martes, 27 de febrero de 2018

Decir adiós no basta

Los últimos días han sido difíciles de asimilar. No creo haber llegado a tan magra situación de no haber sido por algunos amigos que vieron en mí un caso único de inestabilidad emocional digna para un estudio clínico. Fue hace cinco días que empecé a experimentar cambios en mi conducta y cierto desapego por las cosas que, para cualquier humano, serían simples de ejecutar y analizar. En mi caso, me costaba trabajo entender cómo es que sucedían en el engranaje diario. Como aquella vez que me pidieron exprimir una naranja. Había olvidado cómo se hacía. Ni siquiera mi mujer entendía qué me estaba pasando y le ofuscaba no saber cómo satisfacerla en la cama. ¡Maldito perro!, decía, Seguro has estado con otra y te haces el huevón. A decir verdad, era ella la que me engañaba a diario con su jefe. ¿O era su compañero de trabajo? Lo cierto es que la memoria me estaba fallando. El otro día pensé que me habían robado el auto cuando en realidad lo había dejado en la cochera del centro comercial. Necesitaba ayuda urgentemente.

Andrea, mi analista, no era una mujer diferente al resto de terapeutas que había conocido a lo largo de mi vida. Se entregaba a su trabajo con profesionalismo sin parpadear un solo instante. Me sugirió hacer ejercicio por el estrés que padecía. Ni siquiera tenía exceso de trabajo ni preocupaciones; pero le hice caso. No dio resultado. Lo último que recuerdo fue que agentes de serenazgo me trajeron a casa y le dijeron a mi mujer que me habían encontrado deambulando en un parque. Esto era otra cosa. Fui a la clínica a que me realizaran exámenes rutinarios y el médico me recomendó hacerme una tomografía. Sí. Era eso. Un tumor del tamaño de una pelota de tenis estaba alojada en el hemisferio izquierdo de mi cerebro y se estaba expandiendo. El médico, fiel representante de la salud humana, trató de calmarme y explicarme con serenidad que me quedaban tres meses de vida. No sentí nada al respecto. La muerte es algo natural, pensé. Mi mujer no supo asimilar la situación y me dejó. Muy conveniente. Felizmente no teníamos hijos así que la transición no sería para nada dramática.

Nuevamente Andrea estuvo a mi lado para apaciguar las cosas hasta el momento de decir bye bye California. Creo que sutilmente quería que le pagara las consultas. Mis amigos más cercanos me acompañaron durante la transición y ya estaban repartiéndose mis blurays de Marvel y mis muñecos de Star Wars. Al menos, pensé, estarían en buenas manos. Lo único que pedí fue que no lloraran ni se sintieran tristes cuando me enterraran. Te van a incinerar, dijo Julián, con esos modales tan parcos que lo caracterizaban. Bueno, ya es algo.

Mientras veía la vida desde mi habitación, además del escote de la enfermera que me atendía, me di cuenta que fui una persona feliz. No es que me riera siempre, sino que he tenido buenos y malos momentos, como cualquiera. De lo que me arrepiento sinceramente es haberme casado con esta mujer. Era celosa sin razón alguna y fría cuando tampoco tenía que serlo. Por cualquier cosa se exasperaba y me hacía sentir miserable. Pero, en general, tuve una vida plena. Me despido de mis amigos y familiares con esa imagen que siempre he deseado ser recordado: reírme de los chistes de Edwin Sierra por más malos que sean. Me despedí de mis sobrinos y hermanos, de papá y mamá y de algunas personas que no conocía. Pero ahí estaban, conteniendo el llanto. Parecía la escena de esas películas para televisión que trasmiten por cable. Era lo único que deseaba tener grabado antes de perder la conciencia.

Aunque debo admitir que no estoy preparado para la muerte, porque sé que me faltó mucho por alcanzar mis metas, creo estar satisfecho con lo poco que dejo a la posteridad. No seré recordado como un Picasso o un Van Gogh, pero al menos mis cuadros serán rematados para poder pagar los servicios funerarios. Un curador ya se ofreció en realizar una exposición póstuma con mis pinturas inéditas que guardo en mi estudio. No son la gran cosa, pero darán que hablar; especialmente las últimas que alguna vez un crítico dijo que se trataba de dibujos hechos con crayolas por un elefante menopáusico. La vida no es tan cruel como parece. Cierro los ojos y espero la oscuridad total.

