sábado, 31 de diciembre de 2011

La luna y la noche

31 de diciembre. A pocos minutos de finalizar el año y dar comienzo a otro. La noche era propicia para despertar el entusiasmo de los ajetreados humanos, que buscaban cobijo en algún lugar de la ciudad. Una dama de la noche, muy distinguida y reluciente a simple vista, orbitaba el espacio como hacía todas las noches. Sus pies ya sufrían el ir y venir de largas horas insomnes tras una semana pesada, que era necesario tomarse una pausa. Entró con disimulo a un bar. Estaba a punto de explotar y no cabía ni uno más, mientras el son de la música y las azafatas en diminutas prendas atendían sin descanso a los parroquianos ahí reunidos. Esta vez tuvo suerte. Pudo acomodarse junto a otras personas en una larga mesa, que daba la apariencia de La última cena de Da Vinci. En poco tiempo se hizo de amistades y brindaba junto con ellos en espera del principio de nuevas expectativas de vida. Casi siempre sus pensamientos eran similares en una fecha como esta. Lo había hecho en los cinco últimos años, cuando decidió introducirse en el voraz mundo de la prostitución. No había un solo día que sus sentimientos de culpa la inundaban sin piedad, tratando de ser realista y madura para decidirse a cambiar el rumbo de su vida, y el de sus semejantes.

Junto a ella había una pareja que se quejaba de todo lo que había vivido en este año que terminaba. Podía escuchar al tipo mofarse del actual presidente, el que ya estaba entrando a la verdadera situación desesperante de complacer a unos y desatender a otros. Su elección, dijo, no era otra cosa que el clamor de una mayoría marginada por el sistema y que ahora estaba pensando seriamente si Ollanta no era otro más que se entrona en el poder y se obnubila con éste. La mujer, más serena y recatada, manifestó que era la gente que lo rodeaba la que le estaba dando la mala fama que ahora sus detractores festejaban en las primeras planas de los informativos adversos al régimen.

-Siendo el líder de un partido, debería saber a quién escoge entre sus filas -dijo el hombre.
-Ya -asintió la mujer-, pero no crees que con tanta gente que pulula su entorno, hay siempre un elemento cancerígeno que se infiltra para cambiar el normal estado de las cosas.
-¡Pamplinas! Tienes que conocer a tu gente para que no me vengan después con Chejades y los robacables y comeoros. Es un insulto a nuestro inteligencia. 

Mientras tanto, nuestra dama se divertía escuchando las ocurrencias de un borrachito que imitaba muy bien al ex presidente Toledo, haciendo referencia a la película que estaban pensando hacer sobre su vida, al igual que Alan y ese elefante blanco llamado "Tren eléctrico".

-El patita que va a interpretar a Alan -dijo- tiene que comer harto panetón para parecerse a él, porque está más flaco que mi pepino después de una bomba.

Y las risas no se hacían esperar. Era un momento de sano entretenimiento que a nadie parecía molestarle el tema, ni siquiera de aquellos que gozaron una vida de ensueño robando a diestra y siniestra sin que la justicia haga algo por encerrarlos, al igual que el sonado caso del indulto al tío Fuji. ¿Debía otorgársele? Era un planteamiento sumamente delicado en la parte jurídica; pero lo que sí era cierto que el indulto a sentenciados por actos de lesa humanidad, no correspondía en este caso, salvo que el hombre se estuviera muriendo del cáncer a la lengua que padece, lo que por sentido humanitario podría ser permitido. Sin embargo, este no era el caso y no había más que decir.

Nuestra dama se entendió con un hombre que había ocupado el lugar de otro, para estar cerca de ella. La había observado desde que la vio ingresar al local. No era tan mal parecido, pero tenía el inconveniente de usar anteojos y, por consiguiente, ella siempre ha desconfiado de personas que usen anteojos; pero se dio cuenta que el tipo era buena onda y que tenía muy en claro sus apreciaciones sobre la vida y las duchas españolas, las mismas que él vendía en una famosa tienda por departamentos. Sus primeras palabras fueron de elogio por tratarse de una criatura bella y escultural. "Nada es gratis en esta vida", dijo, "todo lo que tengo ha sigo gracias a mi esfuerzo y al sudor de mi clítoris".

-¿Fuiste al concierto de Paul McCartney? -Preguntó él.
-No, no pude. Las entradas ya estaban agotadas cuando decidí ir a último momento. Son esas cosas que uno piensa y piensa, y cuando ya has tomado una decisión, es demasiado tarde. Casi siempre me pasa cuando hago este tipo de juicio de valores.
-¿En serio? ¿Y qué te impidió ir?
-Tiempo, dinero, ganas. Esas cosas particulares que casi todos tenemos en un determinado momento.
-Sí, lo sé -dijo él-. Me pasa a veces. Entonces, me imagino que no has ido a ninguno de esos megaconciertos que estuvo inundada Lima en todo el año.
-A la justas fui al de Iván Cruz, en una discoteca de Los Olivos. Estuvo chévere. Ese pata ha sufrido mucho.
-Me hubiera encantado que Amy Winehouse viniera. Pero...
-Sí, pues. Se nos fue muy rápido.
-Era predecible. Su vida ya estaba marcada. Pero Bob, de hecho, tiene que venir.
-¿Bob? ¿Bob Esponja?
-Jajajaja... ¿Me tomas el pelo? Bob Dylan.
-¿Quién es?
-¿No conoces a Bob Dylan?
-No -dijo ella, como si le hubieran explicado la Teoría de la Relatividad-. Sé que Elton John viene en febrero.
-Bueno, eso ya es otra cosa.
-Ah, sí. De hecho.

La mesa ahora se había convertido en una especie de corro donde cada uno de sus integrantes hacía preguntas o cuestionaba la actual situación del país y del mundo. El borrachito lanzó una pregunta: ¿Qué es lo que más les ha impactado del 2011? Las repuestas fueron diversas y muy desiguales en gustos y jerarquías.

-La muerte de Teresita Izquierdo.
-Gadafi.
-Conga.
-Elizabeth Taylor.
-La selección de fútbol. Ya no vamos al mundial.
-Nadine.
-Egipto.
-La caída de la bolsa.
-Disturbios en Londres.
-Keiko y su papá.
-Puno.
-Machu Picchu.
-La huelga de los estudiantes chilenos.
-Gastón y Business Track.
-Star Wars en Blue-ray.
-Ciro y Rosario la loca. ¿Vieron el desfile de modas? ¡Qué horror!
-Susana Villarán.
-Charlie Sheen.
-Steve Jobs.
-Sidney Lumet.
-Los hermanos Cori.
-La bronca entre Roberto Chiabra y Rafael Rey.
-Las inundaciones de Brasil, China y Pakistán.
-Las payasadas de Quimper.
-Joe Frazier.
-Los devaneos sexuales de Berlusconi.
-La masacre en Noruega.
-Las teorías conspirativas de Hugo Chávez.
-John Galliano.
-Los cien de Cantinflas.
-El Grammy de Gianmarco.
-Sócrates.
-Osama Bin Laden.
-Estados Unidos se retira de Irak.
-El divorcio de Schwarzenegger.
-Strauss-Khan.
-Terremotos en Japón, Nueva Zelanda y Turquía.
-La central nuclear de Fukushima.

Sin previo aviso, las doce campanadas anunciaron el 2012, con el vitor de la concurrencia, que se abrazaba y festejaba el principio de algo bueno, algo diferente; quizá, endulzado con acontecimientos no necesariamente alentadores para el acontecer político, social y económico de la gente, pero con la esperanza que las cosas buenas siempre demoran en llegar para mejorar el espectro y el sentido de la vida.

Feliz Año Nuevo.

