viernes, 22 de enero de 2021

Tu sola presencia me irrita

Después de comer medio kilo de mejillones untados con mantequilla, provistos de una pizca de perejil bañado en aceite de oliva, tuve una epifanía. Siempre he sido una persona razonable, sensata y amante de la lógica compulsiva. Dos de mis referentes más significativos han sido y seguirán siendo Spinoza y Kierkegaard, no por lo geniales que han podido ser en sus respectivos estudios del comportamiento humano a través de la razón pura, sino por la simple vanidad de demostrar que soy profundo. Aunque me considero más cercano a Strindberg, puedo decir que no hay otra mejor manera de expresar mi displicencia hacia el sexo femenino con un rotundo #NoQuieroNadaContigo. No me considero misógino, pero hay ciertos factores que me llevan a tomar esa vía, porque no encuentro una mejor manera de apaciguar mis elucubraciones acerca del tortuoso camino que he seguido cada vez que he conocido a una fémina de considerables exquisiteces superfluas.

Las he conocido de todos los tamaños, formas y maneras de comportarse durante una cena romántica, si es que existe esa expresión dentro de mis códigos de comportamiento, encausado siempre en la sencilla premisa de ver a dónde nos lleva esto. Aunque he tratado de ser atento, respetuoso y ávido en escuchar cada palabra que brotaba de su díscolo cerebro, he terminado pagándoles el taxi de regreso a casa. Solas, por supuesto. No trato de justificar sus acciones al considerárseme solo un amigo a quien contarle sus problemas y consolar su atribulada existencia con un golpecito en el hombro, sino que no tengo “eso” que tanto buscan en un hombre. A pesar que me baño en fragancia francesa, parece no surtir efecto en ellas.

Reconozco que soy feo. Cuando nací, cuenta mi madre, el obstetra me dejó caer de cara y eso produjo ciertas deformaciones faciales que me hacen ver como John Merrick. La belleza física es relativa, dijo un ciego, pero tampoco me veo tan mal, siempre y cuando me mantenga con la mascarilla puesta hasta para dormir. Los gustos saltan a la vista, sin duda. Tal vez sea yo el que se equivoca al elegir una amiga, amate, pareja o lo que se considere en ese momento y en ese orden. Sé también que soy exigente a la hora de conocerlas, porque me gusta el detalle, la limpieza y el orden. Lo primero que veo son sus manos y pies. Me encantan. No hay secreto en eso, soy un consumado fetichista que me pongo a tono viendo esos bien formados deditos cuidados con prolijidad en unas sandalias Carla Bichette.

La verdad de la milanesa es que soy poco sociable, por no decir nulo en cuanto a relaciones interpersonales. Carezco de feeling a la hora de querer impresionar a mi contraparte con hilarantes anécdotas de un solo acto, si es que no está dentro de un féretro con cuatro cirios a los costados. No puedo expresar nunca alguna ocurrencia si no me asaltan las dudas o los temores de sentirme una completa nulidad frente a una mujer que me supera en intelecto o en estatura. Bueno, ha habido casos en que esa dicotomía ha generado todo tipo de comentarios, que lo único que acrecienta es el morbo por saber si solo es por interés o por apañar las apariencias. Lo que quiero decir es que una mujer bonita es incapaz de sentir simpatía o atracción hacia mi persona, así la haga reír a borbotones que tenga que escupir los tallarines por la nariz. Es innegable que el humor no va de la mano con el amor. Pero, quién habla de amor. Pasarla bien no quiere decir que tenga que casarme con ella. A veces piensan que uno busca atornillarse en esa difícil tarea de prepararle el desayuno por el resto de su vida, si lo único que se necesita para estar bien es vivir en departamentos separados y verse en el momento que se tenga ganas. Sin embargo, la soledad apenas es una barrera que te hace sentir vacío a pesar de haberte comido toda una bolsa de papas fritas o el paquete completo de pan de molde familiar, con litros y litros de gaseosa y embutidos. Lo único que consigues es una obstrucción coronaria y un pasaje al quirófano.

