domingo, 31 de enero de 2021

Exceso de confianza

Considero la catarsis como buena terapia cuando la compartes con el resto de seres humanos de criterio amplio y sensibilidad a prueba de cursilerías, pues, de qué sirve guardarlo en tu memoria o en el disco duro de tu PC; es aconsejable extirpar cualquier indicio de fragilidad oportunista al precisar que somos vulnerables frente a la adversidad. Y llamar "adversidad" a una serie de desventuras sin sentido pone en evidencia la carencia de ingenio para tratar otros temas más profundos, como “Qué cocinaré durante la cuarentena” o “Si me dieran a escoger…”. Poseemos una pizca de malicia cuando enfrentamos problemas menos rigurosos que trastoquen nuestro sentido común, como la Deep Web o el exceso de colesterol en los niños menores de ocho años. Hay para todo público. Pero, no se pasen, no puedo estar en todas.

Una amiga mía, la que ya no está en este mundo −es astronauta−, me confesó que tenía una fijación casi enfermiza por su loro. Un animalito interesante, divertido y excéntrico, que estaba a la orden de las circunstancias con sus inefables imitaciones de Carlos Gardel o Pedro Infante, pese a que sonaba más como Edith Piaf. Sucumbía ante sus insinuaciones nocturnas cuando la enamoraba con una serie de frases que, obviamente, había aprendido a lo largo de los meses en que la muchacha era visitada por su pareja de entonces. Era desopilante para ella sentir todo ese gimoteo que más tarde confesaría que le erizaba la piel. La zoofilia no estaba contemplada como una actividad paralela a sus acostumbrados devaneos erógenos, pero tomó en cuenta que el pajarraco sabía lo que estaba haciendo. Hasta pensó que la acosaba. Mientras se bañaba, vio que el loro la miraba fijamente parado desde la barra de la cortina. En otro momento, en su dormitorio cuando se vestía, Picho, como así llamaba a su mascota, estaba asomado por la puerta, jadeando de una manera extraña, que luego fue convirtiéndose en un quejido casi humano cuando alguien se toca ‘ahí donde la luz no llega’.

Al morir, disecó a Picho con la misma mirada que la había sorprendido en el baño. Eso la perturbó, y desde entonces, cuando escucha una canción de Pedro Infante, se deja llevar por la sinrazón del eros y que años más tarde fue motivo suficiente para ir directo a la NASA y despedirse de una vida, digamos, más terrenal. Siempre dije que tenía la mente en la luna.

En aquellos años de formación espiritual y social, no tuve mejor idea que viajar al Tíbet. Fue una experiencia casi similar a la que experimentó Merino cuando vacó a Vizcarra. Casi consigo ascender al nirvana, pero los lamas me miraban sospechosamente cuando me ponía a cantar The Beautiful People. Ahí conocí a una guía tibetana que deseaba aprender español mientras que yo deseaba descubrir qué había debajo de su falda de yak. Una lección que aprendí a no meter mis narices donde nadie me llama. Me cogió el herpes y no es nada agradable cuando comes ceviche. Fuera de ironías mal sanas, la pasé bien a su lado. Aprendió fácilmente un par de palabras para mantenerme a raya por buen tiempo, no sin antes explicarle que el vete mierda se pronuncia mejor apretando los dientes.

De vuelta a Lima, encuentro una ciudad insensible por la contaminación auditiva. Escuchar Scooby Doo Papá debería ser considerado un delito bajo pena capital. La música es uno de mis fuertes. Mi extensa colección de vinilos lo demuestra. Desde la Quinta de Beethoven hasta Moon River, pasando por Pensilvania 6-5000 a Barracuda, es un logro de afortunados. Me aficioné por la música desde temprana edad. Mi madre escuchaba boleros en la radio y esas fueron mis primeros destellos que luego, gracias a mi padre que nos llevó a mí y a mis hermanos a la Feria del Hogar, pude conocer el jazz. En el auditorio una gran orquesta como la de Glenn Miller o Benny Goodman impartían una clase maestra de dicho género. Mi abuelo fue quien me enseñó de música clásica y el resto se lo dejé a radios como Stereo 100 o Telestereo 88, que últimamente siguen la tradición Mágica u Oxígeno. Mis favoritos de siempre: Elvis, The Beatles y toda la pléyade de la vieja escuela. Billie Eilish, Sia o Adele, son la excepción a la regla. Sin embargo, las tendencias han cambiado y ya nadie recuerda a CC Revival o Tom Petty.