Feliz 2012.

martes, 20 de diciembre de 2011

Seré tu amante vampiro

M, de Fritz Lang, con Peter Lorre
Ella lo vio acercarse. Sus ojos emocionados apreciaban su pálida belleza encaminada por una serie de cuestionamientos acerca de su virginidad y las promesas esotéricas que una vez enumeró con mucho esmero a su madre, antes de partir a otro mundo -la NASA la envió a colonizar Plutón-. Sus pasos reflejaban ese contorneo casi sensual al atravesar el umbral, que un estremecimiento bajos su vientre la hizo desistir. Tenía problemas de vejiga. Pero aquel apuesto joven, con cabello engominado, mirada feroz e indiferente, de atrevida sonrisa y caminar corrosivo, dejaron a la muchacha exhausta y a punto de desfallecer. ¿Quién era? ¿De dónde había venido? ¿Por qué alguien como él había decidido estudiar en una horrible universidad del Estado, sabiendo de otras con mayor rango y posibilidades de conseguir trabajo seguro? Tal vez, pensó, su apariencia la engañaba. Sería tan humilde como ella y el resto de estudiantes famélicos que soportaban las lentejas a medio cocer de la cafetería del campus.

Cuando cruzó cerca de ella, la muchacha tuvo que sostenerse de su compañera de al lado, porque el aroma que despedía el joven era demasiado perturbador para soportarlo. "Debería lavarse los sobacos", dijo la otra. Ni bien ingresaron al aula, el profesor Furilo, eminente catedrático de Literatura Medieval, empezó la clase con una elocución referente al romance trasnochado de los caballeros andantes y de las damiselas que se dejaban engañar con sueños y tesoros escondidos en el alma. El nuevo, como algunos malintencionados le llamaban, explicó que era una época donde las verdades se velaban por considerárselas no aptas para corazones inquietos. Le llamaban "pecado", porque no podían explicar el origen de esos sentimientos; pero esos sentimientos estaban arraigados en el pensamiento humano desde que se creó la civilización. Un inquietante silencio se apoderó de la sala, ni siquiera el profesor Furilo tenía palabras para refutar dicha aseveración. La muchacha, en cambio, estaba extasiada de aquel joven impertinente y muy seguro de sí.

Dos horas más tarde, cuando la clase había terminado una breve lectura del Decameron, el profesor Furilo se sintió indispuesto y abandonó la sala con fuertes dolores en el pecho. "Son gases, profe", dijo un alumno, propiciando las carcajadas de los demás, menos del joven pálido que observaba en silencio las incidencias de aquella tarde. Minutos después, el profesor fue encontrado en el baño -específicamente, sentado en el water-, inerte, fulminado por un descomunal infarto que le hizo explotar el corazón fuera de su pecho. La escena era tan extravagante, como nauseabunda: no había jalado la cadena.

En la cafetería, la muchacha observaba al nuevo, rodeado de un grupo de emos que le demostraban lealtad y servilismo. Muchos ya lo tenían como un bicho raro, y podría decirse que le temían. Sin embargo, la muchacha tomó valor y fue donde él, pese a la negativa de su compañera. Nuevamente, sus ojos apreciaron aquella belleza andrógina, casi magnética, mientras se acercaba a su mesa. Cuando lo hizo, sus miradas se cruzaron y los sentimientos más perversos se apoderaron de ambos. Fueron a la facultad de Ingeniería Agropecuaria y se dejaron llevar por la lujuria, en medio de repollos y brócoli. Su virginidad fue historia; sus promesas, un mito. Era el amor que pugnaba salir en ese lecho verde, con lombrices y estiércol. Y fue cuando unos afilados colmillos desgarraron su cuello y succionaron algo de sangre. Oh, Dios, pensó, es un fetichista. La pasión que se apoderaba de ella la cegaba en su raciocinio, la lujuria descomunal que brotaba de sus poros la convirtieron en una esclava del placer. Se sentía como aquella damisela encerrada en la torre más alta del castillo, y el intrépido aventurero iba a su rescate. Lo que dijo el joven en la clase no tenía sentido cuando se es romántico por naturaleza. Pero no, a él solo le importaba imponer su voluntad a punta de chupadas al cuello. ¡Qué excéntrico!

Cuando la joven despertó, vio a su lado a su intrépido amante, como Dios lo trajo al mundo. Era más delgado de lo que aparentaba. Cuando sus ojos se posaron en la zona prohibida, su decepción fue más que notoria. Tenía un dedo meñique en la entrepierna. Y pensó: "¿Esa cosita me hizo ver las estrellas? Sí que es bravo el pata". Luego notó que tenía en todo el cuerpo piquetes ensangrentados, que supuso fueron los zancudos de la zona, pero cuando el joven le dijo que había sido víctima de un vampiro, la muchacho prorrumpió en una vulgar carcajada que ofendió a su amante. Pero, al verlo decidido, se dio cuenta que no estaba bromeando. Realmente era un vampiro, porque los vampiros son impotentes y se placen con la sangre de sus víctimas, por eso tenía ese maní, por eso tenía tantos piquetes que no eran otra cosa que mordidas de colmillos. ¡Parecía una coladera!

Desde ese día, fueron inseparables. Tanto su compañera como el resto de estudiantes creyeron que era anoréxica, por lo pálida y delgada que estaba. Ahora era la dama de la noche, rodeada de un séquito de emos que imploraban vida eterna, pero que resultaron ser el menú de los jóvenes amantes. Sin embargo, el normal desarrollo de los hechos se vio empañado con la llegada de un nuevo estudiante, de contextura atlética, casi moreno, que hacía suspirar a todas las adolescentes de primer año. Su rostro casi de niño, era el pan de cada mañana para cualquier muchacha con las hormonas revueltas. Cuando se presentó ante la pareja del momento, dijo reclamar su derecho de estar entre ellos, de lo contrario, se volvería una fiera salvaje y se los comería a todos, especialmente a ella. Muchos de los presentes creyeron haber visto esta escena antes y fueron a una tienda donde vendían DVD piratas. No obstante, las cosas no pasaron de una simple jugarreta del destino, y cada quien se fue por su lado. Pero cerca de la medianoche, en la Facultad de Ingeniería Agropecuaria, muchas cosas misteriosas pasaban sin que nadie supiera su origen. Los aullidos desgarradores de un perro furioso azotaban el ambiente, dejando entrever que la maldición había entrado en nuestra sociedad, y no había quien pudiera detener.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Un problema menor *

* Basado en un monólogo representado en 2002

Qué no hubiera hecho por despertar una mañana y encontrar al lado de mi cama a la mujer que compartiría su vida con la mía, deseosa de complacerla en todo y sentirse privilegiada de tener como pareja a un tipo simpático como yo. Lamentablemente ese fue un sueño demasiado caro para pagarlo y demostrar que las agrupaciones políticas no eran más que meras farsas para complicar aún más la responsabilidad cívica. Tres meses atrás ella me abandonó llevándose el calentador de agua. Al menos, si lo hubiera dejado. Yo lo necesitaba más. Eso pasa por confiar demasiado en las personas. Bueno, en esos menesteres soy todo un portento, casi estoy en bancarrota y lo único que alimenta mi ego es la tarjeta de crédito vencida, que guardo bajo el colchón. Eso dice mucho de mí.

Recuerdo que la conocí en una función de circo. Llevaba a mi sobrina porque no había nadie quien pudiera tomarse el atrevimiento de atender sus caprichitos y menos aún cuando empezaba a engordar como una vaca. La niña comía como no tienes idea. Creo que mi presupuesto de junio se fue a su estómago y eso que todavía no compraba las entradas para la bendita función. Accidentalmente, mi sobrina le pegó el algodón azucarado en el cabello y tuvimos que traer a toda la brigada 116 para desprenderlo de tan pegajosa vergüenza. Aunque debo admitir que la muchachita me hizo un gran favor con ella porque congeniamos a la perfección y fue un flechazo de esos que te matan y no dejas de pensar en ello durante semanas. Nos sentamos juntos y disfrutamos del espectáculo. Había traído a su sobrino –qué coincidencia, pensé– y se pasó toda la función discutiendo con mi sobrina sobre la verdadera identidad del payaso Pirulita, ése que hacía ventriloquia con un zapato. La verdad, decía el mocoso, era un truco muy viejo porque su tía Hermelinda, una mujer entrada a la categoría de las viejas pleitistas, dejaba a todos absortos con sus maromas y flatulencias ensordecedoras. Ella misma le dijo que podía hacer hablar a su calzón y el chico se la creyó. Durante largos meses, antes de sufrir una embolia, sus flatulencias eran tan cotidianas que una vez la vieron hablar por teléfono con la cabeza pegada al suelo, y se podía oír al interlocutor decir que por qué no se tomaba una de esas pastillas de menta para que le pasara la ronquera.

