domingo, 6 de junio de 2021

Beck tenía razón

Cuando uno siente que las cosas no marchan como se espera, es mejor sacar cuerpo y darle la espalda a la realidad. Me imbuí en el alcohol, las drogas y las mujeres. No en ese orden, claro. Reprimí mis sentimientos por unos instantes y vagué por el río de la autodestrucción, que en pocos días dejé de reconocerme frente al espejo. Me dejé la barba, el escaso cabello que me quedaba empezó a llenar mi blanca calva como aquellos viejos payasos de circo ruso. Estaba irreconocible. Ahuyentaba a mis vecinos con solo verme salir a comprar el pan, hecho todo un andrajoso, que me impidieron utilizar el ascensor por el insoportable olor a mortadela rancia que despedía mi cuerpo. Ya de por sí soy insoportable, sin ser suficiente para que la mujer con la que mantenía una relación abierta decidiera alejarse e irse con el primer inútil que la abordara en el metro. Eran las ocho de la noche y sin noticias de ella que, luego de dos días, entendí que jamás volvería.

No sé cuándo empezaron a joderme las cosas. La apatía viene de familia, es una mal congénito que se acrecienta con el paso de los años. A mis cincuenta, las cosas no podrían estar peor. Sentí la necesidad de mandar todo a la mierda y dedicarme a sacarle las plumas a las palomas del parque y lanzar sus cuerpecitos contra el parabrisas de algún loco del volante, solo por el hecho de verlos explotar… de ira. Como dije, la autodestrucción me obligaba a internarme en los barrios más peligrosos de Lima o del Callao. Hasta me expuse ante un grupo de feministas en pleno mitin gritándoles que volvieran a la cocina con el fin de verme reducido a un manojo de carne pulverizada y embadurnada con sangre. Por suerte, no ocurrió. Mis fachas fueron esenciales para salvar el pellejo, aunque la policía estaba más que preocupada si cruzaba cerca de una farmacia o un Barber shop.

Mis amigos dejaron de hablarme, me cortaron la línea telefónica y tenía que vivir gracias a una vela y un mortero de laboratorio para calentar el agua del inodoro y una lata de frijoles en conserva. Se preguntarán de dónde saqué el bendito mortero. Cuando uno deambula por la cachina, encuentras lo que necesitas.

Felizmente no me enganché con la droga. Mi cuerpo no lo tolera. Una vez me inyecté toda una jeringa de heroína y esta se diluyó en mi orina al miccionar. Al igual que la marihuana y la coca. No sé si sea genético o soy la solución divina para aquellos que desean pasar el antidoping. Es lo mismo con el alcohol. Galones y galones de vodka, cerveza y demás bebidas espirituosas no me hacían ni cosquillas. Estaba encaminado a la canonización por mi saludable estado físico. Eso me hizo pensar si pasaría lo mismo con las mujeres. ¡Y vaya que sí! Estuve con diez féminas en un mismo día. A todas por igual, como si fuera un adolescente con millones de hormonas que sacudían mi entrepierna sin perder el ritmo. Luego lo reduje a tres, una más ardiente que la otra sin desentonar con sus exigencias seudo sadomasoquistas. Tres días encerrado en el cuarto de un hotel (ni huevón llevarla a mi departamento) que me llevaron al paroxismo sexual por antonomasia, que, finalmente, todo llegaría a hastiarme. Ya lo dije, apatía. Nada era de mi completo agrado. Perdí el gusto por la vida y sus misterios. Una noche desperté extasiado por la idea de que iba a morir. Sentí palpitaciones en mi pecho y ya me veía sufrir un infarto fulminante que me dije “llegó mi hora”. Pero no, solo fue un ataque de ansiedad y una enorme burbuja de aire que se había atragantado en mi esófago, que empecé a cuestionar mi falta de tino para estas cosas. Para variar. Entonces, me propuse enmendar algunos errores que cometí durante mi adolescencia y, para expiar mis pecados, no tuve mejor idea que evangelizar prisiones de máxima seguridad en Chernóbil. La cosa estaba “candente”, pero logré cumplir mi sueño de viajar a Europa. Aunque nunca encontré la paz interior que buscaba, solo tuve necesidad de ocultarme del escrutinio público como una lombriz. Apenas sacaba la cabeza para saciar mi hambre, pero nada que valiera la pena exponerme a la tan variada pléyade de SJW que pretendía cancelarme a como dé lugar. Lo primero que dije fue: “¡Al carajo con ellos!”. Fue una pugna que duró todo el ciclo de luna llena y me vi en la necesidad de volver al alcohol, las drogas y las mujeres, con los resultados ya antes mencionados. ¿Qué hacer?

