martes, 28 de enero de 2020

Los 50


Hoy cumplo cincuenta. Los años no pasan en vano y siempre es bueno hacer un recuento de lo que me jodió los últimos cinco, cuando escribí sobre lo que sentía al cumplir los 45. No es muy diferente la sensación, creo que te llenas de experiencias gratificantes y también desastrosas con las cuales poder combatir con un poco de gin tónic. Mis hijas ya están grandes, independientes y muy dedicadas a sus propios problemas existenciales que todo adolescente experimenta. Su madre, sigue en Miami con su excéntrico novio, que ya la está haciendo larga con el casamiento. A veces hablamos, pero yo no tengo nada más que decir de su dichosa vida acomodada. Ese ya es un capítulo que he cerrado definitivamente. Lo que me importa son mis hijas, aunque ellas no se percaten que las necesito como un bálsamo contra el sufrimiento. Y creo que, a estas alturas, me doy cuenta que son dichosos, libres, alegres, con metas definidas; es más, nunca me han preguntado cómo me siento yo, qué es lo que estoy haciendo o qué necesito. Siempre he sido para ellos la columna inamovible, que todo lo soporta, y confiere a mi temple el valor por el cual me ha caracterizado: autosuficiencia. Es extraño. Soy un accesorio para ellas, soy el padre divertido que les regala un chiste o una frase irónica e ingeniosa, que aún desea leerles un cuento antes de dormir -ellas prefieren subir fotos a sus redes sociales-. Con la mayor, al menos, no hemos tenido una conversación profunda de las verdaderas cosas que le preocupan. Para eso tiene a su madre, dice. Es práctica, lo entiendo; no quiere comprometer sus sentimientos estando lejos.

¿Eres feliz, papi?, me preguntó hace un par de años la menor. Una pregunta que lo esperaría de su madre o de su hermana. Realmente no supe qué responder. Creo que todos somos felices a nuestra manera. Soy feliz cuando me va bien en el trabajo y soy reconocido por mis superiores; soy feliz en el cine o cuando veo The Crown por enésima vez en Netflix; soy feliz cuando escribo estas elucubraciones de hombre maduro sin perspectiva social.  Pero soy más feliz cuando estoy con ellas; tan solo escucharlas unos minutos por teléfono ya es un regalo bendito. Pero nadie sabe qué es lo que siento en realidad. Ni siquiera yo. Cumplir cincuenta es la mitad de una carrera que quiere seguir pujando hasta la meta. Tal vez sea uno de esos afortunados que sobrevivirá al cometa Halley una vez más cuando pase por aquí. O tal vez no. Tal vez me muera mañana. Nadie sabe. La vida es relativa y hay que disfrutarla como se pueda.

Hubiera deseado cambiar muchas cosas en estos últimos cinco años. Ya es tarde. Las cosas se dieron y punto, ya no es tiempo de lamentos ni de falsas esperanzas con el si yo hubiera… No basta, se necesita sentido práctico de enmendar las acciones con más acciones, no con ideas, pensamientos ni lamentos. Nos ponemos autocríticos cuando en realidad ya fue tu tiempo y no necesitas prorrogar más el tan mentado “me arrepiento”. Por supuesto que no me arrepiento. Ya no. Finito. Kaput. La única vez que me he arrepentido ha sido el haber dejado que mi mujer se alejara de mí. Lo reconozco, fui muy egoísta y no le di el valor que se merecía a mi lado; pero pudo soportarlo, pudo rehacer su vida porque ella se lo exigió a sí misma, porque se dio una nueva oportunidad. ¿Por qué no lo pude hacer yo? He rechazado infinidad de veces volver a estar con alguien, no porque no me sienta seguro ni preparado, sino que me he encerrado en una burbuja de la cual no dejo que nadie entre. Saben que estoy ahí, que me pueden necesitar; pero ya no me dan ese plus que tiene un padre o un esposo. He caído en la idea de ser solo el “amigo de la casa”. Y bien ganado lo tengo.

Quizá la pregunta de mi pequeña hija sea la clave. ¿Soy feliz? ¿En serio lo soy? A pesar de los accesorios ya mencionados, debe haber algo más, y no solo lo espiritual -que está descartado de plano-, es más que eso y lo he de llevar a otro nivel para entenderlo. No soy hombre religioso, mucho menos creo en vidas alienígenas ni cosas que caigan en lo paranormal. Mi fe se resume a hechos humanos, fortuitos y de naturaleza explícita. No hay nada más. El miedo a estar solos en el universo y crear dioses para explicar nuestra procedencia, se lo dejo a los teólogos y a los fanáticos. Si un libro está bien escrito, es suficiente para mí. Eso es creación. Y siempre hemos creado mitos y leyendas. Somos buenos en eso. ¿Por qué no aceptarlo?

Los cincuenta son bonitos. Te hacen ver como el viejo sabio de la tribu, al que todos buscan para que le soluciones sus más intrincados problemas. Y volviendo al principio, nadie se preocupa por saber en qué piensa ese viejo sabio. Tal vez porque no dejo que lo hagan. Soy un enigma dentro de una caja fuerte cuya combinación está en el fondo del mar sin posibilidades de recuperarla. Ese soy yo, una capa tras capa de incógnitas, paradojas y arcanos subterfugios que se mantendrán ahí como he querido que sea. Y no es una queja. Es un hecho. Soy feliz, aunque mi cara de pocos amigos demuestre lo contrario. Tengo la dicha de formar parte de esta comunidad ajetreada por las deudas, la escasez de empleo y de los corruptos de siempre. La vida no es perfecta, pero tiene su gracia, su encanto. Hay que ver el lado divertido, la luz del día -aunque el Sol no nos acompañe- y pensar que el día siguiente será mejor. Eso sí, comer mucha fruta y tomar mucha agua.

