domingo, 7 de febrero de 2021

Buscando la galleta mágica

Ahora que volvimos a la cuarentena, me pongo a revisar mi álbum de fotos y me doy con la sorpresa de encontrar una en la que estoy con mis hijas, jugando en el jardín de sus abuelos maternos. En ese momento cada una tenía como cinco y siete años; obviamente, su madre fue quien nos inmortalizó, porque a ella no le gustaba ni que la grabaran en vídeo, porque -decía- salía muy gorda. Con su nueva pareja no es lo mismo, se fotografía hasta cuando se corta las uñas. Supongo que no quería que la relacionaran conmigo. Así es como empezaron las cosas entre ambos. Pero, esa no es la historia que vengo a contarles. Se trata de mis hijas. Siempre se trata de ellas, porque son una adoración a pesar que ya no viven conmigo y solo se acuerdan de uno cuando subo una historia en este blog. Ahora estoy escribiendo más seguido, para llamar su atención. Aunque su respuesta es la misma: "¿No te cansas, papá? Supéralo". Como si fuera fácil.

En dicha foto estábamos jugando a encontrar el tesoro del duende siniestro. A la menor le causaba miedo cada vez que le contaba esa historia antes de dormir. Luego entendía que solo era una boba historia que su padre inventaba para que pudiera dormir. Pero, ¿quién iba dormir con semejante cuento? Ella no, claro está. Se ponía nerviosa y miraba debajo de la cama por si aparecía el dichoso duende siniestro. Resulta que esa historia iba acompañada de una exploración urbana en todo el jardín de sus abuelos, unos viejos recelosos de sus plantas que no les gustaba que pisaran el césped ni que le arrancaran las hojas a la parra del higo. Y es en esa planta de higo donde -según mi historia- el duende se escondía hasta despertar de noche y hacer travesuras, como esconderle las muñecas a mi hija pequeña o la propina de la semana a la mayor, la que guardaba en una media dentro de una caja de latón, de esas que antes envasaban el té.

Sin embargo, a cambio de todas esas cosas que el duende se llevaba, las recompensaba con una galleta mágica, la misma que debía ser buscada en todo el jardín para beneplácito de mis hijas y para desdicha de mis suegros, que me miraban como si les hubiera quitado la casa. Por supuesto que yo era quien escondía el paquete de Charada entre las flores que ellas debían encontrar. Claro, su madre decía que si las encontraban, debían comerlas después del almuerzo. Como siempre, aguando la diversión. Eran mis hijas, por Dios santo, entusiasmadas por encontrar el tesoro del duende, porque si se lo comían en ese momento, tendrían abundancia hasta más no poder. ¡Y vaya que la tuvieron! Viven en Miami con un padrastro ricachón. Supéralo, huevón.

Fueron dos o tres veces que jugamos en ese jardín, buscando la galleta mágica. Ellas se divertían, se entretenían creyendo que un duende se las regalaba sin importar que era yo el que lo hacía. Porque eran niñas sanas, inocentes, creativas y dispuestas a seguirle la corriente a su padre loco, que solo quería alegrarles un rato su infancia, su desarrollo emocional y práctico en esta vida tan caótica y deshumanizada que les ha tocado vivir. A medida que crecieron, se alejaron de esos juegos y se involucraron más en sus problemas y se hicieron independientes. ¿Es demasiado pedir? Lo volvería hacer. Pero su madre, tan estimulante como es, simplemente sonríe irónica porque sus juegos ya no son como los míos. Ahora buscan huevos de pascua o preparan el pavo en Día de Acción de Gracias o juegan en la nieve cuando vacacionan en Montana. Yo apenas las llevaba a Ancón. Tiempos difíciles, sin duda.

