viernes, 14 de diciembre de 2018

Insensatez y resentimiento

Las ratas no quieren abandonar el barco.
A pocos días de concluir el año, siempre es bueno dar un repaso a las cosas que hemos vivido, directa o indirectamente, en la actual coyuntura social y política del país. Desde prisiones preventivas, psicosociales que alertaban de un golpe de Estado y el escandalete del chuponeo, el mafioso más grande de la historia fraguaba su huida bajo la etiqueta de asilo, por considerarse un "perseguido político". ¿Persecución política o estrategia para escapar nuevamente del escarnio judicial del que tanto se jactaba de respetar y "someterse" a sus fueros? No hay nada peor que un político cobarde e hipócrita, que no es consecuente con sus actos y que, gracias a algunas ratas que no desean abandonar aún el barco, fue advertido. Sin duda, es la historia de nunca acabar y sospecho que quedará igual como siempre ha venido ocurriendo, salvo que ocurra lo impensable y la fiscalía por fin encuentre el asidero legal con el que pueda atrapar a esta especie de Al Capone local, que en lugar de balas dispara insultos y desafíos a que le demuestren lo contrario. Una historia cuyo final incierto podríamos dejar para alguna serie de Netflix.

Con las botas bien puestas.
Luego de que Martín Vizcarra asumiera la presidencia tras la renuncia de PPK, parecía que las cosas iban a ir viento en popa con este Congreso gobernado por la mayoría keikista, demostrando así tener el control absoluto en las decisiones del Estado, pero ocurrió que este provinciano de bajo perfil tenía lo suyo y arremetió contra estos presentando proyectos de reforma constitucional que dejó a todos con la boca abierta. Sin mencionar los audios del escándalo, que permitió destapar una organizada red de corrupción enquistada en el Consejo Nacional de la Magistratura, poniendo en tela de juicio la labor profesional de los ahora tristemente célebres Walter Ríos y César Hinostroza, y por la cual también se cuestiona la idoneidad de Pedro Chávarry como fiscal de la Nación, artífice del blindaje que tuvieron hasta entonces personajes como KF, AG, entre otras iniciales. Un tema que ha saltado a la palestra gracias a las investigaciones propaladas por IDL Reporteros, a la labor del fiscal José Domingo Pérez y del juez Richard Concepción Carhuancho, que han empezado a escarbar solo la superficie, demostrando que esta endemia estuvo, está y seguirá aferrada tal cual garrapata en las altas esferas del poder si no se toman las medidas correctivas y empecemos a tener otra visión de país y de Estado.

Insano amor.
Pero no solo este tema ha sido recurrente durante el año que se acaba, es el feminicidio otro cáncer que avanza silenciosamente y que al parecer nadie puede frenar. Así haya campañas, marchas o colectivos que nos hagan reflexionar sobre el tema, es preocupante  e indignante que día tras día nos enteremos de más casos como los del "crimen del cilindro" y que la prensa amarilla haga de esto un circo con rimbombantes titulares, sin analizar la raíz del problema, lo cual nos deja varias interrogantes: ¿Es el hombre un ser estúpido? ¿Hasta dónde puede llegar su incapacidad de respetar la vida ajena? Una señal que a todas luces nos indica que con el golpe y el escarmiento los hace sentir superiores. ¿Por qué? ¿Porque te dijo que ya no te quiere y eres de esos que dice "si yo no te tengo nadie te tendrá"? ¿Así funciona? Lo más triste es que las mismas autoridades no prestan la debida importancia al llamado de alerta que estas mujeres vienen soportando de cónyuges, admiradores y "amigos" desequilibrados que reclaman posesión de sus cuerpos y almas. Esperan que las maten para recién darse cuenta de la gravedad del caso.

Se ha hablado mucho al respecto. Nadie parece estar de acuerdo de que se trata de un mal que azota a todas las naciones y sociedades, sean pobres o ricas, de diversas etnias y religiones. Al parecer, creen que se trata de cuestiones culturales y se debe aceptar sin involucrarnos, mirar hacia el otro lado y dejar que la mujer soporte el yugo de la mano omnipresente del macho alfa, diezmar su autoestima y que, por resignación o comodidad, debe acatar en silencio.

Epílogo.
Son tiempos oscuros, definitivamente. Quo Vadis, Perú. Ni los superhéroes de Marvel aligeran la tensión que estamos viviendo. Como en un anterior artículo, es necesario un Thanos que haga clic con su guantelete y haga desaparecer a la mitad del universo. Una ironía que se estrellaría en nuestra cara, porque tenemos tan mala suerte que la mitad que debería irse es la que permanece en este mundo. Una realidad que nos dice que el mal nunca acaba y seguirá viviendo entre nosotros.

viernes, 16 de noviembre de 2018

Creepypasta: La rata en el inodoro

A lo largo de mi vida he escuchado a varias personas hablar del tema. Por sentido común, las ratas de alcantarilla deambulan y se trasladan de un lugar a otro utilizando los conductos de drenaje y alcantarillado de la ciudad. Lo que me parece extraño, y casi cómico, es el hecho de que este animalito utilice el inodoro para hacerlo. No lo creí hasta que una buena amiga, vecina de infancia y madre de cinco hijos, me comentó haber pasado el susto de su vida con semejante atrocidad. Como de costumbre, fue a ocuparse en los servicios higiénico y de repente siente un burbujeo debajo de ella. Al mirar, ahí estaba, enorme, negra y tratando de alcanzar su libertad. Al parecer, se había atorado y la desesperación la asaltaba por el esfuerzo de conseguir oxigeno. Lo primero que hizo mi amiga, después de subirse la trusa, fue jalar de la manija y esperar que el agua corriera y eliminara a tan desagradable criatura. No pasó ni cinco minutos cuando la rata volvió a emerger. Esta vez casi lo consigue de no ser por el escobazo que la mujer le propinó, lo cual le permitió colocar un objeto pesado sobre la tapa. El chapoteo era angustiante y los rasguños hacían evidencia que estaba dispuesta a dar batalla.

Ni siquiera se atrevió a destapar la boca de la pequeña alcantarilla que estaba en su patio. Sabía que si lo hacía, era más que seguro que el animal tuviera una salida y, quién sabe, traer a toda su familia. Se le ocurrió colocar encima una piedra que utilizaba como batán. Le dijo a los niños que no se acercaran ni siquiera al baño; y que si querían hacer sus necesidades, tendrían que usar un pote de pintura o un balde. Los niños, obviamente, curiosos por naturaleza, aprovecharon el descuido de su madre para hacer de las suyas. Entraron al baño a hurtadillas y destaparon el inodoro. No encontraron nada y pensaron que su mamá les estaba haciendo una broma. Sin embargo, al salir, olvidaron colocar encima de la tapa el objeto pesado que impedía la intrusión del pequeño visitante.

Durante la noche, la mujer no podía dormir. Sentía un chapoteo y unos pequeños rasguños que la obligaron a inspeccionar el baño. Cuando abrió la puerta y encendió la luz, era demasiado tarde: la rata se había alojado en la tina de la ducha. "¡Quién carajo quitó la maceta de la tapa!", gritó a todo pulmón. Era obvio que los niños, porque el marido estaba de viaje. Cogió la escoba y empezó a perseguir al animal por toda la casa. Pero, instintivamente, la rata volvió a sumergirse por el inodoro. La mujer tiró de la manija y drenó el tanque. Una salida más efectiva, según su criterio, era echar agua hirviendo, lejía y ácido muriático para terminar de una vez con aquella plaga. Tal vez, los resultados provocaron una desconfianza en la mujer cada vez que se ocupaba; pero no volvió a tener problemas con el bendito animal... solo con el recibo del agua.

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El siguiente caso proviene de un hombre de mediana edad. Tenía la costumbre de leer el periódico mientras esperaba pacientemente evacuar el intestino. Mientras rellenaba el crucigrama, sintió un extraño gorgoteo debajo de él, como si hubiera una fuga de agua. Antes de reaccionar, sintió una punzada en el escroto que lo impulsó a dar un brinco de inmediato y ver lo que estaba sucediendo. Una enorme rata, en su intento por escapar de su prisión, accidentalmente le cogió de los genitales dejándola en libertad. La victoria fue momentánea, ya que el hombre le dio con el periódico en la cabeza y la rata se estrelló contra la pared. No murió, pero quedó atontada. Pero el imbécil la devolvió al inodoro y tiró de la cadena. Al día siguiente, ocurrió la misma situación; pero esta vez la rata le mordió el escroto y le introdujo el hocico por el ano.

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El último caso fue en una famosa cadena de comida rápida. Un joven estudiante entró a los servicios higiénicos con el fin de lavarse las manos luego de disfrutar de su merienda. De pronto sintió un burbujeo en uno de los inodoros. Extrañado, creyó que alguien le estaba jugando una broma y fue a inspeccionar. No había nadie en ninguno de los cubículos, por lo que se sintió presa de la desorientación e incomodidad. Estaba sospechando de que algo malo iba a suceder o que era un hecho frecuente en el establecimiento, poniendo en tela de juicio las normas sanitarias. La tapa de uno de los inodoros empezó a moverse. El joven, en lugar de dar aviso a los encargados, tomó la iniciativa de indagar y lo que vino después le causó tal paranoia que prefirió volverse vegano. Una rata saltó de su escondite y le perforó el tímpano. Uno de los médicos que le atendió dijo enfáticamente que eso no era normal.