Tiendo a ser irónico en los peores momentos. Es la clave de mantenerme ecuánime antes de pedir a la Beneficencia un lugar para dormir cuando cumpla la edad en la que deba preocuparme por no mojar los pantalones. Es la chispa que me motiva todos los días a sentarme frente a la laptop y desentrañar todos los abusos cometidos por mis padres al condenarme a vivir como un leproso, recluso y misántropo energúmeno que tantas veces he querido ser otra persona, sin abandonar mis principios. Los gatos siempre caen de pie, dice el dicho. No sé cuántas veces lo habré hecho que ya las piernas me flaquean. Sigo insistiendo en que una de las cualidades que me ha caracterizado siempre es la de sonreír frente al espejo y convencerme de que las cosas van a cambiar… para los demás, claro está. ¿Y yo? ¿No merezco ser feliz? Claro, si dejo de pensar como un perdedor y abrir las ventanas de vez en cuando, todo será como el mundo tecnicolor de El mago de Oz. Pero soy de los que prefieren la atmósfera lúgubre de la escena de apertura de Ciudadano Kane, susurrando al unísono Rosebud; pero esa no sería la palabra que escogería.

La distopia de esta reflexión no acaba suicidándome con gelatina vencida, es vivir al lado de una persona que no se merece tan mala suerte. No le deseo mal a nadie. Las únicas que han podido blandir su deseo de asco hacia mí han sido mis ex. Tres décadas soportando su propaganda neonazi en mi contra, ha llegado a escandalizar a las más curtidas feministas que han deseado lincharme en cada aparición pública en la que hemos coincidido. No ha habido mujeres tan mal pagadas como aquellas que, creyéndome el chico de diferentes procederes, hayan perdido su tiempo con un vago y flojo representante de la bohemia limeña en declive. Pero, seamos sinceros, jamás les puse las manos encima, solo para quitarles la ropa interior; no las he engañado ni con su prima ni con su mejor amiga. He sido lo que han querido que fuera: sumiso, comprensivo y dadivoso. Mejor se hubieran conseguido un gato… o un hámster. Aburrido no era; perezoso para arrancar la faena, lo admito. Mis fobias sociales son legendarias, pero creo que se lo tomaban demasiado en serio cuando les decía que prefería ver la transmisión del Oscar que salir a tomar un trago junto con sus amigos. Y, claro, en una de esas, ¡zas!, otro ya estaba demostrando que la brújula se mide por los efectos del magnetismo y no por su diseño. A los pocos días, ya estaban manteniendo una relación con el amigo de un amigo que conoció en la reunión de una de sus amigas. Lógico. Era de esperarse. Y de ahí mi compulsión por Spinoza y Kierkegaard.

Hay tanto pan por rebanar en esta extraña elucubración de mi extinta estirpe de mequetrefe. Son pocas las veces que he podido congeniar con una mujer, y reconozco que esa única vez me quiso de verdad sin importarle que pasara horas enteras escribiendo en un apartado rincón del dormitorio. Esas eran las que yo desechaba sin contemplaciones. Me sentía a gusto, qué duda cabe, el sexo era de lo mejor y pasábamos muchas horas viendo la maratón de Dr. House en Universal Channel sin pensar que el perro necesitaba salir a hacer sus necesidades. Pero había algo que no cuajaba del todo. Me daba demasiadas licencias que empecé a sospechar. Mi paranoia permitía esos excesos de desconfianza que hasta llegué a pensar que otra de mis examantes la había contratado para vigilarme. Solo me miraba con una expresión parecida a la de esas participantes del programa Andrea, cuando descubren que la prueba de ADN resultó negativa. Finalmente, nos echábamos a reír y hacíamos como si no pasara nada. Pero pasó. Al caer la noche del día 500 de nuestra relación, sería la última vez que la vería. Y cuando uno se anima a llamarla después de varios meses, te corta de inmediato porque está esperando la llamada de su novio, el mismo que obligó a vestirse como Han Solo y posar con ella en una foto vintage disfrazada de Margarita Gautier.