Los cincuenta es el inicio de algo nuevo. Es el segundo tiempo. Y si hay que jugar suplementarios, desde ya voy a prepararme, no quiero romperme un hueso en el camino. Tal vez les haga caso a mis hijas, después de todo: buscar una buena mujer que me aguante. No quisiera decepcionarlas, pero últimamente no hay mucho de dónde escoger. Por lo pronto, he de publicar un libro, hacer una película y volver a releer a Hemingway. ¿Para qué más?

jueves, 23 de enero de 2020

Noticias que valen la pena


En lugar de preocuparnos si Julio Guzmán merece la excomunión y pasar una temporada en el infierno por serle infiel a su esposa, deberíamos preguntarnos qué intereses hay detrás de la difusión de una noticia que ocurrió hace casi dos años, haciéndola parecer como actual. La prensa, lamentablemente, juega un rol no tan imparcial, porque sabemos que, tanto Panamericana televisión y otros medios de comunicación, aún siguen beneficiándose del poder corrupto al prestar sus servicios “destapando” temas de interés nacional como el del último fin de semana. ¿Quién o quiénes son las desinteresadas y generosas fuentes que Panorama utilizó de base para tan dichoso reportaje? Obviamente, alguien con poderosas razones para tumbarse una vez más la imagen del partido y de su presidente, candidato indiscutible de las próximas elecciones presidenciales. Quieran o no, es un personaje joven que puede dar la talla tras haber conseguido un importante número de simpatizantes, que ven en él una renovada alternativa en la política peruana y que podría desestabilizar a ese establishment que quiere enquistarse en el poder.

Pero también hay que ser honestos. A Guzmán le falta mucho empaparse de política. Tiene que aprender a jugar en la cancha del adversario. Como personaje público y como político, debe tomar decisiones inmediatas y salir airoso de la contienda. Con rasguños, sí; pero de pie. A mí, particularmente, no me quita el sueño ni comparto sus ideales de gobierno. Es más de lo mismo, pero con otra camisa: neoliberalismo para unos pocos privilegiados, con la ventaja de que aún no se ha corrompido. Sin embargo, podría mejorar su interacción con la mass media utilizando mecanismos más accesibles. No digo que lo que está haciendo es malo, el uso de las redes sociales es ya habitual en estos tiempos modernos y representa un porcentaje significativo en aquellos que dominan la tecnología y tienen acceso a ella, especialmente los jóvenes. Debería bajar al llano, embarrarse los zapatos y hablar cara a cara con la gente de bajos recursos esperanzada en un gobierno que atienda sus necesidades básicas y superar las brechas de desigualdad. Quizá lo esté haciendo, y, como es costumbre con los medios sometidos al Nuevo Orden, no sea tan abiertamente publicitado como sí hacen con otros posibles candidatos y candidatas. Ahí es donde genera suspicacia tanto alboroto. Muy sencillo: temor de enfrentar a un poderoso adversario difícil de vencer en las urnas, y lo mejor que se les puede ocurrir -al mejor estilo del fujimontesinismo- es convertir un asunto personal en una cuestión moral, cueste lo que haya costado ese vídeo donde se le ve salir de un edificio de departamentos.

Quizá la entrevista que le hicieron en otro canal lo haya agarrado de sorpresa y no haya tenido el tiempo suficiente en dar una explicación más coherente a la batahola de interrogantes del que fue objeto. No lo justifico, ni tengo por qué hacerlo. Su gran error fue no tener maña para eventualidades de este tipo, por más descabelladas que fueran. Tal vez, si se le hubiera ocurrido que la reunión con esta señorita no era lo que esperaba, que ella le hubiera preparado una trampa quién sabe con qué propósitos, que en plena discusión se le cayó la vela, causó el incendio sin que él lo supiera, porque abandonó el departamento raudamente... hasta podríamos darle el beneficio de la duda. Pero, las cosas ya están hechas. Repito, un hecho que ocurrió hace casi dos años puede hasta olvidarse sin ser consciente de que podría afectar su futuro proselitista. Y sí que le ha afectado. Infiel o no, cumplieron con el objetivo de demolerlo y desprestigiarlo frente a millones de televidentes y posibles votantes.

Así juega la política. Una enorme pieza de ajedrez -o Juego de Tronos, como prefieran- que alguien, en las sombras del poder, mueve a su antojo para fines no santos. ¿Queremos un presidente que mienta o engaña? ¿Por una infidelidad? Eso vende, y no nos ocupamos de los verdaderos problemas que aquejan al país a pocas horas de elegir un congreso minimizado por las sorpresas mediáticas. Como dijo Tatiana Astengo: “Somos infieles, somos humanos”. Razones no le faltan. Tiramos la primera piedra cuando ocultamos una roca en nuestras conciencias. Somos hipócritas. A Alan García le perdonaron el pecado por traer al mundo a un hijo fuera del matrimonio, que luego reconoció en conferencia de prensa ante una dolida y desencajada Pilar Nores. A Diez Canseco lo sepultaron políticamente por haberse enamorado de la pareja de su hijo, los cuales ya estaban separados cuando ocurrió. Pero nadie habla de eso. A Toledo, sin ser santo de mi devoción, lo golpearon hasta dejarlo KO con el tema de su escolta, la no tan impopular Lady Bardales. Bueno, teniendo como mujer a la tristemente célebre Ilian, qué mejor que esta “chola potable” para pasar un rato lejos de tanta carga laboral… y matrimonial. Y si seguimos hablando de escándalos que rodearon al exmandatario, no podemos olvidar el episodio de Zaraí. Claro, el huevas no la reconoció en su momento tras varias disputas con Laura Bozzo, pero todos sabíamos que estaba dirigida por Montesinos con el único afán de quemarle la tortilla. Pero su fracaso como líder y presidente fueron por otras razones archiconocidas.