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Un plus. La mayor rata del mundo ha sido desenmascarada. Esta vez parece que nadie lo salva.

sábado, 27 de octubre de 2018

El arte de la oratoria (y del engaño)

Una mañana común durante mi viaje en bus hacia mi centro de labores. A través de la ventana se podía ver algunos indicios del brillo solar entre las nubes. Poco público en el resto de asientos y un paciente chofer que seguía a ritmo de tango el trayecto por la avenida De la Marina. Infaltable la presencia femenina con ropas ajustadas y maquillaje que acrecentaba aún más su atractivo, muy concentradas en la música que escuchaban o digitando ávidamente por el WhatsApp. Un joven venezolano vendiendo alfajores, una anciana que preguntaba si esta unidad cruzaba el Hospital del Empleado o un despistado que quería pagar solo cincuenta céntimos hasta la Plaza Manco Cápac, sabiendo que aún estábamos cruzando Plaza San Miguel. Y de repente, un hombre mayor -no pasaba de los sesenta- subió al bus, colgando un bolso de cuero sobre el hombro; se detuvo junto al conductor y alabó al Señor por permitirle subir a predicar la palabra. El Verbo, como dicen ellos. Explicó  que las personas no tenían vergüenza de hablar lisuras, chismes y otras banalidades de la vida; pero les daba vergüenza hablar de Dios. "Yo no tengo vergüenza de hacerlo", dijo, y que cada mañana hacía lo mismo; porque "no solo de pan vive el hombre, también vive de las enseñanzas que el Señor nos confiere como estímulo para solventar nuestros pecados". Habiendo dicho esto, abrió su bolso y ofreció unos caramelos masticables por el precio módico de cincuenta centavos. "En otros sitios los venden a Sol; yo lo vendo a mitad de precio".

Lo primero que pensé fue: "¡Hipócrita!". Sí, pues. "No solo de pan vive el hombre", pero usa el pretexto de la fe para hacer su negocio. Y ni siquiera habló de algún pasaje de la Biblia, simplemente dejó en claro su queja por no hablar de Dios. ¿Y este señor qué hizo, entonces? Solo dos ancianas contritas -una de ellas, la que preguntó si el bus pasaba por el Hospital del Empleado- se dignaron a comprarle un par de esos "masticables". El hombre, agradecido por el esfuerzo que le tomó convencer a los pasajeros de hacer caso a los mandamientos que la zarza ardiente dictó a Moisés, pudo al fin abandonar la unidad y seguir su periplo a lo largo de la avenida en lo que quedaba del día.

Así como este hombrecillo, hay tantos otros que dicen mucho sin decir nada a la vez. Como aquel otro payaso que convence a sus seguidores desembolsar una cantidad de dinero solo porque tuvo una revelación en mitad de la noche, y sus pecados serían perdonados. El negocio de siempre. Paga primero y luego lo ves. Tanto el catolicismo como el cristianismo -dos sectas similares pero diametralmente opuestas- tienen la ventaja de que uno puede cometer los más viles pecados que se pueda tener en consideración para pregonarlas en Semana Santa o en Navidad, y con un par de oraciones todo está saneado, no sin antes buscar en el bolsillo una dádiva para el cura o pastor. ¿Así funciona?

Y no solo ocurre en la religión. La política está plagada de charlatanes que fingen ser el salvador de la crisis o el que pondrá orden a tanta corrupción existente, cuando en realidad siguen el ejemplo del mandatario, congresista o funcionario que lo antecedió. ¿Y a quién va dirigido su mensaje? A personas ignorantes, por supuesto; gente que no tiene nada que perder, a los más necesitados, a los que creen que le va a tocar por fin algo de la repartija. Y caemos en lo mismo, una y otra vez, retroalimentándose como un virus que se niega a desaparecer del torrente sanguíneo sin que ninguna cura ni medicina haga su efecto sobre él.

Es el poder de convencimiento que tienen unos cuantos "predestinados". De eso viven, y viven de aquellos que les pueden proporcionar comodidades sin el menor esfuerzo. "La plata viene sola" es ya una frase que, por antonomasia, ha desenmascarado el verdadero rostro del cinismo hecho persona. ¿Se puede erradicar a estos personajes? Por supuesto. ¿Cómo? Con educación. Sin educación, la ignorancia es una veta inextinguible para esos embaucadores que hablan bonito. Y no sé si tengan noción de lo que están haciendo, si tienen una pizca de conciencia de que sus actos son simples estratagemas y que lo único que les interesa es su bien particular y no de la masa que los sigue. O es que acaso se levantan una mañana, se miran al espejo y se preguntan: "¿A quién me toca robar hoy?".

La educación es la base de un país desarrollado y organizado, que garantice la calidad de vida de la gran mayoría que merece un mejor estatus y que no se queje frente a un medio de comunicación de que la plata que gana como congresista no le alcanza para vivir. ¿Y qué pasa con esa gente que gana a duras penas diez soles diarios y tiene que rajarse por su familia? Hay que ser equitativo tanto en forma como en fondo. "La mujer del César no solo debe ser honrada, sino parecerlo".

Frente a tanto charlatán que pulula en nuestra vida política, social, económica y religiosa, ¿a quién pedir ayuda? Ya las instituciones parecen objeto de burla mas no de respeto. Podemos cambiar esa actitud contemplativa, que escuchamos y creemos ciegamente en lo que nos dicen. Que la falta de raciocinio no nos hunda como individuos, que no nos conviertan en borreguitos o en ratones al son de una flauta al unisono. Somos los que verdaderamente tenemos la tarea de enmendar nuestros propios errores y ser sigilosos y desconfiados en cuanto a propuestas y diatribas llegan a nuestros oídos.

De ti depende.

miércoles, 24 de octubre de 2018

Cuéntamelo todo

Fuente: Google
"¿Estás segura?", dijo Vania, atolondrada por la noticia que acababa de recibir de su mejor amiga, a través del hijo telefónico. Fue un golpe a su orgullo, más que a su condición de víctima. Luján, su prometido, el hombre que la desposaría dentro de una semana, había sacado los pies del plato con quien alguna vez mantuvo un tórrido romance de seis años. No era para menos, la muchacha tenía lo suyo, más que un simple cuerpo sobrevalorado por la genética, tenía la costumbre de ventilar sus amoríos por las redes sociales. Tenía cuarenta mil likes en una de sus más conocidas fotografías en ropa de baño, mostrando las carnes como en feria del Señor de los Milagros. "Te lo juro, mamita", aseguró la amiga, sintiendo que era su deber comunicarle la clase de individuo que era su prometido. "Donde hubo fuego, cenizas quedan", sentenció. El silencio de Vania fue contundente para el entendimiento de la acusadora. Había hecho justicia. Podría dormir tranquila.

Vania lloró toda la noche. Ya no le quedaban lágrimas para derramar. Tenía que echarse colirio o mojarse los párpados con láminas de cebolla para continuar con el sufrimiento. Luego comer cuatro Sublimes, se quedó dormida y al día siguiente fue a encararlo. Luján tenía que dar explicaciones de su conducta inmadura. Estaba bien que ella no tuviera el cuerpo de esa mujer, pero había algo que todo hombre debía recordar al comprometerse: respeto. Y Luján no había respetado los votos del noviazgo. Pero cuando llegó a su oficina, éste se veía tranquilo y con mucho ánimo de recibirla. "¡No te hagas, mosquita muerta!", vociferó Vania. "Pero, ¿qué te pasa?", preguntó un joven contrariado. "Sabes bien de lo que estoy hablando".

Luján comprendió que había habido un mal entendido. Al parecer, todo no era más que una equivocación. "Alguien quiere perjudicarnos", dijo. Vania pidió explicaciones. Y Luján se las dio: "No te miento que haya estado con ella. Fuimos a almorzar y darle la noticia de nuestra boda. Ella se sorprendió, como era de esperarse; pero no de la manera que piensas. Me felicitó. Dijo que ya era hora de que sentara cabeza con una mujer que valiera la pena. Tú. Le conté de ti y quedó encantada. Es más, piensa regalarnos el viaje de luna de miel. Hablamos toda la tarde. No te miento. Luego, nos despedimos y cada quien se fue por su camino. No sé de dónde sacan eso de que me he visto con ella y echo cosas que, en su momento, ocurrieron".

Las palabras del tipo conmovieron a la muchacha. "¿De verdad nos va a regalar el viaje? ¡Qué linda!". Poco después, Vania se despidió de Luján, con un enorme beso en los labios, y fue directamente a la casa de su amiga a preguntarle por qué había mentido tan descaradamente.

"Ay, mamita. ¿Y tú le crees?", dijo. "Los hombres siempre ocultan sus cochinadas con mentiras y pretextos cojudos. A mí nunca me la han hecho; porque ya saben que donde pongo el ojo pongo la bala".