Intenté formar una banda de rock, pero nadie me tomaba en serio. Decían que era muy feo para el gusto del público. Si Joey Ramone los escuchara. Intenté ser multi instrumentista; pero, en una presentación en vivo, sería difícil, a no ser que contratara al pulpo Manotas. No tuve más remedio que optar por la comedia de stand up y tragarme todo ese pánico escénico que me hacía ver como Arthur Fleck. Digamos que no me fue nada mal, a no ser por el público que tardaba mucho en entender mis referencias y creí conveniente renunciar en el momento oportuno. Serví café en un local de Barranco que ya no existe e inicié un romance con la dueña y a la vez cajera del establecimiento, y creo que esa fue la razón por la que cerró. Anduve dando tumbos sin encontrar un sentido a mi vida hasta que toqué fondo. Trabajé en las minas de Toquepala, pero el médico me advirtió que mis pulmones no eran lo suficientemente resistentes para gritar a los de arriba que faltaba luz ahí abajo. Ingresé a la universidad por un golpe de suerte y no precisamente por el mazo de mi padre que me exigía levantarme a las 5 de la mañana para que estudie para el examen de admisión. Me gradué, me licencié y me postulé al consejo estudiantil, aunque a ninguno de los miembros del rectorado le dio gracia que la categorización por estratos sociales debía ser tomado en cuenta para ayudar a los estudiantes menos favorecidos económicamente. Ahora es una regla en toda universidad. Debería cobrar regalías.

Al divorciarme tres veces de la misma persona, tomé en cuenta mis limitaciones para conocer mujeres. La tercera es la vencida, dije… Ahora debo pagar manutención por tres matrimonios fallidos. Antes de casarnos me dijo categóricamente: “Eres una isla”. En ese momento no lo entendí; ahora veo a qué se refería. Aislado, árido y rodeado de un mar de posibilidades sin darme oportunidad de zapar hacia un horizonte prometedor. Y eso que hay palmeras, aunque sospecho que se referiría a San Lorenzo o El Frontón. Sabia descripción de una personalidad diáfana con sus amistades y detestable para con el hombre al que alguna vez le prometió amor eterno. Tal vez se haya referido al padrino, con el que finalmente contrajo nupcias.

Antes de colgar los guantes y dormir el sueño eterno, una última anécdota, más bien una reflexión simulada que debo poner en perspectiva. Los últimos diez años han sido atroces, no solo para mí sino para mi psiquiatra. Una vez lo encontré llorando debajo de su escritorio porque sentía demasiada frustración con mi caso. Era imposible seguirme la ilación de mis motivaciones existenciales, así que se dio por vencido y me derivó a otro especialista, quien pudo al menos vaciar un poco de mi intranquila consciencia algunos rasgos que le parecieron interesantes y dignos de formar parte de un estudio clínico y, por qué no, como embrión para una tesis de posgrado. La especialista, porque debo de afirmar que sí, se trataba de una mujer, y no una simple erudita en temas del sistema neurológico sino del espiritual, me convenció de que la única manera de romper con esa cadena que me sujetaba perenne en el odio sistemático a la humanidad, especialmente a los teleoperadores, era someterme a una regresión que buscara los orígenes de mi caprichosa conducta. A pesar que puse toda mi voluntad y el esfuerzo de ella por someterme a una serie de exámenes, solo consiguió de mi mente las tres temporadas completas de Star Trek, la serie original. Ni siquiera puedo afirmar que haya sido un vulcano o pariente del capitán Kirk en una vida pasada, porque este programa era una ficción que se proyectaba varios siglos hacia el futuro. Solo verme peleando con ese lagarto, sería digno de una camisa de fuerza.

Poco a poco la doctora empezó a sentirse atraída hacia mí y me pidió seguir las terapias en su casa de campo. No sé por qué sospeché que estaba emulando a Zelig y le seguí el juego. La verdad, tenía una casa de campo en Santa Eulalia y pretendía presentarme a su familia, como el elegido de su ya dilatada vida personal, que incluía desde un bombero hasta un domesticador de alacranes. En ese momento se encendieron las señales de alerta y me di cuenta que no era ninguna psiquiatra, sino una paciente que fingía serlo. Me equivoqué por una letra. Debí contactarme con el Dr. González y no Gonzales (y resulta que era su paciente y se hizo pasar por él mientras estaba almorzando). Y yo que me había hecho la idea de vivir del éxito de una afamada especialista de la psiquis humana.

Sin la más mínima intención de continuar aburriéndolos, estimados lectores, creo que la vida termina cuando tiene que terminar, no importa si has dejado inconclusa tu tarea de observar cómo se desarrolla la alverja que dejaste sobre un bollo de algodón dentro de un vaso descartable. Cerrar los ojos y dormir para siempre es un alivio que no se repite así nomás, salvo que seas Cristo y estás acostumbrado a que mueras y resucites cada Semana Santa.

viernes, 22 de enero de 2021

Tu sola presencia me irrita

Después de comer medio kilo de mejillones untados con mantequilla, provistos de una pizca de perejil bañado en aceite de oliva, tuve una epifanía. Siempre he sido una persona razonable, sensata y amante de la lógica compulsiva. Dos de mis referentes más significativos han sido y seguirán siendo Spinoza y Kierkegaard, no por lo geniales que han podido ser en sus respectivos estudios del comportamiento humano a través de la razón pura, sino por la simple vanidad de demostrar que soy profundo. Aunque me considero más cercano a Strindberg, puedo decir que no hay otra mejor manera de expresar mi displicencia hacia el sexo femenino con un rotundo #NoQuieroNadaContigo. No me considero misógino, pero hay ciertos factores que me llevan a tomar esa vía, porque no encuentro una mejor manera de apaciguar mis elucubraciones acerca del tortuoso camino que he seguido cada vez que he conocido a una fémina de considerables exquisiteces superfluas.

