sábado, 27 de octubre de 2018

El arte de la oratoria (y del engaño)

Una mañana común durante mi viaje en bus hacia mi centro de labores. A través de la ventana se podía ver algunos indicios del brillo solar entre las nubes. Poco público en el resto de asientos y un paciente chofer que seguía a ritmo de tango el trayecto por la avenida De la Marina. Infaltable la presencia femenina con ropas ajustadas y maquillaje que acrecentaba aún más su atractivo, muy concentradas en la música que escuchaban o digitando ávidamente por el WhatsApp. Un joven venezolano vendiendo alfajores, una anciana que preguntaba si esta unidad cruzaba el Hospital del Empleado o un despistado que quería pagar solo cincuenta céntimos hasta la Plaza Manco Cápac, sabiendo que aún estábamos cruzando Plaza San Miguel. Y de repente, un hombre mayor -no pasaba de los sesenta- subió al bus, colgando un bolso de cuero sobre el hombro; se detuvo junto al conductor y alabó al Señor por permitirle subir a predicar la palabra. El Verbo, como dicen ellos. Explicó  que las personas no tenían vergüenza de hablar lisuras, chismes y otras banalidades de la vida; pero les daba vergüenza hablar de Dios. "Yo no tengo vergüenza de hacerlo", dijo, y que cada mañana hacía lo mismo; porque "no solo de pan vive el hombre, también vive de las enseñanzas que el Señor nos confiere como estímulo para solventar nuestros pecados". Habiendo dicho esto, abrió su bolso y ofreció unos caramelos masticables por el precio módico de cincuenta centavos. "En otros sitios los venden a Sol; yo lo vendo a mitad de precio".

Lo primero que pensé fue: "¡Hipócrita!". Sí, pues. "No solo de pan vive el hombre", pero usa el pretexto de la fe para hacer su negocio. Y ni siquiera habló de algún pasaje de la Biblia, simplemente dejó en claro su queja por no hablar de Dios. ¿Y este señor qué hizo, entonces? Solo dos ancianas contritas -una de ellas, la que preguntó si el bus pasaba por el Hospital del Empleado- se dignaron a comprarle un par de esos "masticables". El hombre, agradecido por el esfuerzo que le tomó convencer a los pasajeros de hacer caso a los mandamientos que la zarza ardiente dictó a Moisés, pudo al fin abandonar la unidad y seguir su periplo a lo largo de la avenida en lo que quedaba del día.

Así como este hombrecillo, hay tantos otros que dicen mucho sin decir nada a la vez. Como aquel otro payaso que convence a sus seguidores desembolsar una cantidad de dinero solo porque tuvo una revelación en mitad de la noche, y sus pecados serían perdonados. El negocio de siempre. Paga primero y luego lo ves. Tanto el catolicismo como el cristianismo -dos sectas similares pero diametralmente opuestas- tienen la ventaja de que uno puede cometer los más viles pecados que se pueda tener en consideración para pregonarlas en Semana Santa o en Navidad, y con un par de oraciones todo está saneado, no sin antes buscar en el bolsillo una dádiva para el cura o pastor. ¿Así funciona?

Y no solo ocurre en la religión. La política está plagada de charlatanes que fingen ser el salvador de la crisis o el que pondrá orden a tanta corrupción existente, cuando en realidad siguen el ejemplo del mandatario, congresista o funcionario que lo antecedió. ¿Y a quién va dirigido su mensaje? A personas ignorantes, por supuesto; gente que no tiene nada que perder, a los más necesitados, a los que creen que le va a tocar por fin algo de la repartija. Y caemos en lo mismo, una y otra vez, retroalimentándose como un virus que se niega a desaparecer del torrente sanguíneo sin que ninguna cura ni medicina haga su efecto sobre él.

Es el poder de convencimiento que tienen unos cuantos "predestinados". De eso viven, y viven de aquellos que les pueden proporcionar comodidades sin el menor esfuerzo. "La plata viene sola" es ya una frase que, por antonomasia, ha desenmascarado el verdadero rostro del cinismo hecho persona. ¿Se puede erradicar a estos personajes? Por supuesto. ¿Cómo? Con educación. Sin educación, la ignorancia es una veta inextinguible para esos embaucadores que hablan bonito. Y no sé si tengan noción de lo que están haciendo, si tienen una pizca de conciencia de que sus actos son simples estratagemas y que lo único que les interesa es su bien particular y no de la masa que los sigue. O es que acaso se levantan una mañana, se miran al espejo y se preguntan: "¿A quién me toca robar hoy?".