Últimas palabras... fuera.

miércoles, 14 de febrero de 2018

¿Papá lo sabía todo?

De niño me gustaba ver una serie llamada Papá lo sabe todo (Father Knows Best), allá por los años setenta. La típica familia de clase media estadounidense de la era Eisenhower, cuyo padre (Robert Young) daba consejos y soluciones a los diversos tópicos que enfrentaban sus hijos. Algo muy común de ver en la vida cotidiana de aquellos años, donde el respeto y la consideración por lo políticamente correcto era el pan de cada día, y la imagen paterna era vista como el non plus ultra de la sabiduría popular. No había capítulo que diera un mensaje positivo a las tantas preguntas existenciales de cada miembro de la familia Anderson, dejando un dulce y esperanzador sentido a lo perdurable y placentero. Eso era en televisión. Esa imagen omnipresente del padre comprensivo y conciliador, de severo y tierno al mismo tiempo, contrastaba con el áspero chofer de bus Ralph Kramdem, interpretado por el carismático y portento comediante Jackie Gleason, en la serie cincuentera The Honeymooners, quien acuñó la famosa frase "¡Algún día, Alice, hasta la luna!", mientras mostraba un puño amenazador a su esposa. De esta serie vendría Los Picapiedra, hasta los más viscerales representantes de esa clase de ciudadanos promedio de Springfield y Quahog.

Los tiempos cambiaban y la sociedad tenía que aceptar que no siempre las respuestas se encontraban en casa. Ya no había más cenas de cuello y corbata, de desayunos plagados de conversaciones coherentes con el sentir del momento. Los años de posguerra y la reconstrucción del carácter perdido dio paso a la realidad, a esa realidad que murió con Kennedy y Nixon, en su momento. Aquí en nuestro medio ocurría lo mismo. La dictadura militar de Velasco no era otra cosa que la castración de nuestro valores humanos. El miedo, la represión y la falta de una identidad contrastaba con los estereotipos que veíamos de fuera. Recuerdo que mis hermanos mayores salían de fiesta ataviados como los Bee Gees o John Travolta, y debían regresar antes del toque de queda, con su pañuelo o bandera blancos si se pasaban de las diez, oliendo a marihuana barata y a cerveza rancia. La imagen paterna fue perdiendo importancia, su ausencia se hacía sentir, porque el trabajo ocupaba más tiempo de lo normal, debiendo incluso salir de la capital en busca de un mejor futuro.

Los ochenta fue el inicio del caos, del resentimiento, de la falsa ideología de extremos. El terror se hacía evidente. Papá ya no lo sabía todo. Se escondía detrás de un escritorio, de una falda provocadora. Cuando su hijo preguntaba por qué tenía erecciones o le brotaban granos en la cara, la conversación era vulgar, complaciente y hasta ridícula. Era el momento de llevarlo donde la mami y recibir lecciones de vida. Cuando su hija veía cambiar drásticamente su anatomía, el color carmesí en las mejillas de la madre no tenía comparación... ni respuesta. Si el hijo tenía varias amigas cariñosas, era el orgullo de la familia, el macho de la cuadra; si la hija hacía lo mismo, era puta. ¿Por qué la diferencia? ¿Por qué tu hijo debía comportarse de manera distinta frente a su hermana? ¿Por qué tenían que regalarle un auto y a ella un juego de cocina? Porque esa era la sociedad que construyeron nuestros padres. La mujer solo servía para complacer al hombre, darle hijos y dedicarse a los quehaceres del hogar. Cuando era niño jamás conocí a una mujer que trabajara, a no ser que fuera una simple secretaria o cajera de supermercado o de grandes almacenes (todo un logro para una mujer joven). El sostén de la familia siempre había sido el padre, el único que podía hacerlo sin despeinarse ni cambiarse de traje. A Dios gracias todo eso ha cambiado.