Sin embargo, tuve una epifanía, la misma que me llevó a comprender cuáles fueron las causas de este deterioro moral y espiritual a la que estaba sometiendo mi vida. No entendía. Ni siquiera era un hombre triste. Todo lo contrario. Era la mar de diversión, pero de repente, como un clic en tu ordenador, esa alegría cambió hacia algo más lúgubre, más sosegado, más taciturno. Quería descubrir esa causalidad que me empujó a engordar como Robert De Niro en Toro salvaje, despotricando contra mí mismo y contra el sistema que me orilló hacia la debacle. Claro, uno siempre busca echarle la culpa a los demás de sus desgracias, cuando en realidad es uno mismo el principal y único responsable de sus actos. Me volví un paria porque me aburría la humanidad. Mi falta de empatía ya era legendaria desde los quince, y a estas alturas sería el campeón de la conversión antisocial después de la llegada del comunismo a suelo marciano.

Cuando decidí afeitarme, las cosas fueron más oscuras. No tenía rostro. ¿Qué había pasado? No lo entendía. Mis triglicéridos estaban por las nubes y padecía gota con ciertas insinuaciones de várices. Pesaba 120 kilos y me detestaba, peor que un niño de Senegal frente a un KFC. No podía decir que comía, cuando era todo lo contrario. Claro, si hablamos de cuatro latas de frijoles en conservas durante cuatro meses, esa sería la causa más certera a mi sobrepeso; pero no, era otra cosa. Empezaron a brotarme granos en la cara y en la espalda, mis vellos corpóreos me daban la apariencia de un simio y mi sentido del humor era tan equiparable como quien pierde el boleto de lotería un día antes del sorteo… y resulta ser el ganador.

Tuve que volver a terapia. Mi terapeuta, una mujer distinguida que me hacía recordar a la de Los Soprano o del mismísimo Lucifer, entendía a la perfección cuál era mi problema. Le pregunté si podía darme la respuesta a mis cavilaciones existenciales y solo atinó a decir que mi apatía era la causa de tremenda transformación. Eso ya lo sabía. Perdí 500 soles cuando yo ya había dado con el diagnóstico mucho antes de que este apareciera. ¡Mierda! Mi falta de tino volvió a patearme el culo.

Luego de un año, vuelvo a mi peso inicial y no me veo tan mal después de todo. No puedo sonreír mucho porque me duele la cara por el uso excesivo de mascarillas. Debo exponer la parte inferior de mi cara al sol para que el color sea parejo, nada más. Regresé a mi habitual expiación de pecados al enfrentarme a mi ex sobre el porqué de su alejamiento. No me contestó en ese momento porque estaba ocupada. Eso decía mucho de ella. Dos días después me envió un e-mail explicándolo todo:

Eres un imbécil. Eso es todo lo que tengo que decir.

Besos.

J.

Aquello me hizo reflexionar. ¿En realidad lo soy? Supongo que sí, porque todo lo que toco se convierte en mierda. Al menos, si fuera como el rey Midas la cosa sería más interesante. Estoy pidiendo peras al olmo. Lo fatal de todo esto fue que encontré una manera de evadirme de los problemas inmediatos, volviéndome un excipiente entre jugador obsesivo y vanidoso petulante en las artes del video juego. Desempolvé mi PlayStation y le di duro a los cientos de juegos que tenía en mis archivos, así que fue un proceso de descubrir qué era lo que necesitaba para salir de todo ese aturdimiento que ya me estaba costando la mitad de mis ahorros. Afortunadamente, los juegos en línea me proveyeron nuevamente de amistades ansiosas por retarme y conocí a un nuevo amor. Una jovencita de veintitantos años que empezó a prestarme atención más de lo que podría imaginar. Chateábamos horas y horas y me di cuenta que teníamos cosas en común. Un día decidí encontrarme con ella para plantearle la posibilidad de ir más allá como simples amigos y, si estaba de acuerdo, empezar una bonita relación de pareja.