Vania estaba confundida. No sabia a quién creerle. Las palabras de Luján aún rebotaban en su mente. No era capaz de tanta majadería. Y ella, a la que consideraba como a su hermana, ¿cuál era el fin de tanta intriga y desorientación? No tuvo más remedio que ir a la fuente original y salir de una vez por todas de esa duda que le carcomía las entrañas.

Apenas abrió la puerta, Vania no pudo evitar sentirse intimidada por aquella despampanante criatura. Alta, piernas macizas, glúteos y senos de ensueño, labios carmesí como dos topacios que dejaban al descubierto una perfecta dentadura perlada. Lo primero que se le vino a la mente fue comprender cómo es que este hombre pudo dejarla por alguien como ella, delgada y sin los atributos de aquella otra mujer. Todo hombre se volvería loco de estar con semejante monumento. Su inseguridad primaba más que la lógica, más que una simple pregunta retórica que muchos se hacen y no pueden responder sin caer en la cuenta que están solos en la habitación y nadie los escucha. Esta vez, quiso ser escuchada. Y preguntó.

Sorprendida, la mujer solo atinó a reír. Lo único que hicieron fue almorzar juntos, deseándole toda la suerte del mundo en su nueva etapa de vida. "Está bien que sea una bomba sexy y todo lo que tú quieras; pero de una cosa sí no podrán acusarme: de quitarle el marido a otra mujer. Lo que pasó con Luján fue hace tiempo. Somos amigos, lo respeto y él a mí. No tienes nada de qué preocuparte. Él te quiere y se va a casar contigo. Quien quiera que haya sido el que te ha sugerido tamaña tontería, debe tener sus razones. Yo desconfiaría de esa persona, porque al parecer es quien quiere algo con tu novio".

Vania no tuvo más que elogios para esta mujer, además de la gratitud y amistad que encontró luego de su visita. "Esta cojuda me las tiene que pagar", pensó, haciendo caso de las acusaciones por las que su mejor amiga acababa de ser sometida. Fue directamente a su casa y recibió la misma respuesta de hacía unos momentos: "Ay, mamita. ¿Y tú le crees?". Vania no se quedó con los brazos cruzados y le advirtió alejarse de ella y de su pronto marido. La otra quedó paralizada por la sentencia que había recibido. "¿Cómo te atreves?", dijo, casi al borde de las lágrimas. Y le pidió que se fuera.

La boda se hizo tal como estaba planeado. Los amigos, los familiares de ambos novios, se mezclaron en una cofradía llena de calor y entendimiento. La única ausente fue aquella amiga que le previno de la conducta amoral de ese noviecito que tenía al lado, quien no dejaba de mirar de soslayo a la dama de honor, que, muchos de los presentes, se la comían con los ojos. Y claro, no fue ni la antigua novia ni la amiga incondicional; fue esa otra mujer que le movía las entrañas a este estúpido espécimen del género humano. Ambos fueron encontrados en el baño del recibidor, saciando sus más anhelados instintos perniciosos y carnales que se tengan registrados en una boda.

Vania no supo qué hacer. No había más que hacer, simplemente dar media vuelta y tragarse la vergüenza de ser condenada. Era más humillante que escuchar el mensaje de Keiko por la paz y el reencuentro nacional. Tampoco quiso pedirle perdón a su amiga, ni a sus familiares ni al resto de invitados que fueron testigos de aquel execrable acto de cobardía y transgresión. Se fue, muy lejos y nadie más supo de ella. Fue lo mejor.

Meses después se supo que vivía con la bomba sexy. Por las fotos subidas al Instagram, se les ve felices. Saquen sus propias conclusiones.

viernes, 19 de octubre de 2018

Distopía (o el mundo que nunca será feliz)

La señora K abrió las ventanas de su despacho y observó el panorama tal como lo había imaginado, antes de asumir el primer cargo del Estado. Estaba temblando de la emoción. Su suerte había cambiado desde entonces y nada ni nadie detendría sus planes, paciente y calculadamente amasados a lo largo de estos últimos veinte años, cuando acompañó a su padre y a los que hoy gobiernan a su lado como leales vasallos. Era la dueña absoluta de las voluntades populares, políticas y económicas de un país que ya no creía en sí mismo como tal, postrado en una suerte de alcancía para los vastos proyectos carroñeros que la Gran Hermana se había propuesto realizar contra los intereses del pueblo. Tenía el derecho de hacerlo. Se lo había ganado, por sí misma y por su padre, el señor A, a quien condenaron al exilio, lejos de los suyos y de su legado. Fue el único que derrotó a la pobreza, que se enfrentó al crimen, al totalitarismo destructivo de unos cuantos equivocados; el que insertó al país en el mundo financiero y que le brindó sano entretenimiento al televidente con programas y presentadoras cutre que se entronizaban en los hogares más humildes. Ese era el país que dejó, que construyó, que le volvió la cara hacia la indiferencia y al consumismo. Mientras más riqueza ostentaban en sus bolsillos, los problemas de unos pocos no importaban a otros menos y la memoria colectiva desaparecía como en un chasquido de Thanos. Y nadie más calificado que su hija para continuar ese Proyecto de Nación del que se sentía orgullosa de heredar.

Desde aquella ventana, todo se veía distinto. No le importaba si el silencio de la ciudad hablaba en señal de protesta. Para eso estaban las fuerzas del orden que replegarían todo acto de insubordinación. La que gobernaba era ella, no esa gente que ahora se arrepentía de lo que había hecho. Al fin y al cabo, eran simples borreguitos que se dejaban convencer por una dádiva o una cajita McDonald’s, que incluía un “Raúl Porras” de sorpresa más una figura de acción de César Hinostroza, vestido como juez o como coyote que cruza la frontera. Eso lo aprendió del señor V, el Goebbels peruano, el verdadero autor mediático de los más variopintos personajes de la televisión y el creador de un sinfín de tabloides y pasquines que pregonarían las acciones del gobierno, su gobierno. Porque hay que ser sinceros, él fue el hombre en el backstage, el que movía los hilos, el que develó quién era más corrupto que el propio corrupto. 

Mientras el poder judicial y legislativo estuvieran bajo su control, la señora K haría lo que mejor sabía hacer: hablar, cobrar y engañar. Era fácil. Si las cosas no caminaban como era de esperarse, practicaba su mejor rostro compungido y derramaba unas lágrimas para convencer qué tan profundo era su dolor e indignación de sentirse perseguida por sus adversarios. ¿Cuáles? La mayoría estaba en prisión o fueron llevados al paredón por traición a la patria. Los derechos humanos se habían derogado y a nadie parecía importarle. Los medios solo informaban que la selección de fútbol le había ganado por goleada a Papúa Nueva Guinea en un partido amistoso, o que Los niños cantores de Viena se presentaban en un concierto benéfico para la Sociedad Nacional de Industrias. Y todos contentos.

Sus reformas habían dado los frutos esperados. Las leyes eran aprobadas una tras otra. Su congreso funcionaba y sus 130 miembros -rechazaron la bicameralidad- se arrodillaban a sus pies. Era la primera vez en toda la historia republicana, que un solo partido ganaba en “elecciones limpias” todas las curules. Se subían el sueldo, renovaban su mobiliario, contrataban a gente allegada al partido y promovían leyes que beneficiaban a sus amigos empresarios, vendiendo gran parte de la infraestructura productiva del país a otras corporaciones, más diestras, mejor preparadas, sin importar que otros miles de trabajadores se quedasen en la calle. Para eso hay combis, decían, que se dediquen al transporte o que vendan saguchitos en las esquinas. “Con tanto venezolano en las calles, la sana competencia beneficia a todos”.

Eso era lo de menos. Eran minucias que escapaban de su verdadero estado de ánimo. Era tiempo de jolgorio, de celebración. Como cada 17 de octubre, “El Día de la Victoria” era el más aplaudido y el único con el que podía jactarse de trabajar. Desde un desayuno en el Swissotel, un discurso en el Parlamento o un almuerzo con su familia en sus viñedos de Atacama, era más que suficiente luego de cobrar el diezmo reglamentario. Como colofón, a las ocho de la noche, para mala suerte de quienes seguían De vuelta al barrio, se transmitía en cadena nacional el mismo discurso grabado que hablaba de sus logros, dando énfasis a la lucha contra la corrupción y al pago de una reparación civil para sus mártires: Vladi, Beto, los hermanitos y la muchacha de Migraciones que dejó pasar al juez.

Mientras en Puno se mueren de frío, el caos vehicular es insufrible, los sueldos disminuyen y la educación está en manos de la ministra Calmet, algunas veces nos preguntamos si el feminicidio podría aplicarse solo para ciertas funcionarias. Mientras inauguren más centros comerciales, eso a nadie debe importarle.

jueves, 18 de octubre de 2018

Buenas noches, Sr. Samuel

Diez años bastaron para entender qué fue lo que me distanció del viejo. Había hecho todo lo que estaba a mi alcance para verlo reír mientras disfrutaba del poco tiempo que le quedaba de vida. Fueron muchas cosas, muchos detalles que trato de olvidar, pero que nada me permite hacerlo sin sentir un poco de desconcierto y congoja. No soy persona emocional, más bien frío y metódico; pero con el viejo tengo deudas que saldar, prometiéndome a mí mismo llevarle un arreglo floral a su tumba y decirle las cosas que debí decirle cuando tuve oportunidad, antes de los tiempos oscuros, antes de vivir mi vida sin intención de mirar sobre mi hombro y lamentarme del tiempo perdido. Ahora entiendo por qué nunca estuve convencido de sus palabras cuando alguna vez dijo que los cambios me perjudicarían. No lo entendí en su momento, como cualquiera que cree tener todo bajo control sin medir las consecuencias.