Cuando me comuniqué con ellas, luego de encontrar esta foto, mi hija menor se rio y recordó todo ese episodio. "Ya no me trago eso del duende, papá", dijo. Cuando le respondí que el conejo de pascua también era lo mismo, me colgó el teléfono. Mi hija, la mayor, antes de que la comunicación se frustrara, me dijo al unísono: "Supéralo, papá".

martes, 2 de febrero de 2021

#PonteLaMascarillaCTM

Una vez más el paso del ciclón Covid ha dejado como resultado más víctimas en un país devastado económica y moralmente, quizá por la misma ineficiencia de las autoridades y la negligencia de los civiles que aún creen que esto no es más que una conspiración de las fuerzas oscuras que dominan al mundo, y desafían las normas de bioseguridad porque no hay nada que temer. La cosa es que está sucediendo. Demasiado rápido, diría. Cuando la responsabilidad de uno mismo y hacia sus semejantes debería ser una regla, no es más que un saludo a la bandera y darlo por culo solo porque a ti no te afecta. Y cuando lo tengas… ¿qué piensas hacer? La noticia de la muerte de una influencer brasileña, negacionista y organizadora de fiestas sin restricciones, ha demostrado que nadie debe afirmar que “de esta agua no ha de beber”. Todo es un búmeran y nos puede rebotar si seguimos con la necia idea de que nada puede pasar: salimos a tomar, a bailar, sin mascarillas y desobedeciendo a la autoridad, muchas veces agrediéndola por sentirse vulnerables en sus derechos. ¿Y qué pasa con los derechos de los demás que sí acatamos las normas? ¿No están infringiendo nuestros principios fundamentales de vida y protección?

Un compañero de trabajo acaba de fallecer. No éramos cercanos, pero hemos compartido algún almuerzo juntos, cuando todo era normal, cuando podías estrechar una mano o dar un fraterno abrazo. La noticia me agarró de sorpresa. Podría haber sido cualquiera de nosotros, ya que estamos expuestos por los rigores del trabajo al que estamos sumergidos en estos últimos meses. El problema de este caso en particular es que no tomó las medidas correctas, participó de un evento familiar y por ahí contrajo el virus. Además de beber grandes cantidades de gaseosa helada con el fin de paliar el calor abrazador de la temporada, sucumbió ante lo predecible. Y vemos las consecuencias.

No podemos bajar la guardia. No es justo que siga muriendo gente por la poca empatía de otra. Si viviéramos en el siglo XVI, esto podría ser cosa común por las condiciones sanitarias que se vivían en ese momento; pero hoy, en pleno siglo XXI, cuando algún conspiranoico pone en duda la efectividad de una vacuna, es el mejor momento para entender que no se trata de un simple juego. Esto ya se ha convertido en un casino o una ruleta rusa, donde esperas sacar Siete o recibir la bala en la sien. Si las cosas se ponen duras, qué más da, es mejor tomar las precauciones debidas, aunque te joda. Es mejor sofocarse con una mascarilla, que necesitar oxígeno en tu lecho de muerte, si es que tienes suerte de conseguir cama en una UCI. Quiero ver a mi familia, por eso me cuido. Si tengo que sacrificar cosas que estoy acostumbrado hacer por el bien de mi salud y la de los demás, prefiero vivir dentro de una burbuja y esperar paciente a que todo esto acabe. HAZ LO MISMO, PROTÉGETE, NO SEAS IMBÉCIL, porque esa es la palabra correcta para identificar a todo descerebrado que piensa que nada va a pasar. Luego nos quejamos del gobierno, si somos nosotros los que desistimos de seguir el camino correcto.

