domingo, 31 de enero de 2021

Exceso de confianza

Considero la catarsis como buena terapia cuando la compartes con el resto de seres humanos de criterio amplio y sensibilidad a prueba de cursilerías, pues, de qué sirve guardarlo en tu memoria o en el disco duro de tu PC; es aconsejable extirpar cualquier indicio de fragilidad oportunista al precisar que somos vulnerables frente a la adversidad. Y llamar "adversidad" a una serie de desventuras sin sentido pone en evidencia la carencia de ingenio para tratar otros temas más profundos, como “Qué cocinaré durante la cuarentena” o “Si me dieran a escoger…”. Poseemos una pizca de malicia cuando enfrentamos problemas menos rigurosos que trastoquen nuestro sentido común, como la Deep Web o el exceso de colesterol en los niños menores de ocho años. Hay para todo público. Pero, no se pasen, no puedo estar en todas.

Una amiga mía, la que ya no está en este mundo −es astronauta−, me confesó que tenía una fijación casi enfermiza por su loro. Un animalito interesante, divertido y excéntrico, que estaba a la orden de las circunstancias con sus inefables imitaciones de Carlos Gardel o Pedro Infante, pese a que sonaba más como Edith Piaf. Sucumbía ante sus insinuaciones nocturnas cuando la enamoraba con una serie de frases que, obviamente, había aprendido a lo largo de los meses en que la muchacha era visitada por su pareja de entonces. Era desopilante para ella sentir todo ese gimoteo que más tarde confesaría que le erizaba la piel. La zoofilia no estaba contemplada como una actividad paralela a sus acostumbrados devaneos erógenos, pero tomó en cuenta que el pajarraco sabía lo que estaba haciendo. Hasta pensó que la acosaba. Mientras se bañaba, vio que el loro la miraba fijamente parado desde la barra de la cortina. En otro momento, en su dormitorio cuando se vestía, Picho, como así llamaba a su mascota, estaba asomado por la puerta, jadeando de una manera extraña, que luego fue convirtiéndose en un quejido casi humano cuando alguien se toca ‘ahí donde la luz no llega’.

Al morir, disecó a Picho con la misma mirada que la había sorprendido en el baño. Eso la perturbó, y desde entonces, cuando escucha una canción de Pedro Infante, se deja llevar por la sinrazón del eros y que años más tarde fue motivo suficiente para ir directo a la NASA y despedirse de una vida, digamos, más terrenal. Siempre dije que tenía la mente en la luna.

En aquellos años de formación espiritual y social, no tuve mejor idea que viajar al Tíbet. Fue una experiencia casi similar a la que experimentó Merino cuando vacó a Vizcarra. Casi consigo ascender al nirvana, pero los lamas me miraban sospechosamente cuando me ponía a cantar The Beautiful People. Ahí conocí a una guía tibetana que deseaba aprender español mientras que yo deseaba descubrir qué había debajo de su falda de yak. Una lección que aprendí a no meter mis narices donde nadie me llama. Me cogió el herpes y no es nada agradable cuando comes ceviche. Fuera de ironías mal sanas, la pasé bien a su lado. Aprendió fácilmente un par de palabras para mantenerme a raya por buen tiempo, no sin antes explicarle que el vete mierda se pronuncia mejor apretando los dientes.

De vuelta a Lima, encuentro una ciudad insensible por la contaminación auditiva. Escuchar Scooby Doo Papá debería ser considerado un delito bajo pena capital. La música es uno de mis fuertes. Mi extensa colección de vinilos lo demuestra. Desde la Quinta de Beethoven hasta Moon River, pasando por Pensilvania 6-5000 a Barracuda, es un logro de afortunados. Me aficioné por la música desde temprana edad. Mi madre escuchaba boleros en la radio y esas fueron mis primeros destellos que luego, gracias a mi padre que nos llevó a mí y a mis hermanos a la Feria del Hogar, pude conocer el jazz. En el auditorio una gran orquesta como la de Glenn Miller o Benny Goodman impartían una clase maestra de dicho género. Mi abuelo fue quien me enseñó de música clásica y el resto se lo dejé a radios como Stereo 100 o Telestereo 88, que últimamente siguen la tradición Mágica u Oxígeno. Mis favoritos de siempre: Elvis, The Beatles y toda la pléyade de la vieja escuela. Billie Eilish, Sia o Adele, son la excepción a la regla. Sin embargo, las tendencias han cambiado y ya nadie recuerda a CC Revival o Tom Petty.

