viernes, 4 de abril de 2014

La música favorita de mamá

Ya no era lo mismo como en sus años juveniles. La música había cambiado, los estilos y géneros se reinventaban y el sonido cada día era tan precario como los estribillos de una antojadiza estrofa, sin contenido ni nada que pudiera uno sentirse identificado. Mi madre era una mujer de avanzada, aceptaba todo tipo de formas de expresión y se deleitaba con un buen disco de vinilo del recuerdo, de los tantos que guardaba como un preciado tesoro. Ahora, pensaba, que la tecnología había desplazado al LP, debía ponerse al día con eso del CD y las descargas gratuitas en Internet. Todo estaba bien, porque de alguna forma sus viejas melodías podía escucharlas remasterizadas y con buen audio digital, lo que sí no le convencía del todo eran esas nuevas manifestaciones musicales de una sola letra que era repetida hasta la saciedad, sobre un contagioso ritmo de sintetizadores y raspado de disco. "A lo que ha terminado el vinilo", decía. Pero ya no se usaba el vinilo como materia prima de ritmos technos ni nada parecido; ahora existían consolas que simulaban ese típico rasgado del disco, popularizado en los años 80 con el auge del Breakdance y todas sus secuelas.

A los jóvenes puede que les guste, decía mi madre en el desayuno, mientras buscaba en el dial del equipo estereofónico los grandes boleros de su juventud. Nada. Chicha, chicha y nada más que chicha. Y no le disgustaba, al contrario, era un boom que la conquistó por su sencillez y cálidas letras de amor y desesperanza, cosa contraria con el hip hop o el reggaeton, porque según su criterio eran letras sosas con doble sentido, que hablaban solo de "atorarle el tapón" a las muchachas. No podía evitar soltar una carcajada con cada tema que inundaban las emisoras. Cada loco con su tema, era su frase.

Un domingo desempolvó sus viejos vinilos. Lo más extraordinario fue que aún mantenía en funcionamiento su tocadiscos, bien conservado y lustroso. Zenith era una maravilla, decía, orgullosa de su colección y del equipo que aún hacía vibrar sus nervios melódicos. Mientras seleccionaba los discos que deseaba escuchar, encontré un 45 rpm de Bill Haley y otro de Elvis Presley. ¡Guau!, pensé, creí que ya habían pasado a mejor vida. De niño yo también los escuchaba, Y sin pensarlo dos veces, las pusimos. Mi madre era toda una bailarina, así que no perdí la ocasión de demostrarle mis habilidades al son de aquella música de sus recuerdos. Pasada la euforia, Pedro Infante y Javier Solis expresaban ese romanticismo que a mi madre le hacía evocar sus años en casa de sus tías o de su abuela, paseando a orillas del río Rímac en Acho -cuando aún habían camarones- o correteando alegremente por las chacras de su abuelo, allá en Huánuco. Mi madre era una mujer hermosa, alegre, despierta y muy ocurrente. Las pocas veces que he estado a su lado, he tratado de disfrutarlo al máximo. Y cuando se trata de música, ambos nos comprometemos a seguir manteniendo la tradición de mantener vivos los recuerdos de una vida distinta a la actual.

Son épocas, son momentos, como los que vivimos hoy. Siempre digo que la historia se repite una y otra vez, lo único que cambia es el espacio, la edad y las circunstancias. Pero mi madre nunca cambia. Habrá vivido todo lo que ha podido vivir, entre buenas y malas experiencias, pero ella sigue conservando su integridad y sus ganas de seguir compartiendo con nosotros sus hijos los valores que le fueron enseñados. Y para ella, la música significa un ingrediente necesario para la caótica transición que experimentamos y que de alguna manera evitamos el contagio de nuestros sentidos. Una buena melodía, decía, es una puerta abierta a la tranquilidad y a la esperanza. Y no le falta razón.