viernes, 23 de abril de 2021

Volviendo los ojos hacia la nada

Caía la noche y Zaira se preparaba a tomar un baño. Se despojó de su bata y quedó de pie, sola, mirando su cuerpo desnudo frente al espejo. Sus senos habían aumentado de tamaño y sus caderas eran más anchas. Su culo, ni hablar, era redondo, duro, grande y apetecible. Bajo el flujo continuo del agua que caía sobre su esbelta figura, empezó a jabonarse con cierta docilidad que sus sentidos la llevaron hacia un camino lejos de la realidad. Sus dedos exploraron cada parte y comisura de aquella piel protegida por toneladas de crema humectante, que le haría olvidar cómo interactuar con otro de su especie. Ser tocada por un hombre era un mito que ya no tenía razón de ser, no por resignación de no encontrar al indicado, sino por considerarse una mente ocupada en otras actividades más productivas, y eso era más importante que vivir con un semental de medio pelo.

Esa sensación bajo su vientre fue suficiente para reconocer que la vida era un vasto escenario que, con disciplina y madurez emotiva, podría llegar más lejos que sus demás contemporáneas. Nacida de una familia acaudalada, lo único que tenía que hacer era sentarse erguida frente al piano y demostrar que los cinco años de estudio valieron la pena, mientras desarrollaba el resto de sus sentidos hacia un viaje a la infinidad del multiverso, augurando una sola consigna: ser ella misma. Se desentendió del resto de seres humanos y produjo su propio sistema de autocomplacencia, tras traducir textualmente una especie de tratado sobre los orígenes del eros en el cuerpo femenino, escrito por alguien que prefirió mantener su identidad en el anonimato. Fuese quien fuese, sabía mucho del tema, que nuestra heroína puso en práctica apenas acabado el primer volumen.

Sus gemidos fueron escuchados al otro lado de la habitación por su curioso gato, que miraba sigiloso los vaivenes de la muchacha, que se regodeaba con cada palpitación que emanaba de sus poros. Y no era la primera vez, ya que dicho ritual era repetido cada noche, a escondidas y cargada de una satisfacción egoísta. El problema se presentaba cuando tenía que interactuar con otros hombres, dejándola vacía y sin motivaciones. No se sentía satisfecha, las caricias iniciales se convertían en molestas manipulaciones que terminaba de súbito el momento, teniendo que despachar enseguida a su consorte o, en caso de vérselas en un hotel, era ella la que iniciaba la retirada, con una excusa más creativa que la otra.

Sin embargo, mientras crecía su estatus dentro de la empresa donde laboraba, había hombres apuestos que se fijaban en ella, no solo gracias a su magnetismo arrollador, sino por su inteligencia y desenvoltura en el manejo de situaciones inherentes a su cargo y jerarquía. Fue entonces que uno de ellos atrajo su interés. Lo describía como un elemento disuasivo a sus juegos privados. Entendió que debía acostumbrarse al estímulo mutuo, de lo contrario tendría problemas como lo anteriormente descrito. Así que, ni bien tuvo la oportunidad de enfrentar sus miedos, le propuso imbuirlo a sus más oscuras persuasiones lascivas, que el hombre no dudó por un instante en acceder.

Luego del trabajo, se instalaron en un hotel y dieron rienda suelta a sus deseos. El hombre quedó deslumbrado por la figura de su compañera; sin embargo, ella no pareció sentir lo mismo. Su miembro viril no era precisamente un cañón de acorazado alemán de la segunda guerra mundial, pero debía servir para algo. Surgieron entonces las odiosas comparaciones frente a tan mínimas referencias, que dio por hecho que su dildo tenía el doble de tamaño -y como lo había dejado en casa- debió resignarse con probar lo que estaba a la mano.

Esa noche sucedió lo obvio. El hombre era tan precoz que ni siquiera le hizo cosquillas. “¿Tan rápido?”, decía una consternada Zaira. Pese a que el tipo se reanimaba de inmediato, no podía evitar descargar sus flujos sobre ella apenas la tocaba. ¿Quién lo hubiera imaginado? Hasta su gato podría ser más rendidor que este sujeto, pensaba ella, mientras su compañero estaba lleno de culpa y vergüenza por su poco rendimiento sexual. Fue el detonante para volver a sus juegos bajo el agua caliente de la ducha. Esperó a que el tipo se durmiera para saciar sus angustias con una buena dosificación de movimientos táctiles que sus ojos en blanco evidenciaban lo mucho que lo necesitaba.

Desde entonces, cero hombres. Ni siquiera buscó el consuelo de otra fémina con las mismas inquietudes. No era necesario. Ser lesbiana a estas alturas era como comprar un boleto de lotería sin fondos de la beneficencia. Simplemente aceptó que las cosas no siempre son como las muestran en novelas o películas seudorománticas. Era el estigma de la modernidad, que convertía al ser humano en una isla sin que le importase su vecino de al lado.