Las he conocido de todos los tamaños, formas y maneras de comportarse durante una cena romántica, si es que existe esa expresión dentro de mis códigos de comportamiento, encausado siempre en la sencilla premisa de ver a dónde nos lleva esto. Aunque he tratado de ser atento, respetuoso y ávido en escuchar cada palabra que brotaba de su díscolo cerebro, he terminado pagándoles el taxi de regreso a casa. Solas, por supuesto. No trato de justificar sus acciones al considerárseme solo un amigo a quien contarle sus problemas y consolar su atribulada existencia con un golpecito en el hombro, sino que no tengo “eso” que tanto buscan en un hombre. A pesar que me baño en fragancia francesa, parece no surtir efecto en ellas.

Reconozco que soy feo. Cuando nací, cuenta mi madre, el obstetra me dejó caer de cara y eso produjo ciertas deformaciones faciales que me hacen ver como John Merrick. La belleza física es relativa, dijo un ciego, pero tampoco me veo tan mal, siempre y cuando me mantenga con la mascarilla puesta hasta para dormir. Los gustos saltan a la vista, sin duda. Tal vez sea yo el que se equivoca al elegir una amiga, amate, pareja o lo que se considere en ese momento y en ese orden. Sé también que soy exigente a la hora de conocerlas, porque me gusta el detalle, la limpieza y el orden. Lo primero que veo son sus manos y pies. Me encantan. No hay secreto en eso, soy un consumado fetichista que me pongo a tono viendo esos bien formados deditos cuidados con prolijidad en unas sandalias Carla Bichette.

La verdad de la milanesa es que soy poco sociable, por no decir nulo en cuanto a relaciones interpersonales. Carezco de feeling a la hora de querer impresionar a mi contraparte con hilarantes anécdotas de un solo acto, si es que no está dentro de un féretro con cuatro cirios a los costados. No puedo expresar nunca alguna ocurrencia si no me asaltan las dudas o los temores de sentirme una completa nulidad frente a una mujer que me supera en intelecto o en estatura. Bueno, ha habido casos en que esa dicotomía ha generado todo tipo de comentarios, que lo único que acrecienta es el morbo por saber si solo es por interés o por apañar las apariencias. Lo que quiero decir es que una mujer bonita es incapaz de sentir simpatía o atracción hacia mi persona, así la haga reír a borbotones que tenga que escupir los tallarines por la nariz. Es innegable que el humor no va de la mano con el amor. Pero, quién habla de amor. Pasarla bien no quiere decir que tenga que casarme con ella. A veces piensan que uno busca atornillarse en esa difícil tarea de prepararle el desayuno por el resto de su vida, si lo único que se necesita para estar bien es vivir en departamentos separados y verse en el momento que se tenga ganas. Sin embargo, la soledad apenas es una barrera que te hace sentir vacío a pesar de haberte comido toda una bolsa de papas fritas o el paquete completo de pan de molde familiar, con litros y litros de gaseosa y embutidos. Lo único que consigues es una obstrucción coronaria y un pasaje al quirófano.

Tiendo a ser irónico en los peores momentos. Es la clave de mantenerme ecuánime antes de pedir a la Beneficencia un lugar para dormir cuando cumpla la edad en la que deba preocuparme por no mojar los pantalones. Es la chispa que me motiva todos los días a sentarme frente a la laptop y desentrañar todos los abusos cometidos por mis padres al condenarme a vivir como un leproso, recluso y misántropo energúmeno que tantas veces he querido ser otra persona, sin abandonar mis principios. Los gatos siempre caen de pie, dice el dicho. No sé cuántas veces lo habré hecho que ya las piernas me flaquean. Sigo insistiendo en que una de las cualidades que me ha caracterizado siempre es la de sonreír frente al espejo y convencerme de que las cosas van a cambiar… para los demás, claro está. ¿Y yo? ¿No merezco ser feliz? Claro, si dejo de pensar como un perdedor y abrir las ventanas de vez en cuando, todo será como el mundo tecnicolor de El mago de Oz. Pero soy de los que prefieren la atmósfera lúgubre de la escena de apertura de Ciudadano Kane, susurrando al unísono Rosebud; pero esa no sería la palabra que escogería.