Antes, papá se daba el lujo de darte un par de tortazos en la cara o descargar sendos correazos a cuero limpio cuando era necesario. Ahora no puedes pegarle a un niño. Ni siquiera un profesor puede castigarlo verbal ni físicamente. La violencia genera violencia y resentimiento. ¿En serio? Mis profesores me daban de alma si me portaba mal o si no hacía la tarea. Hasta las mamás suplicaban que lo hicieran porque no podían controlar su rebeldía (ahora que conocemos más de psicología del desarrollo, podemos diferenciar una hiperactividad de una simple rabieta). Gracias a esos golpes mi generación creció fuerte, segura, con principios sólidos. Por eso los chicos de ahora son tan aniñados, amanerados y engreídos. Viven una vida de ensueño, paralela de la que nos tocó vivir. Ni siquiera saben quién fue Abimael, qué hizo Alan, Fujimori o Montesinos; no gozaron de los apagones ni de los coches bomba. Recibieron una sociedad libre de escombros pero con bases podridas que hoy soportamos sus consecuencias. Además, tienen la ventaja de los adelantos tecnológicos, de la Internet, del Smartphone, del iPod. Ahora, las cosas que le preguntabas a papá lo encuentras en las redes sociales, en los amigos virtuales, en los chats de contenidos. Si Jim Anderson se hubiera encontrado con algo así, estaría imbuido en una serie de confrontaciones existenciales al lado de una cerveza bien helada. Para Homero Simpson o Peter Griffin, en cambio, eso no les resultaría nada extraño.

En el siglo XXI, la adolescencia y juventud están más aventajadas. Descubren el sexo a temprana edad y hay más embarazos entre escolares que en décadas pasadas. Era una deshonra para la familia que tu hija de quince años saliera embarazada. Hoy, es tan común como el ceviche. Y gracias a la ventaja que te proporciona las redes sociales, hay más depredadores, pedófilos e indecentes que le desgracian la vida a un niño. Porque papá lo permite. Para que no jodas ni le interrumpas la telenovela o el partido de fútbol, te compra una tablet, un celular o una laptop; o, deja que pases la tarde dentro de una cabina de Internet, sin enterarse de lo que ves, con quién lo ves y a quién conoces sin exponer tu vida a expensas de lo que te podría pasar.

Otro hecho fundamental es que la iglesia juega un rol protagónico que pocos son los que se atreven a desenmascarar. Cuanta más represión encuentras en el camino, más obstinado se vuelve uno. "No comas del árbol prohibido", "Diosito te va a castigar", "El diablo te va a jalar las patas", son las frases que hemos escuchado a menudo desde que se inventó el catolicismo. Si encubres la verdad científica, de que provenimos de un capricho natural y no de un dios, es una tarea ganada. El sometimiento es la clave para que no desaparezca. Una cosa es la fe y otra la institucionalidad de la fe. Yo descalifico lo segundo, porque es un asunto político, no de convicción. Jesús no quiso eso. Cristo, sí. ¿Entiendes la diferencia?

El pecado es más seductor y adictivo que las drogas. Lo maravilloso del catolicismo es que puedes hacer lo que quieras y luego golpearte el pecho como si nada. Como si fuese el eslogan de una tarjeta de crédito (Compre ahora y pague después), con dos avemarías tus pecados han sido perdonados. La doble moral y el doble discurso se hace patente, y eso lo estamos viendo y viviendo. La iglesia se cubre un ojo y deja pasar por alto los abusos cometidos por su congregación. Pero si se meten con ella, son los primeros en protestar. Lo más paradójico del caso, es que son las familias que defienden a ese sacerdote sin importarles el daño que ha ocasionado a su hijo, producto de una violación o tocamientos indebidos. "El padre Jacinto es incapaz de hacer una cosa tan horrible", dice una madre de apellido compuesto y nariz respingada, cuando las pruebas lo condenan al cien por cien.