La educación es la base de un país desarrollado y organizado, que garantice la calidad de vida de la gran mayoría que merece un mejor estatus y que no se queje frente a un medio de comunicación de que la plata que gana como congresista no le alcanza para vivir. ¿Y qué pasa con esa gente que gana a duras penas diez soles diarios y tiene que rajarse por su familia? Hay que ser equitativo tanto en forma como en fondo. "La mujer del César no solo debe ser honrada, sino parecerlo".

Frente a tanto charlatán que pulula en nuestra vida política, social, económica y religiosa, ¿a quién pedir ayuda? Ya las instituciones parecen objeto de burla mas no de respeto. Podemos cambiar esa actitud contemplativa, que escuchamos y creemos ciegamente en lo que nos dicen. Que la falta de raciocinio no nos hunda como individuos, que no nos conviertan en borreguitos o en ratones al son de una flauta al unisono. Somos los que verdaderamente tenemos la tarea de enmendar nuestros propios errores y ser sigilosos y desconfiados en cuanto a propuestas y diatribas llegan a nuestros oídos.

De ti depende.

miércoles, 24 de octubre de 2018

Cuéntamelo todo

Fuente: Google
"¿Estás segura?", dijo Vania, atolondrada por la noticia que acababa de recibir de su mejor amiga, a través del hijo telefónico. Fue un golpe a su orgullo, más que a su condición de víctima. Luján, su prometido, el hombre que la desposaría dentro de una semana, había sacado los pies del plato con quien alguna vez mantuvo un tórrido romance de seis años. No era para menos, la muchacha tenía lo suyo, más que un simple cuerpo sobrevalorado por la genética, tenía la costumbre de ventilar sus amoríos por las redes sociales. Tenía cuarenta mil likes en una de sus más conocidas fotografías en ropa de baño, mostrando las carnes como en feria del Señor de los Milagros. "Te lo juro, mamita", aseguró la amiga, sintiendo que era su deber comunicarle la clase de individuo que era su prometido. "Donde hubo fuego, cenizas quedan", sentenció. El silencio de Vania fue contundente para el entendimiento de la acusadora. Había hecho justicia. Podría dormir tranquila.

Vania lloró toda la noche. Ya no le quedaban lágrimas para derramar. Tenía que echarse colirio o mojarse los párpados con láminas de cebolla para continuar con el sufrimiento. Luego comer cuatro Sublimes, se quedó dormida y al día siguiente fue a encararlo. Luján tenía que dar explicaciones de su conducta inmadura. Estaba bien que ella no tuviera el cuerpo de esa mujer, pero había algo que todo hombre debía recordar al comprometerse: respeto. Y Luján no había respetado los votos del noviazgo. Pero cuando llegó a su oficina, éste se veía tranquilo y con mucho ánimo de recibirla. "¡No te hagas, mosquita muerta!", vociferó Vania. "Pero, ¿qué te pasa?", preguntó un joven contrariado. "Sabes bien de lo que estoy hablando".

Luján comprendió que había habido un mal entendido. Al parecer, todo no era más que una equivocación. "Alguien quiere perjudicarnos", dijo. Vania pidió explicaciones. Y Luján se las dio: "No te miento que haya estado con ella. Fuimos a almorzar y darle la noticia de nuestra boda. Ella se sorprendió, como era de esperarse; pero no de la manera que piensas. Me felicitó. Dijo que ya era hora de que sentara cabeza con una mujer que valiera la pena. Tú. Le conté de ti y quedó encantada. Es más, piensa regalarnos el viaje de luna de miel. Hablamos toda la tarde. No te miento. Luego, nos despedimos y cada quien se fue por su camino. No sé de dónde sacan eso de que me he visto con ella y echo cosas que, en su momento, ocurrieron".

Las palabras del tipo conmovieron a la muchacha. "¿De verdad nos va a regalar el viaje? ¡Qué linda!". Poco después, Vania se despidió de Luján, con un enorme beso en los labios, y fue directamente a la casa de su amiga a preguntarle por qué había mentido tan descaradamente.

