viernes, 9 de junio de 2017

Voto de confianza

Era la primera vez que pisaba la casa de Pierina. Teníamos tres meses de enamorados y para ella era importante que su familia tuviera una opinión objetiva de mi persona. Lo intimidante del asunto era la presencia de hermanas, primas y tías, como si se tratara de una pedida de mano. ¿Es una cena de saco y corbata?, pregunté. Algo informal, pero tampoco era que me presentara en bermudas, dijo ella. Era el sueño de todo hombre verse rodeado de féminas interesadas en la talla del zapato o el grosor de la billetera, porque era una familia de clase media cuyo ingreso per cápita era más costoso que mi casaca Tommy Hilfiger. Pero no soy acomplejado.

Con Pierina no había secretos y podíamos confiar el uno al otro. Cuando algo nos jodía, lo decíamos abiertamente, sin llegar a las típicas discusiones que llamasen la atención de cientos de curiosos y ser trending topic en Instagram o YouTube. Cuando planificó la cena, por ejemplo, no me molestó; pero sí me sorprendió. Era demasiado pronto para que me conocieran, pero creo que cuanto más temprano fuera, más rápido dejarían de preguntar por el misterioso muchacho del que ella tanto hablaba. ¿Y qué podía decir? ¿Cómo debía comportarme? Sabía que su abuela era intimidante y sus preguntas indiscretas ponía en aprietos a todo aquel que deseaba pretender a una de sus nietas. Afortunadamente, mi sentido del humor era mi mejor arma y no me quedaba callado.

Sus primas eran un amor. Atentas, entusiastas, empáticas. Sus hermanas, en cambio, les costaba entender qué había visto Pierina en mí, un tipo de apariencia sencilla y ecléctica, todo lo contrario a sus costumbres desbordantes y activas. Cuando les dije que quería ser escritor, me miraron como si las hubiera insultado y cambiaron de tema. Era más interesante sus aventuras en París o Londres, que el haber ganado un concurso literario. Su madre solo mostraba una sonrisa forzada y aceptaba diplomáticamente mis comentarios sobre la leche evaporada o el vidrio roto de la ventana. Su padre, en cambio, era el típico pedante, antisemita, racista y homofóbico capitalino. Creía que yo era uno de esos oportunistas que, viendo el dinero que ostentaban, había logrado que su hija cayera en mis embrujos. Si supiera que fue ella la que me acosó desde un inicio. Pero así son todos los padres, sobreprotectores.

Al correr las horas, creí haber ganado terreno en aquella casa. Cada quien puso sus reparos según su punto de vista, pero no podían hacer nada. Las hermanas de Pierina nos auguraban una semana más juntos -a lo mucho- y su abuela no dejaba de repetir que ya era tiempo de que trabajara y aceptara mi realidad: "Vea usted, joven. En este país un escritor se muere de hambre si no tiene apellido", dijo. ¿De qué estaba hablando? Apenas estaba cursando el segundo año de la carrera. "Mis nietas, desde el primer día de clases, ya trabajaban", sentenció.

Todo estaba consumado, pensé. Pero la providencia iluminó mi congoja. Hizo su aparición tía Nella, una espectacular mujer que llevaba sus treinta bien puestos en esas carnes. Lamentó no haber llegado a tiempo a la cena, pero aceptaba acompañarnos con el postre y el té. Apenas me vio fui la cereza sobre el pastel. Estaba tan complacida, que su atención iba desde una simple mirada a una insinuación más que evidente. Sus ojos almendrados no se apartaban de mi vista, que Pierina empezaba a sentirse media cabreada por esto. No era un misterio la reputación que de ella se decía respecto a la carne fresca. ¿Era yo el próximo? Sí. Dos semanas después, se averiguó mi número de celular y concertó una cita en su departamento, con el fin de hablar sobre mi relación con su sobrina. Por supuesto que no dije nada, pues hubiera provocado una aneurisma cerebral a más de uno.

No estaba acostumbrado a engañar a mis enamoradas. Siempre he sido leal con ellas. Apenas una fantasía inocente con tal o cual amiga de la universidad, sin pasar a mayores. Pero no podía desaprovechar esta oportunidad que me daba tía Nella. Estaba decidido. Jamás había estado con una mujer de su edad y creí que ya era hora de sentir la diferencia. Créanlo o no, estaba tan excitado que pusieron una foto mía en el Metro de Lima prohibiéndome la entrada.

Nella vivía sola. Una ventaja. Llegué a las cuatro, como acordamos, y me invitó un jugo de cajita. Hablamos por espacio de dos horas sobre el futuro que me esperaba al lado de Pierina y todas esas cosas que se dicen antes de dar el gran paso (se refería al matrimonio). Tenemos tres meses, ni siquiera hemos pensado en eso, le dije. Pero ella se tomaba las cosas en serio y estaba convencida de que una pareja debía estar junta hasta el final de los días. Espero que ese asteroide nos caiga lo más pronto posible, pensé.