Desde niño era tan unido a él. Nos llevábamos bien. Nada hizo presagiar el camino que tomamos ni el concepto errado que nos definiría décadas más tarde. Hasta podría decir que lo consideraba como el padre que nunca tuve. Pero ya tenía un padre, bondadoso a veces como cruel en otras. Tal vez por eso soy como soy, retraído y poco sociable. No. El viejo era otra cosa, era el médico brujo de la tribu, el gurú de las ideas esotéricas, el mesías del quebranto y la esperanza concatenados en un solo sentimiento. Simplemente nos alejamos el uno del otro sin explicación alguna. Ahora lo veo más claro. Lo único que quería de mí era que siguiera siendo el mismo, que no me obnubilara el confort ni la fama; una fama, dicho sea de paso, que nunca llegó.

No me arrepiento de nada. Lo que hice, lo hice con mucho gusto. Gasté mi fortuna en las necesidades que pedía mi cuerpo y mi alma. Cuando se tiene, todos son tus amigos. Y ya sabemos lo que pasa cuando dejas de tener. Sí. El viejo sabia que tomar decisiones apresuradas era un viaje sin retorno, en el que Caronte era tu único compañero. Largas horas de sueños truncos, de dolores de espalda y manos callosas que enervaban aún más la desesperación de hacer lo mío, de ser reconocido, de ser quien creía que era. Solo el viejo sabía la verdad. No lo escuché, y ya no está para recordármelo.

Ahora que veo su tumba bajo una lápida carcomida por el descuido y la indiferencia, no dejo de pensar en los años felices a su lado. Abro una botella de vino y brindo en su nombre, solo, en medio del vacío silencioso que encuentro en este cementerio baldío. Me arrodillo ante él y pienso además en las promesas que nunca cumplí, en las largas noches que lo veía leer el periódico o el viejo libro que reposaba sobre el anaquel apolillado de su dormitorio; en las veces que intenté decirle "te quiero" y el miedo al ridículo me vencía no sin antes esconder el rostro entre mis piernas, acurrucado en una esquina. Lo único que me queda decir es "lo siento, me equivoqué". Pero ya es tarde. No me escuchará. Mi único consuelo es recordarlo y recordar sus enseñanzas. Tal vez, dentro de poco, estemos juntos nuevamente. Mientras tanto, he de voltear la página y terminar esta botella de vino. De algo me servirá embriagarme. ¡Qué fácil es evadir la responsabilidad! No tengo nada que perder. Solo lo perdí a él.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

El río de la vida

Fuente: Google
Acabo de recibir una extraña noticia. Una de mis hijas acaba de tener su primer beso con un chico de su clase y no puedo evitar sentirme presa del pánico. Hace solo unos años que la veía correr hacia mis brazos y jugar junto con su hermana todas las mañanas, antes de irme a trabajar. Ella, que le decía "guácala" a mis muestras de afecto con su madre, ahora entiende qué es esa cosa que le hace ver corazoncitos flotando alrededor suyo. Sí. Debíamos aceptarlo. Había crecido. Se había convertido en una señorita. Su madre no parece afectarle tanto como a mí, tal vez porque soy hombre y como tal debo sentir lo mismo que otros papás ante estas eventualidades. No me preocupa en lo más mínimo, lo admito. Hemos criado a nuestras hijas de la mejor manera posible, sin prejuicios y dentro del contexto establecido en una sociedad caótica pero con esperanzas de resurgir de su debacle moral. No les hemos negado nada, siempre y cuando sepan los pros y los contras a lo que están expuestas. Y lo saben perfectamente.

Me hace sentir como Spencer Tracy o Steve Martin, sea cual sea la versión que hayan visto de El padre de la novia. Claro, la situación es diametralmente opuesta de lo que significa un tierno beso de adolescentes. No se van a casar. No. Es el principio de un discurrir por la vida que les aguarda más adelante. Hemos pasado por lo mismo y no hay secretos en ese aspecto, simplemente guiarlos hacia una buena educación sentimental que no les proporcione dudas ni se vean envueltos en los típicos mitos que se cosechan en otras latitudes. Al menos, hemos hecho un buen trabajo con ellas.

Lo que me preocupa es haber llegado a mi techo como padre. Siento que ya no me necesitan, ya no como el hombre que está detrás de ellas, obligándolas a comer todas sus verduras, sino como aquel ser omnipresente que todo lo sabe y a quien deben escuchar. Y no es que me sienta relegado como una vieja muñeca dentro de una caja de cartón. No, lo tengo bien claro. Las cosas cambian. Lo sé. Tienen otros intereses al lado de otras personas. Su madre también siente que ha llegado a ese nivel con ellas. Y lo bueno del asunto es que están en una etapa complicada pero hermosa, están aprendiendo a vivir según su criterio. Tendrán un camino interesante, sólido y autocrítico. Eso me gusta. Me devuelve las esperanzas de que pocas personas asuman su personalidad y sexualidad de la manera más coherente y consecuente con los principios aprendidos desde pequeñas. La mayor, obviamente, tiene el camino trazado. La menor, sin duda, seguirá sus pasos.

Nos sentamos a la mesa los cuatro y comentamos lo que está pasando. La comunicación es importante. Al menos, no me puedo quejar. Mis hijas me quieren, como yo a ellas. Es suficiente para mí, al igual que para su madre. Dos nuevas vidas empiezan a demostrar de qué están hechas.

lunes, 27 de agosto de 2018

Entender la nada

Fuente: Google
Una noche, Juan tuvo un sueño. No era agradable. Parecía más una pesadilla que una simple sucesión de imágenes recurrentes acerca de la vida y el desamor. ¿Desamor? Sí. Había roto hacía poco con su pareja. Pero ese no era el punto. Ni siquiera le interesaba repasar por qué se jodieron las cosas con ella. Simplemente, sus sentimientos eran nulos al respecto. Un vacío inexplicable pero consistente con su forma de ser: frío, distante, introspectivo. No tenía muchos amigos, y a los pocos que conservaba ni siquiera les devolvía la llamada. Lo querían, eso sí, pese a todo. Despierto ya, tras reaccionar desfavorablemente sobre su sueño, quiso entender, sin conseguirlo.

No fue, sin duda, el mejor estímulo para sus deseos reprimidos. Venía detrás de una batahola indeterminada de situaciones cómicas y dramáticas al mismo tiempo. Sus ansias por descubrir ese mensaje oculto nada significaría para sus dilemas existenciales. Pudo suponer, entonces, que era improbable que ocurriera algo mejor después de las cinco de la mañana.

Su perro revoloteaba entre sus piernas, buscando ser querido y alimentado. La segunda opción fue mejor recompensada que la primera. Juan dejó caer la leche sobre el plato seguida del buen puñado de galleta que tanto le gustaba comer al animalito. Lo devoró como quien no hubiera comido en semanas. Su pequeña cola se meneaba con el fin de recibir más de aquella sabrosa porción. Y le siguieron dos más.

Luego de alimentar a su mascota, Juan pudo al fin probar el desayuno que con tanto esmero preparó. No tenía prisa. Cada bocado era una delicia, y de vez en cuando le regalaba al perro un trozo de tostada untada con yema de huevo. Después, se sentaría en el sillón a revisar el periódico del día. Su ineptitud para comprender acerca de las nuevas tendencias tecnológicas, lo apartaban de las tablets o celulares. No soportaba ver a las personas colgadas en la pantalla de su teléfono móvil como si esa fuera la única razón de su existencia. Al menos, él vivía. A su modo, pero era consciente que la vida no solo era Facebook o WhatsApp. Nada mejor que palpar u hojear página tras página de un producto hecho con el sudor de los que formaban parte de una casa editora o medio de información escrita. Y eso le gustaba. Leer, escribir, entender y opinar sobre los problemas de la humanidad. Nada se escapaba de su visión, aunque lo tecnológico -como se dijo anteriormente- era la excepción a la regla.

Recibió la visita de una de sus vecinas. Una mujer atractiva y dispuesta a romper con su esquematizada forma de vida. Se echó a sus brazos y dejó que las caricias en sus cuerpos, labios y glúteos hicieran el resto. Tuvo el mejor sexo de su vida. Estaba agradecida. Él, en cambio, aún seguía pensando si aquel sueño era preludio a sus más desastrosas encarnaciones del tedio y la dejadez. La mujer no quiso darse por vencida y nuevamente entró en acción. Juan seguía recordando. Ella, empeñosa, estaba a punto de tirar la toalla. Desistió de huir porque recordó a qué había venido. Juan, por consiguiente, tuvo una reacción de último momento y entendió que no todos los días se come un buen lomo. Y sí que estuvo en su mejor desempeño. Cocinar se había hecho habitual y su paladar era tan sofisticado como su dedicación por el juego de mesa.