Cuatro cosas que quisiera expresar: una, no soy tan bajo; dos, fantaseo despierto; tres, me enamoro demasiado rápido de la persona equivocada; y, cuatro, prefiero comer tallarines al ajo que morder unos carnosos y cautivantes glúteos de color canela. Sé que exagero en mis reminiscencias. Logro tergiversar la realidad con tonalidades surrealistas dignas de Miró o Ray, pero son más explícitas como las historietas de Lorenzo y Pepita. Carezco de forma precisa y parezco un pedazo de carne queriendo pasar por un embudo. Vaya manera de describirme, y es que me desprecio desde el día en que tuve uso de razón. Soy distinto al resto de mi familia, antinatural, antisocial, anti todo. La primera vez que besé a una chica fue en el juego de la “botella borracha”. Ella tuvo un colapso y se refugió en el Noguchi por varios meses. Yo, ni vuelta que darle, me sentí ensimismado por su rechazo, sin comprender que solo se trataba de un juego, nada agradable, por cierto.

Cuando mi última ex rompió conmigo, no lo hizo como un asunto personal, fue más que todo por salud mental. No soportaba estar demasiado tiempo en la cama conmigo ni tener cuatro orgasmos consecutivos ni que me riera de ella cuando ponía los ojos en blanco y se mordiera los labios antes de tensar todo el cuerpo de puro goce. Era para tomarle una foto. Me arrepiento de no haberlo hecho, hubiera sido genial en su perfil de Facebook. Pero, más allá de esas nimiedades, puedo considerarla como la relación más larga que tuve: cuatro meses. Pero, insisto, no comprendo por qué prefieren a un tipo que las maltrata, que las acose y que les sean infiel; o, para colmo de males, casados. Están ahí, suplicando no ser abandonadas en espera de que deje a su mujer e hijos e inicien una vida de ensueño; en cambio, con uno piden ayuda psiquiatra, garantías para su vida e inclusive con orden de restricción por más de 200 millas.

Una noche llaman a mi puerta. Era mi primera ex. Hacía tiempo que no sabía de ella y me extrañó que supiera donde vivía. La hice entrar y le ofrecí una taza de té. “Prefiero la manzanilla”, dijo, esnifando los pocos mocos que le quedaban después de llorar seis meses consecutivos, luego de descubrir que su novio la había abandonado por una joven venezolana. Si dejamos entrever las proporciones físicas de una y de otra, jamás hubiera entendido por qué la abandonaron (se entiende el sarcasmo, ¿verdad?). Era la primera vez que la veía desencajada y perdida. Cuando la conocí era la pedantería andante. Alardeaba lo que no tenía, y lo que tenía era gracias a la generosidad de sus ocasionales pretendientes, que terminaron por comprender que jamás llegarían a su nivel. Era bajita, pero tenía un ego de la distancia de aquí a Júpiter, ida y vuelta. La cosa es que entendió que no valía la pena enfrascarse en una relación cuando sabes que vas a perder por una cabeza -o por un culo, en este caso-. No puedes competir con ella ni por lástima. Sin embargo, era bonita, tenía ojos grandes, vivaces, dientes de conejo y una sonrisa coqueta que te quitaba el aliento antes de pedir la cuenta. Lo único que no contrastaba con esa carita de muñeca Baby Alive era su cuerpo. Carecía de lo que tanto odiaba de las modelos de Pornhub y no dejaba de atribuirles su contextura por la gracia de un cirujano. Era lo menos de lo que me podría preocupar, siempre y cuando tuviera los pies bien cuidados. Y los tenía. Punto para ella. Lo que me disgustaba era su manera de tratarme, como si fuera un provinciano necesitado de afecto o de una mujer que tuviera mundo. ¡Que tuviera mundo! Apenas conocía Sayán y ya regurgitaba viajes imaginarios desde Alaska hasta Berlín. “Yo he paseado por Diagonal y no digo nada”, le decía, sin que entendiera el sarcasmo.