O papá no lo sabe... o no quiere saber. Se cubre la boca, los oídos y los ojos. Está más interesado en sí mismo, en cómo aumentar su patrimonio, en cómo mantener a dos familias al mismo tiempo, en cómo complacer a su amante, viendo la paja en el ojo ajeno y mostrarse como todo un señor ante la sociedad. Y siempre tiene la razón. Tú no vales nada, no eres capaz de surgir ni demostrar aptitudes que te conviertan en un hombre de provecho. Él lo sabe todo y así es como debe ser. Y si eres gay, mejor ni decirle y vive tu sexualidad a escondidas, lejos de las miradas y comentarios despreciativos y lapidarios. La homofobia es el cáncer de nuestros tiempos. Y eso lo aprovechan estos curitas u otro ser de ideología prehistórica. Se toman muy en serio eso de "Dejad que los niños se acerquen a mí". Pero cuando papá es el propio violador, la cosa se pone más fea aún. Niñas o niños violentados, con una infancia destruida y hasta pagando con su vida, son de las cosas que me hacen sentir vergüenza como hombre y como ser humano. ¿Y la justicia? ¿Vale la pena encerrarlos? ¿Es necesaria una intervención química? ¿Matarlos? ¿Fuenteovejuna? Aunque existan leyes que la respaldara, estos crímenes no van a desaparecer. Por la sencilla razón de que a nadie le importa. Miramos hacia otro lado y tiramos la primera piedra. Mientras haya dinero, otras diversiones, la televisión nos estupidice con realities de competencia, de chismes, de que todo es bonito y vengan más venezolanos en busca del sueño peruano, de vacancias presidenciales y corruptos que necesitan de toda esa mierda que les sirva de encubrimiento, gracias a una prensa complaciente y alcahueta, jamás habrá justicia. Porque nos falta educación. Los gobiernos no nos la quieren dar ni nos la darán jamás. Las generaciones venideras seguirán arrastrando ese lastre. Por eso nos ven como país exótico, fácil de manipular, fácil de explotar. No nos unimos por causas justas. ¿De qué vale que salgamos a las calles si nadie nos escucha? Solo cambiaremos cuando nos matemos los unos a los otros y desaparezcamos como seres civilizados, como país, como nación.

Sí. Me encantaría volver a esos años de Papá lo sabe todo. Era más inocente, más idílico, más familiar. Volver a esos años cuando todos nos sentábamos frente al televisor y disfrutábamos juntos el mismo programa. Ahora, cada quien tiene una tele en su dormitorio o YouTube en su ordenador, y ve lo que quiere ver sin importar lo que el otro haga. Si papá lo hubiera sabido antes, tal vez, yo no estaría aquí para contarlo.

domingo, 4 de febrero de 2018

Bajo el signo del perro

Hace cuatro horas estoy aquí sentado frente a la computadora y lo único que llevo escrito es Capítulo 1. Tengo el culo paralizado y siento que está a punto de gangrenarse por la falta de circulación. Irónicamente, la voz grave de Engelbert Humperdinck se deja escuchar a través de la radio cuando canta Release Me. Preparo café, bien cargado por supuesto, y espero que pueda ayudarme a mover los dedos sobre el teclado antes de que termine el día. Sí, ya he visto infinidad de veces el mismo cuadro y creo que una de las cosas que más detesto es no tener a nadie mirando sobre el hombro, dándome ese empujoncito moral con palabras de aliento y ventilar las ansias de consagrarme como el vendedor más prometedor de libros de supermercado. Best Sellers, los llaman. Yo los llamo Vendidos. Que la envidia no te corroa, hermano; algunas veces hay que bajar al llano y ser más disuasivo para quienes gustan de contemplar cientos de volúmenes apilados en anaqueles polvorientos, esperando ser descubiertos por las futuras generaciones que aún creen en la importancia del papel impreso y no en una tablet. Sí, cómo no.

Mientras bebo café y contemplo en silencio el póster de Citizen Kane pegado en la pared, junto a la pizarra de corcho adornada con recortes de periódico de 1976, me pregunto si puedo considerarme alumno aventajado de la providencia, que se resiste a caminar bajo la lluvia sin mojarse. No tengo la más remota idea. Lo más seguro es tener tétanos o estar a la par con cualquier viejo luciferino que quiera tocar la armónica conmigo en el bar Múnich, que pasar hambre solo porque el orgullo me impide atravesar esa puerta. Me convenzo a mí mismo que jamás podré escribir una novela de esas, las que te hacen inmortal, las que te labran un porvenir, las que te dan dinero. Me duele la cabeza y vuelvo a la realidad. Salgo a dar un paseo nocturno por la jungla de cemento al compás de la música, los tragos y las mujeres fáciles. Trato de no hacer ruido al salir, pues, ya tengo suficiente con la casera cada vez que me ausento de la pensión a tan altas horas de la noche.