Llegado el momento, Juan despertó. Fue un sueño, felizmente.

jueves, 14 de junio de 2018

Demasiados errores para un solo caso

Fuente: Google
La primera vez que oí decir a alguien "Es mi error" casi me puse a llorar. Es una frase que casi nadie dice, a pesar que los hechos están en su contra. No siempre estamos seguros si vale la pena callar o seguir de largo cuando las cosas no parecen ir por buen puerto. Esto es lo que le ocurrió a un profesor de leyes, cuando se le preguntó qué haría, más allá de la justicia, si a su madre, hermana o esposa fuera brutalmente golpeada o violada por un sociópata. Desde el punto de vista legal, dijo, debía ser procesado, evadiendo la pregunta. Cuatro semanas después, su mujer fue atacada por un energúmeno que le fue negado un sencillo para su almuerzo. En clase, nadie quiso hablar del caso. El hombre estaba devastado.

Un mes después, la hermana de dicho profesor fue encontrada en un hotel, desfigurada con lejía. ¿Coincidencia? Ni qué decir de la madre. También fue atacada. Le cercenaron la oreja. ¿Qué estaba pasando?

Al igual que estas mujeres, miles -por no decir millones- son atacadas sistemáticamente, como si sus vidas no valieran nada. El caso anteriormente mencionado, fue a raíz de que la persona que le había hecho la pregunta al profesor, también había sufrido en carne propia las atrocidades que estamos condenando. Sí. El joven vio cómo su familia se despedazaba por la cobardía de unos cuantos que, teniendo derechos sobre los demás, castigaba sin misericordia a los más indefensos. Amor. Respeto. Cariño. Eran palabras para el diccionario, no para estos salvajes.

El joven quiso demostrar qué sentiría una persona ser sometida a ese calvario. ¿Qué debía hacer? ¿Recurrir a la justicia o tomar la justicia con sus propias manos? Difícil decisión. El profesor de leyes entendió que el sistema estaba mal, de cabeza, sin liderazgo para asumir la conducción de penas más feroces contra la delincuencia y el feminicidio. ¿Era posible que un sentenciado se redimiera? ¿Volvería a cometer el mismo delito si le dieran libertad? ¿La pena de muerte es la clave? No.

El profesor hizo lo que debió responderle al joven. "Ojo por ojo". Una cadena de eventos desencadenó una tragedia. Su error fue no darse cuenta de la gravedad de los daños. Ahora él pagaba las consecuencias de su negación.

Desde mi punto de vista, lo único que se puede hacer es matar a esta gente. Lo admito. Estoy a favor de la pena de muerte, pero no hecha por la justicia luego de un juicio. La pena de muerte que uno mismo debe hacer, por conciencia, por pudor, por desintoxicación. La persona que se sienta capaz de portar un arma y con ella buscar al victimario y darle un tiro en la cabeza, para mí sería un héroe. Creo firmemente que necesitamos un Paul Kersey o un Frank Castle que limpie la ciudad. No estoy delirando. Digo lo que pienso. Ya estoy harto de ver y leer información sobre mujeres maltratadas por sus cónyuges o por circunstancias fortuitas del azar. ¿Dónde están los derechos humanos? Al criminal se le defiende, dejando de lado el derecho de la víctima. Se habla de dar mayores penas y cambiar algunas leyes del código penal. Pero eso es solo para la foto, para salir bien librado de la mediocridad en que nuestro Estado ha caído. Tienen tiempo para comprar televisores o aprobar leyes estúpidas, y en las cosas que deberían hacer no se oye padre. El gobierno, especialmente el Congreso, son instituciones prostituidas por sendos burócratas que defienden sus propios intereses y no del país. ¿Esta es la clase de gente que nos gobierna? ¿Esta es la clase de gente que nos pide cumplir las leyes? Aquí no se cumple nada de eso. Entonces, es mejor salir a la calle y matar al primer forajido que se nos cruce en el camino. La gente está harta y tiene miedo de salir a la calle. En todas partes hay crímenes y a nadie le interesa. Como dicen, esperan tener pruebas para actuar. Así nunca vamos a llegar a nada. ¿Qué ganamos saliendo a la calle a marchar o exigir nuestros derechos si esa gente se caga sobre nosotros? Si me van a meter en la cárcel, pues que sea con justa razón, por haber matado a un violador, a un pedófilo o a un maricón que le pega a una mujer. Así vale la pena comerme treinta años. ¡Qué bonito! ¡Viva el Perú!

Abramos los ojos. La sociedad puede cambiar. Si no hubiera tanta desigualdad y poca educación, estas cosas no tendrían que suceder en un país civilizado. Pero ocurre, y avanza a pasos agigantados. No tendríamos que llegar a estos extremos de condenar a una persona que actuó en defensa propia y premiar a quien verdaderamente se lo merecía. Las leyes pueden cambiarse según el grado de exigencia y necesidad. Primero cumplan con sus funciones encomendadas. Los televisores, computadoras y adornos florales pueden esperar. No sé cómo pueden dormir tranquilos. Ellos ganan como 60 mil soles y un profesor apenas 1200 y tiene que esperar veinte años para ascender y llegar a lo mucho a 8 mil. ¿Es justo? En fin. Sin educación y preceptos sólidos, seguiremos siendo los matones del barrio, los bacancitos intocables o los elegidos de la democracia y quién sabe cuánta burrada se inventarán para llegar al poder.

Al ver cómo está mi país, puedo decir que es mi error no hacer nada para cambiarlo.

martes, 27 de febrero de 2018

Decir adiós no basta

Los últimos días han sido difíciles de asimilar. No creo haber llegado a tan magra situación de no haber sido por algunos amigos que vieron en mí un caso único de inestabilidad emocional digna para un estudio clínico. Fue hace cinco días que empecé a experimentar cambios en mi conducta y cierto desapego por las cosas que, para cualquier humano, serían simples de ejecutar y analizar. En mi caso, me costaba trabajo entender cómo es que sucedían en el engranaje diario. Como aquella vez que me pidieron exprimir una naranja. Había olvidado cómo se hacía. Ni siquiera mi mujer entendía qué me estaba pasando y le ofuscaba no saber cómo satisfacerla en la cama. ¡Maldito perro!, decía, Seguro has estado con otra y te haces el huevón. A decir verdad, era ella la que me engañaba a diario con su jefe. ¿O era su compañero de trabajo? Lo cierto es que la memoria me estaba fallando. El otro día pensé que me habían robado el auto cuando en realidad lo había dejado en la cochera del centro comercial. Necesitaba ayuda urgentemente.

Andrea, mi analista, no era una mujer diferente al resto de terapeutas que había conocido a lo largo de mi vida. Se entregaba a su trabajo con profesionalismo sin parpadear un solo instante. Me sugirió hacer ejercicio por el estrés que padecía. Ni siquiera tenía exceso de trabajo ni preocupaciones; pero le hice caso. No dio resultado. Lo último que recuerdo fue que agentes de serenazgo me trajeron a casa y le dijeron a mi mujer que me habían encontrado deambulando en un parque. Esto era otra cosa. Fui a la clínica a que me realizaran exámenes rutinarios y el médico me recomendó hacerme una tomografía. Sí. Era eso. Un tumor del tamaño de una pelota de tenis estaba alojada en el hemisferio izquierdo de mi cerebro y se estaba expandiendo. El médico, fiel representante de la salud humana, trató de calmarme y explicarme con serenidad que me quedaban tres meses de vida. No sentí nada al respecto. La muerte es algo natural, pensé. Mi mujer no supo asimilar la situación y me dejó. Muy conveniente. Felizmente no teníamos hijos así que la transición no sería para nada dramática.

Nuevamente Andrea estuvo a mi lado para apaciguar las cosas hasta el momento de decir bye bye California. Creo que sutilmente quería que le pagara las consultas. Mis amigos más cercanos me acompañaron durante la transición y ya estaban repartiéndose mis blurays de Marvel y mis muñecos de Star Wars. Al menos, pensé, estarían en buenas manos. Lo único que pedí fue que no lloraran ni se sintieran tristes cuando me enterraran. Te van a incinerar, dijo Julián, con esos modales tan parcos que lo caracterizaban. Bueno, ya es algo.

Mientras veía la vida desde mi habitación, además del escote de la enfermera que me atendía, me di cuenta que fui una persona feliz. No es que me riera siempre, sino que he tenido buenos y malos momentos, como cualquiera. De lo que me arrepiento sinceramente es haberme casado con esta mujer. Era celosa sin razón alguna y fría cuando tampoco tenía que serlo. Por cualquier cosa se exasperaba y me hacía sentir miserable. Pero, en general, tuve una vida plena. Me despido de mis amigos y familiares con esa imagen que siempre he deseado ser recordado: reírme de los chistes de Edwin Sierra por más malos que sean. Me despedí de mis sobrinos y hermanos, de papá y mamá y de algunas personas que no conocía. Pero ahí estaban, conteniendo el llanto. Parecía la escena de esas películas para televisión que trasmiten por cable. Era lo único que deseaba tener grabado antes de perder la conciencia.