La distopia de esta reflexión no acaba suicidándome con gelatina vencida, es vivir al lado de una persona que no se merece tan mala suerte. No le deseo mal a nadie. Las únicas que han podido blandir su deseo de asco hacia mí han sido mis ex. Tres décadas soportando su propaganda neonazi en mi contra, ha llegado a escandalizar a las más curtidas feministas que han deseado lincharme en cada aparición pública en la que hemos coincidido. No ha habido mujeres tan mal pagadas como aquellas que, creyéndome el chico de diferentes procederes, hayan perdido su tiempo con un vago y flojo representante de la bohemia limeña en declive. Pero, seamos sinceros, jamás les puse las manos encima, solo para quitarles la ropa interior; no las he engañado ni con su prima ni con su mejor amiga. He sido lo que han querido que fuera: sumiso, comprensivo y dadivoso. Mejor se hubieran conseguido un gato… o un hámster. Aburrido no era; perezoso para arrancar la faena, lo admito. Mis fobias sociales son legendarias, pero creo que se lo tomaban demasiado en serio cuando les decía que prefería ver la transmisión del Oscar que salir a tomar un trago junto con sus amigos. Y, claro, en una de esas, ¡zas!, otro ya estaba demostrando que la brújula se mide por los efectos del magnetismo y no por su diseño. A los pocos días, ya estaban manteniendo una relación con el amigo de un amigo que conoció en la reunión de una de sus amigas. Lógico. Era de esperarse. Y de ahí mi compulsión por Spinoza y Kierkegaard.

Hay tanto pan por rebanar en esta extraña elucubración de mi extinta estirpe de mequetrefe. Son pocas las veces que he podido congeniar con una mujer, y reconozco que esa única vez me quiso de verdad sin importarle que pasara horas enteras escribiendo en un apartado rincón del dormitorio. Esas eran las que yo desechaba sin contemplaciones. Me sentía a gusto, qué duda cabe, el sexo era de lo mejor y pasábamos muchas horas viendo la maratón de Dr. House en Universal Channel sin pensar que el perro necesitaba salir a hacer sus necesidades. Pero había algo que no cuajaba del todo. Me daba demasiadas licencias que empecé a sospechar. Mi paranoia permitía esos excesos de desconfianza que hasta llegué a pensar que otra de mis examantes la había contratado para vigilarme. Solo me miraba con una expresión parecida a la de esas participantes del programa Andrea, cuando descubren que la prueba de ADN resultó negativa. Finalmente, nos echábamos a reír y hacíamos como si no pasara nada. Pero pasó. Al caer la noche del día 500 de nuestra relación, sería la última vez que la vería. Y cuando uno se anima a llamarla después de varios meses, te corta de inmediato porque está esperando la llamada de su novio, el mismo que obligó a vestirse como Han Solo y posar con ella en una foto vintage disfrazada de Margarita Gautier.

Cuatro cosas que quisiera expresar: una, no soy tan bajo; dos, fantaseo despierto; tres, me enamoro demasiado rápido de la persona equivocada; y, cuatro, prefiero comer tallarines al ajo que morder unos carnosos y cautivantes glúteos de color canela. Sé que exagero en mis reminiscencias. Logro tergiversar la realidad con tonalidades surrealistas dignas de Miró o Ray, pero son más explícitas como las historietas de Lorenzo y Pepita. Carezco de forma precisa y parezco un pedazo de carne queriendo pasar por un embudo. Vaya manera de describirme, y es que me desprecio desde el día en que tuve uso de razón. Soy distinto al resto de mi familia, antinatural, antisocial, anti todo. La primera vez que besé a una chica fue en el juego de la “botella borracha”. Ella tuvo un colapso y se refugió en el Noguchi por varios meses. Yo, ni vuelta que darle, me sentí ensimismado por su rechazo, sin comprender que solo se trataba de un juego, nada agradable, por cierto.

Cuando mi última ex rompió conmigo, no lo hizo como un asunto personal, fue más que todo por salud mental. No soportaba estar demasiado tiempo en la cama conmigo ni tener cuatro orgasmos consecutivos ni que me riera de ella cuando ponía los ojos en blanco y se mordiera los labios antes de tensar todo el cuerpo de puro goce. Era para tomarle una foto. Me arrepiento de no haberlo hecho, hubiera sido genial en su perfil de Facebook. Pero, más allá de esas nimiedades, puedo considerarla como la relación más larga que tuve: cuatro meses. Pero, insisto, no comprendo por qué prefieren a un tipo que las maltrata, que las acose y que les sean infiel; o, para colmo de males, casados. Están ahí, suplicando no ser abandonadas en espera de que deje a su mujer e hijos e inicien una vida de ensueño; en cambio, con uno piden ayuda psiquiatra, garantías para su vida e inclusive con orden de restricción por más de 200 millas.