Esa misma noche, de regreso a casa, desalentada por la mala experiencia, buscó consuelo de su gato, que la esperaba ansioso por recibir su ración de atún diario. Lo abrazó, lo llevó a su cama y permaneció con él hasta el día siguiente, luego de llorar amargamente por la incongruencia que significaba ser totalmente liberal sin un hombre que la satisficiera.

jueves, 22 de abril de 2021

¿Por qué dejé de creer?

No hace mucho recibí la llamada de mi mejor amiga. No se encontraba en su mejor momento. La habían despedido de su trabajo y su esposo la dejó por otra mujer. Más por orgullo que por una situación insostenible entre ambos, decidió abandonar el departamento y pasarle la posta a la nueva “inquilina” de las sábanas relucientes, la que -según palabras textuales de su ahora excónyuge- le hizo ver cuán diferente era una rosa de un geranio. “No sé qué michi significa eso”, diría entre sollozos al otro lado de la línea, con una voz entrecortada y amargada al mismo tiempo. Aún eres joven, remarqué, eres más bella que una flor; tienes que sobreponerte y seguir adelante. “¿Puedo verte ahora?”, respondió. El silencio fue agónico. No sabía qué decir. “No tengo que ir a tu departamento. Estoy hospedada en un hotel. Puedes venir”. Dos horas después, ya estábamos compartiendo una pequeña pero adecuada habitación en el mejor hotel de Lima, sentados a la mesa y disfrutando de una cosecha roja de 2016.

Sus manos temblaban mientras bebía por sorbos de su vaso. Sus ojos, húmedos y desolados que describían la humillación de haber sido desplazada por una mocosa de veinte años, evidenciaban aún más su estado de ánimo con lánguidos suspiros y monosílabos cada vez que le preguntaba si se encontraba bien. Luego de terminada la botella, se quitó los zapatos, fue a la cama y se recostó en ella. Me dijo que la acompañara. Me senté a su lado, acariciando sus mejillas sonrosadas y retirando algunas hebras de cabello de su frente. Tomó mi mano y la sostuvo con fuerza, como si no quisiera que la abandonara. Estuvimos así por varios minutos hasta que por fin se durmió. Pude haberme ido; pero el toque de queda me lo impidió, así que me quedé sentado en una silla a su cuidado, hasta quedarse completamente dormida. Su respiración profunda, aunque pausada, me reconfortó. Tal vez, pensé, necesitaba de un bálsamo que la tranquilizara por unos momentos luego de ese tsunami emocional que le tocó vivir. Siempre fui un referente para ella y, cuando necesitaba de mi compañía, no dudaba en buscarme. Entre ella solo había una hermosa amistad que, después de veinte años, sigue inquebrantable. Nunca sucedió nada entre nosotros, que quede claro. Ella siempre me ha visto como el amigo que está ahí para tranquilizar sus ansias y la mantuviera con los pies bien puestos sobre la tierra. Como ahora.

Cuando decidió casarse, no protesté. Creí que el tipo era el mejor con el que se había involucrado. Trabajador, respetuoso y con visión de futuro. Era el hombre perfecto para ella, según sus propios estándares. Ya había conocido a toda una pléyade de rutilantes galifardos que no ofrecían más que la testosterona que llevaban entre las piernas, y verla con este hombre muchos de su entorno más íntimo celebramos sin imaginar que las cosas serían distintas en poco tiempo. Si, pues, habíamos sido engañados vilmente. Al año y medio de casados, empezó por ausentarse de casa y su conducta hacia ella oscilaba entre la indiferencia y los arranques de ira por cosas insignificantes, como dejar la pasta de dientes destapada o la toalla tirada sobre la cama. Para alguien que no supiera cuál era el contexto de la riña, diría que fueron los celos lo que provocó que el hombre pisara el acelerador en otra dirección. Ella había sido promovida más rápido, pese a que ambos trabajaban en la misma empresa; pero no, el tipo tenía un lado oscuro del que nadie se percató; salía constantemente no solo para atender reuniones de último momento, sino que muchas de estas terminaban con varias copas de más. Las peleas eran continuas que casi terminan en agresiones físicas. Pero todo era perdonado, porque ella lo amaba; él, tal vez, al inicio de su relación, cosa que no era una excusa para su conducta pitecantropesca -con el perdón de la expresión- de cómo tratar a una mujer. No me extrañaría que fuera él quien, bajo la complicidad de algún aliado, hubiera pedido que la echaran del trabajo. Eso nunca lo sabremos.