Aunque debo admitir que no estoy preparado para la muerte, porque sé que me faltó mucho por alcanzar mis metas, creo estar satisfecho con lo poco que dejo a la posteridad. No seré recordado como un Picasso o un Van Gogh, pero al menos mis cuadros serán rematados para poder pagar los servicios funerarios. Un curador ya se ofreció en realizar una exposición póstuma con mis pinturas inéditas que guardo en mi estudio. No son la gran cosa, pero darán que hablar; especialmente las últimas que alguna vez un crítico dijo que se trataba de dibujos hechos con crayolas por un elefante menopáusico. La vida no es tan cruel como parece. Cierro los ojos y espero la oscuridad total.

Últimas palabras... fuera.

miércoles, 14 de febrero de 2018

¿Papá lo sabía todo?

De niño me gustaba ver una serie llamada Papá lo sabe todo (Father Knows Best), allá por los años setenta. La típica familia de clase media estadounidense de la era Eisenhower, cuyo padre (Robert Young) daba consejos y soluciones a los diversos tópicos que enfrentaban sus hijos. Algo muy común de ver en la vida cotidiana de aquellos años, donde el respeto y la consideración por lo políticamente correcto era el pan de cada día, y la imagen paterna era vista como el non plus ultra de la sabiduría popular. No había capítulo que diera un mensaje positivo a las tantas preguntas existenciales de cada miembro de la familia Anderson, dejando un dulce y esperanzador sentido a lo perdurable y placentero. Eso era en televisión. Esa imagen omnipresente del padre comprensivo y conciliador, de severo y tierno al mismo tiempo, contrastaba con el áspero chofer de bus Ralph Kramdem, interpretado por el carismático y portento comediante Jackie Gleason, en la serie cincuentera The Honeymooners, quien acuñó la famosa frase "¡Algún día, Alice, hasta la luna!", mientras mostraba un puño amenazador a su esposa. De esta serie vendría Los Picapiedra, hasta los más viscerales representantes de esa clase de ciudadanos promedio de Springfield y Quahog.

Los tiempos cambiaban y la sociedad tenía que aceptar que no siempre las respuestas se encontraban en casa. Ya no había más cenas de cuello y corbata, de desayunos plagados de conversaciones coherentes con el sentir del momento. Los años de posguerra y la reconstrucción del carácter perdido dio paso a la realidad, a esa realidad que murió con Kennedy y Nixon, en su momento. Aquí en nuestro medio ocurría lo mismo. La dictadura militar de Velasco no era otra cosa que la castración de nuestro valores humanos. El miedo, la represión y la falta de una identidad contrastaba con los estereotipos que veíamos de fuera. Recuerdo que mis hermanos mayores salían de fiesta ataviados como los Bee Gees o John Travolta, y debían regresar antes del toque de queda, con su pañuelo o bandera blancos si se pasaban de las diez, oliendo a marihuana barata y a cerveza rancia. La imagen paterna fue perdiendo importancia, su ausencia se hacía sentir, porque el trabajo ocupaba más tiempo de lo normal, debiendo incluso salir de la capital en busca de un mejor futuro.

Los ochenta fue el inicio del caos, del resentimiento, de la falsa ideología de extremos. El terror se hacía evidente. Papá ya no lo sabía todo. Se escondía detrás de un escritorio, de una falda provocadora. Cuando su hijo preguntaba por qué tenía erecciones o le brotaban granos en la cara, la conversación era vulgar, complaciente y hasta ridícula. Era el momento de llevarlo donde la mami y recibir lecciones de vida. Cuando su hija veía cambiar drásticamente su anatomía, el color carmesí en las mejillas de la madre no tenía comparación... ni respuesta. Si el hijo tenía varias amigas cariñosas, era el orgullo de la familia, el macho de la cuadra; si la hija hacía lo mismo, era puta. ¿Por qué la diferencia? ¿Por qué tu hijo debía comportarse de manera distinta frente a su hermana? ¿Por qué tenían que regalarle un auto y a ella un juego de cocina? Porque esa era la sociedad que construyeron nuestros padres. La mujer solo servía para complacer al hombre, darle hijos y dedicarse a los quehaceres del hogar. Cuando era niño jamás conocí a una mujer que trabajara, a no ser que fuera una simple secretaria o cajera de supermercado o de grandes almacenes (todo un logro para una mujer joven). El sostén de la familia siempre había sido el padre, el único que podía hacerlo sin despeinarse ni cambiarse de traje. A Dios gracias todo eso ha cambiado.

Antes, papá se daba el lujo de darte un par de tortazos en la cara o descargar sendos correazos a cuero limpio cuando era necesario. Ahora no puedes pegarle a un niño. Ni siquiera un profesor puede castigarlo verbal ni físicamente. La violencia genera violencia y resentimiento. ¿En serio? Mis profesores me daban de alma si me portaba mal o si no hacía la tarea. Hasta las mamás suplicaban que lo hicieran porque no podían controlar su rebeldía (ahora que conocemos más de psicología del desarrollo, podemos diferenciar una hiperactividad de una simple rabieta). Gracias a esos golpes mi generación creció fuerte, segura, con principios sólidos. Por eso los chicos de ahora son tan aniñados, amanerados y engreídos. Viven una vida de ensueño, paralela de la que nos tocó vivir. Ni siquiera saben quién fue Abimael, qué hizo Alan, Fujimori o Montesinos; no gozaron de los apagones ni de los coches bomba. Recibieron una sociedad libre de escombros pero con bases podridas que hoy soportamos sus consecuencias. Además, tienen la ventaja de los adelantos tecnológicos, de la Internet, del Smartphone, del iPod. Ahora, las cosas que le preguntabas a papá lo encuentras en las redes sociales, en los amigos virtuales, en los chats de contenidos. Si Jim Anderson se hubiera encontrado con algo así, estaría imbuido en una serie de confrontaciones existenciales al lado de una cerveza bien helada. Para Homero Simpson o Peter Griffin, en cambio, eso no les resultaría nada extraño.

En el siglo XXI, la adolescencia y juventud están más aventajadas. Descubren el sexo a temprana edad y hay más embarazos entre escolares que en décadas pasadas. Era una deshonra para la familia que tu hija de quince años saliera embarazada. Hoy, es tan común como el ceviche. Y gracias a la ventaja que te proporciona las redes sociales, hay más depredadores, pedófilos e indecentes que le desgracian la vida a un niño. Porque papá lo permite. Para que no jodas ni le interrumpas la telenovela o el partido de fútbol, te compra una tablet, un celular o una laptop; o, deja que pases la tarde dentro de una cabina de Internet, sin enterarse de lo que ves, con quién lo ves y a quién conoces sin exponer tu vida a expensas de lo que te podría pasar.

Otro hecho fundamental es que la iglesia juega un rol protagónico que pocos son los que se atreven a desenmascarar. Cuanta más represión encuentras en el camino, más obstinado se vuelve uno. "No comas del árbol prohibido", "Diosito te va a castigar", "El diablo te va a jalar las patas", son las frases que hemos escuchado a menudo desde que se inventó el catolicismo. Si encubres la verdad científica, de que provenimos de un capricho natural y no de un dios, es una tarea ganada. El sometimiento es la clave para que no desaparezca. Una cosa es la fe y otra la institucionalidad de la fe. Yo descalifico lo segundo, porque es un asunto político, no de convicción. Jesús no quiso eso. Cristo, sí. ¿Entiendes la diferencia?

El pecado es más seductor y adictivo que las drogas. Lo maravilloso del catolicismo es que puedes hacer lo que quieras y luego golpearte el pecho como si nada. Como si fuese el eslogan de una tarjeta de crédito (Compre ahora y pague después), con dos avemarías tus pecados han sido perdonados. La doble moral y el doble discurso se hace patente, y eso lo estamos viendo y viviendo. La iglesia se cubre un ojo y deja pasar por alto los abusos cometidos por su congregación. Pero si se meten con ella, son los primeros en protestar. Lo más paradójico del caso, es que son las familias que defienden a ese sacerdote sin importarles el daño que ha ocasionado a su hijo, producto de una violación o tocamientos indebidos. "El padre Jacinto es incapaz de hacer una cosa tan horrible", dice una madre de apellido compuesto y nariz respingada, cuando las pruebas lo condenan al cien por cien.