Intenté formar una banda de rock, pero nadie me tomaba en serio. Decían que era muy feo para el gusto del público. Si Joey Ramone los escuchara. Intenté ser multi instrumentista; pero, en una presentación en vivo, sería difícil, a no ser que contratara al pulpo Manotas. No tuve más remedio que optar por la comedia de stand up y tragarme todo ese pánico escénico que me hacía ver como Arthur Fleck. Digamos que no me fue nada mal, a no ser por el público que tardaba mucho en entender mis referencias y creí conveniente renunciar en el momento oportuno. Serví café en un local de Barranco que ya no existe e inicié un romance con la dueña y a la vez cajera del establecimiento, y creo que esa fue la razón por la que cerró. Anduve dando tumbos sin encontrar un sentido a mi vida hasta que toqué fondo. Trabajé en las minas de Toquepala, pero el médico me advirtió que mis pulmones no eran lo suficientemente resistentes para gritar a los de arriba que faltaba luz ahí abajo. Ingresé a la universidad por un golpe de suerte y no precisamente por el mazo de mi padre que me exigía levantarme a las 5 de la mañana para que estudie para el examen de admisión. Me gradué, me licencié y me postulé al consejo estudiantil, aunque a ninguno de los miembros del rectorado le dio gracia que la categorización por estratos sociales debía ser tomado en cuenta para ayudar a los estudiantes menos favorecidos económicamente. Ahora es una regla en toda universidad. Debería cobrar regalías.

Al divorciarme tres veces de la misma persona, tomé en cuenta mis limitaciones para conocer mujeres. La tercera es la vencida, dije… Ahora debo pagar manutención por tres matrimonios fallidos. Antes de casarnos me dijo categóricamente: “Eres una isla”. En ese momento no lo entendí; ahora veo a qué se refería. Aislado, árido y rodeado de un mar de posibilidades sin darme oportunidad de zapar hacia un horizonte prometedor. Y eso que hay palmeras, aunque sospecho que se referiría a San Lorenzo o El Frontón. Sabia descripción de una personalidad diáfana con sus amistades y detestable para con el hombre al que alguna vez le prometió amor eterno. Tal vez se haya referido al padrino, con el que finalmente contrajo nupcias.

Antes de colgar los guantes y dormir el sueño eterno, una última anécdota, más bien una reflexión simulada que debo poner en perspectiva. Los últimos diez años han sido atroces, no solo para mí sino para mi psiquiatra. Una vez lo encontré llorando debajo de su escritorio porque sentía demasiada frustración con mi caso. Era imposible seguirme la ilación de mis motivaciones existenciales, así que se dio por vencido y me derivó a otro especialista, quien pudo al menos vaciar un poco de mi intranquila consciencia algunos rasgos que le parecieron interesantes y dignos de formar parte de un estudio clínico y, por qué no, como embrión para una tesis de posgrado. La especialista, porque debo de afirmar que sí, se trataba de una mujer, y no una simple erudita en temas del sistema neurológico sino del espiritual, me convenció de que la única manera de romper con esa cadena que me sujetaba perenne en el odio sistemático a la humanidad, especialmente a los teleoperadores, era someterme a una regresión que buscara los orígenes de mi caprichosa conducta. A pesar que puse toda mi voluntad y el esfuerzo de ella por someterme a una serie de exámenes, solo consiguió de mi mente las tres temporadas completas de Star Trek, la serie original. Ni siquiera puedo afirmar que haya sido un vulcano o pariente del capitán Kirk en una vida pasada, porque este programa era una ficción que se proyectaba varios siglos hacia el futuro. Solo verme peleando con ese lagarto, sería digno de una camisa de fuerza.

Poco a poco la doctora empezó a sentirse atraída hacia mí y me pidió seguir las terapias en su casa de campo. No sé por qué sospeché que estaba emulando a Zelig y le seguí el juego. La verdad, tenía una casa de campo en Santa Eulalia y pretendía presentarme a su familia, como el elegido de su ya dilatada vida personal, que incluía desde un bombero hasta un domesticador de alacranes. En ese momento se encendieron las señales de alerta y me di cuenta que no era ninguna psiquiatra, sino una paciente que fingía serlo. Me equivoqué por una letra. Debí contactarme con el Dr. González y no Gonzales (y resulta que era su paciente y se hizo pasar por él mientras estaba almorzando). Y yo que me había hecho la idea de vivir del éxito de una afamada especialista de la psiquis humana.

Sin la más mínima intención de continuar aburriéndolos, estimados lectores, creo que la vida termina cuando tiene que terminar, no importa si has dejado inconclusa tu tarea de observar cómo se desarrolla la alverja que dejaste sobre un bollo de algodón dentro de un vaso descartable. Cerrar los ojos y dormir para siempre es un alivio que no se repite así nomás, salvo que seas Cristo y estás acostumbrado a que mueras y resucites cada Semana Santa.

No hay comentarios: