viernes, 12 de agosto de 2011

Mamá, estoy calvo


Una mañana muy temprano desperté con la impresión de que algo me faltaba. Sin duda no se trataba de dinero, porque nunca lo he tenido. Tampoco de mi bendito título de gasfitero, porque no sé reparar ni el caño de la cocina. Ni qué decir de los cupones de compra que alguna vez me obsequiaron en Plaza Vea, porque compro en Tottus. No. Estaba perdiendo cabello, ese desgreñado, sedoso y esponjoso cabello color almendra que alguna vez catalogaron de "Beatle". Era como si me hubieran arrancado el cuero cabelludo unos indios navajos o los bastardos sin gloria que asustaron a mi sobrina en el DVD que alquilé en casa de la tía Catalina. Sí, pues, la edad pesa en las personas, especialmente en los hombres, cuando se dan con la sorpresa de que la frente se hace cada vez más prominente y la coronilla parece la del Papa o la del Fraile Tuck. Sin duda, algo tan desmoralizador si se tiene en cuenta que uno es representante de la mejor marca de shampoo para la caída del cabello.

Mis hijas son las primeras en burlarse de mi nueva condición. Ambas juegan con sus muñecas Barbie, y una de ellas hace pasear a Ken en su automóvil sobre mis cejas. Dice que hay parqueo gratis en mis sienes. Mi mujer, bueno, está acostumbrada a estos menesteres; no se queja demasiado, solo los fines de semana cuando tiene que cambiar la funda de la almohada. Dice que parece el piso de un peluquero. En cambio, ella tiene un hermoso cabello azabache, ondulado y perfumado, que ya le pedí una pequeña donación para realizarme un trasplante si la loción que me regaló no surte efecto.

Su vida está plagada de calvitos. Su padre, en primer lugar. Dice que fue calvo a los 16 años, por una fuerte impresión que le hizo perder el habla. Al poco tiempo recuperó el habla, pero no el cabello. Luego, su primer enamorado, igualito a George Constanza -el de Seinfield-. Su profesor de yoga, otro rutilante "Kojak". Conoció a Oscar D' León en un concierto. Hasta su maestra de piano, en la secundaria, que debía usar peluca para no desentonar con el incipiente bocio que surcaba sus labios.

En mi familia no hay antecedentes de que haya habido un calvo. Todos murieron jóvenes. Mi padre tiene una cabellera a lo Liberace y mi abuelo se jactaba de ser el doble de Elvis -mi hermana era la Bob Dylan de su fraternidad, pero por otras razones-. Entonces, debo decir con orgullo que seré el primero en lucir como el tío Lucas sin sentirme avergonzado por llevar sotana.

Debo hacerme la idea de empezar a usar el cabello corto; de lo contrario, los expertos me han recomendado rasurarme de una vez por todas. El otro fin de semana, visitando a mis padres, mi madre -que es tan observadora hasta con los satélites de la CIA- me dijo que no debía hacerme tantos problemas por eso. Es algo natural y llega cuando tiene que llegar. Para ella es fácil decirlo porque no está en mi pellejo. Se siente extraño pasarse la mano por la cabellera y darse cuenta que ya no es la misma de meses atrás. Con decir que ni necesito peine.

Mis compañeros del trabajo se han sorprendido de verme con la autoestima baja; y, para recuperarla, me regalaron un puñado de DVD con actores como Stanley Tucci, John Malkovich, Bruce Willis, Terry O'Quinn, Bob Balaban, Samuel L. Jackson, entre otros. Sí, claro, pero yo no soy una mega estrella del celuloide, solo soy un flaquito de una oficina de burócratas con sobrepeso y denunciados por sus cónyuges por incumplimiento de manutención, que me siento un extraño en esas cuatro paredes.

Volviendo a mi madre, dice que el mejor remedio para la pérdida del cabello es pasarme un poco de aloe en el cuero cabelludo, esperar una hora o más y lavarme con un shampoo anti-caída. Repetir la operación interdiario. Si no funciona, mejor rasúrate, dice. Mi esposa no se hace problemas y le gusta mi nuevo look. Dice que me veo más joven. Le tomo la palabra. Lo malo que mis hijas no dejan de jugar al mapamundi con mi cabeza.

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