Luego, rompiendo la monotonía de la cháchara, dijo que iría a su dormitorio a ponerse más cómoda. Como dibujo de manga japonés, de mi nariz brotaba sangre y una enorme gota caía de mi frente. Más que emocionado, me acerqué sigilosamente al cuarto y vi que la puerta estaba entreabierta. ¡Qué rica!, pensé, apenas la vi despojándose de la blusa. Sospecharía que la estaba espiando, porque le tomaba tiempo quitarse la falda o tal vez le quedaba ajustada gracias a sus infartantes caderas. Y ahí estaba, en ropa interior. Se soltó el cabello, se puso lápiz labial y me encontró en la puerta, que ni siquiera le sorprendió. Me rodeó con sus brazos, me besó e hicimos el amor ahí mismo, de pie, contra la pared. Tenía los ojos cerrados y me dejé llevar. Lo único que pude escuchar fue a ella ofreciéndome más jugo. Algo despertó en mí y comprobé que todo no fue más que un sueño. Respiré aliviado.

Antes de despedirnos, dijo que esperaba verme más seguido y que hablaría con su hermano y su mamá para que tuvieran otro concepto de mí. Se lo agradecí. En cambio, me sorprendió que no era la devoradora de hombres de la que tanto me habían hablado; era una mujer sensata, conspicua, llena de vitalidad y animosa por las causas nobles. Sin embargo, cada vez que la tenía cerca, se me hacía difícil no soportar la tensión sexual que me agobiaba. Pierina me preguntaba qué era lo que me estaba pasando. Solo le decía que me dolía el estómago o que me habían rechazado de un trabajo. Era una situación que no podría manejarla si seguía así. Finalmente, me dije: estoy poniendo en juego mi relación solo por un sueño, por una tentación que ni siquiera es correspondida. Y pasé la página.

No duraría mucho. Nella demostró por qué sus sobrinas le tenían terror. Esta vez no escapé de sus encantos y decidimos probar más que una cajita de jugo. Me sentí una basura, lo confieso; pero tenía que pasar tarde o temprano. Y fue lo mejor. La tensión pasó, mi amor por Pierina se fortaleció y me zurré sobre esa vieja que ponía en tela de juicio mi talento y mi sinceridad. Sin embargo, para ella yo seguía siendo un plebeyo, pese a los premios y al cariño que había conseguido de su nieta... y de su hija. 

jueves, 1 de junio de 2017

Historia de un desamor

La tía Julia era una reconocida mami de Lince. Su imperio lo había forjado desde sus inicios en el mundo de la coquetería nocturna, allá por los años ochenta, cuando hacía suspirar a todo aquel que caía rendido bajo sus voluptuosas atenciones. Era una profesional, entregada de lleno al juego del amor fácil, cínico, complaciente y egoísta. Aprendió del viejo oficio tan rápido, que causó admiración de inmediato en el exclusivo mundo del lenocinio limeño. Su precocidad era tan avasalladora como conmovedora, que se ganó el cariño de los parroquianos, hombres dispuestos a saciar sus bajos instintos con esta hermosa chiquilla de diecisiete años, en una casona ya extinta de Jesús María. La mami de aquel entonces estaba tan complacida, que no dudó en traspasarle el negocio. Había nacido una nueva ama y señora. Un antes y un después. La nueva ola del puterío. Y un largo etcétera.

Su retiro fue necesario. Su instinto para los negocios la llevó más allá de un abrepiernas cotidiano, soportando hedores, abusos y hasta atropellos por parte de las autoridades. Una lección aprendida por su maestra. "Debes ganarte la simpatía de los de arriba", le confesó alguna vez. Y así lo hizo. Se metió al bolsillo al comisario y a toda su cuadriga de ineptos custodios del orden, que no hacían otra cosa que "cobrar" por los servicios prestados. En lugar de pagar cupo con dinero en efectivo, sus chicas estaban dispuestas a salvaguardar el honor de la Casa. Sin embargo, el comisario solo podía ser atendido por Julia, ya que su reputación eran tan sonada como las primeras seis letras de esa palabra*.

El tiempo le dio la razón. Pero también las ansias de querer más. De aquella vieja casona de Jesús María pasó a un departamento discreto en Lince. Tuvo que hacer tratos con el comisario. Eso lo sabía, mucho antes de que le entregaran las llaves de su nueva Casa. La Casa, como todos la conocían, era un lugar acogedor, tres dormitorios, una cocina, una sala de estar y un comedor. Tenía una pequeña lavandería, donde las chicas colgaban sus prendas luego de lavarlas, ya que el trajín las hacía cambiarse cinco o seis veces durante su horario de trabajo. Traían su comida en táper, diciéndoles a sus papás que la chamba estaba bien, pero que ni tiempo les daba salir a comer. El departamento estaba en el tercer piso de un edificio de la Petit Thouars, y se hacía pasar como una agencia de viajes. Irónico.