Esa noche quiso quedarse en casa, conmigo, sentirse acompañada y necesitada de un alma caritativa que le hiciera olvidar por un momento que fue parte de un complot del gobierno de Maduro para que la alejaran de su hombre. Menuda idiotez. Ya estaba conmigo en la cama, recordando por qué habíamos iniciado una relación hace más de veinte años. Esa noche se olvidó del fulano y pasó el fin de semana más largo del que tuviera memoria, despilfarrando condones y sábanas, que tuve que comprar un nuevo juego para no desentonar con el decorado. La mujer tenía lo suyo, debo admitirlo. Lo que más me gustaba es su excesiva coprolalia a la hora de destilar feromonas sobre uno. Era insaciable hasta para el menos ansioso de la tribu. Después de consumado el hecho, volvía a su habitual pergamino de críticas y cuestionamientos acerca de mi pobre popularidad con el sindicato de onanistas y mis anticuadas chompas de casimir inglés. Tengo una raqueta de bádminton, la que usaba para darle azotes en las nalgas en plena efervescencia lasciva. Hasta en eso me consideraba un idiota, sin tomar en cuenta que era ella la que quería que la azotaran apenas llegara al clímax de la situación. La cosa es que dejé que le prendiera fuego al álbum de fotos que tenía como recordatorio de las cosas que no debía hacer antes de conocer a una mujer. Lo malo es que ahí había dejado un cheque por quince mil soles, como anticipo de mis memorias. El problema fue cuando la editorial quiso que se lo devolviera porque allí se dieron cuenta que mi libro sería un pastiche de A propósito de nada y los dejaría como si tomaran desayuno con la leche vencida.

Luego de aquel infame reencuentro, supe que volvió con su hombre. Ahora viven felices los tres. A Maluma le habrá venido una hemorragia por la nariz. Lo que es yo, me quejé con el administrador de mi edificio por no avisarme que vendrían a visitarme. Desde entonces, tiene la consigna de que a ninguna mujer se le dé acceso a mi departamento y solo digan que no estoy, así me ahorro el cambio de sábanas.

Creo que el título está mal. No debería hacer referencia a ninguna mujer ni mucho menos a las que he conocido a lo largo de estos treinta años. Es a mí a quien hago alusión. Soy irritable, desesperante y casi siempre provocador, frente a una retahíla de comentarios hirientes sobre la clase de tipo que soy sin despertar compasión de nadie. He estudiado mucha psicología para entender qué ocurre conmigo, y me doy cuenta que no he aprendido nada, mucho menos de quienes me rodean. Sigo cometiendo los mismos errores una y otra vez hasta el cansancio. ¿Y debería aprender después de todo? No lo sé. Aún sigo pensando que nacer fue el peor error de mi vida. Debí quedarme tendido en el suelo sin llorar después de que me resbalara de las manos del obstetra −hubiera sido mi héroe hasta el día de hoy−. Eso hubiera bastado para que me echaran a la basura y no lamentarme después de tantos años de terapia sin encontrar respuestas a mis devaneos psicóticos. Lo que sí he aprendido es no confiar en mi psiquiatra, ahora solo leo biografías autorizadas de Chiquilicuatre y la princesita de Yungay.

Finalmente, ahora entiendo a las mujeres cuando dijeron en su momento que necesito tener una mascota. No por el hecho de aborrecer a la humanidad y darle la espalda a relaciones duraderas o sólidas, que un perrito o un búho podrían suplir. No, es porque debo aprender a dar cariño, aunque sea a la criatura más insignificante que haya poblado la tierra. Después de todo, ¿para qué? No sirvo para mantener una relación ecuánime por veinticuatro horas consecutivas, menos tendré la paciencia de levantarle la mierda a cualquier animal que deambule por el parque. Vivo el día a día dándole la espalda a la realidad; mi soledad me pertenece y no creo que nadie comprenda lo que se siente tomar café en la barra de tu cocina sin tener que escuchar las quejas de una rolliza estreñida ni las inconformidades de una maniaca del orden.

¡Dios salve a Onán!

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