No hay que dejarnos engañar con informaciones que solo buscan distraer la atención de temas más profundos y que nos ayuden a salir de este atraso intelectual que nos caracteriza a los peruanos, acostumbrados a los realities, a los sillones rojos o a destapar escandaletes de la farándula. ¡Cuánta falta nos haces Marco Aurelio! Seguiremos hablando de estas noticias mientras existan medios que lo permitan, olvidándonos de su principal función: estar al servicio de todos y no de unos cuantos.

¿Hasta cuándo?


I
Me indigna que muchos hombres abusen de su condición para agredir y hasta matar a una mujer. Ya he tocado este tema en un artículo anterior (Demasiados errores para un solo caso 14/6/18), pero me doy cuenta que no ha cambiado nada desde entonces. No hay día donde tengamos que escuchar lo mismo, como si se hubiera hecho una costumbre entre nosotros, que ya ni sorprende. Lo llamativo sería que no pasara. Pero sucede. Y mucho. Tipos que se masturban al lado de una joven dentro de un bus lleno de pasajeros, individuos que golpean salvajemente a una mujer saliendo de un hostal, sujetos que insultan y ofenden a sus cónyuges delante de sus hijos… en fin, una larga lista que me faltaría espacio para enumerar. Y lo peor de todo es que somos tan indiferentes, no actuamos en su momento y solo lo hacemos cuando ya es demasiado tarde. Acuérdense de la chica que encaraba al viejo pajero mientras lo grababa desde su celular, y la gente a su alrededor y el mismo chofer se hacían de la vista gorda (al día siguiente el sátiro fugó del país); o esos policías que no reaccionaron al llamado de auxilio de una mujer que estaba siendo atacada por su pareja, que luego moriría junto con sus tres pequeños hijos. ¡Y la comisaría estaba a una cuadra de su vivienda!

¿Qué ocurre en la cabeza de un hombre? ¿Qué lo lleva a menospreciar la vida de otro ser humano? Es una señal de que el tiempo de la tribulación ha llegado y, por selección natural -como diría Darwin-, ¿estamos predispuestos a aniquilarnos por mantener en equilibrio la especie sobre la tierra? Creo que un diluvio o la caída de un meteoro sería la solución. No hay nada peor que el maltrato a una mujer, a un niño o a un animal.  Los niños son los que corren la peor suerte, porque pierden a una madre y a un padre, porque este tiene que ir preso. No estamos seguros. Ahora matan por un sol, por un celular o la llave de tu camioneta si te pones sabroso y no quieres entregarla. Y lo que llama poderosamente la atención es que el gobierno y las autoridades no parecen hacer nada por remediar la situación. Tal vez esperan que un Charles Bronson o un Frank Castle ande por ahí haciendo el trabajo que los otros no pueden. Sería genial, pero nos convertiríamos en Silverado o Tumbstone, y aquí ya no hay sheriff que haga valer su placa para impartir justicia como el viejo oeste.

Las leyes están hechas para cumplirlas y hacerlas cumplir. Ante una inoperancia de las autoridades que benefician más al victimario que a la víctima, la cosa no va a funcionar como queremos. Si el congreso y el poder judicial hicieran su trabajo, no tendríamos que soportar más violencia dentro y fuera de nuestras casas, viviríamos civilizadamente y no convertiríamos Lima en una enorme jaula que cada vez nos está aislando de nosotros mismos.

II
La muerte es un hecho inevitable dentro del ciclo de la vida. Hay que tomarlo con naturalidad, porque de todas maneras vamos a pasar al limbo del sueño eterno y no hay tiempo ni para pensar qué terno o vestido nos pondremos cuando me metan al cajón. Lo que sí escapa de nuestras manos es morir fortuitamente, tal vez un accidente de tránsito, una explosión o un desastre natural, ya son cosas mayores que vienen de un momento a otro y que nadie está libre de sufrir. Pero si es adrede, con alevosía, con premeditación, estamos hablando de un crimen que debería pagarse con penas más justas y feroces. Sabemos que eso no hará disminuir los índices de criminalidad; seguirán existiendo las malas semillas que quieren vivir y quitarle los bienes a los demás fácilmente. Como no pueden trabajar en un empleo normal, prefieren delinquir sin importarle la vida de los demás; solo les interesa lucrar y convertirse en los Tony Montana de su generación. Como dice el refrán, “Si a hierro matas, a hierro mueres”, es la consigna que estos imbéciles toman al pie de la letra, porque han creado una mística a su alrededor que tienen que irse de este mundo bajo su propia ley.

Una vez más, las autoridades no parecen hacer su trabajo; es más, creo que hasta se benefician de estas lacras porque pueden cobrar cupos a su antojo y dejarlos que sigan distribuyendo su franquicia alrededor de la ciudad. Negocio redondo. Todas esas redadas quedan para la foto, para los noticieros, para que el público diga que se está atacando al crimen organizado sin sospechar que a las pocas horas son puestos en libertad “por falta de pruebas”. Que me desmientan si no reciben coimas o amenazas de muerte para su mujer e hijos si no son liberados de inmediato.