Una noche llaman a mi puerta. Era mi primera ex. Hacía tiempo que no sabía de ella y me extrañó que supiera donde vivía. La hice entrar y le ofrecí una taza de té. “Prefiero la manzanilla”, dijo, esnifando los pocos mocos que le quedaban después de llorar seis meses consecutivos, luego de descubrir que su novio la había abandonado por una joven venezolana. Si dejamos entrever las proporciones físicas de una y de otra, jamás hubiera entendido por qué la abandonaron (se entiende el sarcasmo, ¿verdad?). Era la primera vez que la veía desencajada y perdida. Cuando la conocí era la pedantería andante. Alardeaba lo que no tenía, y lo que tenía era gracias a la generosidad de sus ocasionales pretendientes, que terminaron por comprender que jamás llegarían a su nivel. Era bajita, pero tenía un ego de la distancia de aquí a Júpiter, ida y vuelta. La cosa es que entendió que no valía la pena enfrascarse en una relación cuando sabes que vas a perder por una cabeza -o por un culo, en este caso-. No puedes competir con ella ni por lástima. Sin embargo, era bonita, tenía ojos grandes, vivaces, dientes de conejo y una sonrisa coqueta que te quitaba el aliento antes de pedir la cuenta. Lo único que no contrastaba con esa carita de muñeca Baby Alive era su cuerpo. Carecía de lo que tanto odiaba de las modelos de Pornhub y no dejaba de atribuirles su contextura por la gracia de un cirujano. Era lo menos de lo que me podría preocupar, siempre y cuando tuviera los pies bien cuidados. Y los tenía. Punto para ella. Lo que me disgustaba era su manera de tratarme, como si fuera un provinciano necesitado de afecto o de una mujer que tuviera mundo. ¡Que tuviera mundo! Apenas conocía Sayán y ya regurgitaba viajes imaginarios desde Alaska hasta Berlín. “Yo he paseado por Diagonal y no digo nada”, le decía, sin que entendiera el sarcasmo.

Esa noche quiso quedarse en casa, conmigo, sentirse acompañada y necesitada de un alma caritativa que le hiciera olvidar por un momento que fue parte de un complot del gobierno de Maduro para que la alejaran de su hombre. Menuda idiotez. Ya estaba conmigo en la cama, recordando por qué habíamos iniciado una relación hace más de veinte años. Esa noche se olvidó del fulano y pasó el fin de semana más largo del que tuviera memoria, despilfarrando condones y sábanas, que tuve que comprar un nuevo juego para no desentonar con el decorado. La mujer tenía lo suyo, debo admitirlo. Lo que más me gustaba es su excesiva coprolalia a la hora de destilar feromonas sobre uno. Era insaciable hasta para el menos ansioso de la tribu. Después de consumado el hecho, volvía a su habitual pergamino de críticas y cuestionamientos acerca de mi pobre popularidad con el sindicato de onanistas y mis anticuadas chompas de casimir inglés. Tengo una raqueta de bádminton, la que usaba para darle azotes en las nalgas en plena efervescencia lasciva. Hasta en eso me consideraba un idiota, sin tomar en cuenta que era ella la que quería que la azotaran apenas llegara al clímax de la situación. La cosa es que dejé que le prendiera fuego al álbum de fotos que tenía como recordatorio de las cosas que no debía hacer antes de conocer a una mujer. Lo malo es que ahí había dejado un cheque por quince mil soles, como anticipo de mis memorias. El problema fue cuando la editorial quiso que se lo devolviera porque allí se dieron cuenta que mi libro sería un pastiche de A propósito de nada y los dejaría como si tomaran desayuno con la leche vencida.

Luego de aquel infame reencuentro, supe que volvió con su hombre. Ahora viven felices los tres. A Maluma le habrá venido una hemorragia por la nariz. Lo que es yo, me quejé con el administrador de mi edificio por no avisarme que vendrían a visitarme. Desde entonces, tiene la consigna de que a ninguna mujer se le dé acceso a mi departamento y solo digan que no estoy, así me ahorro el cambio de sábanas.

Creo que el título está mal. No debería hacer referencia a ninguna mujer ni mucho menos a las que he conocido a lo largo de estos treinta años. Es a mí a quien hago alusión. Soy irritable, desesperante y casi siempre provocador, frente a una retahíla de comentarios hirientes sobre la clase de tipo que soy sin despertar compasión de nadie. He estudiado mucha psicología para entender qué ocurre conmigo, y me doy cuenta que no he aprendido nada, mucho menos de quienes me rodean. Sigo cometiendo los mismos errores una y otra vez hasta el cansancio. ¿Y debería aprender después de todo? No lo sé. Aún sigo pensando que nacer fue el peor error de mi vida. Debí quedarme tendido en el suelo sin llorar después de que me resbalara de las manos del obstetra −hubiera sido mi héroe hasta el día de hoy−. Eso hubiera bastado para que me echaran a la basura y no lamentarme después de tantos años de terapia sin encontrar respuestas a mis devaneos psicóticos. Lo que sí he aprendido es no confiar en mi psiquiatra, ahora solo leo biografías autorizadas de Chiquilicuatre y la princesita de Yungay.

Finalmente, ahora entiendo a las mujeres cuando dijeron en su momento que necesito tener una mascota. No por el hecho de aborrecer a la humanidad y darle la espalda a relaciones duraderas o sólidas, que un perrito o un búho podrían suplir. No, es porque debo aprender a dar cariño, aunque sea a la criatura más insignificante que haya poblado la tierra. Después de todo, ¿para qué? No sirvo para mantener una relación ecuánime por veinticuatro horas consecutivas, menos tendré la paciencia de levantarle la mierda a cualquier animal que deambule por el parque. Vivo el día a día dándole la espalda a la realidad; mi soledad me pertenece y no creo que nadie comprenda lo que se siente tomar café en la barra de tu cocina sin tener que escuchar las quejas de una rolliza estreñida ni las inconformidades de una maniaca del orden.