"Ay, mamita. ¿Y tú le crees?", dijo. "Los hombres siempre ocultan sus cochinadas con mentiras y pretextos cojudos. A mí nunca me la han hecho; porque ya saben que donde pongo el ojo pongo la bala".

Vania estaba confundida. No sabia a quién creerle. Las palabras de Luján aún rebotaban en su mente. No era capaz de tanta majadería. Y ella, a la que consideraba como a su hermana, ¿cuál era el fin de tanta intriga y desorientación? No tuvo más remedio que ir a la fuente original y salir de una vez por todas de esa duda que le carcomía las entrañas.

Apenas abrió la puerta, Vania no pudo evitar sentirse intimidada por aquella despampanante criatura. Alta, piernas macizas, glúteos y senos de ensueño, labios carmesí como dos topacios que dejaban al descubierto una perfecta dentadura perlada. Lo primero que se le vino a la mente fue comprender cómo es que este hombre pudo dejarla por alguien como ella, delgada y sin los atributos de aquella otra mujer. Todo hombre se volvería loco de estar con semejante monumento. Su inseguridad primaba más que la lógica, más que una simple pregunta retórica que muchos se hacen y no pueden responder sin caer en la cuenta que están solos en la habitación y nadie los escucha. Esta vez, quiso ser escuchada. Y preguntó.

Sorprendida, la mujer solo atinó a reír. Lo único que hicieron fue almorzar juntos, deseándole toda la suerte del mundo en su nueva etapa de vida. "Está bien que sea una bomba sexy y todo lo que tú quieras; pero de una cosa sí no podrán acusarme: de quitarle el marido a otra mujer. Lo que pasó con Luján fue hace tiempo. Somos amigos, lo respeto y él a mí. No tienes nada de qué preocuparte. Él te quiere y se va a casar contigo. Quien quiera que haya sido el que te ha sugerido tamaña tontería, debe tener sus razones. Yo desconfiaría de esa persona, porque al parecer es quien quiere algo con tu novio".

Vania no tuvo más que elogios para esta mujer, además de la gratitud y amistad que encontró luego de su visita. "Esta cojuda me las tiene que pagar", pensó, haciendo caso de las acusaciones por las que su mejor amiga acababa de ser sometida. Fue directamente a su casa y recibió la misma respuesta de hacía unos momentos: "Ay, mamita. ¿Y tú le crees?". Vania no se quedó con los brazos cruzados y le advirtió alejarse de ella y de su pronto marido. La otra quedó paralizada por la sentencia que había recibido. "¿Cómo te atreves?", dijo, casi al borde de las lágrimas. Y le pidió que se fuera.

La boda se hizo tal como estaba planeado. Los amigos, los familiares de ambos novios, se mezclaron en una cofradía llena de calor y entendimiento. La única ausente fue aquella amiga que le previno de la conducta amoral de ese noviecito que tenía al lado, quien no dejaba de mirar de soslayo a la dama de honor, que, muchos de los presentes, se la comían con los ojos. Y claro, no fue ni la antigua novia ni la amiga incondicional; fue esa otra mujer que le movía las entrañas a este estúpido espécimen del género humano. Ambos fueron encontrados en el baño del recibidor, saciando sus más anhelados instintos perniciosos y carnales que se tengan registrados en una boda.

Vania no supo qué hacer. No había más que hacer, simplemente dar media vuelta y tragarse la vergüenza de ser condenada. Era más humillante que escuchar el mensaje de Keiko por la paz y el reencuentro nacional. Tampoco quiso pedirle perdón a su amiga, ni a sus familiares ni al resto de invitados que fueron testigos de aquel execrable acto de cobardía y transgresión. Se fue, muy lejos y nadie más supo de ella. Fue lo mejor.