Los sicarios han abundado a lo largo de la historia. El término proviene del nombre en latín de la daga o espada corta, la sica, utilizada por los asesinos a sueldo porque era fácil de ocultar bajo los pliegues de la túnica. Cuando encontraban a su víctima les cortaban el cuello o los apuñalaban sin levantar mucho la atención, solo hasta que el público veía al desafortunado desangrarse frente a sus narices. Como dije, al mismo estilo del viejo oeste, ya no son pistoleros a caballo, ahora disparan a quemarropa subidos en una moto, sin dudar ni importarles cuántos daños colaterales se llevan en el camino. Es un cáncer difícil de extirpar, mas se puede controlar dando con los asesinos y declararles la guerra, sin miedo, sin política, sin leyes que frenen dicha iniciativa, siempre y cuando haya la suficiente convicción para hacerlo. Sin duda que, aquella frase líneas arriba: "Si a hierro matas, a hierro mueres", es la única manera de sacarlos de las calles.

III
Estoy siendo demasiado contestatario sobre el tema. No hay otra forma de frenar la delincuencia y la violencia de nuestra sociedad. Mucha gente pide a gritos que se haga algo al respecto, pero a nadie parece interesarle, solo debatir el alza de popularidad de Salvador del Solar o si Alianza Lima va a contratar a tal o cual jugador. Necesitamos una reforma que beneficie tanto a la gente como a las instituciones, que solidifique la tan mentada y manoseada democracia, que solo existe en el diccionario de aquellos que quieren hacer política y que tildan de comunistas a los adversarios sin sustento ni ideas sólidas que los justifique como la mejor opción. Los incas hacían cumplir la ley así hayas robado un kilo de quinua o un simple choclo. Ama Sua, Ama Llulla, Ama Quella no son términos gratuitos ni tampoco una definición de lo que queremos para nuestras futuras generaciones; pero si de algo tenemos que cogernos para aplacar ese cáncer, volvamos los ojos al pasado y saquemos algo en limpio, que para eso nos ayuda la historia.

jueves, 16 de enero de 2020

Fragmentos inconexos


I


Cuando Alejandra tuvo un colapso nervioso en vista de que sus compañeras de trabajo hablaban mal de ella a sus espaldas, se dio cuenta que no necesitaba de nadie que le estuviera recordando la clase de mujer que era. Cualquiera podía tener errores; pero no era para tanto. No fue sino hasta la celebración de El día del peinado afro que se vieron inmersos en una disyuntiva: ¿quién organizaría el almuerzo?, cuando se dieron cuenta de que ella no se había presentado a trabajar. Fue la primera vez que sentían la necesidad de tenerla a su lado porque era quien definía el estilo y el glamour de la oficina. Sabía organizar y dirigir todo lo concerniente al tipo de comida, personal y vajilla que utilizarían. Se dieron cuenta que, pese a todo, sus intenciones eran loables y desinteresadas, era la única que podía hacerlo y, dejando de lado las rivalidades, hicieron todo lo posible porque ella estuviera presente. Sin embargo, su teléfono nunca devolvió las insistentes llamadas. Ese día no tuvo mejor idea que darse un respiro y pasear en su descapotable por el circuito de playas de la Costa Verde, recibiendo la fresca brisa del día. Le importó un carajo no ser bien recibida y le importó otro tanto más el tener que buscar su propia tranquilidad a expensas de arriesgar su empleo. De tripas corazón, como se dice. “Ya encontraré otro trabajo”.

II

Algunos políticos son tan caraduras en señalar a sus adversarios como terroristas, con el fin de que el elector los rechace por el temor de que ciertas ideologías vayan en contra de la democracia. ¿Acaso no son ellos los terroristas y antidemocráticos al manipular vilmente la memoria emocional del público con semejante título? Ser comunista o socialista en el Perú es sinónimo de terrorista. Un neologismo recurrente cuando no se tiene argumentos sólidos para debatir con inteligencia. Es fácil insultar y acusar sin pruebas, porque en eso se ha convertido la política, en un mero reality show, donde desfilan toda clase de variopintos personajes que prometen mucho sin una base que lo sustente. Pena de muerte, lucha contra la corrupción, son frases que hemos escuchado y seguiremos escuchando; pero lo más patético es que todavía existe quienes creen que eso podría ser la solución. Habría que preguntarse cómo van a hacerlo, si nuestra justicia no se asoma siquiera a los ideales que se quiere conseguir. Las utopías son contraproducentes, los festejos por adelantando también. El cinismo de unos es la herramienta de otros, se aprovechan del descuido popular para seducirlos y llevarlos de la mano hacia el lado oscuro de la fuerza, con sutilezas nada sutiles cuando de ganar se trata.

III

El reloj marcaba las siete y veinte. Era una típica mañana de verano, con un tímido sol que deseaba dejar atrás las tenues nubes color smog; pero para Horacio era el final de una pesadilla que se había dilatado durante la madrugada. Sin lograr conciliar el sueño por los extraños ruidos que sucedían uno detrás de otro, insistentemente, al otro lado de la habitación, era para volver loco a cualquiera. ¿Ratas?, pensó. ¿Algún insecto rastrero, tal vez? La limpieza era su mejor carta de presentación desde que se mudó a ese edificio que le vendieron como lo último en acondicionamiento y seguridad ambiental, que era imposible que haya un bicho merodeando dentro o fuera de su departamento. Buscó en cada rincón, en el baño, en la cocina, en su propio dormitorio; pero, nada, carecía de todo olor reconocible que invitara a cualquier alimaña a pernoctar como Pedro en su casa. Aunque ningún otro vecino se quejaba de ello, porque eran los primeros en difundir la alarma a través del grupo de WhatsApp, esta vez el bombardeo de mensajes brillaba por su ausencia. “Debo ser solo yo el que tiene este problema”, dijo en voz alta, mirándose en el espejo luego de refrescar su rostro con agua del grifo. Aunque quiso ignorar la situación, cada veinticinco minutos regresaba ese molestoso e intrigante ruido sincopado. Había establecido un patrón de tiempo que su preocupación ya no era el origen del mismo, sino de que cada intervalo se activaba tal cual reloj suizo. Ese día, luego de recuperar el sueño perdido y salir a comprar algo para el almuerzo, vio que del departamento de al lado, su vecino despedía a una hermosa mujer con un vestido que mostraba más carne que recato. Y lo entendió todo cuando aquel hombre lo miró y le guiñó un ojo con una sonrisa cómplice.

