaria esta práctica. Todo parte del derecho que tiene el individuo como persona, cuyas facultades mentales inalterables le dan la potestad de asumir esta decisión. Si en mi sano juicio veo que la cosa no va para más, que mi cuerpo no resiste a la medicación y el proceso es largo y doloroso, puedo exigir la muerte asistida, ajeno a la posición médica que se tome en ese momento. Pero, qué pasa si es un familiar el que la solicita, viéndome en un estado de inconsciencia paupérrima. En el artículo 112 de nuestro Código Penal se reprime la libertad con una sentencia no mayor de tres años a quien “por piedad, mata a un enfermo incurable que le solicita de manera expresa y consciente para poner fin a sus intolerables dolores" (Título I: Delitos contra la vida, el cuerpo y la salud, Capítulo I: Homicidio). ¿Qué hacer entonces? ¿Dejarme morir de manera natural sin importar mi sufrimiento? ¿Será capaz un médico de manejar la situación bajo las exigencias anteriormente descritas? ¿La Iglesia condenará mi alma? ¿Estaré fuera de los 144 mil? ¿El Doc, Marty McFly o Sarah Connor me ayudarán a revertir mi agonía?

Es un dilema delicado y controversial, que hay que cogerlo con pinzas. Aunque en España e Inglaterra se promueve la eutanasia bajo una legislatura seria y civilizada, en nuestra sociedad aún está a años luz de considerarla un método médico imprescindible, que ayude al paciente a poner fin a su sufrimiento. Desde mi punto de vista, es inhumano ver sufrir a una persona; más inhumano es quitarle su derecho a elegir.

Aquellos que desde las altas esferas del poder pregonan el derecho a la vida, son inmorales e hipócritas. Prefieren escudarse bajo la enmienda de la religiosidad y los consabidos intereses bajo la mesa, que ejercer con propiedad sus cargos para el beneficio colectivo. Prefieren el oscurantismo y la molicie frente a los grandes problemas que nos aquejan, persistiendo en mantenernos en la ignorancia y en el temor a Dios, tal cual inquisidores del siglo XVII. La muerte asistida no es un pecado ni está reñida contra nuestros principios humanos. Hay que pensar con madurez, eso sí, debatir el tema con altura y proponer condiciones idóneas para no caer en el populismo ni en la demagogia ni en las trampas legales que lo hagan inviable, como casi todo lo que termina en el Congreso.

Creo en la eutanasia. No me da vergüenza admitirlo. Ojalá podamos hallar un mejor entendimiento en este tema y poner fin al calvario de todas aquellas personas que no desean más sufrir y para aquellos que se resisten a la idea de que una muerte digna es un derecho ganado.

viernes, 9 de junio de 2017

Voto de confianza

Era la primera vez que pisaba la casa de Pierina. Teníamos tres meses de enamorados y para ella era importante que su familia tuviera una opinión objetiva de mi persona. Lo intimidante del asunto era la presencia de hermanas, primas y tías, como si se tratara de una pedida de mano. ¿Es una cena de saco y corbata?, pregunté. Algo informal, pero tampoco era que me presentara en bermudas, dijo ella. Era el sueño de todo hombre verse rodeado de féminas interesadas en la talla del zapato o el grosor de la billetera, porque era una familia de clase media cuyo ingreso per cápita era más costoso que mi casaca Tommy Hilfiger. Pero no soy acomplejado.

Con Pierina no había secretos y podíamos confiar el uno al otro. Cuando algo nos jodía, lo decíamos abiertamente, sin llegar a las típicas discusiones que llamasen la atención de cientos de curiosos y ser trending topic en Instagram o YouTube. Cuando planificó la cena, por ejemplo, no me molestó; pero sí me sorprendió. Era demasiado pronto para que me conocieran, pero creo que cuanto más temprano fuera, más rápido dejarían de preguntar por el misterioso muchacho del que ella tanto hablaba. ¿Y qué podía decir? ¿Cómo debía comportarme? Sabía que su abuela era intimidante y sus preguntas indiscretas ponía en aprietos a todo aquel que deseaba pretender a una de sus nietas. Afortunadamente, mi sentido del humor era mi mejor arma y no me quedaba callado.

