miércoles, 27 de diciembre de 2017

Anotaciones de fin de año

Siento miles de voces en mi mente que reclaman dónde he estado estos últimos meses. Como Luke Skywalker, perdido en una isla lejana, no ordeñando ni pescando; simplemente, perdido en mis pensamientos, observando de cerca qué pasaba a mi alrededor. Ya todos lo sabemos. No necesito repetirlo ni hacer leña del árbol caído. La indignación es tácita, sentida, menoscabada por cierto grupo de élite que domina la sociedad con sus oscuras intenciones. ¿Qué hacer? ¿Salir y gritar? Quiero olvidar, pero no puedo. Quiero ser feliz, pero no puedo. No en esta sociedad. No en este mundo que se pierde en la vorágine de lo infinito y la pesadumbre. ¿Cuántas veces nos hemos sentido impotentes al ver desgastada nuestras esperanzas en un mundo según Huxley u Orwell... Prefiero el mundo de Asimov, de Lucas o de Scott. Prefiero desaparecer, esconder la cabeza bajo tierra y esperar a que todo sea más que un sueño. Pero no puedo. No quiero. No debo.

Estoy releyendo a Hemingway. El viejo y el mar. Una historia intimista, esotérica, perenne en su composición y simbología. La lucha por conseguir el sueño inalcanzable, la consagración al esfuerzo, la voluntad, la resonancia del orgullo y el placer. Deseo pensar que soy Santiago, el viejo, aunque debo suponer que soy el pez, cansado de batallar, carcomido por los tiburones y esperando pacientemente a que la marea me lleve lejos, bajo las aguas de espuma blanca. Pero no... soy Hemingway el que escribe cómo nos desesperamos por encontrar un sentido a la vida. Tantos años esperando la pesca perfecta, el ansiado trofeo, que luego se verá diezmada por vasallos ególatras que desean destruir tus sueños. A eso me aferro. A los sueños.

Las voces que resuenan mi mente esperan que dé una última lección de vida. No la hay. Si no hay vida, no hay lección. Mucho menos no soy quién para darla. Estoy agotado. Muerto en vida. Solo observo, mudo y acomplejado por la inoperancia de unos y la maquinación de otros. ¿De dónde viene tanto dolor? Es lo que se logra con una pizca de incertidumbre. ¿Por qué nos convertimos en insectos repulsivos luego de un sueño intranquilo? Es lo que finalmente llegaremos a ser ante esta incoherencia social.

He despertado a medias. No logro conciliar el sueño. No puedo. No quiero. No debo. He perdido el sentido de lo políticamente correcto. He sentido la estocada. Por mis venas corre sangre que no tiene color. Soy nada y a la vez alguien. Pero quién. ¿Tengo nombre? ¿Tengo rostro? ¿Tengo alma? Tengo mucho amor que dar. Pero no es bien recibido. Por eso he dejado de amar. He perdido las esperanzas. No más cruzadas idealistas. No más aventuras románticas a galope sobre un noble corcel. Simplemente soy un mortal a la espera de cerrar los ojos y olvidar que alguna vez respiré en este paraíso perdido, lejos del dolor de sentirme impotente. Solo he de esperar callado que todo oscurezca y blandir mi sable en la agonía de lo eterno, donde el fuego no te destruye sino te abrasa en un sinfín lastimero y solitario.

El mundo que me ha tocado vivir, ya no es el mismo. Ha desaparecido... Yo he desaparecido.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

El libro de Da Silva

La fuente no era confiable. Era esa clase de información sensacionalista que se veía todos los días, como el cangrejo del tamaño de un hipopótamo, producto de los desperdicios tóxicos que vertían en el río Rímac; el avistamiento de objetos voladores alrededor de Palacio de Gobierno... Cosas así. Esta vez no era la excepción. El tipo buscaba notoriedad y un poco de efectivo por sus datos. Desconfiábamos mucho, pero nos divertía la tarde. Cuando llegó el sobre, conteniendo una agenda y dos blocs de notas, la cosa parecía desprenderse hacia algo más auténtico. Se lo hice saber a mi editor; pero, como era de esperarse, no le dio credibilidad. A mí me parecía que teníamos algo entre manos. A espaldas de mi jefe, fui en busca de mi fuente y dar con el origen de esta historia.