El otro día fue mi cumpleaños. ¿Tú crees que tenía ganas de celebrarlo? Por suerte nadie de mi trabajo se acordó, otros, ni siquiera tenían conocimiento; solo mi familia. Lo único que pedí fue que deseo verlos el próximo año sin temor a contagiarlos o contagiarme. Mi prioridad es protegerlos. Mi mente se llena de contemplaciones y no puedo evitar no sentirme mal por aquellos que han perdido a un familiar o amigo. En este último año he tenido que despedirme de un puñado de buenas personas que le tocó esa bala de la que tanto deberíamos evitar. Ahora solo pido tomar conciencia y pido por las almas de esas personas que su muerte no fue en vano y que sirva de ejemplo para mantenernos con pie firme ante este mal que tanto nos está costando. No seamos cómplices… no seamos indiferentes.

lunes, 1 de febrero de 2021

Una razón incómoda

Hay un viejo chiste que ha sido contado innumerables veces por varios de nuestros mejores comediantes nacionales y se ha representado en uno y que otro sketch televisivo. La versión más conocida de la que tengo memoria es la de Miguelito Barraza. Tal vez la conozcan. La premisa es la siguiente: un tipo va en su moto por la carretera y, al llegar la noche, ve a lo lejos una casa y decide alojarse en ella. Como la señora le dice que, en lugar del granero como él solicitó, podía dormir con la beba de la casa, el tipo −luego de pensarlo detenidamente− cree que le sería incómodo soportar a la criatura toda la noche, así que prefiere tomar el granero. Claro, al día siguiente se da cuenta que la beba de la casa es una hermosa y despampanante jovencita que a cualquiera le hubiera quitado el sueño sin pensarlo ni una sola vez. Naturalmente, Barraza la cuenta con tal hilaridad y maestría que concluye con un remate de antología: “Yo soy el huevón de la moto”.

Así es como me siento. Perdido en medio de la noche sin tener la menor idea de lo que me va a esperar después de dormir en el granero. A veces vemos lo que queremos ver y nos explota en la cara como al coyote de los dibujos animados. Creo que ya he explicado esta sensación de aturdimiento y frustración cuando las cosas son difíciles de alcanzar. ¿Debo preocuparme? No lo sé. Quizá sea otra de esas crisis de la edad madura que te hace pensar que ya no se puede hacer cosas como hace treinta años. Si has llevado una vida plena, creo que las aclaraciones están de más.

Lo paradójico de todo esto es que, sabiendo que tienes las de ganar, dejas pasar la oportunidad. Y es cierto. Soy un tipo divertido, encantador y caballeroso cuando considero a una de mis musas formar parte de esa diversión que destilo por los poros. Sin embargo, hay algo que no me hace avanzar. ¿Inseguridad? ¿Desconfianza? ¿Lealtad? Sí, esto último es uno de los errores que cometo muy a menudo. Sé que hay otro pisándome los talones y dejo que gane la carrera, solo por ser mi amigo. ¡Qué estúpido! Conmigo no tienen esas consideraciones; pero, siendo yo, debo cumplir los preceptos del buen samaritano. La dama en mención se regocija con dicho personaje mientras yo, desde mi palco, veo cómo se devanea entre el deseo y el amor. Es como en aquellas comedias románticas de los años 60, donde un Tony Randall tiene que aceptar estoico que no puede competir con Rock Hudson los favores de Doris Day. Y sigo insistiendo: ¡Qué estúpido! Es lo más cursi que he escrito y describo con menos placer que comer una chocoteja de manjar blanco y pecanas sabiendo que es de pasas con maní.

Debo volver a mis raíces, a los años de estudiante universitario, cuando las preocupaciones sociales eran lo de menos frente a los aspectos personales que intimidaban a mis profesores más enérgicos. Recuerdo que mi profesor de cine me puso 10 en un examen, no por el hecho de no responder correctamente, sino que debía escribir al pie de la letra lo que había dictado en clase, con puntos y comas. ¿Esa era la clase de enseñanza que impartía un sujeto que confundía a Fellini con Bertolucci? Lo más incongruente de este episodio es que ayudé al amor de mi vida con el curso. Estudiamos juntos casi todo el día y ella se regodeaba de mis conocimientos cinematográficos, que finalmente obtuvo un 15 de calificación. ¿Habrá sentido la necesidad de humillarme frente a sus amistades por ese particular hecho? No lo creo. Se rio, sí; pero no de mí, sino de la situación, de lo absurdo que puede ser algunas veces el destino. Desde ese entonces desconfié de aquellas personas que se creen eruditos en una materia cuando en realidad no saben nada de ella, y se ofenden o te “marcan” solo porque lo corrigen delante de otros veinte estudiantes que La luna no fue dirigida por Fellini, sino por Bertolucci. No fui yo quien se lo hizo saber, pero mis gestos fueron elocuentes al secundar la moción de mi compañero de al lado.

