domingo, 17 de febrero de 2019

El hámster

La mañana se hacía cada vez más pesada. Dos huevos en la estufa y el pan en la tostadora no hacían la diferencia. La diferencia era si realmente vivía dentro de esta burbuja o simplemente era el momento de despertar de un largo sueño. Lo más aterrador era la posibilidad de abandonarla y saber si había algo más allá de esa puerta que ocultaba mi estilo de vida, al margen de las otras vidas a lo largo del estrecho, pálido y silencioso pasillo de este condominio. Y como toda mañana, con cada sorbo de un delicioso y amargo café, no había otra cosa mejor que hacer que deambular de un metro cuadrado a otro, esperando la llamada de tal o cual persona o recibir una jugosa oferta de empleo; pero los únicos que me llamaban eran los bancos ofreciéndome tarjetas o préstamos que en mi vida iba a poder pagar, no por ser moroso, sino por hacer de mi tacañería un distintivo legendario.

Si bien es cierto no todos los días eran iguales, había que estar preparado para lo inoportunamente venidero. Algunas veces salía a caminar por el parque o tomar baños de sol en la terraza para alimentar mi pálida piel; pero de inmediato regresaba a mi madriguera luego de sufrir mis acostumbrados ataques de pánico al verme rodeado de extraños. Muchas de las damas que habitaban el condominio querían conocerme, porque entre ellas habían cocinado una leyenda negra sobre mi persona acerca de proporcionar masajes relajantes y querían saber si era cierto o no. Desde luego que negué tales afirmaciones -y no hace falta explicar el porqué-; sin embargo, no podía negar que había algo mágico en toda esa atención depositada en mí solo por un rumor creado sabe Dios con qué propósitos.

Fue un lunes, me acuerdo perfectamente porque transmitían el último capítulo de Banshee en Cinemax, que tocaron a mi puerta y ante ella había una hermosa señora que no llegaba a las cinco décadas, muy sonriente y afable con un pie de manzana entre las manos. Odio admitirlo, pero caigo rendido ante una mujer si me ofrece pie de manzana recién horneado. La invité a entrar, preparé café y me contó que la vida de casada a veces requería de ciertos compromisos que una de las partes no tenía en claro si cumplirlos al pie de la letra. Qué mejor oportunidad que consolar a esta dama con un suave y relajante masaje que le devolvería la fe de ser deseada por un hombre. Lo siento, pensé, solo es un masaje, no tengo intención de intercambiar fluidos ni desperdiciar el pie de manzana sobre la mesa.

Pero fue inevitable. Hicimos el amor hasta el tocador y sin voltear, como aquel viejo poema de E. R. Arjona. La tía tenía todo en su sitio, aunque sus partes íntimas necesitaban una buena lubricada antes de pasar a cosas más serias. No mentía cuando hablaba de los compromisos que su marido dejó de cumplir en los últimos diez años. Mis dedos hacían su trabajo centímetro a centímetro sobre aquel cuerpo aún terso y, si la cosa se ponía difícil -como afortunadamente no sucedió-, siempre es bueno tener a la mano Love-Lub. Fue pan comido, literalmente. Me comí a la vecina y su pie de manzana esa misma noche.

Un fenómeno como lo descrito líneas arriba ocurre cada quinientos años al reencarnarme en otra persona, en otra época y en otro mundo. Luego, la sequía emocional era evidente cada mañana, a la misma hora, frente a la pared o al televisor, sea lo que tuviera ante mis ojos en esos momentos. Si no fuera por la lectura de algún periódico o estar al día en las redes sociales, podría decir que tengo conocimiento de lo que sucede al otro lado del muro, un muro que está lejos de ser una forma de vida adrede de no ser por las visitas esporádicas de mi vecina ofreciéndome pie de manzana a cambio de un masaje reparador.

Días como los de esta mañana me ponen algo nostálgico. No sabría decir por qué exactamente; solo se da. Y punto. Aunque, debo tener más cuidado de no pensar demasiado. Esta es la cuarta vez que debo echar a la basura una tostada carbonizada y dos huevos secos.