No cabía duda que el muchacho era muy ingenioso contando historias fantásticas, pero no queríamos perdernos las bromas de Pirulita, así que le di cinco soles para que se comprara cualquier cosa que le hiciera olvidar por un momento los comentarios hirientes sobre sus familiares y nos dejara disfrutar de los payasos. El muchacho sabía que las cosas no eran como se las habían enseñado sus padres. Pidió un refresco y una fruna y se quedó tranquilito.

Ella y yo ya estábamos llorando de la risa y nos dábamos la mano festejando toda esa diversión en la arena, viendo cómo Pirulita salía airoso de los mortíferos flechazos que otro payaso de renombre, Mollejita, que no dejaba de imprecarle salvajes adjetivos llenos de hilaridad y desenfreno. Podría estar dando una cátedra ahora mismo sobre este fenómeno de masas que poco a poco estaba perdiendo su valor multitudinario a causa de la invención del DVD, así que reflexioné sobre la condición de estos héroes pintados de ridícula apariencia y las penurias que debían pasar cada vez que un chiste no era el mismo que la función anterior y nadie reía, o, de lo contrario, reían hoy, pero mañana no. Una dualidad importante que habría que tallar hondamente en las mentes de quienes creen que el circo aún es un pasatiempo frívolo para el pueblo ignorante.

El show de Pirulita y compañía llegó a su fin y fueron despedidos con un estruendoso aplauso que por poco la carpa se viene abajo. El más feliz era el propio payaso que no dejaba de agradecer con una reverencia digna de bufón del siglo XII. Cuando llegaron los leones amaestrados, la magia se desvaneció. Mi sobrina se había quedado dormida y no pudo ver el momento cumbre cuando el león le arrancó de un mordisco la cabeza del domador y tuvieron que cambiar de número antes de que alguien se diera cuenta del accidente. Mi nueva amiga y yo estuvimos conversando largo y tendido mientras el trapecista realizaba su hazaña de cruzar la cuerda floja bailando perreo con un conejo. Nadie salió lastimado esta vez.

Terminada la función, los cuatro nos fuimos a comer en algún restaurantito de comida rápida para seguir charlando y dar tiempo al destino de que continúe alimentando este amor que ambos habíamos descubierto en el ínterin de la diversión. Aunque sonara excesivo, ambos mocosos congeniaron a la perfección y ya estaban intercambiando número celular y correo electrónico y que posiblemente mañana o el siguiente día iban a estar conectados en el chat. Vaya diablitos, pensé. No fue así con mi amiga, que se negó a darme su número telefónico porque pensó –ella misma me lo dijo con esa franqueza bárbara que tienen algunas mujeres– que lo nuestro no era más que un desvío en la carretera de la vida y las cosas no estaban hechas como para seguir dándole esperanzas al asunto. Aproveché que los niños fueron a recoger el pedido y estampé en sus labios uno de esos besos que duran todo un fin de semana, y lo pensó detenidamente. Creo que no tuve demasiada cohesión en mis impulsos y dejé que ella misma se cerciorara qué tan grave era. Cuando descubrió que aquel beso era todo lo que necesitaba para ser mi pareja, estábamos en el baño concatenando nuestros flujos internos mientras los niños, allá afuera, comían sus hamburguesas como quien lo hace todos los días, con familiaridad y sin incomodidades. De regreso a la mesa, ella tenía una radiante sonrisa que nunca pensé que despertaría la atención de las personas que nos rodeaban. De hecho, yo había dejado los pantalones encima del caño y ella prácticamente tenía la blusa desabotonada. Salimos del local y dejamos que este episodio se borrara por el bien de quienes fueron testigos de este loco e impulsivo amor que vivimos hacía unos momentos.

Los acompañé a su casa y ella se despidió de mí con un beso en la mejilla. Pero el muchacho le dijo que por qué no me daba un beso en la boca, lo que provocó una serie de cuestionamientos sobre la educación en el colegio y echarle la culpa a la televisión y a los videojuegos de computadora. Regresé con mi sobrina a la casa de sus padres y ellos me dijeron que no era una hora adecuada para estar con una niña de doce años y les conté toda la historia. Por supuesto que no me creyeron y me despedí como quien hubiera recibido un soborno.

Esa noche no dejé de pensar en ella y del momento delicioso que habíamos experimentado. Decidí llamarla a primera hora del día pero se disgustó porque era muy temprano. Quedamos en vernos para almorzar y alquilé un auto. No soy una luminaria ante el volante pero no cometo imprudencias descaradas. Le demostré de mis conocimientos culinarios y se maravilló de lo fácil que era hacer una ensalada rusa. Todo tiene su explicación, le dije, y nos echamos a reír; pero el piso estaba algo sucio y nadie quiso pisarnos para no interrumpir. Paseamos toda la tarde y nos detuvimos frente al mar. Observamos la puesta del sol y eso nos puso románticos. Nos besamos y no pudimos controlar nuestros impulsos. La llevé a mi departamento e hicimos el amor cinco veces y una más para confirmar si todo eso no fue más que un sueño. Por supuesto que no. A los pocos días se estaba mudando conmigo y las cosas parecieron mejorar en mi vida. Al menos, demostré tener cierta cordura para llevar a una extraña a vivir conmigo en tiempo récord.

El siguiente domingo llevé a mi sobrina a esos cumpleaños que organiza una conocida marca de hamburguesas, y pude constatar que la vida familiar no era del todo desagradable, si se tiene en cuenta que los progenitores de esta pequeña amenaza pelean dos veces a la semana, con intervalos de 30 minutos para recuperar el aliento. Me divertí a mis anchas porque la niña sabía cómo comportarse en estos menesteres, y bueno, ya era toda una veterana que no me fue problema dejarla con los otros niños, mientras que yo coqueteaba con la chica de Mad Science. No conseguí su teléfono pero me perforó la camisa con una de sus pericias químicas, que dejó a todos anonadados y con ánimos de que repitiera la experiencia.

Llegada la hora de cantar el sapo verde, como ahora se le conoce a esta singular canción que tonifica las células más recalcitrantes de la humanidad, los pilluelos éstos no dejaron de reclamar su porción de torta, y a medida que pasaban los minutos no les quedó más remedio a los organizadores que cumplir con la demanda. En menos de lo que un tartamudo pudiera decir perpendicularmente, el acto estaba consumado.

Regreso a casa, con los ánimos un poco acelerados por los constantes reclamos del taxista de que pagara con sencillo, me esperaba mi amiga con una taza humeando de café pasado. Hubiera preferido una barra de chocolate, pero no hay que ponerse exquisito cuando de atenciones se trata. Me dio un masaje en el cuello y me contó todos los pormenores del matrimonio de su hermana. Algo tenía que estar suponiendo para tener en cuenta sus expectativas de vida y lo maravilloso que es estar bajo el mismo techo con la persona amada. ¿Se necesita estar casado para eso?, pensé. Pero no quería quitarle la ilusión, así que dejé que siguiera con su eufemismo.

Esa noche hicimos el amor como si fuera la primera vez. Estuve tosco y algo desordenado, pero ella mantenía la calma porque sabía cómo satisfacer las demandas sexuales de quien osara llevarla al juego pernicioso de la lascivia. Nunca dije que fuera el primer hombre en su vida. Logré cautivarla, eso sí, pero ya era una muchacha experimentada y ayudó a complementar nuestros conocimientos a la medida de las circunstancias. Aunque al principio me lesioné la cadera, no era una excusa para no seguir colocando mi marca distintiva en sus sentidos.