O papá no lo sabe... o no quiere saber. Se cubre la boca, los oídos y los ojos. Está más interesado en sí mismo, en cómo aumentar su patrimonio, en cómo mantener a dos familias al mismo tiempo, en cómo complacer a su amante, viendo la paja en el ojo ajeno y mostrarse como todo un señor ante la sociedad. Y siempre tiene la razón. Tú no vales nada, no eres capaz de surgir ni demostrar aptitudes que te conviertan en un hombre de provecho. Él lo sabe todo y así es como debe ser. Y si eres gay, mejor ni decirle y vive tu sexualidad a escondidas, lejos de las miradas y comentarios despreciativos y lapidarios. La homofobia es el cáncer de nuestros tiempos. Y eso lo aprovechan estos curitas u otro ser de ideología prehistórica. Se toman muy en serio eso de "Dejad que los niños se acerquen a mí". Pero cuando papá es el propio violador, la cosa se pone más fea aún. Niñas o niños violentados, con una infancia destruida y hasta pagando con su vida, son de las cosas que me hacen sentir vergüenza como hombre y como ser humano. ¿Y la justicia? ¿Vale la pena encerrarlos? ¿Es necesaria una intervención química? ¿Matarlos? ¿Fuenteovejuna? Aunque existan leyes que la respaldara, estos crímenes no van a desaparecer. Por la sencilla razón de que a nadie le importa. Miramos hacia otro lado y tiramos la primera piedra. Mientras haya dinero, otras diversiones, la televisión nos estupidice con realities de competencia, de chismes, de que todo es bonito y vengan más venezolanos en busca del sueño peruano, de vacancias presidenciales y corruptos que necesitan de toda esa mierda que les sirva de encubrimiento, gracias a una prensa complaciente y alcahueta, jamás habrá justicia. Porque nos falta educación. Los gobiernos no nos la quieren dar ni nos la darán jamás. Las generaciones venideras seguirán arrastrando ese lastre. Por eso nos ven como país exótico, fácil de manipular, fácil de explotar. No nos unimos por causas justas. ¿De qué vale que salgamos a las calles si nadie nos escucha? Solo cambiaremos cuando nos matemos los unos a los otros y desaparezcamos como seres civilizados, como país, como nación.

Sí. Me encantaría volver a esos años de Papá lo sabe todo. Era más inocente, más idílico, más familiar. Volver a esos años cuando todos nos sentábamos frente al televisor y disfrutábamos juntos el mismo programa. Ahora, cada quien tiene una tele en su dormitorio o YouTube en su ordenador, y ve lo que quiere ver sin importar lo que el otro haga. Si papá lo hubiera sabido antes, tal vez, yo no estaría aquí para contarlo.

domingo, 4 de febrero de 2018

Bajo el signo del perro

Hace cuatro horas estoy aquí sentado frente a la computadora y lo único que llevo escrito es Capítulo 1. Tengo el culo paralizado y siento que está a punto de gangrenarse por la falta de circulación. Irónicamente, la voz grave de Engelbert Humperdinck se deja escuchar a través de la radio cuando canta Release Me. Preparo café, bien cargado por supuesto, y espero que pueda ayudarme a mover los dedos sobre el teclado antes de que termine el día. Sí, ya he visto infinidad de veces el mismo cuadro y creo que una de las cosas que más detesto es no tener a nadie mirando sobre el hombro, dándome ese empujoncito moral con palabras de aliento y ventilar las ansias de consagrarme como el vendedor más prometedor de libros de supermercado. Best Sellers, los llaman. Yo los llamo Vendidos. Que la envidia no te corroa, hermano; algunas veces hay que bajar al llano y ser más disuasivo para quienes gustan de contemplar cientos de volúmenes apilados en anaqueles polvorientos, esperando ser descubiertos por las futuras generaciones que aún creen en la importancia del papel impreso y no en una tablet. Sí, cómo no.

Mientras bebo café y contemplo en silencio el póster de Citizen Kane pegado en la pared, junto a la pizarra de corcho adornada con recortes de periódico de 1976, me pregunto si puedo considerarme alumno aventajado de la providencia, que se resiste a caminar bajo la lluvia sin mojarse. No tengo la más remota idea. Lo más seguro es tener tétanos o estar a la par con cualquier viejo luciferino que quiera tocar la armónica conmigo en el bar Múnich, que pasar hambre solo porque el orgullo me impide atravesar esa puerta. Me convenzo a mí mismo que jamás podré escribir una novela de esas, las que te hacen inmortal, las que te labran un porvenir, las que te dan dinero. Me duele la cabeza y vuelvo a la realidad. Salgo a dar un paseo nocturno por la jungla de cemento al compás de la música, los tragos y las mujeres fáciles. Trato de no hacer ruido al salir, pues, ya tengo suficiente con la casera cada vez que me ausento de la pensión a tan altas horas de la noche.

He ahí por qué algunos me conocen como Búho, mote acuñado por un amigo consagrado a la vida licenciosa, gracias a una idea equivocada de mi afición nocturna sin tener conocimiento de que sufro de trastorno del sueño, muy común entre los que se dedican a cualquier tipo de actividad mental, por no decir "producto de la ansiedad o del estrés". Ya se me había hecho costumbre desentenderme de las etiquetas médicas o de las quejas de mi familia, que no comprendía por qué alguien como yo, con tanto talento, desperdiciaba mi tiempo de esa forma. Me escudaba en un caparazón, en una muralla impenetrable al menor indicio de fastidio. Aislarme de los demás era una característica innata, sin darme oportunidad de expandir mis ideas o mis pesares.

Pero con personas extrañas era todo lo contrario. Hasta cierto punto. Tenía la oportunidad de mentir compulsivamente y desviarlos de mi propia personalidad. Inventaba trabajos a los que nunca puse un pie o creaba una alocada biografía, cuya veracidad no estaría en discusión entre mis oyentes más descarnados. Era libre de hacerlo, no tenía responsabilidad de mis actos ante personas que no volvería a ver ni me interesaba ganarme su amistad. Solo quería ser escuchado. Y sin tanta apología al esnobismo, la vi a ella.

Era alta, buen cuerpo, tentadora, muy segura de sí. Llevaba una blusa de manga corta color marfil y una diminuta falda de cuero rojo sobre unas pantimedias negras, dejando relucir unas perfectas piernas imposibles de no seguir con la mirada, hasta culminar con unos zapatos de tacón alto del mismo color. Estaba en la barra, bebiendo un Cosmopolitan, al lado de un despistado ejecutivo junior que no parecía impresionarla. Diría que desconectada de la historia de su vida ni de lo maravilloso que le resultaba haberla conocido. Sin disculparse, pasó a otro asiento y anduvo coqueteando con un tío barrigón, quien parecía haber logrado la hazaña más grande de su vida. Pero no, cogió su copa y prefirió mi compañía, quizá porque le recordaba a su hermano o al perro que siempre quiso tener de niña.

–¿Puedo sentarme? –preguntó, casi susurrándome al oído.

–Claro que sí, guapa. ¿Qué tomas?

Miró su copa vacía y luego mi vaso, que no lo pensó dos veces: 

–Lo mismo que tú.

Pedí a la camarera dos Gin tónic, que no demoró en traer, y brindamos por el gusto de conocernos. En pocas palabras, me contó la historia de su vida: Hija de una familia de médicos de gran trayectoria, la crema y nata de la medicina local. Sus padres presumían de su pronta inclusión como nuevo miembro del Colegio Médico, con consultorio propio y una larga cartera de clientes ávidos de poner su salud en sus manos. Sin embargo, prefirió dejar los estudios y encontrar otro tipo de clientes con otras necesidades terapéuticas. Demostró tener aptitudes innatas sin tener que colgar un título en la pared. ¡A la mierda!, dijo, alguien tenía que romper el mito de que una carrera debía ser generacional. Se fue de su casa a los veinte años y avanzó a paso marcial en el difícil mundo de la prostitución A1. Era deseada por quienes disfrutaban de su compañía, sin que le faltara clientes que pelearan por su exclusividad. Aunque era un modo particular de subsistir, no se sentía bien consigo misma, porque había traicionado aquel juramento hipocrático de toda prostituta: no involucrarse sentimentalmente con un cliente.

–¿Hablas de amor? –dije, incrédulo– ¿Ese sentimiento donde todo cambia y te sientes presa de una ansiedad incontrolable a punto de perder la cordura?

–¡Sí! –se apresuró ella– ¿Has sentido lo mismo?

–No.

El hombre era uno de esos empresarios de edad madura aburrido de la misma mujer que tenía por esposa, así que jugaba al galán seductor con el vigor de un hombre de pelo en pecho, gracias a una dosis diaria de Sildenafilo. No había nada de malo encontrarse en el mismo hotel, dos veces al mes, hasta que se convirtió en una costumbre fuera de lo normal. "Vivíamos única y exclusivamente para estar en la cama", dijo. "Dejé de lado a mis otros potenciales inversores por la seguridad que me brindaba este hombre. Era demasiado".

«Me entró la curiosidad de preguntarle si tenía problemas en su casa o simplemente era una mierda con su mujer, así que dejé que las cosas siguieran avanzando sin medir las consecuencias. No te miento, complacía todos mis caprichos; y no era para nada mano rota. Estaba con él, me pagaba para estar con él; prácticamente, era de su propiedad, como todas las inversiones que había cosechado a lo largo de su carrera».

–Y ahí fue que te gustó –dije.

–Sí. Sabía hacer bien la cosa. Se supone que era mi trabajo; pero él me lo hizo a mí –su risa era deliciosa–. Era una cosa de locos. Y empecé a disfrutarlo, ya no por la comodidad que me brindaba en mis gustos cada vez más extravagantes, sino por el placer de tenerlo a mi lado.

–¿Y qué pasó después? –pregunté.

–Bueno, como toda historia, supongo, le dije que no podíamos continuar. Me estaba haciendo daño y no quería quedar como una vulgar puta robamaridos. Creo que lo entendió, aunque debo confesar que me movió el piso cuando me dejó. Creí que se negaría, que me suplicaría no terminar con la relación y hacer todo ese berrinche típico de hombre inseguro. Pero, demostró ser una persona práctica, que no se hacía problemas por nada. Y, bueno, creo que fue lo mejor. Cambié de número telefónico y lo borré de mi vida.