¡Dios salve a Onán!

miércoles, 13 de enero de 2021

Estigmas del otro lado del muro

La sobrepoblación mundial ha sufrido un revés gracias a la pandemia. Era necesario, pues, la humanidad no podía mantenerse ante la escasez de alimentos y hectáreas urbanísticas, condicionadas por la deforestación y explotación masiva de materia prima, especialmente minerales de origen orgánico, como petróleo y gas natural. La agricultura no se da abasto ni el agua, a pesar que ahora se vende embotellada. Todo un lujo, sin duda.

Muchos dirán que la purga divina es la causante de esta catástrofe. Las trompetas celestiales han anunciado el fin de los tiempos con gran pompa. Las plagas, los jinetes, Nostradamus y hasta los Simpson, han calado hondo en el imaginario colectivo. El anuncio de un redentor advierte que la cosa va en serio, aunque da pie para entender que la llegada del mesías del mal tiene mucho que ver con la última conjunción de Júpiter y Saturno, que muchos expertos de lo sobrenatural vaticinan para este 2021. Se trata de una década de sobresaltos y cambios sustanciales que nos pondrán la carne de gallina. Peor será para aquellos que no cuentan con Disney+ en sus televisores. ¡Nos perderemos WandaVision!

Según cifras oficiales nos estamos quedando sin oxígeno, sin camas UCI y sin centros de esparcimiento. Las plataformas virtuales de streaming están haciendo su agosto con la emisión de películas que no hemos podido ver en salas de cine desde que se inició esta ruleta rusa llamada COVID-19. El cine en casa será el futuro, así como otros tipos de entretenimiento masivo. El trabajo desde un ordenador ya se ha hecho costumbre y pocas son las empresas que necesitan empleados presenciales para la atención o ejecución de sus actividades rutinarias. La obesidad por falta de ejercicio es uno de los mayores problemas que enfrentamos los que vivimos sedentarios dentro de nuestros hogares. La depresión es otro factor preponderante que se ha visto en el último año. Nos sentirnos amenazados por una suerte de conspiración gubernamental que nos hacen creer que existe una elite que amenaza al mundo desde algún laboratorio illuminati, o simplemente decidimos matar a nuestros cónyuges porque ya no hay dinero para mantenerlos. O lo que fuera que estuviese revoloteándonos en el subconsciente.

Se extraña a Anthony Choy en las pantallas de televisión. A pesar que sus casos son de carácter meramente especulativo, no deja de causar asombro la serie de testimonios que evidencian la existencia de seres venidos de otras dimensiones, como duendes, fantasmas o los no menos populares ‘grises’. ¿Es posible que sucedan dichos fenómenos? ¿Hay gente que puede dar fe de ello? ¿Somos capaces de vislumbrar un mundo paralelo? ¿Es producto del chongo mediático? En pleno siglo XXI… ¿hay gente que cree en dichas fábulas.

Durante la sequía de 1967, un joven y humilde agricultor encontró un libro escrito de puño y letra del mismísimo Belcebú. Aunque no sabía leer ni escribir, se lo atribuyó al príncipe de las tinieblas con tal convicción que no tardaron en aparecer estudiosos y eruditos académicos, que le ofrecieron cuantiosas sumas de dinero por adquirir dicho manuscrito. Su ignorancia lo obligó a venderlo por tan solo 600 mil dólares, una cifra que fue considerada “una ganga” para los estándares de la época. Como muchos sospecharán, el documento no fue más que el recetario de algún opiómano que ponía al alcance del público la preparación de cócteles de hongos y alucinógenos para la Guía didáctica del chamanismo. Como la escritura era cuneiforme (por los estragos de la droga), cualquiera diría que fue hecha por algún demonio del inframundo. ¿Y qué pasó con el agricultor? Ahora, es dueño de una universidad de prestigio.

Conversando con un viejo sabio de la tribu, las posibles consecuencias del futuro político de Estados Unidos no se comparan con las triquiñuelas que subsisten en nuestro querido y desafortunado Perú. A pocos meses de cumplir 200 años de independencia (no me explico de qué), la clase política insiste en menospreciar el coeficiente intelectual del ciudadano de a pie. Hechos como los ocurridos después de la vacancia de Vizcarra y el ascenso al poder de Merino ‘El Breve’, no hay otra manera de describir la reacción del público. Hubo bajas civiles que resultó ser el detonante para desprestigiar aún más a tan inefables personajes ávidos por un pedazo de lo que consideran su “botín de guerra”. Ya es mucha conchudez de su parte tener que castigar a la nación con su presencia y tener que escuchar sus excusas y echarles la culpa a otros y no saber distinguir cuándo se debe aplicar una norma constitucional. Las cosas tampoco la tienen clara el presidente interino y su Consejo de ministros, ahora que se vienen más problemas en salubridad, economía y gasto social. ¿Volveremos al confinamiento radical tal y como vienen ejecutando algunos países europeos ante el rebrote del bicho apocalíptico? Esperemos que no y tomemos conciencia de que esto no es un juego ni una estratagema de sectas secretas. Lo gracioso del caso es que unos fiscales peruanos han enjuiciado a los representantes del “orden mundial” de inventar dicha enfermedad. Es de locos, lo que concuerda con esta ola de conspiranoia traída desde las páginas de John le Carré o del mismísimo Jason Bourne.