Fue una niña precoz. A los doce años ya tenía un enamorado de veintitrés que le hizo comprender que la vida no se limitaba a los programas de Plaza Sésamo o el medio millar de muñecas Barbie que ostentaba en su dormitorio. Tampoco digamos que el tipo abusó de ella, ni mucho menos cometió barbaridades penadas por la ley. No. Era un muchacho con un buen concepto de la ética y si estuvo con ella fue porque realmente había encontrado un estímulo a su vida. Poco tiempo después comprendió que su vocación sacerdotal era todo un precedente para considerarse afortunado. Muchos años después, me cuenta ella, es todo un profesional del confesionario y ayuda a cuanta muchacha descarriada pulula en su parroquia.

Cuando ingresó a la universidad, la cosa fue diferente. Sentía que la libertad que le daban sus padres podría materializarse con todos aquellos ejemplares de revista metrosexual, y consiguió liarse con la fauna masculina que cruzaba ante ella, sin distinción de credo y color. Los tenía en fichas y en orden alfabético. Consiguió hacerse de un nombre en su centro de estudios como la mejor relacionista pública que haya mantenido una conversación en simultáneo. Pero su primera vez lo hizo fuera de las aulas, con un carpintero que fue a su casa para arreglarle un estante de la cocina. El tipo era amigo de su hermana y por consiguiente podría hacerles un descuento por el trabajo. La química funcionó a la perfección y empezaron a salir.

El resto es historia. Ambos se separaron por mutuo acuerdo y cada quien hizo su vida como mejor lo creía posible. Algunas veces se encuentra con él y no pasa de un saludo cordial. Luego vinieron más hombres que, por obvias razones, sería muy aburrido contar. En resumen, diré que tuvo altibajos como cualquiera y lo único beneficioso para ella fue capturar la esencia que alimentaría su espíritu, y que luego me mostraría sin inhibición alguna por qué Adán confió tanto en Eva cuando le dio de comer del fruto prohibido.

Después de disfrutar de la pasión que nos encendía a cada momento, le preparé un milkshake de chocolate. Estaba tan complacida que no dudó en darme toda clase de elogios que sucumbieron mi ego y tuve que poner manos a la obra antes de que la bebida se calentara. Fue uno de esos acontecimientos que no se repiten así no más y batimos nuestro propio récord. Sin duda, para comentarlo con los amigos en la parrillada del domingo o en algunos de esos conversatorios sobre sexualidad y origen de las especies.

Estuvimos charlando casi toda la noche de temas intrascendentes que podrían formar parte de algún programa de televisión de señal abierta. Se notaba que su emoción por la boda de su hermana había rebasado toda lógica y estuvo nuevamente dándole al asunto como si fuera la primera vez que lo hiciera. Era comprensible. Y me quedé dormido.

El tiempo es el peor verdugo de uno, a veces, cuando crees que tienes todo cogido del mango. Pero este creo que maduró demasiado porque el jugo se me escurría entre los dedos. Mi novia vivía un momento de identificación conmigo y hacía todo por complacerme y ser complacida. Admito que excedía en sus remilgos y la convertían en un ser plástico y sin rostro. Una noche le pregunté quién era. Creyó que se trataba de una broma pero sintió pánico cuando le pedí su DNI. Las cosas iban cambiando paulatinamente y cada uno sintió el deseo de probar cosas distintas. Al menos yo quería participar en El último pasajero, aunque sea de extra. En cambio, ella sólo pensaba en la boda de su hermana. Supuse que era una reacción natural de sentirse desplazada por un hombre ajeno a la familia. Ellas se habían criado juntas y juntas hicieron muchas cosas. El temor de perder ese cariño sincero, la convertía en un ser malhumorado y errático. Lo nuestro era diferente porque convivíamos y en cualquier momento las cosas podrían ir de una relación fogosa a un enfrentamiento de gustos e ideas respecto a compartir los gastos de la casa. Y se veía venir nuestra crisis y eso nadie estaba seguro si sobreviviríamos o no. Como me dijo un amigo, las apuestas estaban a favor de ella. Estaban seguros que me dejaría. Y razones no les faltaba. Al poco tiempo, sin que nos pusiéramos de acuerdo, cogió sus cosas y se fue.

Durante ese lapso de sobreponerme y reconsiderar mis expectativas, mi único consuelo era mi sobrina. Una niña agrandada que aprendió primero a portar celular que escribir su nombre. Me aconsejó que saliera con otras mujeres, porque, según ella, me había acostumbrado a una sola mujer, cuando en realidad en estos tiempos uno debe de probar de todo y mandarse de hacha con cada costilla que encontrase en el camino. Qué sabias palabras, pensé. Hablé con sus padres y les pedí que la encerraran en un internado hasta que cumpliera la mayoría de edad.

Sus ideas no eran descabelladas, después de todo. Era yo quien se rehusaba a olvidar a esta mujer que hizo de mi vida la más frágil de todas las que he reencarnado por los siglos de los siglos. Cuando muera, quién seré. No vale repetir. Estuve frecuentando a mis amistades y con ellos también obtuve una serie de reproches que no pude digerir con calma. Pero me ayudó bastante, no me puedo quejar. Volví a ser el mismo y con mucha creatividad. Regresé a los escenarios y el éxito fue colosal. Hacer stand up comedy me sirvió de terapia y una gran ayuda para mi bolsillo. Y qué bien se sentía cuando veías a los demás, sentados ante la mesa, escupir la cerveza por las incontrolables carcajadas que provocaba.

Dentro de ese mundo lleno de logros, vicios y dilemas, me codeé con mucha gente, con muchos marcianos que se creían los enviados de Dios o que habían venido de la galaxia más alejada del Sistema Solar, con esos nombres medios raros sacados de los anales de la imbecilidad humana. No puedo negar que mi status me dio una imagen y un nombre en el ambiente. Hice de todo, participaba de recitales, de barbacoas, de orgías descomunales con mujeres de ensueño, que nunca había visto en mi vida pero que ellas aseguraban haber pasado una noche de orgasmos con mis ocurrencias frente al micrófono. No creí que pudiera provocar esos impulsos a nadie, especialmente a una mujer. Fue entonces que hice una prueba y les conté la historia del topo que quería ser teniente alcalde en una municipalidad de Afganistán. Les juro que más de una tenía las manos entre piernas y sudaban frío. Era una cosa sensacional.

Y me violaron.

La histeria colectiva engendra pasiones desmadradas, poco saludables para quienes practican la abstinencia. Era un héroe de esta juventud llena de encrucijadas, de muchas dudas, de pleitos existenciales. Estaba haciendo algo por ellos sin darme cuenta, pero me estaban arrastrando a su mundo el cual era demasiado contagiante y de poca elección. Salgamos a matar, si esa hubiera sido la palabra que hubiera empleado. Charles Manson sería un corderito al lado de ellos. Pero no, no era para tanto.

Y todo fue como Lucy en el cielo con diamantes.

Cuando desperté en mi dormitorio, después de una bomba molotov en mi cerebro, el reloj marcaba las siete de la mañana. ¿Fue un sueño o no debí rechazar la oferta de Iguana para escribir una telenovela? Me puse a trabajar en mi nuevo espectáculo, el que me provocaba severas alucinaciones mañaneras. De repente, del cuarto de baño salió una sensual morocha vestida con una de mis camisas de burbujitas. Me recordó que nos habíamos conocido en la fiesta del Duque, uno de esos tipos que se hace tu amigo porque le dejas tomarse una foto a tu lado y dicen que te conocen de toda la vida. Por un momento creí que se trataba de una broma, pero dijo que no e hicimos el amor cinco veces y una más para confirmar si todo eso no fue más que un sueño. A Dios gracias que no.