Bajo el compromiso de una buena paga, le pedí a mi fuente que nos viéramos en el mismo lugar donde hacíamos las transacciones. Fue puntual. Algo nervioso e indeciso, no supo explicar la procedencia del material entregado. ¿Y de dónde lo sacaste?, pregunté. Simplemente estaba ahí, dijo, entre asustado y cauteloso. No te creo. ¿A quién se lo robaste? No tuvo tiempo de asimilar mis palabras. El tipo estaba devastado. Y me contó la historia.

Néstor Da Silva no era un individuo cualquiera. Tenía un don. El don de la clarividencia. Sus primeros pronósticos se remontaban a la corta edad de trece años, cuando una tormenta de relámpagos iluminó el cielo de Arequipa. Un hecho del que nadie habla, pero que ocurrió allá en 1904. En dicha tormenta, el jovencito recibió una fuerte descarga eléctrica que lo dejó inconsciente cerca de una semana. Al despertar, inició su verborreico deambular por las artes ocultas. Muchos pensaron que se trataba de obra del diablo, sin saber a ciencia cierta qué o quién era el príncipe de las tinieblas. Se dejaban llevar por la superstición y el cotilleo, que pronto cayeron en la cuenta que no era más que un charlatán. ¿Por qué? Todo lo que en ese entonces predijo, nunca sucedió. ¿Y qué predijo?: "Un gavilán caerá del tejado de una casona, a las afuera de Sabandia". La cita fue tomada textualmente, por lo que dicha profecía nunca sucedió. En uno de los blocs entregados a este servidor, cuenta que dicha frase fue signada a un antiguo lugarteniente llamado Juan Gavillas, que tomó posesión de una finca en medio de la campiña, que, mientras remodelaba su tejado, cayó aparatosamente partiéndose el espinazo. Irónicamente, era apodado Juan Gavilán. ¿Coincidencia?

Da Silva también nos hace notar en sus apuntes que, en 1929, cuando los chilenos devolvieron Tacna a duras penas, él profetizó que, a pesar de este traspié, dicho pueblo sureño tomará posesión de sus valores más preciados, sin que ninguna autoridad proteste, ya que estos recibirían "ofrendas" si mantuviesen la atención en otros menesteres, como distraer a la población con juicios partidistas o encuentros futbolísticos que los haga sentir patriotas. No hay nada que explicar.

El resto de referidos es una sarta de idioteces sin sentido, como si el ingenio, el puzzle o el juego de palabras tuviera algún grado de veracidad. Era tonto suponer que las predicciones de Da Silva tuvieran eco en la actualidad, y que por veinte pavos mi contacto quería lucrar por una historia carente de fuentes fidedignas. Como ya dije, este hombrecito de apariencia insignificante era el hazmerreír de la sala de redacción, así que no podía dar fe de sus insinuaciones. Sin embargo, el hecho de tenerlo en su poder no hacía otra cosa que poner en evidencia que había algo más en esa retorcida mente. Fue el mismo Da Silva que se lo confirió como muestra de agradecimiento por haberle dado un vaso con agua cuando se lo pidió. Siempre y cuando lo revelase a diez años de su muerte. Y exactamente se había cumplido la fecha de su desaparición. Y vino a mí.

Dichos papeles fueron entregados a un instituto de estudios bibliográficos e históricos, con el fin de tasar su autenticidad. El problema fue que no se tenía mucha información de su autor. Era algo más que un simple arequipeño de oscura procedencia y destino. El misterio se hizo más evidente cuando los libros de Da Silva no volvieron a aparecer en público ni se supo más de las personas que se encargaron de su autenticación. Mi fuente, de manera abrupta, no dejó rastro de su paradero. ¿Tenía algo que ver con el material? Desafortunadamente, al cumplirse una semana de la fecha límite de este reportaje, mi jefe tuvo el penoso deber de despedirme del trabajo. Mis apuntes fueron borrados de la computadora y el resto de la investigación pasó a manos de unos practicantes, que previamente se dedicaban a escribir en la sección deportiva.

Algo importante debió tener este documento, y no pude verlo con atención. Menuda idiotez.