–No tanto, porque estás hablando de él.

–Sabes a lo que me refiero.

–Lo sé.

Luego de volver a brindar, esta vez por los amores mal pagados, permanecimos callados el tiempo que duró Felices los 4. No era de extrañar que había decidido alejarse de esos malos hábitos y abrir un negocio con el dinero ahorrado. La costura le sentaba bien y pudo vender su propia línea de ropa a gente exclusiva, ideal para ocasiones especiales o mujeres trabajadoras que deseaban impresionar a sus jefes. Se sentía orgullosa de haberlo hecho por sí sola con la posterior aprobación de sus padres, que perdonaron todo acto de rebeldía que les costó alejarse de ella.

Después del último sorbo a su bebida, me miró fijamente y pregunto:

–¿Y tú? ¿Cuál es tu historia?

–Es tan larga como el pecado.

–La noche termina cuando amanece.

–Debo volver a casa temprano –dije sin pensar–.

–Jajaja... No me hagas reír. ¿Qué, tu mujer te pega?

–Vivo en una pensión y la casera le pone tranca a la puerta después de la medianoche.

Ante tanta insistencia, le propuse ir a otro lugar más acogedor y continuar la cháchara si estaba dispuesta a seguir el camino amarillo.

–¿Quién te crees que soy? Apenas te conozco.

Ya escuchaba a mi hermano decirme loser. Lo único que quería era conversar con esta increíble mujer, a solas, en el calor de una cama bien tendida del mejor hotel tres estrellas de la capital, porque mi dormitorio era un chiquero y no quería que se llevara una mala impresión de mi persona, mucho menos alterar la tranquilidad de los demás inquilinos por mi inusual visita. Pero estaba en su derecho. Terminó su copa, agradeció la invitación y se marchó. Pedí otro trago y dediqué ese breve momento a poner en orden mis pensamientos respecto a las mujeres. El horizonte no era muy prometedor.

Hay algo muy importante en todo este asunto de conocer personas. O soy un friki que no sé dónde está parado o realmente estoy hecho para desligarme de los demás. Me quedo con lo segundo, no porque considere una pérdida de tiempo explicar por qué actuamos de una manera que los demás no captan lo que se quiere decir, sino que hay momentos en la vida de un ser humano que busca esconder la cabeza bajo la arena y esperar la primera señal que lo reubique con los demás. Formar parte de este mundo demanda ciertas responsabilidades que, quizá esté exagerando, Dios quiere darnos una prueba fehaciente de su existencia haciéndonos sufrir como Job. Suelo reaccionar mal cuando los demás no ven en mí al hombre que quieren ver. ¿Es eso justo? No para ellos.

miércoles, 3 de enero de 2018

El mejor de los regalos

Mis hijas llegaron de Miami. ¡Vaya que están grandes! No las veo desde hace unos años; aunque no he perdido contacto con ellas, vía Skype o WhatsApp. La mayor, con 14 a cuestas, y la menor, con 12. Su madre, para variar, no deja de preguntarme si deseo donarle mi esperma para el tercero, ya que su actual pareja no tiene los suficientes amiguitos escurridizos que la puedan fecundar. Obviamente, me he negado, no porque se niegue hacerlo de la manera tradicional, sino que no quiero tener otro hijo al que no pueda ver si no es a través de una pantalla de computadora o de un Smartphone. Ella ríe y trata de ser diplomática. Yo, como siempre, evado el tema y le pregunto a mi hija mayor cómo van las cosas por allá. Ya tiene novio, un chico afrodescendiente, educado y de buenas intenciones. Es dos años mayor, pero sabe tratarla con respeto. Me da gusto por ella. Por ambos. A Jackson le gusta el ceviche y la causa, dos de los platos que mi hija aprendió a cocinar y que prepara regularmente a su consideración. La menor aún está viviendo su pre-adolescencia sin muchos problemas. Es más abierta hacia temas poco habituales para su edad, mayormente relacionados a la literatura que a las películas animadas. Acaba de escribir un libreto para producirlo y dirigirlo este año en su propia escuela, como parte de su formación académica. Al menos, alguien que heredó el arte de escribir, gracias a mis constantes lecturas que alimentaron su imaginación. La primera historia que escuchó de mí fue La metamorfosis, de Kafka. Durante una semana no pudo dormir por el temor de despertar convertida en un insecto. Para animarla, le decía que sería la hormiga más bonita que haya encontrado en la cama. Su risa me devolvía la fe y la esperanza de no ser reprendido por su madre, que creía que nacería con traumas y esas cosas. Ahora se come sus palabras y me dice que es una sobresaliente estudiante con miras a obtener una beca completa. Cuando las cosas se hacen con empeño, los resultados nos llenan de orgullo.

La pareja de mi ex es un tipazo. Debo reconocerlo. Muchas veces ha querido invitarme a pasar unos días por allá, pero no me siento a gusto en los Everglades -hay muchos cocodrilos- y uno de sus vecinos tiene un parecido enfermizo a Horatio Caine, que cuando susurra tu nombre las tripas te revuelven el estómago como una langosta dentro de agua hirviendo -Por eso no me gusta comerlas-. Pero, claro, estoy exagerando, ellos viven en Biscayne Bay.

Lo bueno es que trata bien a mis hijas, y ellas lo adoran. Estoy tranquilo, en ese sentido; aunque debo reconocer que últimamente mi ego ha aumentado unos puntos a raíz de que mi ex prefiera mis fluidos y no los de una clínica especializada. La sangre llama, como dicen. Sin embargo, nunca entenderé por qué se casó con un gringo de Ohio, que vive en Miami y trabaja en Chicago. De no ser así, mis hijas no tendrían las comodidades que se les permite tener. Y lo que me gusta de ellas es que no son ostentosas, no han cambiado, son las mismas niñitas que crié durante sus primeros seis años de desarrollo psicomotriz y me siento orgulloso de que esa esencia no la hayan perdido.

Hemos pasado la noche juntos, contándonos chistes y recordando por qué soy padre de dos niñas tan adelantadas para su edad, con los pies bien puestos sobre la tierra y que demuestran devoción por su padrastro -chiste universitario-. No. Ellas me quieren. La mayor confía en que debo tomar esas vacaciones y ver el mundo más allá de mi dormitorio. "Algún día", digo. Ella me contesta: ¿Cuándo? ¿El día de mi boda? Ya tiene planes para casarse con "Jackson". Se llama Irving, papá, refuta de inmediato, no entiendo por qué a todos los de color le llaman Jackson. La menor, como siempre, quiere que le cuente una historia, El gran Gatsby.

-¡Qué anacrónico eres! -sentencia su madre- Hija, ¿no prefieres otra cosa?

-No, mamá. Son las que me gustan.

Bendito sea el Señor por darme a esta criatura.

Ya a solas, la madre de mis hijas tuvo un detalle inesperado hacia mi persona. Creo que fue un as bajo la manga; pero me di cuenta que sus intenciones eran sinceras. Cuando lo vi, dije, es el mejor de los regalos que he recibido en estas fiestas. Puso sobre la mesa dos funkos, uno de Ironman y el otro de Dr. Strange. Sabía que te iban a gustar, dijo. No pude evitar sentir un especial cariño por esta mujer que de inmediato quise embarazar. Sin embargo, al ver a mis hijas, dormidas plácidamente en sus camas, pensé que estaba equivocado. Mi mejor regalo son estas dos preciosidades que se divierten tomándome el pelo -el poco que me queda- y hacen que mi vida sea más placentera. No hay cómo explicar este amor que siento por ellas. Me llena de satisfacción saber que están por buen camino, con gente que las quiere, las respeta y le dan la importancia vital a sus necesidades e inquietudes. Ambas tienen un futuro prominente. Su madre, bueno, tuvimos nuestros desencuentros en poco tiempo y no supimos cómo lidiar nuestras diferencias. Nos respetamos, eso es un hecho. No hay resentimientos. Somos amigos, y para pedirme una cosa tan delicada como la que mencioné al inicio, debe ser por algo.

Me siento orgulloso de estas tres mujeres. Cada una a su estilo. Las amo, qué duda cabe, y debo ser menos exigente a la hora de buscar pareja. Me piden a gritos que rehaga mi vida; pero es difícil. Mi único interés en estos momentos es ver que mis hijas crezcan y se conviertan en unas señoritas. Este año, la mayor cumple quince. Aún no saben si se hará aquí o allá. Es más seguro que su cumpleaños lo pase en su casa, porque están sus amigos y su vida. Cooper -el marido de mi ex- sabe que no voy a tomar ese vuelo. Lo que no sabe es que ya le dije a Horatio Caine que contrate a Clavo Cruz para que le ponga la cabeza de un caballo debajo de las sábanas. Me divierto con él porque no sabe de referencias cinematográficas. Es un hombre de negocios. Solo sabe hacer fortuna.

Mis hijas regresan este fin de semana a Miami. Tengo un par de días para disfrutar de su compañía. Eso implica que deje de lado la dieta. No importa, con tal de verlas felices, todo se olvida. He empezado a leer Juego de tronos, a petición de la menor, a cambio de que no vea Episodio VIII, como se lo pedí.