Meses después se supo que vivía con la bomba sexy. Por las fotos subidas al Instagram, se les ve felices. Saquen sus propias conclusiones.

viernes, 19 de octubre de 2018

Distopía (o el mundo que nunca será feliz)

La señora K abrió las ventanas de su despacho y observó el panorama tal como lo había imaginado, antes de asumir el primer cargo del Estado. Estaba temblando de la emoción. Su suerte había cambiado desde entonces y nada ni nadie detendría sus planes, paciente y calculadamente amasados a lo largo de estos últimos veinte años, cuando acompañó a su padre y a los que hoy gobiernan a su lado como leales vasallos. Era la dueña absoluta de las voluntades populares, políticas y económicas de un país que ya no creía en sí mismo como tal, postrado en una suerte de alcancía para los vastos proyectos carroñeros que la Gran Hermana se había propuesto realizar contra los intereses del pueblo. Tenía el derecho de hacerlo. Se lo había ganado, por sí misma y por su padre, el señor A, a quien condenaron al exilio, lejos de los suyos y de su legado. Fue el único que derrotó a la pobreza, que se enfrentó al crimen, al totalitarismo destructivo de unos cuantos equivocados; el que insertó al país en el mundo financiero y que le brindó sano entretenimiento al televidente con programas y presentadoras cutre que se entronizaban en los hogares más humildes. Ese era el país que dejó, que construyó, que le volvió la cara hacia la indiferencia y al consumismo. Mientras más riqueza ostentaban en sus bolsillos, los problemas de unos pocos no importaban a otros menos y la memoria colectiva desaparecía como en un chasquido de Thanos. Y nadie más calificado que su hija para continuar ese Proyecto de Nación del que se sentía orgullosa de heredar.

Desde aquella ventana, todo se veía distinto. No le importaba si el silencio de la ciudad hablaba en señal de protesta. Para eso estaban las fuerzas del orden que replegarían todo acto de insubordinación. La que gobernaba era ella, no esa gente que ahora se arrepentía de lo que había hecho. Al fin y al cabo, eran simples borreguitos que se dejaban convencer por una dádiva o una cajita McDonald’s, que incluía un “Raúl Porras” de sorpresa más una figura de acción de César Hinostroza, vestido como juez o como coyote que cruza la frontera. Eso lo aprendió del señor V, el Goebbels peruano, el verdadero autor mediático de los más variopintos personajes de la televisión y el creador de un sinfín de tabloides y pasquines que pregonarían las acciones del gobierno, su gobierno. Porque hay que ser sinceros, él fue el hombre en el backstage, el que movía los hilos, el que develó quién era más corrupto que el propio corrupto. 

Mientras el poder judicial y legislativo estuvieran bajo su control, la señora K haría lo que mejor sabía hacer: hablar, cobrar y engañar. Era fácil. Si las cosas no caminaban como era de esperarse, practicaba su mejor rostro compungido y derramaba unas lágrimas para convencer qué tan profundo era su dolor e indignación de sentirse perseguida por sus adversarios. ¿Cuáles? La mayoría estaba en prisión o fueron llevados al paredón por traición a la patria. Los derechos humanos se habían derogado y a nadie parecía importarle. Los medios solo informaban que la selección de fútbol le había ganado por goleada a Papúa Nueva Guinea en un partido amistoso, o que Los niños cantores de Viena se presentaban en un concierto benéfico para la Sociedad Nacional de Industrias. Y todos contentos.

Sus reformas habían dado los frutos esperados. Las leyes eran aprobadas una tras otra. Su congreso funcionaba y sus 130 miembros -rechazaron la bicameralidad- se arrodillaban a sus pies. Era la primera vez en toda la historia republicana, que un solo partido ganaba en “elecciones limpias” todas las curules. Se subían el sueldo, renovaban su mobiliario, contrataban a gente allegada al partido y promovían leyes que beneficiaban a sus amigos empresarios, vendiendo gran parte de la infraestructura productiva del país a otras corporaciones, más diestras, mejor preparadas, sin importar que otros miles de trabajadores se quedasen en la calle. Para eso hay combis, decían, que se dediquen al transporte o que vendan saguchitos en las esquinas. “Con tanto venezolano en las calles, la sana competencia beneficia a todos”.