Si bien es cierto nos han metido en la cabeza toda clase de hipótesis o teorías acerca del origen de este bicho, desde sopa de murciélago hasta la corporación farmacéutica Umbrella, no hay indicios fehacientes que lo sustenten. Todo es producto del folclor popular y de quienes tiene tiempo de andar navegando por la Internet.

En conclusión, estimado lector, es momento de dar un paso agigantado por restablecer el orden, ya no disfrazados con la máscara de Guy Fawkes, sino con nuestro propio rostro e iniciativa de querer salir adelante frente a esta pandemia que ha desestabilizado (y lo sigue haciendo) nuestra capacidad cognitiva. Démosle fin a todo sufrimiento respetando los protocolos de bioseguridad, aunque suene repetitivo y aburrido. De ello depende nuestro futuro como personas, ciudadanos, nación y planeta.

viernes, 8 de enero de 2021

Helado de frambuesa

El mismo día que murió su perro, conoció a una jovencita de dieciocho años recién cumplidos. Tenía facciones serias, inquietantes y a la vez seductoras. Sus ojos almendrados color miel penetraron su frio corazón y sus anchas caderas eran imposibles no desear recorrerlas con la yema de los dedos. Su fragrante cabellera azabache ondeaba al compás del viento y sus enhiestos pechos sucumbían bajo las costuras de su atrevido uniforme de azafata de bus interprovincial. Solo necesitó dos palabras para causarle un derrame cerebral y varios años de agua fría para calmar sus ímpetus bestiales. “¿Algo más?” fue lo que dijo, y eso lo cambió todo.

Tras abandonar el terminal terrestre, aún podía saborear el aroma a canela y rosas que despedía aquella joven. Sus inocentes comentarios dejaron impresionado a nuestro héroe como un niño dentro de una juguetería.  Esperaba volverla a ver, tal vez, en su viaje de regreso; pero, ¿en qué unidad sería el reencuentro? ¿Y en qué horario? Un dilema que hubiera solucionado si se hubiera atrevido abordarla y pedirle su número para así llamarla y concertar una cita en el café más exclusivo de la ciudad, dando pie a una suculenta noche productiva de emociones lascivas. Pero no se sentía tan seguro de llegar a ese nivel, mucho menos apneas haberla conocido.

Sin embargo, la suerte le sonrió una vez más. La primera vez fue en el hipódromo, cuando su caballo ganador murió de un infarto tras haber recibido una apuesta de veinte contra uno. Él era ese uno. Y se llevó todo. Contra todo pronóstico, encontró a la muchacha en el aparcamiento en busca de un taxi que la llevara a su hotel. Sin pensarlo dos veces, el tipo le dijo que podrían compartir el mismo transporte si ella así lo deseaba. Su sonrisa fue elocuente. Cinco minutos después de abordarlo, ya estaban intercambiando fluidos salivares a vista y paciencia del chofer, que no se perdía ningún detalle desde el lente retrovisor, pasándose dos luces rojas y atropellando a un gato.

La muchacha lo invitó a su hotel y ahí dieron rienda suelta a sus bajas pasiones. Un cliché que ha sido escrito miles de veces cuando se acaban las ideas. En resumen, el polvo fue considerado el mejor para ambos, y en varias oportunidades tuvieron que llamar a la señora de la limpieza para que cambiara las sábanas de la cama y pasarle un trapo limpio a las paredes y techo. No entendía cómo es que ese hombrecito sin gracia podía producir tanto esperma. Pero así eran las cosas entre ellos, displicentes y complacientes al mismo tiempo cuando intercambiaban roles. “Feliz día de la mujer” le susurró ella al oído, a lo que el tipo tuvo que aceptar que un hombre no solo debe dar sino recibir. No pudo sentarse por espacio de dos días.

Al despedirse, la muchacha le entregó un pase de cortesía para que pudiera ir adonde quisiera, pues, la idea era encontrarse siempre en algún hotel del país. Sin embargo, el hombre lo pensó dos veces mientras se subía los pantalones.

Moraleja: No te dejes impresionar por un bueno culo.

jueves, 7 de enero de 2021

A Little Less Conversation

Aunque su imagen siempre generó el rechazo de la clase adulta conservadora, los millones de adolescentes que buscaban un ídolo a quien admirar por esos años de la era Eisenhower, vieron una poderosa máquina de efervescencia salvaje y contestataria, rompiendo los moldes ya establecidos y encumbrando una feroz performance sobre los escenarios. Elvis Presley nació predestinado para ese cambio generacional que hasta el día de hoy se le considera un referente de lo que llamamos el Rock Star por antonomasia.