Sus primas eran un amor. Atentas, entusiastas, empáticas. Sus hermanas, en cambio, les costaba entender qué había visto Pierina en mí, un tipo de apariencia sencilla y ecléctica, todo lo contrario a sus costumbres desbordantes y activas. Cuando les dije que quería ser escritor, me miraron como si las hubiera insultado y cambiaron de tema. Era más interesante sus aventuras en París o Londres, que el haber ganado un concurso literario. Su madre solo mostraba una sonrisa forzada y aceptaba diplomáticamente mis comentarios sobre la leche evaporada o el vidrio roto de la ventana. Su padre, en cambio, era el típico pedante, antisemita, racista y homofóbico capitalino. Creía que yo era uno de esos oportunistas que, viendo el dinero que ostentaban, había logrado que su hija cayera en mis embrujos. Si supiera que fue ella la que me acosó desde un inicio. Pero así son todos los padres, sobreprotectores.

Al correr las horas, creí haber ganado terreno en aquella casa. Cada quien puso sus reparos según su punto de vista, pero no podían hacer nada. Las hermanas de Pierina nos auguraban una semana más juntos -a lo mucho- y su abuela no dejaba de repetir que ya era tiempo de que trabajara y aceptara mi realidad: "Vea usted, joven. En este país un escritor se muere de hambre si no tiene apellido", dijo. ¿De qué estaba hablando? Apenas estaba cursando el segundo año de la carrera. "Mis nietas, desde el primer día de clases, ya trabajaban", sentenció.

Todo estaba consumado, pensé. Pero la providencia iluminó mi congoja. Hizo su aparición tía Nella, una espectacular mujer que llevaba sus treinta bien puestos en esas carnes. Lamentó no haber llegado a tiempo a la cena, pero aceptaba acompañarnos con el postre y el té. Apenas me vio fui la cereza sobre el pastel. Estaba tan complacida, que su atención iba desde una simple mirada a una insinuación más que evidente. Sus ojos almendrados no se apartaban de mi vista, que Pierina empezaba a sentirse media cabreada por esto. No era un misterio la reputación que de ella se decía respecto a la carne fresca. ¿Era yo el próximo? Sí. Dos semanas después, se averiguó mi número de celular y concertó una cita en su departamento, con el fin de hablar sobre mi relación con su sobrina. Por supuesto que no dije nada, pues hubiera provocado una aneurisma cerebral a más de uno.

No estaba acostumbrado a engañar a mis enamoradas. Siempre he sido leal con ellas. Apenas una fantasía inocente con tal o cual amiga de la universidad, sin pasar a mayores. Pero no podía desaprovechar esta oportunidad que me daba tía Nella. Estaba decidido. Jamás había estado con una mujer de su edad y creí que ya era hora de sentir la diferencia. Créanlo o no, estaba tan excitado que pusieron una foto mía en el Metro de Lima prohibiéndome la entrada.

Nella vivía sola. Una ventaja. Llegué a las cuatro, como acordamos, y me invitó un jugo de cajita. Hablamos por espacio de dos horas sobre el futuro que me esperaba al lado de Pierina y todas esas cosas que se dicen antes de dar el gran paso (se refería al matrimonio). Tenemos tres meses, ni siquiera hemos pensado en eso, le dije. Pero ella se tomaba las cosas en serio y estaba convencida de que una pareja debía estar junta hasta el final de los días. Espero que ese asteroide nos caiga lo más pronto posible, pensé.

Luego, rompiendo la monotonía de la cháchara, dijo que iría a su dormitorio a ponerse más cómoda. Como dibujo de manga japonés, de mi nariz brotaba sangre y una enorme gota caía de mi frente. Más que emocionado, me acerqué sigilosamente al cuarto y vi que la puerta estaba entreabierta. ¡Qué rica!, pensé, apenas la vi despojándose de la blusa. Sospecharía que la estaba espiando, porque le tomaba tiempo quitarse la falda o tal vez le quedaba ajustada gracias a sus infartantes caderas. Y ahí estaba, en ropa interior. Se soltó el cabello, se puso lápiz labial y me encontró en la puerta, que ni siquiera le sorprendió. Me rodeó con sus brazos, me besó e hicimos el amor ahí mismo, de pie, contra la pared. Tenía los ojos cerrados y me dejé llevar. Lo único que pude escuchar fue a ella ofreciéndome más jugo. Algo despertó en mí y comprobé que todo no fue más que un sueño. Respiré aliviado.

