jueves, 29 de octubre de 2020

Cobra Kai y lo efímero de la nostalgia

Karate Kid
 (John G. Avildsen, 1984) fue una de esas películas ochenteras que marcaron al colectivo adolescente, que vio en esta franquicia al Rocky con acné y hormonas revueltas. Aunque nadie predijo que se convertiría en una película de culto casi comparada con Volver al futuro, Cazafantasmas o Duro de matar, no cabe duda que a muchos de mis contemporáneos atrajo en masa a las salas de cine, escapándonos del colegio y tratando de que el salto de la grulla no fuera más que una simple pose.

Más de treinta años después, nos reencontramos con Daniel LaRusso y Johnny Lawrence, dos hombres dispares en su respectiva madurez, con triunfos y derrotas en una ciudad que parece haber olvidado aquella mítica lucha entre aquellos dos chicos que intentaron encajar, a su manera, en un mundo sin valores. El primero, convertido en un exitoso hombre de negocios; el segundo, venido a menos, ganándose la vida como pueda.

Pero, ¿de qué trata en realidad?

La redención de Johnny es uno de los puntos más altos y sólidos de la serie. Es convincente, sentimos su dolor y frustración; su empatía con el espectador es tal que asumimos como nuestro el trauma que significó perder el campeonato de karate y el respeto de su despreciable sensei John Kreese, interpretado por el rudo Martin Kove. Su motivación trasciende y busca purificar su alma de ese estigma de treinta años frente a su exitoso oponente, que decide reabrir el dojo Cobra Kai pese a las negativas de LaRusso, que sucumbe también por las viejas heridas y rencores.

El punto flaco y poco aprovechado: Ralph Macchio. Se interpreta a sí mismo y no aporta nada nuevo, conservando su rostro de niño bueno que trata de ser simpático frente a su familia y clientes; pero es todo lo contrario. Los roles se intercambian y nuestro héroe es ahora aquel que alguna vez fue su oponente más acérrimo. Lamentablemente no hay un Sr. Miyagi que pueda darle contrapeso al antagonista, el que pudo haber sido abordado con mayor resolución e interés, convirtiéndose en una simple caricatura disforzada e insufrible.

Disculpen si soy duro con esta serie, que busca poner en pantalla a dos actores que no supieron despercudirse de una efímera fama que les supuso Karate Kid. Como en otros casos, fueron víctimas del encasillamiento sin que nadie más pudiera verlos en otros roles que no fueran los ahora comentados. Y qué mejor que reavivar la nostalgia para regresar e intentar convencer que no son solo un producto descartable, aportando más a sus ya dilatadas y malogradas carreras.

Cobra Kai pudo haber funcionado si los productores dejaran de lado el peso de la historia original. Exprimir, a veces, a la gallina de los huevos de oro, no necesariamente alcanza los mismos resultados. Esta vez, el fan service puede estar agradecido por devolvernos a un desilusionado Johnny Lawrence, el único y verdadero motivo para ver esta continuación de 1984.

viernes, 23 de octubre de 2020

Momento que no fue tomado en cuenta

Daphne necesitaba promover sus productos a toda la comunidad vegana, la que había conocido en una feria virtual, y era el momento indicado para cambiar de rubro gracias a esta pandemia que nos cogió a todos con los pantalones en el suelo. Ella lo sabía, al igual que todas esas personas que buscaban recuperar el tiempo perdido y su economía. Nunca había trabajado de esa manera. Estaba tan cómoda detrás de un escritorio escribiendo facturas y sacando cálculos de los próximos movimientos financieros en la empresa donde laboraba hasta hace unos meses, cuando le dijeron en un tono solemne "hasta aquí nomás". Y tuvo que reinventarse.

Por curiosidad encontró la página web de un experto en comida saludable, que a su vez recomendaba abrir el negocio propio con la venta de maní y jugo de alcachofa, y que, por una módica suma de dinero, podría invertir en otros productos de moda. No lo pensó dos veces e hizo lo mismo que a este influencer le había cambiado la vida.

En menos de dos meses las llamadas y pedidos no se hicieron esperar. Le faltaba manos para envolver y embolsar sus snacks finamente seleccionados, que tuvo que conseguir a otros inversores, más que todo amigas suyas que estaban en las mismas condiciones laborales; incluyendo menús, se abrió paso en otro rubro que le trajo beneficios astronómicos. Con el dinero recaudado pudo administrar una página web y un canal en YouTube donde cada día preparaba un plato distinto para los amantes de la comida sin carne ni pesticidas.

Daphne estaba feliz. ¡Qué duda cabe! De los doscientos soles que tenía en su cuenta bancaria, ahora podría decir que los quince mil ochocientos que había recaudado, valieron la pena. Alquiló una moto y puso a trabajar a un venezolano caído en desgracia por las políticas de Maduro y lo convirtió en su repartidor estrella. Nunca entendió cómo podía desplazarse de un extremo a otro de la ciudad en menos de veinte minutos sin romper las reglas de tránsito. Lo que nunca supo es que este pendejo tenía a otros compatriotas a su disposición y, bajo el sistema de postas, iban distribuyéndose el pedido hasta despacharlos en tan poco tiempo. Sea como fuera, los clientes estaban contentos.

Un día, Daphne se despertó con una idea genial. Ahora que las cosas estaban volviendo poco a poco a su cauce, que el distanciamiento social y los sectores económicos estaban siendo normados, creyó conveniente alquilar una gastroneta o camión de comida y desplazarse por calles y plazas de la ciudad, preparando sándwiches y comida al paso. Al principio, a la gente común le parecía extraño que alguien vendiera un sándwich de champiñones con pimientos fritos a la oliva, cuando estaba acostumbrada a un grasoso choripán o salchipapa de cuatro mil calorías. Pero, gracias a su perseverancia, pudo convencer al paladar poco entrenado.

De la noche a la mañana, Daphne encontró otra veta y sus ganancias de triplicaron, consiguió una flota de gastronetas que distribuyó hacia otros distritos de gustos exigentes, además de sus pedidos vía web de snacks y brebajes de pura pulpa de apio y berenjena.

Aunque fue un problema mantener a sus repartidores, muchos de ellos no contaban con permiso de trabajo o, al menos, un salvoconducto que pudieran usar en caso la policía interviniera sus vehículos, las cosas no tardaron en solucionarse a medias. Tuvo que despedir a muchos de ellos por las condiciones migratorias y la falta de documentos que avalaran su continuidad en el negocio y en el país, claro está. Daphne tuvo que prescindir de ellos y contratar a gente del país, entre choferes y cocineros.

Seis meses después, podemos ver el nombre de Daphe’s Vegan Food recorrer la ciudad, promoviendo la comida saludable y concientizando a las masas que matar a un ave, a un pez o a una vaca, es tan cruel como ver al pleno del Congreso por televisión. Pese a las dificultades, el peruano siempre tiene un as bajo la manga para transformar sus angustias en contagiosa prosperidad. Claro, si vamos a repartir un Cordon Bleu de gluten o un milkshake de betarraga con leche de soya a un asentamiento humano, en el más recóndito punto de la nada, mejor nos dedicamos a criticar al Gobierno.