He ahí por qué algunos me conocen como Búho, mote acuñado por un amigo consagrado a la vida licenciosa, gracias a una idea equivocada de mi afición nocturna sin tener conocimiento de que sufro de trastorno del sueño, muy común entre los que se dedican a cualquier tipo de actividad mental, por no decir "producto de la ansiedad o del estrés". Ya se me había hecho costumbre desentenderme de las etiquetas médicas o de las quejas de mi familia, que no comprendía por qué alguien como yo, con tanto talento, desperdiciaba mi tiempo de esa forma. Me escudaba en un caparazón, en una muralla impenetrable al menor indicio de fastidio. Aislarme de los demás era una característica innata, sin darme oportunidad de expandir mis ideas o mis pesares.

Pero con personas extrañas era todo lo contrario. Hasta cierto punto. Tenía la oportunidad de mentir compulsivamente y desviarlos de mi propia personalidad. Inventaba trabajos a los que nunca puse un pie o creaba una alocada biografía, cuya veracidad no estaría en discusión entre mis oyentes más descarnados. Era libre de hacerlo, no tenía responsabilidad de mis actos ante personas que no volvería a ver ni me interesaba ganarme su amistad. Solo quería ser escuchado. Y sin tanta apología al esnobismo, la vi a ella.

Era alta, buen cuerpo, tentadora, muy segura de sí. Llevaba una blusa de manga corta color marfil y una diminuta falda de cuero rojo sobre unas pantimedias negras, dejando relucir unas perfectas piernas imposibles de no seguir con la mirada, hasta culminar con unos zapatos de tacón alto del mismo color. Estaba en la barra, bebiendo un Cosmopolitan, al lado de un despistado ejecutivo junior que no parecía impresionarla. Diría que desconectada de la historia de su vida ni de lo maravilloso que le resultaba haberla conocido. Sin disculparse, pasó a otro asiento y anduvo coqueteando con un tío barrigón, quien parecía haber logrado la hazaña más grande de su vida. Pero no, cogió su copa y prefirió mi compañía, quizá porque le recordaba a su hermano o al perro que siempre quiso tener de niña.

–¿Puedo sentarme? –preguntó, casi susurrándome al oído.

–Claro que sí, guapa. ¿Qué tomas?

Miró su copa vacía y luego mi vaso, que no lo pensó dos veces: 

–Lo mismo que tú.

Pedí a la camarera dos Gin tónic, que no demoró en traer, y brindamos por el gusto de conocernos. En pocas palabras, me contó la historia de su vida: Hija de una familia de médicos de gran trayectoria, la crema y nata de la medicina local. Sus padres presumían de su pronta inclusión como nuevo miembro del Colegio Médico, con consultorio propio y una larga cartera de clientes ávidos de poner su salud en sus manos. Sin embargo, prefirió dejar los estudios y encontrar otro tipo de clientes con otras necesidades terapéuticas. Demostró tener aptitudes innatas sin tener que colgar un título en la pared. ¡A la mierda!, dijo, alguien tenía que romper el mito de que una carrera debía ser generacional. Se fue de su casa a los veinte años y avanzó a paso marcial en el difícil mundo de la prostitución A1. Era deseada por quienes disfrutaban de su compañía, sin que le faltara clientes que pelearan por su exclusividad. Aunque era un modo particular de subsistir, no se sentía bien consigo misma, porque había traicionado aquel juramento hipocrático de toda prostituta: no involucrarse sentimentalmente con un cliente.

–¿Hablas de amor? –dije, incrédulo– ¿Ese sentimiento donde todo cambia y te sientes presa de una ansiedad incontrolable a punto de perder la cordura?

–¡Sí! –se apresuró ella– ¿Has sentido lo mismo?

–No.

El hombre era uno de esos empresarios de edad madura aburrido de la misma mujer que tenía por esposa, así que jugaba al galán seductor con el vigor de un hombre de pelo en pecho, gracias a una dosis diaria de Sildenafilo. No había nada de malo encontrarse en el mismo hotel, dos veces al mes, hasta que se convirtió en una costumbre fuera de lo normal. "Vivíamos única y exclusivamente para estar en la cama", dijo. "Dejé de lado a mis otros potenciales inversores por la seguridad que me brindaba este hombre. Era demasiado".