Al principio, Julia había reclutado a un buen ramillete de féminas dispuestas a vender su honra por algo de dinero rápido. Las más jovencitas solo lo hacían por una temporada, mientras que las más experimentadas sabían que de ese mundo no se podía salir, de no ser que encontraran otra fuente de sustento. Solo un 1% lo disfrutaba. Y fue en este grupo que Javier encontró a la que sería su "camote", su motivación y escape de la realidad. Giselle. Dijo que se llamaba Giselle**. Era alta, cabellos negros rizados, piel blanca, caderas anchas; sus hermosos glúteos se movían al compás de su andar parsimonioso y su mirada expresaba esa complicidad que encuentras en alguien que piensa y siente como tú. Y ambos se entendieron al instante.

Cada fin de semana o cada quince días, Javier visitaba a tía Julia con el mismo entusiasmo que la primera vez. Había visto su anuncio en los clasificados y no dudó en visitarla. Creyó que ella era la que atendía, por lo que se sintió un poco renuente. Pero al hacerlo ingresar a unos de los dormitorios, la cosa cambió. Fueron doce jovencitas, una más voluptuosa que la otra, que desfilaban ante sus ojos con coquetería y desenfado, tal como Julia les había enseñado. De todas, Giselle era perfecta para él.

La primera relación que tuvieron fue crucial. Ella se entregó por completo. Cerró los ojos y dejó que el muchacho hiciera de su cuerpo un poema silencioso. Sus caricias, sus besos, su delicadeza, complacieron a la joven. A Javier le sorprendió que estuviera húmeda. En sus años de potro semental, nunca encontró a una puta que se mojara completamente. Las había encontrado frígidas o indiferentes, jamás sublimes. Nunca la obligó hacer cosas que no quisiera. Y nunca la dejaría.

Sus visitas eran más seguidas. Giselle lo esperaba tan emocionada, como si previamente hubieran quedado como en una cita. Y se entregaban al sexo, el más puro de los momentos. Pero ambos sabían que no solo se trataba de dos cuerpos entrelazados, había algo más. Y cuando ella le dijo al oído, mientras era penetrada, que no sabía porqué se sentía así, él le contestó, que era un cliente especial. Sí, al fin y al cabo era un cliente, pero qué significaba especial. Cuando descansaban, antes de que tía Julia tocara la puerta en señal de que el tiempo había finalizado, ella le preguntó cuántas veces podía hacerlo en una noche. Javier, sin necesidad de alardear, le dijo que su récord fue de ocho veces. Giselle se sorprendió y admitió que el tiempo que tomaba para atenderlo era muy corto. "¿Quieres pasar la noche conmigo?", preguntó Javier. Sí, fue su respuesta.

Se reunirían el sábado por la noche, luego de que ella dejara su trabajo en la Casa. Le daría el alcance en Risso y se hospedarían en un hotel de las inmediaciones. Compraron cosas para comer y beber y, naturalmente, provisiones de preservativos. Sin embargo, algo inusual sucedió. Ella misma le pidió hacerlo sin protección. Quería y ansiaba sentir su pene dentro, al natural, sentir sus venas y carnosidad deslizarse por su húmeda vagina. Por la salud que ni se preocupara, porque estaba sana, sin ningún tipo de bicho o ETS que le hiciera dudar de sus intensiones. Javier no era promiscuo desde que la conoció, por lo tanto también recaía en él la conformidad. Lo único que te pido es que me des platita para el Postinor***, acotó ella. Ese fue el primero de muchos encuentros donde hicieron realmente el amor.

Tía Julia sospechaba que entre ellos había algo más. A pesar que ella le presentaba a otras muchachas, Javier se negaba de plano. Solo con Giselle. Una noche, sus sospechas fueron confirmadas. Una de las chicas de Julia, su brazo derecho, por decirlo de algún modo, vio a los dos encontrarse en el lugar de siempre y entrar a un hostal. Obviamente, a Julia no le hizo ninguna gracia y se quejó con Giselle de su traición, porque debía cobrar por eso y entregarle su porcentaje. Lo que haga fuera de mi horario de trabajo es asunto mío, dijo ella, enérgica. "Ya te jodiste conmigo, puta de mierda. ¿A quién crees que le has ganado?".

