sábado, 21 de diciembre de 2019

El gran Chaplasky


De repente, la silueta del viejo Chaplasky se alzó entre los escombros de lo que antes fuera un edificio de ladrillos rojos, sumergido ahora en un terreno baldío que en poco tiempo formaría parte de otro de esos conglomerados comerciales que pululan hoy como moscas sobre un pastel. Sus ojos miraban fijamente aquel desolado paisaje, como recordando sus años en que todo estaba en armonía con la ciudad, más equitativo, más ordenado, menos frío y congestionado por el boom inmobiliario. Se pensaría que la modernidad es sinónimo de desarrollo y prosperidad, pero son pocos los que se benefician de dicha expansión, sin pensar en las consecuencias de sus actos: tugurizar una ciudad ya tugurizada por la informalidad, el desempleo, la delincuencia y los políticos oportunistas que buscan llenarse los bolsillos y no de leyes para con los más necesitados.

Chaplasky era un hombre fornido, a pesar de los años transcurridos. Aún mantenía el vigor que lo catapultó a la fama en los prostíbulos de Lima y Callao, demostrando rudeza, pero a la vez pasión y desconsuelo. Fueron aquellos años de polaco recién emigrado en que encontró la libertad creativa que tanto buscaba para sus cuadros y fotografías descarnadas del holocausto y de la realidad oculta en una cajetilla de cigarrillos. Fumaba copiosamente y nunca se enfermó de nada. Practicaba deporte desde pequeño y se había hecho una disciplina casi religiosa, corriendo desde Chorrillos hasta La Punta por el circuito de playas que aún no estaba terminado; pero se las ingeniaba para llegar sin un ápice de esfuerzo y contemplar el horizonte de ese vasto mar que amó como ninguno. Sus aguas heladas eran un elixir que brillaba con luz propia cuando se trataba de apaciguar esos ánimos carnales que lo perseguirían siempre, porque el dinero escaseaba y debía sobrevivir e invertir en algo productivo que lo llenara de orgullo, en paralelo con sus sueños artísticos, que no fueron pocos.

Fue entonces que el destino quiso darle una oportunidad salvadora. Conoció a una familia de cusqueños que recién empezaba en el negocio panificador. Los Chauca abrieron una panadería cuya especialidad eran las chaplas, unos panecillos tradicionales de la sierra peruana que los había hecho conocidos en su tierra natal y que ahora deseaban conquistar la capital. Lo bueno de Chaplasky era su verborrea y poder de convencimiento que les serviría para abrirse paso y expandir el negocio, logrando posicionarse en mercaditos y ferias artesanales, hasta entrar a supermercados; pero con el auge de estos autoservicios, muchos implementaron sus propias panaderías y los Chauca no tuvieron más remedio que dar un paso al costado y continuar con su público cautivo.

Como ya era conocido y su popularidad había alcanzado la estratosfera, se ganó el apelativo por el que todos llegamos a conocerlo: Chaplasky. Además de que su apellido era difícil de pronunciar, no había mejor apodo para este gringo generoso de trato fácil pero implacable para los negocios. Con el dinero ganado, abrió su estudio fotográfico y se dedicó al negocio de las fotos tamaño carné y pasaporte, incluyendo las artísticas y de sociedad, los cuales fueron muy bien cotizados. Una vez tuvo la penosa tarea de retratar a una recién fallecida. Los hijos de la anciana deseaban retratarla en su lecho de muerte pero ningún otro fotógrafo se animaba a hacerlo. Chaplasky era el indicado. Su técnica era única. Puso parte de su experiencia en Auschwitz para mostrar el dolor de un cuerpo inerte, pero a la vez compuso una imagen solemne y respetuosa de una mujer que descansaba en paz. Uno de sus hijos, tras mirar la fotografía, dijo entre lágrimas que era como si estuviera dormida. “Nadie pensaría lo contrario”, dijo agradecido.

Chaplasky estaba convencido de que el camino que se había propuesto era el correcto. Por primera vez se sentía seguro y realizado, aunque faltaba algo más que le permitiría la felicidad plena: difusión. En el campo de la pintura, sus primeros bocetos no eran una delicia, pero festejaban la frescura y la inquietud por buscar un estilo propio. El mismo Humareda reconoció en ellos una pizca de originalidad, y en varias oportunidades lo invitaría a su estudio tanto para compartir un trago como para intercambiar ideas de cómo pintar con las tripas cuando el hambre apretaba. Cuando el mítico artista cruzó el umbral del Valhalla, Chaplasky sintió que su aprendizaje había quedado inconcluso.