Lo maravilloso de este mundo es que pude escoger con quien pasar el rato, sin preocuparme en detalles ni en los comentarios que pudiera generar su comportamiento frente a mis amistades, quienes poco a poco se hacían a un lado al saber que estaba yéndome por la ruta de la desesperación solitaria, que confiar en ellos para otros propósitos más altruistas. Una cosa es vestirme de Papá Noel todos los años y otra muy distinta es regalar panteones de puerta en puerta. Pero supe que los excesos al fin y al cabo reblandecen el cerebro y te gastan malas pasadas.

Eso lo viví en carne propia cuando la hermana de mi ex se presentó a la casa para invitarme al matrimonio, pero me negué porque no tenía con quién ir. Me dijo que ella estaría ahí, y que posiblemente las cosas entre nosotros por fin darían un vuelco para nuestra tranquilidad. No bien dicho esto, la morena salió de la cocina con un trozo de carne calcinada. Esto confirmó todo y creo que marcó definitivamente la ruta que habíamos trazado en nuestro destino. No me dijo nada más, sólo me entregó el parte, se dio media vuelta y desapareció. Me sentí un poco estúpido, y me di cuenta que ya nada me ataba a su hermana ni nada que pudiera revertir todo este tiempo alejado de ella. Sólo lamenté no reclamar por mi calentador de agua.

Mis presentaciones unipersonales fueron menguando a medida que los chistes se hacían repetitivos y no tenía material nuevo con qué sugerir que los tiempos en que vivimos no son necesariamente los mejores. No me sentí desesperado ni mucho menos envuelto en esas ansias de ser aplaudido o reconocido en cuanto lugar ponía un pie. Si ponía los dos ya encontraba estabilidad, pero casi nadie se emocionaba al verme. Preferí dejar las cosas como estaban y me refugié en mis cuarteles de invierno.

Tal como lo había sospechado, la morena puso punto final a la relación porque ya no había razón para estar al lado de un cómico sin empleo. Se llevó el calentador de agua pero no me sentí mal. No quise parecer uno de esos tipos que claman por favor, que no lo dejen solo y todo lo demás. No. Al contrario. Me sentí absolutamente liberado, como si realmente volviese a nacer. Las cosas se aclararon mejor de lo que esperaba y tomé otro rumbo en mi vida. Decidí ir al matrimonio. Nadie se lo esperaría y sería una buena oportunidad para encontrarme con viejos amigos.

La ceremonia fue sencilla, casi rápida, sin demasiados detalles que la hicieran aburrida para los presentes y los propios novios, que si te dabas cuenta parecería que deseaban salir cuanto antes de la iglesia y adelantar la luna de miel sin cortar el pastel. La novia se veía hermosa, distinguida; aunque el novio no era la sensación del público, cumplía a la perfección el papel asignado. Quien sí estaba totalmente irreconocible era mi ex. Era la dama de honor y con justicia le dieron ese rol porque estaba divina. Naturalmente que me senté en la última hilera para que nadie me viera. Sentí ese sentimiento de vergüenza para no cruzar miradas y fui testigo silencioso de aquella demostración de amor entre dos seres humanos.

En la recepción, minutos más tarde, me acerqué donde los novios y les felicité. Ella estuvo encantada por mi presencia y me dijo que su hermana estaba al final del corredor, esperando tal vez encontrarse conmigo o, démosle la ventaja de la duda, a que alguien la abordara y se la llevara de ahí. Con cautela, fui donde ella y la saludé. Fue sorprendente que su sonrisa no cambiara para nada al verme de pie, con la mirada estúpida y con ganas de pedir perdón. Me abrazó con fuerza y no sé cuánto tiempo habremos estado en esa posición porque cuando nos separamos, el cura nos dijo que ya iban a cerrar la iglesia.

Estuvimos juntos toda esa noche, en la fiesta, bailando y hablando de mil cosas. Como si las cosas no hubieran sido como las conocemos. Fue divertido volverla a ver, sentir su aroma, tocar su piel y ver que mis sentimientos no habían cambiado. Lo gracioso del caso fue que no estaba en condiciones de retomar la relación si es que ese había sido mi plan inicial al venir a la boda. Le dije que no, que simplemente quería cumplir con la invitación y porque quería volver a sentirme parte de la sociedad. Le conté todo el rollo y creo que sintió un poco de fastidio por la morena, quien había terminado conmigo al darse cuenta que el dinero escasearía por la falta de trabajo. “Yo no lo hubiera hecho”, dijo. Mis intenciones no fueron como ella las había atisbado. Creo que no estaba preparado para volver a tener una relación con alguien. La soledad es buena compañera para redescubrir cosas dentro de uno y dar lo mejor de sí en las próximas elecciones sentimentales que encontraría algún día más adelante.

Me sentí bien conmigo mismo después de esta experiencia. Fue una despedida positiva, sin culpas, sin malos entendidos. Como debió ocurrir en su momento. Cuando nos despedimos definitivamente esa noche, bailamos una balada que habíamos escuchado en su oportunidad. Fuimos los únicos en la pista de baile y parecía que éramos los recién casados, porque cuando finalizó la pieza, el público aplaudió a rabiar y yo quise salir corriendo y refugiarme debajo de una mesa.

Comiendo una noche con mi familia –eran pocas las veces que me invitaban– me presentaron a la amiga de mi cuñada, una de esas mujeres que quieren comerse al mundo a punto de estrógenos y cruzada de piernas a lo Sharon Stone. Estuve un poco distante, pero quien mejor lo pasaba era ella, rodeada de mis primos, todavía pertenecientes al club de onanistas, los que no dejaban de contemplarla de la manera más descarada posible. Ver todo eso me hacía sentir un viejo amargado. Vamos, dijo mi cuñada, no creo que a ella le interese un grupo de mocosos. Menos se interesará por alguien que cuenta chistes en los funerales, acoté.

–Al menos, tienes de dónde cogerte –se apresuró a decir mi sobrina. Creo que ella era la única que mantenía las esperanzas de que yo sentara cabeza con alguien que verdaderamente valiera la pena. No negaba que mi ex era todo para mí, pero ya era una historia con capítulo final. No, ella se refería a mis posteriores relaciones de una sola noche o mis novias imaginarias que utilizaba de pretexto cuando me invitaban al cine. La pequeña me conocía más que cualquier familiar ahí reunido y no era de extrañar que siempre quisiera salir conmigo mientras sus padres trabajaban o salían a alguna reunión donde no admitían niños molestosos. Será porque era muy paciente con ella o porque dentro de mí vivía un sentimiento paternal que pedía a gritos salir de una vez por todas.

Fue mi oportunidad para acercarme a ella y tratar de mantener una conversación digna de mi persona. No lo hice tan mal, después de todo este tiempo de inactividad, y creo que la pasó bien hasta el momento en que decidió marcharse porque ya era tarde. Me ofrecí acompañarla, lo cual fue un gesto algo impulsivo que mi sobrina supo criticar. “No seas tan obvio”, dijo. “Parece que quisieras llevártela a la cama”. Mi nerviosismo fue evidente y pensé que aquí llegaba mi oportunidad de estar con ella. Mi sorpresa lo fue aún más cuando me dijo que estaría encantada de que la llevara a su casa, si no fuera mucha molestia. De ninguna manera, dije, y nos despedimos de la reunión. Mi sobrina me enseñó el pulgar en alto y apostó porque fuera una buena opción.

Fabiola, que así se llamaba la muchacha, era estudiante de literatura y preparaba su tesis titulada “Cuando nadie lee a los clásicos y se interesa por los culebrones”. Su brillante análisis me dejó pasmado. ¡Cómo combinaba una cosa por otra! Y comprendí que no sólo de pan vive el hombre. Lo que más me sorprendió fue su dominio del tema. Había nacido para las letras. Su fuerte era la literatura inglesa; Joyce era su favorito. Hesse no podía estar descartado, a pesar que era alemán; pero, ella no lo sabía.