IV

La espera se había hecho más que insoportable. El público estaba impaciente y algunos reclamaban con justa razón el inicio de la función, programada para las 8:15 de la noche y ya habían transcurrido más de cinco minutos. “Al menos, que pasen los avances”, dijo una joven, que ya había consumido la mitad de su combo. “Dijeron que hoy pasarían el tercer tráiler de Black Widow”, dijo otro. El acomodador les pidió paciencia y les explicó que el distribuidor se había atrasado con el envío de la película. “¿Cree que estamos en 1986?”, vociferó un hombre en avanzado estado de descomposición. “Ahora todo se descarga por Internet”, dijo otro menos jovial que el anterior. Pero era cierto, a pesar de la tecnología de estas nuevas multisalas, el distribuidor solo había considerado unas pocas salas de cine para el estreno de lo que muchos críticos llegaron a llamar “el peor fiasco del año”, y no tendría la repercusión esperada en el circuito comercial local. Valgan verdades, cualquier bodrio es bien recibido por la audiencia, y las buenas películas pasan directamente a Netflix. Precedida por una pobre taquilla -obtuvo 200 dólares de un presupuesto de 10 millones-, la película en sí era un refrito de Lo que el viento se llevó, con algunas pinceladas de El transportador, Holocausto Zombi y El club de la pelea. Es dirigida por el realizador chino Sin Too Hron, recientemente asimilado a Hollywood Babilonia sin más antecedentes que dirigir un corto animado en Corea del Norte. Ambientado en un pueblo ficticio a las afueras de New Hampshire, cuenta con el cameo de Kevin Spacey repitiendo su rol en Sospechosos Comunes y la voz en off de Lindsay Lohan como la narradora de uno de los seis episodios que comprende esta joya del séptimo arte. Imperdible para noctámbulos.

martes, 14 de enero de 2020

Pasiones poco aprovechadas


Ahora que empieza el nuevo año, sea chino, católico o marciano, me encontré con una vieja amiga a la que no había visto en más de una década. Estaba tal cual como la dejé la última vez cuando nos despedirnos bajo una llovizna de invierno en plena Plaza San Martín. No tuvo reparos en aceptar mi nuevo look, porque ahora los calvos están de moda, dijo. El tiempo paga factura tarde o temprano, pensé. Sus ojos recorrieron mi rostro como quien mira una pieza de museo, tratando de equilibrar el pasado con el presente. Me seguía encontrando encantador, amable, conversador y conmovedor al mismo tiempo; pero, eso sí, más maduro. Ella, por su parte, se había cambiado el color de cabello. Antes era más rojizo, ahora se veía castaño, con vida y muchas fluctuaciones en esos rizos que caían sobre sus hombros. Sus enormes ojos almendrados eran magnéticos y no podía dejar de mirarla con atención y entusiasmo.

Fuimos al viejo cafetín de siempre a beber nuestro habitual café pasado con pie de manzana. Nos pusimos al corriente sin medir palabras y todo salía desde lo más profundo de las entrañas. Su madre había fallecido no hacía mucho y la extrañaba a mares; a su padre, en cambio, prefería ignorarlo por sus constantes idas y venidas con la bebida, que lo consideraba un caso perdido. Venía de sufrir una decepción amorosa, para remate, como si dicha información hubiera sido necesaria. A su vez, quiso saber si había una tercera persona esperando en casa. No, todo lo contrario, dije. Había concluido que el sexo opuesto no iba a mi ritmo y creí necesario dejar de perseguir ideales.

Advertimos que aún seguíamos enamorados, no de la manera como lo conocemos. Era más platónico, más inofensivo, más tolerante. La ciudad nos resultó tan grande y tan pequeña al mismo tiempo que no fuimos capaces de mantener la relación, dejando que la distancia hiciera su trabajo. Pero fue ella quien dio el primer paso y buscó contactarse con el huraño que la hacía reír. Felizmente aún conservo mi página en Facebook, pese a que no soy muy aficionado a las redes sociales. Me envió un mensaje y el resto de la historia es harto conocido. Lima tiene su encanto en invierno, dijo. Para ella, el gris o el blanco y negro remarcaban esa imagen lúgubre que Salazar Bondy explicó en uno de sus libros, y así era como lo interpretaba ella, desprovista de esa humanidad que tanta falta hace hoy en día. Era muy difícil encontrar un alma sincera en estos tiempos.