Aunque siguió retratando niños, madres embarazadas, familias enteras y matrimonios, no perdió la ilusión de seguir con sus ideales, manteniendo la dignidad sin recurrir al alcohol ni a la vida licenciosa. Lo había aprendido de su viejo maestro. Pese a seguir vendiendo chaplas, encontraba espacio para dar rienda suelta a su imaginación. Vendió uno y que otro cuadrito para algún cafetín o bar de Barranco, que lo hizo conocido en ese reducido grupo de bohemios sin tanta pompa; vivió treinta años más en aquel edificio de ladrillos rojos, que ahora yacía en el recuerdo de los escombros, otrora factoría de sus elucubraciones más prolíficas, dejando más de cuarenta bocetos, diez cuadros inconclusos y un puñado de obras maestras que prefirió archivar. Solo gracias a las gestiones de Teodoro Chauca, su viejo socio y albacea, que hoy pueden ser apreciados por el gran público.

Chaplasky, que había sufrido los horrores de la guerra y el desprecio de su musa sin amilanarse ni perder las esperanzas de que algún día su nombre sería recordado en cada museo o galería, no pudo evitar derramar lágrimas de amargura, de desolación, de pérdida y ausencia, al ver aquel viejo edificio hacerse añicos ante sus ojos. Si hubiera sabido que sería cede de un centro comercial, se habría sepultado vivo junto con su obra. De no ser por la generosa ayuda de los Chauca, que le brindaron un espacio para vivir decentemente, la historia hubiera sido distinta. Cuando murió hace poco más de un mes, no esperé ver tan multitudinaria muestra de afecto y respeto por este hombre: amigos y familias enteras daban el último adiós a quien fuera el retratista de la vida hogareña y urbana por excelencia: el gran Chaplasky, un artista adelantado a su época, incomprendido por algunos, subestimado por otros, pero sin renunciar a sus principios. De no ser por sus cuadros, hoy seria solo reconocido como un fotógrafo excepcional, a la altura de Martín Chambi o Berenice Abbott. Lástima que no haya escrito algún tratado de sus más variados trucajes, ya que nunca sabremos cómo es que lograba acabados absolutos en el arte de la imagen.

El gran Chaplasky se nos fue, pero perdurará en el tiempo. De haber vivido unos cuantos años más, vería los frutos de su indesmayable perseverancia por alcanzar la inmortalidad. Y vaya que lo consiguió.

viernes, 20 de diciembre de 2019

El grinch que llevamos dentro


Como todos los años, la navidad se ha convertido en la celebración más amoral y perversa del que se tenga registro. No hay nada más apócrifo que gastar cientos de soles por un mísero par de medias o una camisa XL cuando en realidad eres M. Al menos, si fuera de tu gusto, color o modelo, la cosa quedaría como una simple anécdota de cafetín europeo; pero vuelves a la realidad cuando aceptas lo que te dan, apretando los dientes mientras los demás gritan al mismo tiempo: “¡Que se lo ponga!, ¡que se lo ponga!” y no tienes más remedio que complacer a tus “amigos”. Ni que decir de los saludos y deseos que intercambias, si tienes la mala suerte de trabajar con gente que gasta saliva en hablar mal de ti o si tu familia, a la que no vez los once meses previos, decide viajar sin avisarte y tocas la puerta como un huevón sin tener respuesta y luego regresas a casa diez minutos antes de las doce en medio de un tráfico atroz por la Javier Prado.

No hay nada peor que una fiesta contaminada por el mercantilismo. El espíritu navideño se ha convertido en un mero bazar, donde vales más por el tamaño y la cantidad de obsequios que entregas y no tu presencia con los brazos abiertos destilando paz y amor. Pero no todo es malo, los niños son los más entusiastas y los más ingenuos. Le piden a Papá Noel dos meses de anticipación el regalo soñado, o la última consola de vídeo juegos o el celular de última generación recién lanzado al mercado. Lo que importa es que tengas algo esa noche, además de un trozo de panetón con su humeante chocolate caliente, en pleno verano y después de comer harto pavo. No se puede pedir mucho a quien no tiene tanto. Y esos son los que más cumplen, así sea con un juguete del mercado de barrio, con altos índices de toxicidad, o su chancay de panadero ambulante, ese que solo tiene una fruta confitada, exceso de bromato y lo que crees que es una pasa resulta ser una mosca que se coló en la masa.

Regalar es todo un dolor de cabeza. No se puede estar satisfecho con lo que das o con lo que recibes, mucho menos si viene de la persona que más odias en la oficina y te ha tocado como amigo secreto. Con algunas excepciones, he recibido regalos que daban pena, tal vez para salir del apuro por la premura del tiempo o porque les importaba un carajo quién era yo. En cambio, mis regalos eran pomposos, caros y con el que todos hablarían durante el almuerzo: “¿Viste? Todos saben que babea por la Olinda; pero lo que él no sabe es que el jefe se la come”.

Así era yo a principios del nuevo milenio... Ahora no regalo ni mierda y me reporto enfermo cuando quieren armar sus fiestitas de fin de año.