Me reveló que había escuchado mucho de mí y primó en ella un instinto por conocerme. Dejó los prejuicios de lado y fue a una de mis presentaciones unipersonales, que la dejaron encantada y segura de que algún día me conocería personalmente; pero me perdió la pista y no hubo oportunidad de coincidir en las reuniones que mi hermano organizaba cada cierto tiempo cuando la cigüeña venía en camino. Por supuesto que era una falsa alarma y no había nada que hacer con los gastos. Pero se dio la suerte de que era una reunión familiar que, repito, casi nunca me invitaban, merecía que todos estuviéramos compartiendo un trozo de asado y buen vino tinto.

–¿Cuándo vuelves a los escenarios? –preguntó.
–Está muy difícil. Ya no se me ocurren bromas.
–Pero, hombre, talento te sobra. Sólo tienes que canalizarlo.
–Sí, pues... pero... el mundo ya no ríe como antes.
–Bahhhh... es cuestión de decir tres frases inteligentes. Y listo.
–La comedia no es tan sencilla.
–Yo me río siempre. No creo que sea difícil.
–Bueno. Eres una chica feliz.
–¿Y tú no lo eres? ¡Por favor!
–La felicidad es un estado de ánimo. Por lo general, soy un tipo pesimista.
–¿Tanto así? Vamos, debo suponer que lo dices para llamar mi atención. Los cómicos suelen ser así cuando quieren llevar a una a la cama.
-Si las cosas fueran tan sencillas, créeme que no lo dudaría ni un minuto.
–¿Y qué te lo impide?
–Tú.
–Buena respuesta.

La semana siguiente la invité al cine; pero prefirió ir a una cafetería. El cine, para ella, era una manifestación derivativa hacia la negación de la realidad. No era posible que alguien llorase por Leonardo Di Caprio al verlo hundirse en el mar congelado, mientras había muchos niños muriéndose de hambre en el mundo. Alguien tenía que hacer algo de inmediato. Lo único que pude decirle fue que se preocupara de su tesis y dejara que las cosas se arreglen por sí solas. Si el mundo soportó que hubiera un Bush o un Osama, por qué alguien tendría que rendir cuentas sobre los niños con hambre. Eres cruel, dijo, pero creo que va de acuerdo con tu estilo de ver la vida.

Ya en la cafetería, pedimos café y pie de manzana. Estuvimos charlando horas y horas, hasta que el mozo nos invitó a abandonar el local porque iban a fumigar la cocina y no deseaban interrumpir nuestra amena conversación. “Vamos a caminar”, me susurró en el oído. Caminamos toda la noche hasta el amanecer. Nos besamos en la placita de Punta Negra y me di cuenta que no llevaba suficiente dinero para el taxi de regreso. “No te preocupes”, me dijo, “yo invito”.

Volvimos a casa e hicimos el amor cinco veces y una más para confirmar si todo eso no fue más que un sueño. Eran las siete de la mañana y me puse a trabajar en un nuevo monólogo. Fabiola estaba radiante a la luz del amanecer que se proyectaba a través de la ventana. Ese día no dejé de escribir. Las ideas fluían como manantiales inagotables de pasión al producir carcajadas a diestra y siniestra. Se lo leí apenas lo terminé y mis sospechas fueron ciertas. No dejó de reír. Su risa era sincera, espontánea, a pesar que me acordé que reía con facilidad, pero esta vez era todo mi ingenio plasmado en ese papel. Nos metimos a la cama y reanudamos la afición por la saliva en el cuerpo. Terminado el desgaste físico, me puse a llorar de felicidad y ella me dijo que parecía un tonto haciendo eso. Estoy feliz, le dije. “Ah”, fue lo único que dijo. Y se durmió.

Muy temprano del día siguiente, Fabiola preparó el desayuno. Si era una brillante literata, creo que no debería dejar de serlo. Desayunamos en mi cafetería favorita y para ese entonces las cosas iban demasiado rápidas para pedir chepa. A Fabiola no le interesaba formalizar una relación, lo cual me pareció una razonable salida y dejé que el día transcurriera sin sobresaltos hasta que decidiera marcharse; pero no lo hizo. Pasó la noche conmigo. Preparó el desayuno del día siguiente, el almuerzo y la cena durante las próximas seis semanas que decidió vivir a mi lado, enriqueciendo mi espíritu y devolviéndome el valor que había perdido para escribir una pieza cómica. Dicho y hecho, al cumplirse las seis semanas, se marchó. Fue una musa increíble, aprendí muchas cosas de ella. Lo único que me molestó fue que también se llevó el calentador de agua.

Logré presentar mi espectáculo y tuvo un éxito arrollador, comprometiéndome a no defraudar más a mi público. Pero era un compromiso demasiado alto para un tipo que holgazanea la mayor parte del tiempo y sólo consigue poner en aprietos a más de uno con mis elocuciones trasgresoras contra el sistema. Me aparté de mi familia nuevamente y en ocasiones esporádicas me invitaban a la cena de navidad, hasta que dejé de ir y creo que fue lo mejor. Empecé a leer más y escribir se me hizo una rutina difícil de dejar. Colaboré en alguna revista pero no pasó de ahí, las risas y los aplausos lograron convencerme de que esa era mi vocación. Y todos aquellos que una vez me cerraron las puertas de su amistad, me dieron el espaldarazo suficiente para continuar en ese camino.

Un día, sin previo aviso, recibo una noticia que me dejó helado y a punto de exorcizar a un marciano. Mi ex se casaba. Me lo dijo mi hermano, quien se la encontró en un centro comercial y le dio las buenas nuevas. Bien por ella, pensé, pero no creí que fuera tan rápido. Bueno, la idea de verla en el altar con otro que no fuera yo, me provocó una ola de sentimientos encontrados que juré no volver a decir ante el público que Dios no tiene sexo. Pero no tenía nada qué reclamar. Si uno de los dos fue más rápido en buscar consuelo en otro lado, ése fui yo. Pensé no saber más de ella, pensé que aquella vez en el matrimonio de su hermana habíamos dejado las cosas claras; esta vez, sin embargo, debía arrinconar aún más en el abismo mis sentimientos. Somos humanos después de todo y debo confesar que aún sentía lo mismo por ella que la primera vez que la conocí en el circo.

A pesar de haber sido invitado a la boda, preferí no ir. Quizá demostrando esta actitud dejaba en claro que las cosas no habían sido fáciles para mí al aceptar su decisión de dejar la soltería. No me arrepiento de mis decisiones. Sé lo que pienso. Y de alguna manera estoy inmerso en ese pantano de paradojas sólo por el hecho de no abandonar mis convicciones, y que me convertían, irónicamente, en un triste payaso. Como me contaría un amigo meses después, la mayoría de personas que me conocían se preguntaban qué había pasado conmigo, por qué no fui a la boda de su mejor amiga, por decirlo en términos más prudentes, y desairarla de esta manera. Pero todos sabían por qué. Ella no dijo nada en toda la ceremonia. Estaba feliz; al menos, eso dejaba ver a los invitados y amigos que la encontraron mucho más bella que su hermana en el día de su matrimonio. El vestido blanco le sentaba bien y hacía relucir su sonrisa de rojo carmesí en los labios y dientes color perla. El novio era un tipazo, de esos que ya no se ven. Preferí mil veces que fuera él a que uno de esos fantoches que merodeaban su casa, se la llevara como premio de lotería. Ni siquiera yo, con todo el amor que pude darle en su momento y que aún ahora sigo guardando en mi corazón, no lo hubiera hecho mejor que su actual pareja. Se lo merecía. Ambos se merecían estar el uno con el otro. Y fue mejor.

Esa noche, en mi casa, mirando el techo desde mi cama, con los ojos llenos de lágrimas, pude darme cuenta que el amor es uno solo, y hemos de morir con ese sentimiento sin decírselo a nadie más que a tu conciencia. Quizá pueda olvidarlo en poco tiempo, quizá lo vea como un recuerdo de mi pasado; pero no, quiero mantenerlo vivo, como una esperanza de haberme sentido querido por única vez en mi vida.