¿Estábamos enamorados? No lo sé. Lo único real era la fuerte conexión que me unía a esta mujer después de tantos años, que se reflejaba con cada broma o comentario ácido de su parte sobre tal o cual cosa frente a nuestras narices, tomándonos de la mano o dándonos empujoncitos con el ánimo de perseguir al otro. Lejos de esos recuerdos, pasamos una tarde estupenda. Me siento raro al decirlo de esa manera. A pesar que estaba nervioso, lo disfruté y no había mejor bálsamo que su eterna mirada cómplice que te llevaba a cometer todo acto de insubordinación cívica. Claro que no pasó nada fuera de lo común. Paseamos por las mismas calles del centro histórico, cuyas largas caminatas terminaban inevitablemente en el cuarto de un hotel. Sí, eran buenos tiempos, cuando no había celulares con cámaras y podías tener sexo sin remordimientos ni con el temor de estar siendo grabado para chantajearte en alguna página social. Esta vez las cosas fueron diferentes. No ocurrió lo que quería que ocurriera, solo una despedida en aquel solitario paradero. “Te llamo en estos días”, dijo. Y se fue.

El amor es como el táper de Keiko: esconde algo que sabemos que está ahí, pero nos hacemos los sorprendidos cuando lo encontramos. Ella y yo tenemos tantas cosas en común que podríamos haber tenido nuestra propia historia de amor, pero éramos tan amigos que una cosa así era impensable si lo vemos desde una óptica distinta a la habitual. Prefería tenerla como amiga, que perderla como pareja. Y como en toda historia de amor -no hablo de la mía- requerimos de ciertos compromisos para sacar a flote una empresa que hemos de fortalecer con nuestras atenciones y responsabilidades, y no en simples devaneos que a la larga nos volverán insensibles al cambio.

Días después volvimos a vernos. Salimos a comer en un restaurantito de Barranco, con vino y música de fondo. La cursilería aún flotaba en el aire que era imposible no desternillarnos de risa, sin importar lo que los demás comensales pensaran de nosotros. Pasado el bochorno de ser el centro de atención, volvimos a nuestros personajes. La solemnidad no era mi fuerte, pero con ella tenía que haber una excepción. Su presencia no solo era por el mero hecho de volver a saber de mí luego de tantos años, sino que necesitaba hacer algo conmigo y debía saber si yo estaba dispuesto a hacerlo sin cuestionar su decisión. Cuando supe de qué se trataba, un pavor oculto removió mis entrañas. Era de locos, pero a la vez una bonita sensación de halago y orgullo. No tenía que responder de inmediato, había tiempo de sobra para pensar en los pros y los contras. Pero ya lo había decidido: tendría un hijo con esta mujer.

Puso las cosas claras desde un principio: ella se encargaría de cubrir los gastos de manutención y yo renunciaría a la paternidad, sin obligaciones de ningún tipo; simplemente quería mi semilla para fecundar la suya. Me tomó por sorpresa, aunque debo de admitir que era una decisión bastante arriesgada para una mujer sola, y quise participar de su crianza, porque, a pesar de todo, era mi bebé, y me gustaría verlo crecer a mi lado. Su NO fue rotundo. La decepción fue tomando cuerpo con varias copas de vino que fui ingiriendo una tras otra hasta vaciar la botella. Y, bueno, finalmente, le daría en el gusto, lo pensaría antes de dar una respuesta dejando de lado los sentimientos y abocarme a un simple y frío negocio. Punto para ella.

Esa noche volví a casa solo. Caminé toda la noche, pensando en las diversas posibilidades a las que me estaba enfrentando. La cabeza me daba vueltas, tanto por el vino como por lo difícil que me resultaba enfrentar mis sentimientos. Al menos, si la concepción fuera de la manera tradicional no habría problemas; sin embargo, el contacto físico estaba descartado, solo debía eyacular en una botellita y los médicos harían el resto. No me imaginaba en otro escenario, una mujer que me resultaba distinta a la que vi hacía tan solo cuarenta y ocho horas, era una voz apagada que esperaba hiciera lo correcto.

Y lo hice. Cumplí con mi parte del trato. Luego, como si hubiera sido solo un sueño, desaparecí; ni siquiera respondí los cientos de mensajes y las llamadas perdidas que ella insistía en comunicar la noticia. El trabajo estaba hecho, ¿qué más da? Son solo negocios, no hay nada afectivo que me mantuviera anclado y con expectativa de consolidar una relación que la había perdido desde el inicio de esta historia. ¿Por qué seré tan melodramático? ¿Por qué siempre he de buscar una salida a rajatabla sin siquiera comprender las razones que orillaron a esta mujer -o cualquiera- a tomar tamaña decisión? Me tomo las cosas de manera personal. Es que es personal, quieran o no. Es como aquel viejo chiste: un hombre va caminando por la calle y se resbala con una cáscara de plátano. Al despertar, se encuentra en una habitación de hospital, atendido por la enfermera más hermosa que haya visto en su puta vida. Se enamora de ella de inmediato y cuando le dan de alta, quiere volver a verla. No se le ocurrió mejor idea que resbalarse con una cáscara de plátano; pero cuando despertó, estaba en la morgue. Es así como veo la vida, llena de absurdas situaciones que nos hacen ver que las cosas no son como parecen ser; es simplemente un mal chiste que nos explota en la cara.

lunes, 13 de enero de 2020

El su(tru)culento manjar de fin de semana (Cuento dedicado a mi ex)

Ella parecía entender todos mis caprichos al pie de la letra. Sabía escuchar y darme el espacio que necesitaba cuando trabajaba en algún cuento o un diseño a destajo. Era la mujer que todo artista deseaba encontrar, pues cada noche compartíamos una taza de café con una tajada de pie de manzana, hacíamos el amor bajo la luz de unas velas aromatizantes o disfrutábamos de la maratón de The Crown o Stranger Things comiendo helado con wáfer o rodajas de durazno encima. ¿Qué más podía pedir? A veces sentía que no la merecía y la estaba condenando a una vida sin estímulos propios, sin ver yo cuáles eran sus prioridades como persona, como individuo pensante y con ansias de prosperar fuera de casa. No. Ella estaba predestinada a complacerme. Hablábamos muchas veces al respecto y siempre era la misma interpretación que le daba a mis comentarios, como si yo no estuviera satisfecho de su performance para conmigo.