Antes de despedirnos, dijo que esperaba verme más seguido y que hablaría con su hermano y su mamá para que tuvieran otro concepto de mí. Se lo agradecí. En cambio, me sorprendió que no era la devoradora de hombres de la que tanto me habían hablado; era una mujer sensata, conspicua, llena de vitalidad y animosa por las causas nobles. Sin embargo, cada vez que la tenía cerca, se me hacía difícil no soportar la tensión sexual que me agobiaba. Pierina me preguntaba qué era lo que me estaba pasando. Solo le decía que me dolía el estómago o que me habían rechazado de un trabajo. Era una situación que no podría manejarla si seguía así. Finalmente, me dije: estoy poniendo en juego mi relación solo por un sueño, por una tentación que ni siquiera es correspondida. Y pasé la página.

No duraría mucho. Nella demostró por qué sus sobrinas le tenían terror. Esta vez no escapé de sus encantos y decidimos probar más que una cajita de jugo. Me sentí una basura, lo confieso; pero tenía que pasar tarde o temprano. Y fue lo mejor. La tensión pasó, mi amor por Pierina se fortaleció y me zurré sobre esa vieja que ponía en tela de juicio mi talento y mi sinceridad. Sin embargo, para ella yo seguía siendo un plebeyo, pese a los premios y al cariño que había conseguido de su nieta... y de su hija. 

jueves, 1 de junio de 2017

Historia de un desamor

La tía Julia era una reconocida mami de Lince. Su imperio lo había forjado desde sus inicios en el mundo de la coquetería nocturna, allá por los años ochenta, cuando hacía suspirar a todo aquel que caía rendido bajo sus voluptuosas atenciones. Era una profesional, entregada de lleno al juego del amor fácil, cínico, complaciente y egoísta. Aprendió del viejo oficio tan rápido, que causó admiración de inmediato en el exclusivo mundo del lenocinio limeño. Su precocidad era tan avasalladora como conmovedora, que se ganó el cariño de los parroquianos, hombres dispuestos a saciar sus bajos instintos con esta hermosa chiquilla de diecisiete años, en una casona ya extinta de Jesús María. La mami de aquel entonces estaba tan complacida, que no dudó en traspasarle el negocio. Había nacido una nueva ama y señora. Un antes y un después. La nueva ola del puterío. Y un largo etcétera.

Su retiro fue necesario. Su instinto para los negocios la llevó más allá de un abrepiernas cotidiano, soportando hedores, abusos y hasta atropellos por parte de las autoridades. Una lección aprendida por su maestra. "Debes ganarte la simpatía de los de arriba", le confesó alguna vez. Y así lo hizo. Se metió al bolsillo al comisario y a toda su cuadriga de ineptos custodios del orden, que no hacían otra cosa que "cobrar" por los servicios prestados. En lugar de pagar cupo con dinero en efectivo, sus chicas estaban dispuestas a salvaguardar el honor de la Casa. Sin embargo, el comisario solo podía ser atendido por Julia, ya que su reputación eran tan sonada como las primeras seis letras de esa palabra*.

El tiempo le dio la razón. Pero también las ansias de querer más. De aquella vieja casona de Jesús María pasó a un departamento discreto en Lince. Tuvo que hacer tratos con el comisario. Eso lo sabía, mucho antes de que le entregaran las llaves de su nueva Casa. La Casa, como todos la conocían, era un lugar acogedor, tres dormitorios, una cocina, una sala de estar y un comedor. Tenía una pequeña lavandería, donde las chicas colgaban sus prendas luego de lavarlas, ya que el trajín las hacía cambiarse cinco o seis veces durante su horario de trabajo. Traían su comida en táper, diciéndoles a sus papás que la chamba estaba bien, pero que ni tiempo les daba salir a comer. El departamento estaba en el tercer piso de un edificio de la Petit Thouars, y se hacía pasar como una agencia de viajes. Irónico.

Al principio, Julia había reclutado a un buen ramillete de féminas dispuestas a vender su honra por algo de dinero rápido. Las más jovencitas solo lo hacían por una temporada, mientras que las más experimentadas sabían que de ese mundo no se podía salir, de no ser que encontraran otra fuente de sustento. Solo un 1% lo disfrutaba. Y fue en este grupo que Javier encontró a la que sería su "camote", su motivación y escape de la realidad. Giselle. Dijo que se llamaba Giselle**. Era alta, cabellos negros rizados, piel blanca, caderas anchas; sus hermosos glúteos se movían al compás de su andar parsimonioso y su mirada expresaba esa complicidad que encuentras en alguien que piensa y siente como tú. Y ambos se entendieron al instante.