Las cosas no iban bien para nadie. La pandemia aceleró la crisis en el sector económico y laboral, y muchos tuvieron que dejar sus puestos por decisión de sus superiores o porque no había cómo mantener una inversión horas-hombre. Muchas de estas empresas finalmente tuvieron que pagar factura y mi amiga fue una de las tantas empleadas que no se salvaron de la purga. A pesar de haber recibido una buena indemnización, su marido no fue lo suficientemente generoso como para mantener su matrimonio a flote. Poco después fue su turno y se vio en la necesidad de conducir un taxi, lo que lo mantenía alejado de casa y de mi amiga. En ese periplo de autodescubrimiento, conoció a una tipa que era dueña de una cadena de productos on line y no perdió el tiempo en discernimientos sobre cuánto podría generar en términos monetarios con tan solo pulsar el mouse. Se asoció con ella y terminaron por consolidar su relación en todo el sentido de la palabra. Y fue el momento adecuado para zarpar mar adentro en dicho negocio, sin importar qué futuro le esperaría a su ex. Simplemente dejó una nota que decía: De tu alpiste me cansé. Fue doloroso para ella; lo que nos llevó horas más tarde reencontrarnos en esta habitación.

A la mañana siguiente, sus ojos buscaron con ansias los míos. Yo estaba ahí, en esa incómoda silla, haciendo la guardia y soportando un dolor lumbar que supe disimular muy bien. Desayunamos, hablamos un largo rato de la política nacional, de cómo cierto sector idiotizado de la sociedad puede llegar a censurar a Pepe Le Pew y no a los miles de millonarios que evaden sus impuestos y violan a sus jóvenes becarias, hasta terminar almorzando un combo de KFC.

Repuesta de los sinsabores que la obligaron a refugiarse en su marasmo, era el momento de desentrañar mi vida como una disculpa por haber sido el centro de atención y desentenderse de mi tiempo solo por querer ser complacida con el suyo. No había mucho que contar, tampoco. Mi trabajo y mis clases eran el pan de cada día y no había más que hacer con los cines y teatros cerrados. Apenas una peliculita en Amazon o Netflix para amenizar las noches solitarias. 

-¿Por qué nunca te casaste? -preguntó.

-Nunca tuve la necesidad -respondí.

-¿Alguna mala experiencia? -acotó.

-Ninguna, solo una decisión personal.

Sabía por dónde iba su interrogatorio. No me molestaba, conocía mi vida personal como si se tratara de un libro abierto, solo que esa parte de la historia no la tenía clara. Y llegó lo que creí era todo el meollo del asunto, lo que nos había convocado en esa habitación de hotel: ¿Por qué nunca estuvimos juntos? La respuesta era sencilla: Nunca tuve necesidad. Era mi respuesta para todo. Y viéndolo en perspectiva, jamás pensé en una relación que no fuera solo de amistad con esta mujer. Nunca la vi de esa manera. Hay personas que solo existen para un determinado propósito, y esos éramos nosotros. Me acusó de frío y conformista, hasta intentó psicoanalizarme con toda esa cháchara de que me hicieron daño por alguna razón en particular por la cual rehúyo del compromiso. En parte tenía razón, pero no puedo hacer de mi vida un tratado del hombre solitario mientras existan personas que buscan las causas de mi aislamiento social y afectivo solo porque creen que no es natural. “Las personas han sido hechas para vivir en pareja”. ¿Quién lo dice? Ella decidió casarse y vean cómo le fue. ¿Elegimos mal? Claro que sí; pero casi siempre elegimos no por las razones correctas. Hay un vacío en todo ser humano que debe ser llenado urgentemente con algo, como aquel que come compulsivamente, o bebe en demasía o no escamotea en gastos al contratar a una meretriz de alto vuelo, todas las semanas y en el mismo hotel. Son paliativos ante el eminente envejecimiento del tiempo, que nos aleja más de nuestro sentidos motores y psíquicos. Con una buena alimentación y ejercicios continuos, basta y sobra.

La gente no conoce la importancia de ser autónomo en todas las disciplinas de la vida. Nos asustamos de la soledad y no hay mejor antídoto que buscar a tu otro yo, porque es esa la cuestión, queremos vernos reflejados en otra persona y la convertimos en una extensión de nuestros propios miedos y dilemas que, tarde o temprano, terminarán por cansarnos y contradecir el sentido de la empatía. El ser humano nació solo y morirá solo, por qué tenemos que saciar un antojo creado por las sociedades con el fin de perpetuar la especie. Suficiente tiene con ser una simple pieza de ingeniería, que construye puentes, casas, autos; pero de ahí a que termine formando un hogar con mujer y niños de por medio, no está dentro de mi comprensión. Creo que solo se debería copular y olvidarnos del papeleo. Finalmente, Malthus se equivocó.

Mi amiga escuchó atenta cada palabra de mi disertación, como una alumna aplicada. Su brillo en los ojos resaltaba aún más sus mejillas sonrosadas. Luego de una larga pausa, frunció el ceño y dijo:

-Déjate de huevadas y bájate los pantalones.