Era todo lo contrario. Daba mucho sin recibir nada a cambio. “Tu compañía es suficiente para mí”, decía, orgullosa de ser la mujer de fulano de tal. Pero yo quería también sentirme el hombre de Fulana de Tal. Quería que tuviera voz propia y una imagen con la cual sentirse orgullosa. “Mi único orgullo eres tú, Carlitos”, sentenciaba, sin poder refutarle con otro lógico comentario. Era la mujer más cariñosa, hacendosa, entregada y fiel que haya conocido. Me conquistó el día que se presentó ante mi puerta vendiendo artículos de belleza sin saber las repercusiones que tendría más adelante. Le compré un jabón exfoliante y una crema para manos, que no solo me coronó como el tipo al que convencen con un producto o porque sus ojos achinados eran una ventana a tan puro y vasto espíritu oriental, que pude comprobar luego de cinco años.

Sí, esos cinco años juntos me convencieron que el mundo podía arder y no sentirme miserable, porque ella estaba ahí para apaciguar mis inseguridades por el temor a una tercera guerra mundial o que Estados Unidos volviera a la cordura eligiendo a un demócrata sin que fuera “secuestrado” por los iluminatis o Netflix recontratara a Kevin Spacey para una séptima temporada de House of Cards. “Eso nunca va a pasar”, decía entre risas. No sé a cuáles de esas dudas se refería. Lo único que sabía era que sus atenciones eran cada vez más enfermizas, punzantes, casi secuestrantes; no podía hacer nada sin mi aprobación, ni siquiera un simple cambio de sábanas. Su única motivación era que yo estuviera cómodo. Ni siquiera me dejaba cagar tranquilo, porque estaba detrás de la puerta preguntando si ya había defecado, de lo contrario me prepararía un concentrado de avena, sábila y guindones para que las tripas expulsaran las impurezas del organismo. Ni qué decir de los cuidados que propalaba al departamento. Todo estaba brillante, aséptico, oloroso a vajilla recién lavada. Hasta mis pedos olían a almendras por la comida que con tanto esmero cocinaba. Bajé de peso, eso sí, y debo admitir que el vigor me permitía trabajar por largas horas sin desfallecer (en todo lo que conlleva la palabra “trabajo”) y concluir satisfactoriamente las metas propuestas.

El sexo parecía nunca acabar sin volverlo monótono ni aburrido. Era una máquina que proporcionaba placer y a la vez lo recibía y asimilaba como una esponja, preguntándome de dónde sacaba todas esas ideas locas de las cuales no creía que existieran. La Internet te ofrecía un abanico de posibilidades con solo un botón. Se volvió una alumna aplicada de las páginas para adultos y ponía en práctica lo que las pornstar del medio eran capaces de hacer frente a una cámara. Si hubiera nacido en el Japón medieval, sería una geisha por antonomasia. No podía quejarme. Pero algo no encajaba. Y empecé a preocuparme.

Una noche, me di cuenta que su lado de la cama estaba vacío. Aún estaba caliente, por lo que avizoré que recién se había levantado, tal vez, para ir al baño o tomar un poco de agua; pero las luces, tanto de la cocina como del baño, estaban apagadas. No creí que su fanatismo por el ahorro llegara a esos extremos. Fui a buscarla y el susto que me dio al verla de pie, en medio de la sala, mirando a la nada, era poco comparado con los gemidos guturales que brotaban de su garganta. Sus cabellos negros cubrían parte de su rostro pálido y sus movimientos vacilantes la convertían en un espectro de película de terror japonesa. Luego, se habrá dado cuenta de mi presencia, que de inmediato cambió de semblante, se volvió hacia a mí y me regaló una de sus acostumbradas sonrisas bonachonas y cariñosas, que terminó arrebujada entre mis brazos. “Te quiero”, me susurró y nos besamos apasionadamente. Todo parecía que terminaría ahí como una simple anécdota, pero volvió a ocurrir dos noches después. La misma escena, la misma reacción, las mismas palabras. Mi miedo era indescriptible.

A la semana siguiente, una empresa solicitó mis servicios para actualizar y mejorar su página web, con contenidos interactivos y agradables a la vista, además de información útil con textos concisos, mi especialidad. Trabajé arduamente en el producto que me facilitó ir todos los días a esa oficina donde puse en práctica lo aprendido en la carrera, solo que llegaba a altas horas de la noche y a ella la encontraba ya dormida. Antes de la fecha de entrega y consecuente presentación de la nueva página web por la que fui contratado, mi compañera parecía no estar satisfecha por mis salidas diarias, decía que la había abandonado por unos míseros centavos. Bueno, eso de “míseros centavos” era un aforismo que desdecía el depósito bancario que recibí como anticipo. Pero entendía la indirecta. Le dije que era solo trabajo, que el fin de semana tendríamos todo el tiempo del mundo para nosotros dos, sin preocuparnos del mundo exterior. Eso la contentó y me regaló otra de sus acostumbras sonrisas.