Cada fin de semana o cada quince días, Javier visitaba a tía Julia con el mismo entusiasmo que la primera vez. Había visto su anuncio en los clasificados y no dudó en visitarla. Creyó que ella era la que atendía, por lo que se sintió un poco renuente. Pero al hacerlo ingresar a unos de los dormitorios, la cosa cambió. Fueron doce jovencitas, una más voluptuosa que la otra, que desfilaban ante sus ojos con coquetería y desenfado, tal como Julia les había enseñado. De todas, Giselle era perfecta para él.

La primera relación que tuvieron fue crucial. Ella se entregó por completo. Cerró los ojos y dejó que el muchacho hiciera de su cuerpo un poema silencioso. Sus caricias, sus besos, su delicadeza, complacieron a la joven. A Javier le sorprendió que estuviera húmeda. En sus años de potro semental, nunca encontró a una puta que se mojara completamente. Las había encontrado frígidas o indiferentes, jamás sublimes. Nunca la obligó hacer cosas que no quisiera. Y nunca la dejaría.

Sus visitas eran más seguidas. Giselle lo esperaba tan emocionada, como si previamente hubieran quedado como en una cita. Y se entregaban al sexo, el más puro de los momentos. Pero ambos sabían que no solo se trataba de dos cuerpos entrelazados, había algo más. Y cuando ella le dijo al oído, mientras era penetrada, que no sabía porqué se sentía así, él le contestó, que era un cliente especial. Sí, al fin y al cabo era un cliente, pero qué significaba especial. Cuando descansaban, antes de que tía Julia tocara la puerta en señal de que el tiempo había finalizado, ella le preguntó cuántas veces podía hacerlo en una noche. Javier, sin necesidad de alardear, le dijo que su récord fue de ocho veces. Giselle se sorprendió y admitió que el tiempo que tomaba para atenderlo era muy corto. "¿Quieres pasar la noche conmigo?", preguntó Javier. Sí, fue su respuesta.

Se reunirían el sábado por la noche, luego de que ella dejara su trabajo en la Casa. Le daría el alcance en Risso y se hospedarían en un hotel de las inmediaciones. Compraron cosas para comer y beber y, naturalmente, provisiones de preservativos. Sin embargo, algo inusual sucedió. Ella misma le pidió hacerlo sin protección. Quería y ansiaba sentir su pene dentro, al natural, sentir sus venas y carnosidad deslizarse por su húmeda vagina. Por la salud que ni se preocupara, porque estaba sana, sin ningún tipo de bicho o ETS que le hiciera dudar de sus intensiones. Javier no era promiscuo desde que la conoció, por lo tanto también recaía en él la conformidad. Lo único que te pido es que me des platita para el Postinor***, acotó ella. Ese fue el primero de muchos encuentros donde hicieron realmente el amor.

Tía Julia sospechaba que entre ellos había algo más. A pesar que ella le presentaba a otras muchachas, Javier se negaba de plano. Solo con Giselle. Una noche, sus sospechas fueron confirmadas. Una de las chicas de Julia, su brazo derecho, por decirlo de algún modo, vio a los dos encontrarse en el lugar de siempre y entrar a un hostal. Obviamente, a Julia no le hizo ninguna gracia y se quejó con Giselle de su traición, porque debía cobrar por eso y entregarle su porcentaje. Lo que haga fuera de mi horario de trabajo es asunto mío, dijo ella, enérgica. "Ya te jodiste conmigo, puta de mierda. ¿A quién crees que le has ganado?".

Fue dura con ella. La hacía trabajar más que a las otras muchachas, hasta la ofreció a un grupo de pervertidos que celebraban la despedida de soltero de uno de ellos. Giselle estaba devastadas. Quería renunciar. Pero Julia se negó, tenía un contrato por seis meses que era inapelable y debía cumplirlo al pie de la letra. Si tenía que hacerlo con un caballo o un enano, debía hacerlo, sin apelaciones. Cuando Javier iba a buscarla, la hacía negar, o que estaba ocupada con otro cliente por dos horas o que estaba indispuesta por su periodo. ¿Por qué no te atiendes con Francis? Te la voy a presentar. Es nueva. Y sé que te va a gustar.