El amor de mi vida, por ejemplo, era una de esas criaturas que aparecen cada veinticinco o treinta millones de años. Era encantadora, linda, esquiva y muy directa al mismo tiempo. El único problema es que su corazón ya tenía dueño, si se quiere catalogar de esa manera el hecho de que ya tenía pareja. No sé cuántas veces le declaré mi amor. Ella lo aceptaba, complacida, hasta se diría que compartía en secreto ese sentimiento; pero no podía hacer nada. Era difícil de explicar, para ella, más que para mí. Una noche nos sinceramos. Fue el momento que había esperado varios ciclos enteros de estudio. Luego de compartir una reunión en su casa, como cierre de actividades académicas −vaya forma de decirlo−, nos quedamos solos en su sala, sobre el sofá; ella rendida más por ser la anfitriona que por las copas ingeridas, y yo por la lentitud de mis respuestas frente a ella. No tuve mejor reacción que abrigarla con mi brazo y arrebujarla en mi torso, ya que se quejaba de hacer mucho frío. Aunque en un principio pedía, no, suplicaba, susurrante que me fuera para evitar que pasara lo que creía que iba a pasar, yo me mantuve firme. Ahí hablamos, fui sincero con ella. Le dije que la amaba y, repitiendo aquella famosa frase de Clark Gable en Lo que el viento se llevó: “a pesar de ti, de mí y del mundo que se desquebraja, yo te amo…” solo bastó para que juntemos nuestros labios en la oscuridad de la noche, como si ese fuese el momento esperado por toda Latinoamérica unida, disculpado el parafraseo de Te lo resumo. Yo esperaba una bofetada digna de telenovela mejicana, con las gafas saliendo disparadas hacia la otra habitación y con la humillación multiplicada por el infinito. Pero no, fue mutuo, tierno, mágico. Quería que el tiempo se detuviera y permanecer así congelados. Lamentablemente, tuvo que culminar. Fue mi primer y único beso con esta mujer que, hasta el día de hoy, amo con locura devota. No sé de ella desde aquella vez que nos separamos después de la graduación. Fue hace mucho.

Las terapias con electroshock habían quedado para los estudios históricos de la psiquiatría. Tuve que necesitar varias horas de terapia para conciliar el sueño y no ser presa de mi propia saliva constrictora. Mis años mozos habían quedado atrás y ahora daba paso a la terrible realidad de ser un hombre adulto con cuerpo de adolescente porque empecé con el veganismo, pues preferí darle la espalda a todo sentimiento reprimido si no fuera por la fuerte voluntad de volverme escritor de pacotilla y publicar un libro que nadie leyó ni mucho menos recuerda mi editor haber sacado a la luz. Lo único que recuerda es que le debo quince mil soles por la inversión. Mi sonrisa lo dice todo, porque no sé dónde conseguir dicha cantidad.

Y como diría Epíteto: “Si quieres buscar algo bueno, búscalo en ti mismo”, no hay peor manera de aceptar el hecho de no ser considerado parte del repertorio de alguna obra de la vida real, no sin antes pensar siempre en que las cosas pasan por algo y es preferible mantenerse al margen con una sonrisa fingida y una actitud sacada de un catálogo de relojes. De alguna manera, Epíteto tiene razón y solo debo ver mi interior gracias a una radiografía y a nadie debe incomodarle el hecho de que seguiré siendo el huevón de la moto.