lunes, 1 de febrero de 2021

Una razón incómoda

Hay un viejo chiste que ha sido contado innumerables veces por varios de nuestros mejores comediantes nacionales y se ha representado en uno y que otro sketch televisivo. La versión más conocida de la que tengo memoria es la de Miguelito Barraza. Tal vez la conozcan. La premisa es la siguiente: un tipo va en su moto por la carretera y, al llegar la noche, ve a lo lejos una casa y decide alojarse en ella. Como la señora le dice que, en lugar del granero como él solicitó, podía dormir con la beba de la casa, el tipo −luego de pensarlo detenidamente− cree que le sería incómodo soportar a la criatura toda la noche, así que prefiere tomar el granero. Claro, al día siguiente se da cuenta que la beba de la casa es una hermosa y despampanante jovencita que a cualquiera le hubiera quitado el sueño sin pensarlo ni una sola vez. Naturalmente, Barraza la cuenta con tal hilaridad y maestría que concluye con un remate de antología: “Yo soy el huevón de la moto”.

Así es como me siento. Perdido en medio de la noche sin tener la menor idea de lo que me va a esperar después de dormir en el granero. A veces vemos lo que queremos ver y nos explota en la cara como al coyote de los dibujos animados. Creo que ya he explicado esta sensación de aturdimiento y frustración cuando las cosas son difíciles de alcanzar. ¿Debo preocuparme? No lo sé. Quizá sea otra de esas crisis de la edad madura que te hace pensar que ya no se puede hacer cosas como hace treinta años. Si has llevado una vida plena, creo que las aclaraciones están de más.

Lo paradójico de todo esto es que, sabiendo que tienes las de ganar, dejas pasar la oportunidad. Y es cierto. Soy un tipo divertido, encantador y caballeroso cuando considero a una de mis musas formar parte de esa diversión que destilo por los poros. Sin embargo, hay algo que no me hace avanzar. ¿Inseguridad? ¿Desconfianza? ¿Lealtad? Sí, esto último es uno de los errores que cometo muy a menudo. Sé que hay otro pisándome los talones y dejo que gane la carrera, solo por ser mi amigo. ¡Qué estúpido! Conmigo no tienen esas consideraciones; pero, siendo yo, debo cumplir los preceptos del buen samaritano. La dama en mención se regocija con dicho personaje mientras yo, desde mi palco, veo cómo se devanea entre el deseo y el amor. Es como en aquellas comedias románticas de los años 60, donde un Tony Randall tiene que aceptar estoico que no puede competir con Rock Hudson los favores de Doris Day. Y sigo insistiendo: ¡Qué estúpido! Es lo más cursi que he escrito y describo con menos placer que comer una chocoteja de manjar blanco y pecanas sabiendo que es de pasas con maní.

Debo volver a mis raíces, a los años de estudiante universitario, cuando las preocupaciones sociales eran lo de menos frente a los aspectos personales que intimidaban a mis profesores más enérgicos. Recuerdo que mi profesor de cine me puso 10 en un examen, no por el hecho de no responder correctamente, sino que debía escribir al pie de la letra lo que había dictado en clase, con puntos y comas. ¿Esa era la clase de enseñanza que impartía un sujeto que confundía a Fellini con Bertolucci? Lo más incongruente de este episodio es que ayudé al amor de mi vida con el curso. Estudiamos juntos casi todo el día y ella se regodeaba de mis conocimientos cinematográficos, que finalmente obtuvo un 15 de calificación. ¿Habrá sentido la necesidad de humillarme frente a sus amistades por ese particular hecho? No lo creo. Se rio, sí; pero no de mí, sino de la situación, de lo absurdo que puede ser algunas veces el destino. Desde ese entonces desconfié de aquellas personas que se creen eruditos en una materia cuando en realidad no saben nada de ella, y se ofenden o te “marcan” solo porque lo corrigen delante de otros veinte estudiantes que La luna no fue dirigida por Fellini, sino por Bertolucci. No fui yo quien se lo hizo saber, pero mis gestos fueron elocuentes al secundar la moción de mi compañero de al lado.

El amor de mi vida, por ejemplo, era una de esas criaturas que aparecen cada veinticinco o treinta millones de años. Era encantadora, linda, esquiva y muy directa al mismo tiempo. El único problema es que su corazón ya tenía dueño, si se quiere catalogar de esa manera el hecho de que ya tenía pareja. No sé cuántas veces le declaré mi amor. Ella lo aceptaba, complacida, hasta se diría que compartía en secreto ese sentimiento; pero no podía hacer nada. Era difícil de explicar, para ella, más que para mí. Una noche nos sinceramos. Fue el momento que había esperado varios ciclos enteros de estudio. Luego de compartir una reunión en su casa, como cierre de actividades académicas −vaya forma de decirlo−, nos quedamos solos en su sala, sobre el sofá; ella rendida más por ser la anfitriona que por las copas ingeridas, y yo por la lentitud de mis respuestas frente a ella. No tuve mejor reacción que abrigarla con mi brazo y arrebujarla en mi torso, ya que se quejaba de hacer mucho frío. Aunque en un principio pedía, no, suplicaba, susurrante que me fuera para evitar que pasara lo que creía que iba a pasar, yo me mantuve firme. Ahí hablamos, fui sincero con ella. Le dije que la amaba y, repitiendo aquella famosa frase de Clark Gable en Lo que el viento se llevó: “a pesar de ti, de mí y del mundo que se desquebraja, yo te amo…” solo bastó para que juntemos nuestros labios en la oscuridad de la noche, como si ese fuese el momento esperado por toda Latinoamérica unida, disculpado el parafraseo de Te lo resumo. Yo esperaba una bofetada digna de telenovela mejicana, con las gafas saliendo disparadas hacia la otra habitación y con la humillación multiplicada por el infinito. Pero no, fue mutuo, tierno, mágico. Quería que el tiempo se detuviera y permanecer así congelados. Lamentablemente, tuvo que culminar. Fue mi primer y único beso con esta mujer que, hasta el día de hoy, amo con locura devota. No sé de ella desde aquella vez que nos separamos después de la graduación. Fue hace mucho.

Las terapias con electroshock habían quedado para los estudios históricos de la psiquiatría. Tuve que necesitar varias horas de terapia para conciliar el sueño y no ser presa de mi propia saliva constrictora. Mis años mozos habían quedado atrás y ahora daba paso a la terrible realidad de ser un hombre adulto con cuerpo de adolescente porque empecé con el veganismo, pues preferí darle la espalda a todo sentimiento reprimido si no fuera por la fuerte voluntad de volverme escritor de pacotilla y publicar un libro que nadie leyó ni mucho menos recuerda mi editor haber sacado a la luz. Lo único que recuerda es que le debo quince mil soles por la inversión. Mi sonrisa lo dice todo, porque no sé dónde conseguir dicha cantidad.

Y como diría Epíteto: “Si quieres buscar algo bueno, búscalo en ti mismo”, no hay peor manera de aceptar el hecho de no ser considerado parte del repertorio de alguna obra de la vida real, no sin antes pensar siempre en que las cosas pasan por algo y es preferible mantenerse al margen con una sonrisa fingida y una actitud sacada de un catálogo de relojes. De alguna manera, Epíteto tiene razón y solo debo ver mi interior gracias a una radiografía y a nadie debe incomodarle el hecho de que seguiré siendo el huevón de la moto.

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