Cuando Giselle se enteró que fue Francis quien la delató, y que se acostó con Javier, su orgullo de mujer pudo más. La pelea fue una de las más sonadas que se haya hecho público entre el meretricio. La mayoría apoyaba a Giselle, porque se sabía de qué pie cojeaba la tía Julia. Su avaricia y mezquindad hablaban por sí solas. Giselle no tuvo más remedio que irse de la Casa, pero con la consigna de que jamás pusiera un pie en Lince, porque era territorio de la Mami Julia, y mami Julia sabía cómo proteger sus dominios. Desde entonces, el paradero de Giselle fue un misterio, hasta que Javier dio con ella tras una llamada a su oficina. Esa misma tarde se reencontraron, hablaron de lo sucedido e hicieron el amor. Estaban felices. Dos días después, Giselle se mudó con él. Todo parecía indicar que la historia de amor que ambos protagonizaron acabaría ahí. No. Absolutamente no.

La naturaleza de Giselle pudo más que la tranquilidad que Javier le había entregado, envuelta en papel de regalo y moño multicolores. Mientras Javier trabajaba durante el día, Giselle se citaba con viejos clientes en un hotel o en su mismo departamento. El dinero brotaba como caño malogrado y era depositado en una cuenta de ahorros a espaldas de su marido, que no se daba por enterado. Ya cuando las noches terminaban con ambos hastiados por el silencio y la poca comunicación de la mujer, Javier pensó nuevamente recurrir donde Julia a sabiendas de que no era pertinente hacerlo por los acontecimientos vividos. Sin embargo, poco le importó y fue a buscar a Francis. Tenía que volver a probar su culo. Era en lo único que pensaba. Francis se dejaba sodomizar, con tal de ganar más dinero que el resto de las chicas, que poco a poco fueron sacando cuerpo por la falta de clientes disponibles.

Francis estaba ocupada en ese momento. Julia, sin resentimientos, le dio la bienvenida y le presentó a Tifanny, una menuda jovencita con los mismos atributos que un hombre como Javier buscaba. La primera media hora fue la mejor experiencia que había tenido en meses. Le pidió a Julia una hora más con la joven. "Sabía que no te ibas a arrepentir", dijo ella, cómplice. Esa hora, Javier sintió las mismas afecciones por Tifanny que en su momento sintió por Giselle. Le preguntó cuánto ganaba al día. Ella le dio una cifra irrisoria, que al menos le daba para sus gastos inmediatos. Javier le propuso escaparse con ella a cambio de retribuirle el triple de lo que ganaba en un día habitual. La chica, obviamente, se sentía incrédula y poco confiaba en las palabras de Javier. Pero aceptó. Le entregó su tarjeta con su número telefónico en ella.

Javier pidió permiso a su trabajo de faltar ese día, mientras que con Gisella todo parecía indicar que iría a trabajar y la dejaría sola. Fue en busca de Tifanny, quien lo esperaba en el parque Salazar, a unos pasos de Larcomar. Como tenía auto, Javier la llevó por el circuito de playas, rumbo a San Miguel. Le preguntó si no tuvo problemas con Julia por faltar a la Casa. "No, le dije que estaba con cólicos". Cuando una muchacha tenía el periodo, Julia no las obligaba a asistir, pero era recuperable con horas extras. Ya en el hotel, se dejaron llevar por la pasión y no salieron de la habitación hasta las diez de la noche. Doce horas follando, era toda una proeza.

Mientras tanto, Giselle seguía acumulando fortuna. Ya había establecido su tarifa y no se hacía problema con las relaciones múltiples. A veces participaba con padre e hijo o la novia de un cliente. Los tríos le salía más a cuenta, pues sus ganancias se duplicaban y le había agarrado el gusto de tener a una mujer como una variante a sus deseos. Para entonces, cansada de la vida hogareña y la hipocresía en que había volcado su vida junto a Javier, decidió abandonarlo. No le dijo nada, simplemente cogió su maleta y desapareció. A Javier no le perturbó en lo más mínimo. Fue Tifanny quien ocupó ese vacío, al igual que con las Francis, Lizas, Fabiolas y un largo etcétera que la tía Julia le proporcionaba a su vacía y estúpida vida.