No hacía mucho que volví a juntarme con los snobs de Quilca y me amenazaron con quemarme vivo si seguía riéndome mientras leían sus poemas. Pero qué culpa tengo yo de que los versos me sonaran a escabrosas escenas sexuales ambientadas en la guerra con Ecuador del año 41. No diré que me sentía orgulloso de mi carácter, pero tenía que hacer algo de inmediato antes que se convirtiera en una plaga. Creí necesario empezar a escribir un libro pero en serio; ya no más artículos para revistas. Esta vez era una obra sin censura, más directa y menos autobiográfica. Más política, con fuerza, que no desmereciera mi capacidad de abstracción e inteligencia. Digamos, que me tracé una meta que en el menor de los tiempos he de cumplirla a cabalidad.

Fue en ese período que conocí a una muchacha en la inauguración de una exposición pictórica. Al cruzar miradas, sentí que ya la conocía. Era muy simpática, decente, instruida, poco convencional y segura de sí misma. Fue casual que estuviera en esa galería de arte, pues no se sentía cómoda en el papel de acompañante de un escultor renombrado que empezó a salir con ella apenas la conoció en Bellas Artes, posando para una escultura. Y era su obligación acompañarlo para que no se sintiera cohibido con los demás, que, según los chismes populares, era sabido que sus inclinaciones futbolísticas no eran necesariamente deportivas. Estaba tan orgulloso de pasear por el salón del brazo de Fátima, como se hacía llamar esta dulce muchacha, que las habladurías dejaron de ser ciertas para su beneplácito.

Tuve la suerte de que me la presentara Mariano Querol. Lo conocía hace un bien tiempo porque mi padre se atendía en su consultorio y a la vez un amigo suyo era profesor de ella. La impresión que me causó fue que sabía decir “No” al menor intento de seducción por parte de algún entrometido pasado de copas que quería llevársela al estacionamiento. Mientras su amigo el escultor pasaba gratos momentos con algún conocido, ella se entretuvo sacándome información de quién era yo. Le conté mi historia, desde cuando nací y fui abandonado en la puerta de una iglesia y con el correr de los años me convertí en el campanario. La historia la conocía, pero disfrutó que le tomara el pelo. Y seguimos inventando cosas, pues, entendí que la formalidad no era nuestro fuerte y así las cosas eran más simples y sencillas cuando el momento de decir adiós no nos incomodara en absoluto. Sin embargo, toda esta demostración de juego de roles era muy bien observada por el famoso psiquiatra y nos dio una cita para ir a su consultorio. Nos reímos y brindamos con él antes de que se diera inicio a la ceremonia de inauguración.

La estrella de la noche fue una artista plástica que sacaba a la luz su nuevo trabajo y tenía mucha fe de que fuera un éxito. Hablé con ella un momento y le pedí información sobre el tema, si con esta presentación alguien compraría estos cuadros, lo que me respondió que sí, que esperaba poder vender alguno, no esta noche pero durante el tiempo que estuviera en exhibición. Ya cuando me preguntó si estaba interesado en una pintura, en son de broma le dije si aceptaban tarjetas de crédito. Dudó un instante y se dio cuenta que le tomaba el pelo. Nos echamos a reír y disimuladamente regresé con Fátima y el Dr. Querol, quien me recibió con una sonrisa cómplice y deseo de proseguir su análisis sobre mi conducta.

La charla terminó para el famoso psiquiatra, quien tenía que atender a Mario Poggi porque su hija Neurona se creía un linfocito. Se despidió no sin antes hacernos recordar que teníamos una cita con él. No querrá que lo tome en serio, le dije. Sólo se limitó a reír y despedirse con una mano, mientras salía de la habitación dando unos pasitos a lo Fred Astaire. Fátima, algo nerviosa, se limitó a conversar sobre otras cosas que no se relacionaban con el arte. Era demasiado para ella; sus maestros le auguraron un mal porvenir como actriz. Tenía que ganarse el alimento posando desnuda para otros estudiantes o escultores, que la mayoría sólo plasmaba en el papel o la arcilla su busto. Para qué quieren que me quite la ropa si van a querer sólo mis pechos, decía, indignada. Ni qué decir de su afición por las letras, que lo único aceptable que escribió fue una carta de renuncia de su anterior trabajo como camarera de una cafetería. Y verdaderamente estaba deprimida.

Sin pensarlo dos veces, le propuse salir cuanto antes de la galería y dejar plantado a su escultor. No lo pensó dos veces y tomándome de la mano, nos encaminamos a la salida. En el taxi se echó a mis brazos y nos besamos casi todo el viaje. El taxista, en un afán de aguarnos la fiesta, preguntaba cada cinco minutos si la dirección era la correcta o si manejaba mal o si tenía sencillo para pagarle. Le dije sí a todo mientras Fátima me atragantaba con su lengua.

La llevé a mi casa e hicimos el amor cinco veces y una más para confirmar si todo eso no fue más que un sueño. Parecía serlo porque no me imaginé que estas cosas me estuvieran pasando a mí. Debo admitir que no la paso tan mal después de todo. Al amanecer, fuimos a la cocina a preparar el desayuno y Fátima dijo:

–Qué bonito calentador de agua.

Entonces me di cuenta que la historia se repetía y decidí preparar yo mismo el desayuno. Sin ánimos de ofenderla, le pedí que se vaya y que lo mejor para los dos fuera no volvernos a ver, al menos, hasta que pasara el invierno.

–Pero si estamos en verano –dijo.

Entendió enseguida y prometió no buscarme. Le di las gracias y le expliqué que las cosas no son tan fáciles como se espera de alguien que ha vivido solo casi toda su vida. No te preocupes, dijo, sé lo que es eso.

Antes de marcharse pidió ir al baño. No quise ser descortés y dejé que lo hiciera. Luego, salió de la casa muy apurada y sin despedirse. Pude respirar aliviado y prometí nunca más traer a una mujer sin conocerla. Si hubiera pensado eso anoche, no estaría lamentando por enésima vez quedarme sin calentador de agua.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Lennon

Hace poco estuve paseando por Central Park. El clima era agradable, pese al frío; pero no quería despedirme de Nueva York sin antes visitar el edificio de departamentos Dakota. Era una obligación. Sentí la necesidad de revivir aquella pesadilla de manos de un idiota que creyó hacerle un bien a la humanidad, y a sí mismo. Como si eso le hubiera permitido ganarse un lugar en el cielo, consiguiendo solo formar parte de una larga lista de resentidos sociales que acribillan a gente inocente, porque una voz les dijo que lo hicieran, o simplemente del egocéntrico disfrute de una fama efímera. Sí, pues, porque al fin y al cabo fue mundialmente conocido como el asesino de John Lennon, la noche del 8 de diciembre de 1980.

Los recuerdos inundan mi mente. Tenía diez años cuando ocurrió. La noticia salió en titulares al día siguiente. Estaba al lado de mi madre, tumbado en el suelo, revisando el diario Expreso. No sabía quién era John Lennon en ese entonces, pero intuía que había hecho algo grande para ser asesinado. Me impactó un dibujo de él en la última página del periódico. Estaba vestido con una casaca de cuero, jeans y un a chompa de cuello "Jorge Chávez". Su mirada reflejaba una paz absoluta. Mi único temor al ver aquel dibujo fueron sus ojos. Eran blancos. ¿Por qué? ¿Representaba su muerte? Fue impactante, y hasta el momento que escribo estas líneas, un estremecimiento se apodera de mí.