Fue dura con ella. La hacía trabajar más que a las otras muchachas, hasta la ofreció a un grupo de pervertidos que celebraban la despedida de soltero de uno de ellos. Giselle estaba devastadas. Quería renunciar. Pero Julia se negó, tenía un contrato por seis meses que era inapelable y debía cumplirlo al pie de la letra. Si tenía que hacerlo con un caballo o un enano, debía hacerlo, sin apelaciones. Cuando Javier iba a buscarla, la hacía negar, o que estaba ocupada con otro cliente por dos horas o que estaba indispuesta por su periodo. ¿Por qué no te atiendes con Francis? Te la voy a presentar. Es nueva. Y sé que te va a gustar.

Cuando Giselle se enteró que fue Francis quien la delató, y que se acostó con Javier, su orgullo de mujer pudo más. La pelea fue una de las más sonadas que se haya hecho público entre el meretricio. La mayoría apoyaba a Giselle, porque se sabía de qué pie cojeaba la tía Julia. Su avaricia y mezquindad hablaban por sí solas. Giselle no tuvo más remedio que irse de la Casa, pero con la consigna de que jamás pusiera un pie en Lince, porque era territorio de la Mami Julia, y mami Julia sabía cómo proteger sus dominios. Desde entonces, el paradero de Giselle fue un misterio, hasta que Javier dio con ella tras una llamada a su oficina. Esa misma tarde se reencontraron, hablaron de lo sucedido e hicieron el amor. Estaban felices. Dos días después, Giselle se mudó con él. Todo parecía indicar que la historia de amor que ambos protagonizaron acabaría ahí. No. Absolutamente no.

La naturaleza de Giselle pudo más que la tranquilidad que Javier le había entregado, envuelta en papel de regalo y moño multicolores. Mientras Javier trabajaba durante el día, Giselle se citaba con viejos clientes en un hotel o en su mismo departamento. El dinero brotaba como caño malogrado y era depositado en una cuenta de ahorros a espaldas de su marido, que no se daba por enterado. Ya cuando las noches terminaban con ambos hastiados por el silencio y la poca comunicación de la mujer, Javier pensó nuevamente recurrir donde Julia a sabiendas de que no era pertinente hacerlo por los acontecimientos vividos. Sin embargo, poco le importó y fue a buscar a Francis. Tenía que volver a probar su culo. Era en lo único que pensaba. Francis se dejaba sodomizar, con tal de ganar más dinero que el resto de las chicas, que poco a poco fueron sacando cuerpo por la falta de clientes disponibles.

Francis estaba ocupada en ese momento. Julia, sin resentimientos, le dio la bienvenida y le presentó a Tifanny, una menuda jovencita con los mismos atributos que un hombre como Javier buscaba. La primera media hora fue la mejor experiencia que había tenido en meses. Le pidió a Julia una hora más con la joven. "Sabía que no te ibas a arrepentir", dijo ella, cómplice. Esa hora, Javier sintió las mismas afecciones por Tifanny que en su momento sintió por Giselle. Le preguntó cuánto ganaba al día. Ella le dio una cifra irrisoria, que al menos le daba para sus gastos inmediatos. Javier le propuso escaparse con ella a cambio de retribuirle el triple de lo que ganaba en un día habitual. La chica, obviamente, se sentía incrédula y poco confiaba en las palabras de Javier. Pero aceptó. Le entregó su tarjeta con su número telefónico en ella.

Javier pidió permiso a su trabajo de faltar ese día, mientras que con Gisella todo parecía indicar que iría a trabajar y la dejaría sola. Fue en busca de Tifanny, quien lo esperaba en el parque Salazar, a unos pasos de Larcomar. Como tenía auto, Javier la llevó por el circuito de playas, rumbo a San Miguel. Le preguntó si no tuvo problemas con Julia por faltar a la Casa. "No, le dije que estaba con cólicos". Cuando una muchacha tenía el periodo, Julia no las obligaba a asistir, pero era recuperable con horas extras. Ya en el hotel, se dejaron llevar por la pasión y no salieron de la habitación hasta las diez de la noche. Doce horas follando, era toda una proeza.

Mientras tanto, Giselle seguía acumulando fortuna. Ya había establecido su tarifa y no se hacía problema con las relaciones múltiples. A veces participaba con padre e hijo o la novia de un cliente. Los tríos le salía más a cuenta, pues sus ganancias se duplicaban y le había agarrado el gusto de tener a una mujer como una variante a sus deseos. Para entonces, cansada de la vida hogareña y la hipocresía en que había volcado su vida junto a Javier, decidió abandonarlo. No le dijo nada, simplemente cogió su maleta y desapareció. A Javier no le perturbó en lo más mínimo. Fue Tifanny quien ocupó ese vacío, al igual que con las Francis, Lizas, Fabiolas y un largo etcétera que la tía Julia le proporcionaba a su vacía y estúpida vida.


* Tu reputación, de Ricardo Arjona
** Sin City, frase de Marv al conocer a Goldie
*** Píldora del día siguiente