* Tu reputación, de Ricardo Arjona
** Sin City, frase de Marv al conocer a Goldie
*** Píldora del día siguiente

miércoles, 31 de mayo de 2017

Epifanía

Lo único que recuerdo fue un fuerte golpe en el pecho, como si una descarga eléctrica lo atravesara. Al despertar, luego de una larga agonía, sentí que mi cuerpo levitaba sin que eso pudiera asustarme ni minimizarme. La enfermera, una joven practicante, explicó brevemente que había sufrido un infarto. Obviamente, no le creí, que todo había sido una equivocación. El médico, quien ya había hecho su ingreso al cuarto, dio su conformidad de lo que había sufrido. ¿Cómo?, me pregunté, si era una persona sana. Puede ser inesperado sin necesidad de sufrir males crónicos, acotó el hombre de blanco. Tal vez las preocupaciones, el estrés u otras causas hayan hecho factible que eso sucediera. Pero doctor, dije, soy comediante, hago reír a la gente; qué mal puede haber en mí.

Al darme de alta, la primera llamada que recibí fue de mi representante, preocupado por lo sucedido. Fue tan repentino. Estaba en una de mis acostumbradas representaciones en el bar Verganzza, un antro en el que pululan los bohemios de Lima y Barranco, bebiendo licor y disfrutando de buena música o un show en vivo. Uno de esos era el mío, una performance de stand-up a lleno total. A la mitad del acto caí fulminado, como ya lo expliqué al principio. Claro, los presentes creyeron que era parte de la función y se desternillaban de risa mientras zapateaba por el ataque. Al darse cuenta de la situación, fui llevado de inmediato al hospital más cercano, a unos ocho kilómetros sin contar con el tráfico de aquella hora. Para mi buena suerte, fui atendido con suma rapidez que agradecí no esperar turno dos meses después.

Sin embargo, tuvieron que suspender las funciones subsiguientes por prescripción médica. Eso me dio oportunidad de descansar y olvidarme por un momento de la farándula y del pago que iba que recibir por las seis funciones programadas. Me eché a dormir y tuve un sueño de esos que te hacen mojar la cama.

La cosa empieza como una película de Yasujirō Ozu, con escenas largas y cuadriculadas en el interior de una casa. Hasta la tetera hirviendo aparecía como figura simbólica, que hizo más interesante el asunto. Una mujer pálida hace su ingreso a la estancia y me mira directamente a los ojos diciendo que las cosas malas ya habían pasado. No entendí bien lo que significaba, pues no me dio tiempo de que pudiera explicarme a qué se refería. La mujer salió por otra puerta, como si estuviera atareada con las cosas hogareñas sin que yo le importara lo más mínimo.

En una esquina de la misma habitación había un niño. Me era familiar. Jugaba con un carrito de madera. El viento mecía las ramas de un árbol que golpeaba el vidrio de la ventana, que por un instante el niño alzó la mirada para contemplar ese movimiento de la naturaleza. Sentí escalofríos. Ese niño era yo. El carrito de madera era el mismo que alguna vez mi abuelo me regaló para mi cumpleaños número siete. Y luego comprendí que aquella mujer era mi abuela, la que había muerto cuando tenía yo esa edad.

Tres personas más ocupaban la habitación. Todas de espalda. Era como si tomaran el té o cuchichearan por algo que tenían frente a ellos. Claro, era un féretro. Me acerqué lentamente y comprobé que se trataba de mi abuela. Era el día de su funeral. Ese día no quise salir de mi habitación y jugué con mi carrito. El abuelo trataba de consolarme al otro lado de la puerta sin tener resultado. Mis padres dejaron que exprese de esa manera mi pena por la abuela. Pero no sentía pena. No tenía ningún sentimiento bueno ni malo al respecto, simplemente estaba vacío y la única razón de que estuviera ahí era por el bendito coche que tenía entre mis manos.

La mujer pálida aparece ahora sentada en mi cama, observando cómo desmantelaba el carrito sin ningún reparo. Siempre he sido curioso para estas cosas. Quiero saber cómo funcionan por dentro. Debe ser por eso que soy comediante. Alzo la mirada y contemplo a la mujer pálida, mi abuela. Sonreímos cómplices por la palomillada que hice. Escucho su dulce voz cerca de mi oído: Ahora tu abuelo querrá darte una zurra. No me importó. Lo hecho, hecho está. Luego, desaparece. Sentí el mismo escalofrío de hace unos momentos.

Mi padre ahora abre la puerta y me invita a salir, debo despedirme de la abuela antes de que se la lleven al cementerio. Pero, al acercarme al féretro, no es mi abuela a quien veo, sino a mí mismo, vestido con mis ropas que uso para mis presentaciones: un saco plomo de lanilla, una camisa a cuadros y jeans.

Al despertar de mi sueño, me encuentro dentro de un ataúd, a punto de ser enterrado.