Su historia es bien conocida. Su legado, otra joya imprescindible para el catálogo de cualquier aficionado a la música, al Rock 'N Roll específicamente. Mucho de ese material, previamente grabado por otros artistas, sean solistas o grupos de buena o regular trayectoria, fueron la semilla de un estilo desenfadado y sin límites. Recordemos That's All Right, por ejemplo, su primer sencillo y éxito sin precedentes en su natal Tupelo, Misisipi, bajo el sello discográfico Sun Records, del no menos legendario Sam Phillips. Originalmente lanzado por Arthur Big Boy Crudup, un blues de aquellos que, en los zapatos de Elvis, fue dinamita pura que lo catapultó hacia la cima de la popularidad. Y desde ahí todo fue cuesta arriba. Ya con el sello RCA Victor sus siguientes singles fueron N. ° 1 por varias semanas y al mismo tiempo: Heartbreak Hotel, Don´t Be Cruel, Hound Dog, Teddy Bear y su epítome con Jailhouse Rock y Hard Headed Woman, fueron argumentos suficientes para convertirlo en estrella y ganarse el apelativo de Rey del Rock 'N Roll; y si le agregamos sus contorsiones pélvicas, el cabello engominado y la voz de un chico negro, el paquete era completo.

Como toda estrella en ascenso, gracias al olfato de sabueso de su mánager, el persuasivo Coronel Tom Parker, su siguiente parada fue el cine, como medio diversificador de su talento para generar mayor demanda de su imagen y conquistar a un público ávido por ver a su ídolo en pantalla grande y en los cincuenta estados al mismo tiempo. Aunque sus primeras películas tuvieron una gran aceptación por parte del público, menos de la crítica (lo consideraban un mal actor que cantaba), ya iniciados los años sesenta su paso por el celuloide no fue más que chapuzas para su propio lucimiento, con buenos números musicales que solo promocionaban el tema principal del film. Su mejor película, para mi entender, fue El rey criollo (1958), dirigido hábilmente por el gran Michael Curtiz, que le dio una presencia sólida que no volvería a repetir, y que terminó de cuajar lo que empezó con Prisionero del rock (1957), del artesano y siempre competente Richard Thorpe. Tal vez, el haber sido llamado a enlistarse en el ejército, dejó que sus ansias de convertirse en el nuevo James Dean se esfumaran y se contentara en conocer a Priscilla en Alemania.

Desde la invasión británica, liderada por The Beatles, Elvis se convirtió en una pieza de museo a la cual admirar pero nunca alcanzar ni intimar. Estaba resignado solo ver rugir a esa juventud post Kennedy que evidenció que el "anochecer de un día duro" estaba por comenzar.

Por insistencia del Coronel, volvió al ojo público con el programa especial para televisión de 1968, el mismo que podría considerarse como el nacimiento del unplugged y que revitalizaría su carrera gracias a los nuevos adolescentes que lo descubrieron y a los de su generación que lo redescubrieron como el portento que era al interpretar casi en la intimidad Memories o If I Can Dream.

Triunfó en Las Vegas, pasando por Hawái en un concierto televisado vía satélite, en los que supo mezclar talento y relajo sobre los escenarios ahora acompañado de su orquesta y coros. Ya cuando las drogas y los excesos pesaron más por mantenerlo en la panacea, Barbra Streisand fue a tocarle la puerta para que interpretara a la alcohólica estrella en decadencia en el remake Nace una estrella (1976, Frank Pierson), la que le supondría el regreso al Olimpo, incluido un Oscar, y que el propio Coronel Parker desestimó porque consideraba que el papel dañaría su imagen frente a sus seguidores. Lo cierto fue que, si aceptaba el papel, significaría perder el control de las decisiones y las millonarias ganancias que estas generarían.

Aquello fue un duro golpe para el Rey, que lo llevó a perder el glamur de sus años mozos. Abusó de la comida y de los barbitúricos, y fue hasta 1977 que dejaría esta dimensión con tan solo 42 años pero con la imagen de un hombre de setenta. En sus últimas actuaciones, apenas podía recordar la letra de alguna canción y su estado deteriorado era para llorar por la pena que daba, aunque nunca perdió esa voz inconfundible que lo ha vuelto leyenda indiscutible de la música popular.

Hoy en día, su legado sigue vigente. Sus discos y recopilatorios se siguen vendiendo, su mansión en Graceland está abierta al público como museo y su lápida es visitada cada 8 de enero (nacimiento) o 16 de agosto (fallecimiento), siendo el punto final del peregrinaje que empieza con las viejas instalaciones de Sun Records. Sus películas y conciertos se siguen retransmitiendo en diversos medios audiovisuales y es objeto de veneración por parte de algún imitador que participa en esos programas concursos de talentos. En Las Vegas hay convenciones de este tipo y en las capillas de bodas los ministros que ofician la ceremonia, se visten como su ídolo para unir a parejas de todo el país que visitan dicha ciudad. Pero solo habrá un Elvis... ¡Que viva el Rey!