Eso era lo de menos. Eran minucias que escapaban de su verdadero estado de ánimo. Era tiempo de jolgorio, de celebración. Como cada 17 de octubre, “El Día de la Victoria” era el más aplaudido y el único con el que podía jactarse de trabajar. Desde un desayuno en el Swissotel, un discurso en el Parlamento o un almuerzo con su familia en sus viñedos de Atacama, era más que suficiente luego de cobrar el diezmo reglamentario. Como colofón, a las ocho de la noche, para mala suerte de quienes seguían De vuelta al barrio, se transmitía en cadena nacional el mismo discurso grabado que hablaba de sus logros, dando énfasis a la lucha contra la corrupción y al pago de una reparación civil para sus mártires: Vladi, Beto, los hermanitos y la muchacha de Migraciones que dejó pasar al juez.

Mientras en Puno se mueren de frío, el caos vehicular es insufrible, los sueldos disminuyen y la educación está en manos de la ministra Calmet, algunas veces nos preguntamos si el feminicidio podría aplicarse solo para ciertas funcionarias. Mientras inauguren más centros comerciales, eso a nadie debe importarle.

jueves, 18 de octubre de 2018

Buenas noches, Sr. Samuel

Diez años bastaron para entender qué fue lo que me distanció del viejo. Había hecho todo lo que estaba a mi alcance para verlo reír mientras disfrutaba del poco tiempo que le quedaba de vida. Fueron muchas cosas, muchos detalles que trato de olvidar, pero que nada me permite hacerlo sin sentir un poco de desconcierto y congoja. No soy persona emocional, más bien frío y metódico; pero con el viejo tengo deudas que saldar, prometiéndome a mí mismo llevarle un arreglo floral a su tumba y decirle las cosas que debí decirle cuando tuve oportunidad, antes de los tiempos oscuros, antes de vivir mi vida sin intención de mirar sobre mi hombro y lamentarme del tiempo perdido. Ahora entiendo por qué nunca estuve convencido de sus palabras cuando alguna vez dijo que los cambios me perjudicarían. No lo entendí en su momento, como cualquiera que cree tener todo bajo control sin medir las consecuencias.

Desde niño era tan unido a él. Nos llevábamos bien. Nada hizo presagiar el camino que tomamos ni el concepto errado que nos definiría décadas más tarde. Hasta podría decir que lo consideraba como el padre que nunca tuve. Pero ya tenía un padre, bondadoso a veces como cruel en otras. Tal vez por eso soy como soy, retraído y poco sociable. No. El viejo era otra cosa, era el médico brujo de la tribu, el gurú de las ideas esotéricas, el mesías del quebranto y la esperanza concatenados en un solo sentimiento. Simplemente nos alejamos el uno del otro sin explicación alguna. Ahora lo veo más claro. Lo único que quería de mí era que siguiera siendo el mismo, que no me obnubilara el confort ni la fama; una fama, dicho sea de paso, que nunca llegó.

No me arrepiento de nada. Lo que hice, lo hice con mucho gusto. Gasté mi fortuna en las necesidades que pedía mi cuerpo y mi alma. Cuando se tiene, todos son tus amigos. Y ya sabemos lo que pasa cuando dejas de tener. Sí. El viejo sabia que tomar decisiones apresuradas era un viaje sin retorno, en el que Caronte era tu único compañero. Largas horas de sueños truncos, de dolores de espalda y manos callosas que enervaban aún más la desesperación de hacer lo mío, de ser reconocido, de ser quien creía que era. Solo el viejo sabía la verdad. No lo escuché, y ya no está para recordármelo.

Ahora que veo su tumba bajo una lápida carcomida por el descuido y la indiferencia, no dejo de pensar en los años felices a su lado. Abro una botella de vino y brindo en su nombre, solo, en medio del vacío silencioso que encuentro en este cementerio baldío. Me arrodillo ante él y pienso además en las promesas que nunca cumplí, en las largas noches que lo veía leer el periódico o el viejo libro que reposaba sobre el anaquel apolillado de su dormitorio; en las veces que intenté decirle "te quiero" y el miedo al ridículo me vencía no sin antes esconder el rostro entre mis piernas, acurrucado en una esquina. Lo único que me queda decir es "lo siento, me equivoqué". Pero ya es tarde. No me escuchará. Mi único consuelo es recordarlo y recordar sus enseñanzas. Tal vez, dentro de poco, estemos juntos nuevamente. Mientras tanto, he de voltear la página y terminar esta botella de vino. De algo me servirá embriagarme. ¡Qué fácil es evadir la responsabilidad! No tengo nada que perder. Solo lo perdí a él.