Conocí a Lennon mucho después. The Beatles no significaban nada para mí. Había escuchado sus canciones en alguna parte, pero no tenía ni una pizca de curiosidad por saber más del grupo y de su vocalista principal. Fue a los 18 años que compré un cassette con lo mejor de su repertorio: "20 temas de oro". Así se llamaba. La portada era la mista del Let It Be, pero graficada con un disco de oro con el retrato de los cuatro de Liverpool. Fue un descubrimiento para mí haber ignorado dichas canciones por años, y que ahora forman parte de mi habitual ritmo de vida y de inspiración. Así conocí a Lennon, más que a McCartney o Harrison o Starr. Era el hermano mayor que siempre quise tener y que me acompañaba a donde fuera, junto con el resto de la "familia", entonando Misery, Please, Please Me, Ticket to Ride o You've Got to Hide Your Love Away, entre otras.

Ahora veo de cerca el Dakota. No soy el único. Una pareja, como de mi edad, observa detenidamente el suelo donde fue fulminado aquella noche. Sus rostros expresan pesar. Es como si se reencontraran con un ser querido al que nunca debieron dejarlo ir. Mis emociones eran contradictorias en ese instante, sentía la necesidad de explicar por qué fue asesinado y a la vez defender su legado, pese a las quejas de algunos reaccionarios contra su forma de vida, muy distinta a la que pregonaba en sus canciones. ¿Y debemos juzgar al artista o al hombre? Prefiero vivir rodeado de sus discos y darle una oportunidad a la paz con una pequeña ayuda de mis amigos, que ventilar la vida privada de un hombre que solo quiso cantarle a la vida, al amor y a la esperanza de unirnos y ser uno solo.

La pareja se retira, no sin antes hacerme un saludo con la cabeza. Les devuelvo el cumplido, con una sonrisa cómplice y fraternal. Me hubiera gustado ver a Yoko, al menos, asomarse por la ventana de su departamento. Era demasiado pretencioso para tal encuentro improbable. Pero no deja de sorprenderme la manera en que las cosas suceden. A estas alturas habríamos podido disfrutar de un sesentón Lennon, fiel a sus convicciones y alejado del mundanal bullicio del glamour y la doce vita. Hubiéramos sido testigos de una reinvención de su propuesta, pues quedó inconclusa con el Double Fantasy, su obra maestra. Es cierto también que pudo rehusarse a desempolvar sus viejas canciones en el Anthology y remezclar Free As a Bird y Real Love, demos de una valiosa calidad por sí mismos. Pero quién sabe, hubiera sido el acontecimiento del siglo verlos nuevamente juntos después de veinticinco años separados por sus respectivas carreras solistas, y otras cosas que no vale la pena mencionar.

Pero las cosas sucedieron de otra manera. Quizá Lennon no hubiera soportado el trajín de la vida violenta que se vive en la actualidad. Tal vez, se hubiera adaptado. Pero lo que sí es trascendente es que Lennon nunca envejecerá, lo recordaremos con esa melena castaña hasta los hombros y anteojos de latón, y su inconfundible voz nasal que perdura hasta el día de hoy. Tampoco podríamos olvidar a aquel Lennon de sus comienzos, primero encuerado y luego como un refinado gentleman que provocó la histeria colectiva al lado de sus compinches de siempre. Lamentablemente, Harrison tampoco está más con nosotros; quizá esté en el cielo de las estrellas, rasgando su guitarra al lado de su entrañable amigo. Los únicos sobrevivientes aún brillan en el firmamento, esperando el momento de reencontrarse nuevamente, y seguir siendo el grupo que fue y que es actualmente.

Ha pasado el tiempo y no quisiera irme de aquel escenario. El atardecer se aproxima y los habitantes del Dakota parecen volver a su realidad, siempre con la alegría de volver a escuchar I Am the Walrus, Strawberry Fields Forever o A Day in the Life en cualquier momento de sus vidas. Me despido y camino lentamente por una calle no sin antes volver mi mirada hacia el Dakota y susurrar hasta siempre, John.


martes, 6 de diciembre de 2011

Pearl Harbor: La excusa de un coloso

"Ayer, 7 de diciembre de 1941, una fecha que pervivirá en la infamia, los Estados Unidos de América fueron sorpresiva y deliberadamente atacados por fuerzas navales y aéreas del Japón..." Con estas palabras, el presidente Franklyn D. Roosevelt dio por iniciada su participación en la Segunda Guerra Mundial, luego de ser atacada la base naval de Pearl Harbor, en un acto del que muchos repudiaron sin que pudieran hacer nada por evitarlo. En efecto, se ha hablado hasta la saciedad al respecto, hasta se ha representado en famosas películas donde el heroísmo es el principal ingrediente de la trama. Sin embargo, dicho ataque tuvo mucho que ver con las necesidades intervencionistas del país del norte y ser los únicos capaces de detener el avance de las hordas nazis, italianas y japonesas, que se habían repartido el botín como un pastel a su antojo.

Franklyn D. Roosevelt
(National Archives and
Records Administration)
En ese entonces EE UU se consideraba un país neutral bajo la diplomacia de no involucrarse en el conflicto, pues era improbable que los tentáculos del Eje llegara a este lado del continente. Digamos que Hitler veía con mucho cuidado avanzar hasta América, pues primero quería someter a toda Europa, pero sus ambiciones fueron frenadas tras el fracaso de la campaña a la Unión Soviética. Mientras, Inglaterra se preparaba para una contraofensiva al lado de la Resistencia francesa, cuyo objetivo era desmantelar a la Francia de Vichy. Para esto, Churchill necesitaba del apoyo de Roosevelt, pero este no quería ensuciarse las manos y prefirió mantenerse al margen, o esperar la oportunidad de actuar según sus intereses.
Japón había conseguido armarse y demostrar que era un país al que se le debería tomar en serio cuando decía que el imperio del sol naciente tenía que verse en todo su esplendor más allá de sus fronteras. Dominar el Pacífico era la puerta que necesitaban sus aliados para cumplir la promesa de ser los amos del planeta. Pero el principal problema era Estados Unidos, y a ellos debían de dirigir sus fuerzas para evitar su participación en este conflicto. Al menos, eso creían.

El artífice de esta operación fue el almirante Isoroku Yamamoto, bajo la dirección del vicealmirante Chuichi Nagumo, cuyo plan era neutralizar la flota enemiga para lograr ocupar las colonias occidentales en el sudeste de Asia y así desbaratar el embargo económico que Japón estaba siendo sometido desde el año anterior. La idea era debilitar a los norteamericanos militarmente; por eso, el blanco de esta operación era la base naval de Pearl Harbor. Destruida la flota, no tendrían acceso al mar por largo tiempo, más la repercusión moral entre los ciudadanos, sería una victoria asegurara.

USS Arizona, sus restos aún se conservan en Pearl Harbor
((National Archives and Records Administration)
 
Durante la preparación del golpe y los días previos al ataque, el gobierno de los Estados Unidos estaba informado de los movimientos militares de los japoneses. El servicio de inteligencia naval había detectado cientos de mensajes codificados que clasificaron de inmediato, con su correspondiente traducción. Sin embargo, no dijeron nada. Esperaron. Era el pretexto perfecto para poner en práctica lo que sabían hacer bien: paladines de la libertad, o sea, atacar con todo su poderío militar. En poco tiempo, luego de la declaratoria de guerra, miles de suministros militares ya estaban listos para ser transportados; los arsenales estaban prácticamente colapsando por la enorme cantidad de armas, tanques, aviones y otros vehículos blindados para darle un puntapié a Hitler y compañía.

Fue curioso que en ese momento del ataque, los portaaviones no estuvieran anclados en el puerto. La versión oficial apunta a que fueron llevados a mantenimiento o que necesitaban reparaciones de rutina. Un portaaviones es esencial en un conflicto. El ataque aéreo es ventajoso porque es rápido y puede destruir todo lo que encuentra a su paso. Tenerlos lejos del pandemónium que se avecinaba, fue de hecho la decisión más acertada. Los japoneses pensaron que con la destrucción de los navíos emblemáticos, como el USS Arizona o el USS Utah,  junto a otros once buques de guerra, habían conseguido una gran victoria contra los yanquis. Pero Yamamoto sabía de los errores cometidos y fue el primero en admitir que lo único que habían conseguido era despertar a un león.

Lo demás, es historia conocida