Tenía unos bellos ojos almendrados, que brillaban con cada palabra que escuchaba salir de mis labios. Se veía entusiasta y respondía a mi sensibilidad, lo que yo también hacía al momento de cederle la palabra. Todo estuvo muy bien hasta que la tomé de la mano y le dije que si quería mudarse conmigo. Ella respondió con un NO, pero noté que era un “no” tímido y hasta diría que reprimido. Supuse que no quería verse tan interesada por el ofrecimiento. “Claro, este tipo tiene depa propio, vive solo, en cualquier momento estira la pata y me puede dejar todo para que no me faltase nada en un futuro. Pero no, debo mantenerme firme y que piense que no soy una aprovechada”. Eso lo pensé yo porque su silencio me provocaba decir esas cosas en mi cabeza, que ya me resultaba más que patético haberle propuesto semejante disparate. Pusimos punto final a la cita y cada quien volvió a su vida rutinaria. Yo, despojado de toda dignidad y ella lo que sepa Dios que estuviera pasando por su mente. Esa misma noche, cerca de las 12, me llamó y dijo que estaba loco, que apenas nos conocíamos y era imposible que pudiera mudarse con un hombre mayor. Se puso a llorar y no dejó de preguntarse que qué pasaría con sus padres, que eran menores que yo. Cómo se vería dicha situación frente a otros familiares. No dije nada y colgué. Sin pensarlo dos veces, volví al alcohol, las drogas y las mujeres.

Dos semanas después, vi una invitación para jugar en línea. Era ella. No le contesté y apagué el video juego. Para esto, ya llevaba varios días en vela aclarando mi mente con putas y varias rayas de bicarbonato (no tenía ni para cien gramos de coca), que me salió un tercer orificio en la nariz. Insistió en sus llamadas y yo, claro, nunca levanté el celular. Luego, dejó de timbrar. Dos años dejé pasar sin saber nada de ella, y las personas aun seguían cuestionándose por qué era tan apático. Quise suicidarme, pero no pude. No tenía ni una hoja de afeitar disponible, ni siquiera gas como para meter la cabeza en el horno o encender un fósforo que hiciera volar en mil pedazos mi departamento. Abrí la ventana y me dispuse a saltar, pero olvidé que le tengo fobia a las alturas y me refugié en el cuarto de baño; pero también recordé que sufría de claustrofobia y salí corriendo a la calle, como loco que acababan de echarle agua helada. En ese momento, un auto cruza y ¡zas! Todo oscuro.

Lo único que recuerdo era verme postrado dentro de un cajón con varias personas, a las que no conocía, llorando desconsoladamente. Luego me di cuenta que al lado mío había otro cuerpo y era a él a quien le lloraban. Hasta muerto me ignoran. Bueno, dije, me lo merezco. Pasé casi la mitad de mi vida lamentándome de quién era y echándole la culpa a mis padres y al resto del universo de mis problemas, que no tuve reparo en convertir esos tiempos de existencia en un legado para las futuras generaciones de incomprendidos. Ni Antonio Salieri se sentiría tan vilipendiado como yo en ese féretro; al menos, sobrevivió de la sombra de Mozart. Yo, ¿a quién tengo de némesis?

Lo único reconfortante es que ahora estoy en un mejor lugar, viendo las cosas desde las nubes. No, no vayan a creer que estoy en el cielo al lado de un ser omnipresente. Nada de eso. Solo existo en un limbo que me hace ver todo en widescreen 16:9. No puedo explicarlo. Creo que la religión y el temor por lo desconocido nos hace pensar en un túnel de luz y convivir con ángeles y toda esa estupidez que nos hacen creer desde la infancia, como si de ello dependiera que vivas bajo las reglas del totalitarismo castrador como lo es la iglesia católica. Tampoco siento que se trate de una nave espacial y los anunnakis me hayan recogido para encontrarme con mi creador más allá de la constelación de Orión. Lo único que sé es que ahora me encuentro más tranquilo y mi apatía ha desaparecido. Al fin y al cabo, no le hago falta a nadie.