«Me entró la curiosidad de preguntarle si tenía problemas en su casa o simplemente era una mierda con su mujer, así que dejé que las cosas siguieran avanzando sin medir las consecuencias. No te miento, complacía todos mis caprichos; y no era para nada mano rota. Estaba con él, me pagaba para estar con él; prácticamente, era de su propiedad, como todas las inversiones que había cosechado a lo largo de su carrera».

–Y ahí fue que te gustó –dije.

–Sí. Sabía hacer bien la cosa. Se supone que era mi trabajo; pero él me lo hizo a mí –su risa era deliciosa–. Era una cosa de locos. Y empecé a disfrutarlo, ya no por la comodidad que me brindaba en mis gustos cada vez más extravagantes, sino por el placer de tenerlo a mi lado.

–¿Y qué pasó después? –pregunté.

–Bueno, como toda historia, supongo, le dije que no podíamos continuar. Me estaba haciendo daño y no quería quedar como una vulgar puta robamaridos. Creo que lo entendió, aunque debo confesar que me movió el piso cuando me dejó. Creí que se negaría, que me suplicaría no terminar con la relación y hacer todo ese berrinche típico de hombre inseguro. Pero, demostró ser una persona práctica, que no se hacía problemas por nada. Y, bueno, creo que fue lo mejor. Cambié de número telefónico y lo borré de mi vida.

–No tanto, porque estás hablando de él.

–Sabes a lo que me refiero.

–Lo sé.

Luego de volver a brindar, esta vez por los amores mal pagados, permanecimos callados el tiempo que duró Felices los 4. No era de extrañar que había decidido alejarse de esos malos hábitos y abrir un negocio con el dinero ahorrado. La costura le sentaba bien y pudo vender su propia línea de ropa a gente exclusiva, ideal para ocasiones especiales o mujeres trabajadoras que deseaban impresionar a sus jefes. Se sentía orgullosa de haberlo hecho por sí sola con la posterior aprobación de sus padres, que perdonaron todo acto de rebeldía que les costó alejarse de ella.

Después del último sorbo a su bebida, me miró fijamente y pregunto:

–¿Y tú? ¿Cuál es tu historia?

–Es tan larga como el pecado.

–La noche termina cuando amanece.

–Debo volver a casa temprano –dije sin pensar–.

–Jajaja... No me hagas reír. ¿Qué, tu mujer te pega?

–Vivo en una pensión y la casera le pone tranca a la puerta después de la medianoche.

Ante tanta insistencia, le propuse ir a otro lugar más acogedor y continuar la cháchara si estaba dispuesta a seguir el camino amarillo.

–¿Quién te crees que soy? Apenas te conozco.

Ya escuchaba a mi hermano decirme loser. Lo único que quería era conversar con esta increíble mujer, a solas, en el calor de una cama bien tendida del mejor hotel tres estrellas de la capital, porque mi dormitorio era un chiquero y no quería que se llevara una mala impresión de mi persona, mucho menos alterar la tranquilidad de los demás inquilinos por mi inusual visita. Pero estaba en su derecho. Terminó su copa, agradeció la invitación y se marchó. Pedí otro trago y dediqué ese breve momento a poner en orden mis pensamientos respecto a las mujeres. El horizonte no era muy prometedor.

Hay algo muy importante en todo este asunto de conocer personas. O soy un friki que no sé dónde está parado o realmente estoy hecho para desligarme de los demás. Me quedo con lo segundo, no porque considere una pérdida de tiempo explicar por qué actuamos de una manera que los demás no captan lo que se quiere decir, sino que hay momentos en la vida de un ser humano que busca esconder la cabeza bajo la arena y esperar la primera señal que lo reubique con los demás. Formar parte de este mundo demanda ciertas responsabilidades que, quizá esté exagerando, Dios quiere darnos una prueba fehaciente de su existencia haciéndonos sufrir como Job. Suelo reaccionar mal cuando los demás no ven en mí al hombre que quieren ver. ¿Es eso justo? No para ellos.