Todo salió a pedir de boca. La empresa estuvo satisfecha y mi cuenta de ahorros aumentó generosamente, que compré un regalo para ella, el cual sería preámbulo a las cosas que haríamos el fin de semana. La sorpresa fue mía cuando entré al departamento: pétalos de rosas en el piso, velas aromáticas en varios puntos estratégicos y el perfume del ambientador que hacía mucho más agradable el momento, me llevaron directamente hasta el dormitorio. Y ahí la encontré, tendida en la cama, desnuda, con más pétalos sobre ella. Emocionado, me desnudé; pero antes de que terminara, me miró y dijo que fuera a bañarme. Obedecí. El agua estaba en su punto. Ella se acercó lentamente, pude verla a través de la puerta de vidrio, entró y ambos permanecimos bajo el chorro caliente de agua, entrelazados en un fuerte abrazo y apasionado beso sofocante, que cada cierto tiempo recuperábamos el aliento con fuertes bocanadas de aire. Hicimos el amor ahí mismo; luego, ya no recuerdo nada hasta que desperté sobre la cama, con las manos y pies atados en los extremos. Ella estaba de pie, llevando consigo una vela roja, que dejaba gotear sobre mi pecho, provocándome una quemadura nada desagradable, a decir verdad. ¿En qué momento había pasado de estar en la ducha a estar en esta situación? Lo peor de todo, tenía los labios cubiertos con cinta aislante. Estaba siendo sometido a una tortura erótica que no esperaba tener, mucho menos que mi compañera fuera capaz de preparar con anticipación.

Como no podía moverme, ella hizo conmigo lo que se le antojó en ese momento. Cabalgó sobre mí horas de horas, provocándome sendas erecciones gracias a un dispositivo que colocó alrededor de mi escroto, que no pude evitar no sentirme violado por mi propia mujer. El problema fue que necesitaba ir al baño, pero ella no me dejaba. El dolor era ahora intenso y los deseos de orinar no se comparaba con el terrible suplicio que experimentaba las veces que estimulaba mi pene con una maestría endemoniada y volvía a cabalgarme como una poseída. Sus ojos parecían desorbitarse, sus gemidos eran los mismos que había escuchado aquella noche que la encontré en medio de la sala; sus movimientos pélvicos eran de una precisión que eyaculé más de cuatro veces en una sola sesión, que tuve que orinar sobre ella. No podía más. Asimismo, no le molestó. Se masturbó cerca de mi rostro que, tras un orgasmo, un potente chorro de líquido salino brotó de su vagina que casi me ahogo en él. La mayoría había entrado por la nariz, ya que mi boca estaba aún cubierta por la cinta aislante.

Llegada la noche, seguía en la misma situación. Quería ir al baño, así que no podía aguantar tanto la vejiga y ensuciaba la cama con mis orines. Pero no había señales de ella. Pensé, tal vez, que estaba preparando algo de comer o beber; pero los minutos pasaban y ya el hambre hacía estragos en mi estómago. Los cánticos de mis tripas parecían los de una ballena moribunda. Tenía frío y a la vez pavor. Algo peor vendría, estaba ya pensando en eso, cuando de pronto se abre la puerta y aparece ella, con la bata roja floreada que le compré como regalo y con dos platos de comida en cada mano. Mis plegarias habían sido escuchadas. Solo que, había cantado victoria antes de tiempo. Vació la comida sobre mí, especialmente sobre mis genitales. Poseída por alguna fuerza sobrenatural, se desvistió y empezó a frotarse sobre mí, embarrándose con las salsas y demás comestibles que yacían desparramados. Me lamía los pezones, el cuello, el vientre, hasta detenerse en mi pene y chuparlo hasta ponerlo duro nuevamente. Estuvo así por varios minutos hasta descargar toda mi humanidad en su cara. Había empezado a llorar y ella parecía no entender la humillación por la que me estaba haciendo pasar. Me abofeteó, gritándome que me callara, que sea hombre y aceptara sus requerimientos, porque más allá de todo placer también existe dolor, y ese dolor se convierte en placer.

Tres días después, la policía la encontraría ahorcada en el pomo de la puerta con el lazo de su bata, suspendida a pocos centímetros del suelo. El hedor del cuerpo descompuesto alarmó a los vecinos. Yo seguía amordazado y amarrado de manos y pies sobre la cama, con cortes en varias partes de mi cuerpo que me desangraron lenta y dolorosamente. Las heridas podrían sanar, pero el trauma de haber vivido al lado de una loca nadie me lo quitaría. Jamás logré entender por qué lo hizo, por qué cambió de un momento a otro si nunca le había dado motivos, es más, la estimulaba para que hiciera más cosas fuera de casa y no estar “atrapada” en ese amor casi psicodélico que expresó cada día de esos cinco años que compartimos juntos.

Quise entender llegando a la fuente de todo esto. Sus padres, su familia más próxima. Pero no pude hallar respuesta. Era una mujer tan normal como cualquiera, dijeron, consternados por el escabroso final que encontró ella de su propia mano. No podían culparme, ellos me conocían y sería impensable que, dentro de toda esta pesadilla kafkiana, fuera parte de un crimen del cual yo era la víctima.

Ya han pasado otros cinco años y aún no logro esclarecer qué fue lo que pasó aquel fin de semana. Siento un profundo dolor más por ella que por mí. Hasta el momento, no puedo rehacer mi vida, no doy cabida a nadie que quisiera traspasar la frontera de lo permitido.  No puedo. Tengo miedo de encontrarme con otro caso de ese tipo, aunque me resuene en mi mente que las cosas podrían cambiar si yo quisiera. Tal vez sea esa sonrisa bonachona y el sonido de su risa campechana, que no me lo permiten. Lo tengo grabado en mi mente y es muy difícil que pueda deshacerme de ella.