jueves, 18 de octubre de 2018

Buenas noches, Sr. Samuel

Diez años bastaron para entender qué fue lo que me distanció del viejo. Había hecho todo lo que estaba a mi alcance para verlo reír mientras disfrutaba del poco tiempo que le quedaba de vida. Fueron muchas cosas, muchos detalles que trato de olvidar, pero que nada me permite hacerlo sin sentir un poco de desconcierto y congoja. No soy persona emocional, más bien frío y metódico; pero con el viejo tengo deudas que saldar, prometiéndome a mí mismo llevarle un arreglo floral a su tumba y decirle las cosas que debí decirle cuando tuve oportunidad, antes de los tiempos oscuros, antes de vivir mi vida sin intención de mirar sobre mi hombro y lamentarme del tiempo perdido. Ahora entiendo por qué nunca estuve convencido de sus palabras cuando alguna vez dijo que los cambios me perjudicarían. No lo entendí en su momento, como cualquiera que cree tener todo bajo control sin medir las consecuencias.

Desde niño era tan unido a él. Nos llevábamos bien. Nada hizo presagiar el camino que tomamos ni el concepto errado que nos definiría décadas más tarde. Hasta podría decir que lo consideraba como el padre que nunca tuve. Pero ya tenía un padre, bondadoso a veces como cruel en otras. Tal vez por eso soy como soy, retraído y poco sociable. No. El viejo era otra cosa, era el médico brujo de la tribu, el gurú de las ideas esotéricas, el mesías del quebranto y la esperanza concatenados en un solo sentimiento. Simplemente nos alejamos el uno del otro sin explicación alguna. Ahora lo veo más claro. Lo único que quería de mí era que siguiera siendo el mismo, que no me obnubilara el confort ni la fama; una fama, dicho sea de paso, que nunca llegó.

No me arrepiento de nada. Lo que hice, lo hice con mucho gusto. Gasté mi fortuna en las necesidades que pedía mi cuerpo y mi alma. Cuando se tiene, todos son tus amigos. Y ya sabemos lo que pasa cuando dejas de tener. Sí. El viejo sabia que tomar decisiones apresuradas era un viaje sin retorno, en el que Caronte era tu único compañero. Largas horas de sueños truncos, de dolores de espalda y manos callosas que enervaban aún más la desesperación de hacer lo mío, de ser reconocido, de ser quien creía que era. Solo el viejo sabía la verdad. No lo escuché, y ya no está para recordármelo.

Ahora que veo su tumba bajo una lápida carcomida por el descuido y la indiferencia, no dejo de pensar en los años felices a su lado. Abro una botella de vino y brindo en su nombre, solo, en medio del vacío silencioso que encuentro en este cementerio baldío. Me arrodillo ante él y pienso además en las promesas que nunca cumplí, en las largas noches que lo veía leer el periódico o el viejo libro que reposaba sobre el anaquel apolillado de su dormitorio; en las veces que intenté decirle "te quiero" y el miedo al ridículo me vencía no sin antes esconder el rostro entre mis piernas, acurrucado en una esquina. Lo único que me queda decir es "lo siento, me equivoqué". Pero ya es tarde. No me escuchará. Mi único consuelo es recordarlo y recordar sus enseñanzas. Tal vez, dentro de poco, estemos juntos nuevamente. Mientras tanto, he de voltear la página y terminar esta botella de vino. De algo me servirá embriagarme. ¡Qué fácil es evadir la responsabilidad! No tengo nada que perder. Solo lo perdí a él.

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