Hay que admitirlo, es un negocio, ya dejamos atrás los años en que veíamos a Chewbacca celebrar el Día de la vida en aquel horroroso programa no oficial de Star Wars, ahora todo se resume en bombardearnos día y noche con sus comerciales navideños, que la felicidad toca tu puerta si le llevas a tu mamá el perfume de tal o cual marca, de recibir amor si abres una cuenta de ahorros o de salvar al mundo si utilizas bolsas biodegradables siempre y cuando compres en tu supermercado favorito por un pequeño costo adicional. Te someten. Secuestran tu mente. Mientras la familia Redondo engulle un mega combo KFC, cientos de niños reclaman un pan y un techo dónde vivir dignamente.

Por eso, prefiero ver por enésima vez Cuento de Navidad en Fox Classics, con una botella de vino, papas fritas y una caja de Durex por si acaso. Uno nunca sabe si la fantasma de la navidad pasado te ha de visitar. Pero como ya es costumbre, ¡ni las polillas, compadre!

lunes, 2 de diciembre de 2019

Lo que debe hacer un gobernante si...

Ante las próximas elecciones congresales de 2020, es oportuno mencionar las razones por las cuales un líder o gobernante tiene que estar dispuesto a cumplir durante su mandato. Ahora sabemos que el poder económico alquila conciencias gracias a una nada despreciable dádiva “voluntaria”, lo que advierte la enorme brecha existente entre ricos y pobres, lo que se traduce asimismo como los derechos adquiridos de los dueños del Perú contra los de sus vasallos. ¿Es posible no caer en ese embudo que absorbe la integridad del ser humano? ¿Somos débiles ante la codicia? Si te ponen un fajo de dinero sobre la mesa, no hay lugar para misioneros franciscanos.

La historia nos ha mostrado los errores de nuestros antecesores, una lección que creímos saldada en 2001; pero, ante las evidencias, es imposible no sentirse miserable por el atraso que ha significado mantener las mismas costumbres, que nos ha llevado a orillarnos en uno de los momentos más impertérritos del que se tenga memoria. Nuestra clase política ha dado la última estocada contra la democracia. Se luchó contra una línea de ensamblaje en serie, cuyo principal artífice está terminando sus días en la cárcel, al igual que sus secuaces. Pero no ha sido suficiente. Otro, prefirió destaparse los sesos y cumplir con su promesa: no ir a prisión. Y otro más, en espera de su extradición, fingiendo demencia porque ya no puede darse la gran vida al lado de su amigo Juanito Caminante. Las evidencias demuestran que también se salió con la suya durante su administración. Ni qué decir de quien fuera su colaborador, ahora enclaustrado en su domicilio en espera de una sentencia justa. Los demás, siguen en proceso o se les reabrirá el expediente… ¿Qué más se puede pedir?

El Tribunal Constitucional falló a favor de la excarcelación de KF, a pesar de las evidencias que la sindican como “aliada” de las grandes corporaciones comerciales que vieron en ella su mejor opción para erradicar el chavismo a ultranza. ¡Era imposible no apoyarla! Es más, deberían condecorarla por asumir una posición contraria a esa ideología comunista latinoamericana representada por los países del Alba. Y, sin embargo, nada de eso ocurrió. Un pretexto tendencioso, traidor e hipócrita de quienes dicen trabajar por el Perú. Y sus defensores alegan que, como no ha sido funcionaria pública ni presidente o lo que fuere, la cárcel preventiva fue un exceso del juez y los fiscales que vieron su caso y que defendieron hasta el final. ¿Qué favores estará cobrando la Señora K? Lo aprendió muy bien de su padre mientras gozaba de poder e inmunidad, mientras le descargaban una batería Etna a la mamá, mientras el tío Vladi depositaba la mesada que necesitaba para sus estudios en el extranjero. ¿Y cómo lo hacía, si don Fuji ganaba cinco mil soles como presidente? Herencia de su familia, dice, gracias a la venta de un tractor y un terreno. ¿Un tractor o un terreno puede costar tanto para pagarle los estudios, al igual que a sus hermanos? ¡Ni que hubieran estudiado en Alas Peruanas! ¡Lo hicieron en universidades prestigiosas del extranjero, donde la matrícula anual no baja de los 20 mil dólares! Hay que ser bien huevón para creerle. Pero hay que ser justos, la Sra. K no ha trabajado nunca, todo lo que ha recibido ha sido por obra y gracia de su papito, de sus congresistas chupamedias, de sus licencias pre y posembarazo y de los negocios nada desdeñables de su amadísimo remedo de mafiosi, del que tampoco se sabe de qué vive, sino para hacer el ridículo con huelgas de hambre trucadas. ¡En lugar de cuidar de sus hijas, hace papelones en plena vía pública!

Un preámbulo extenso hacia el tema que nos convoca hoy.

Un gobernante, sea presidencial, regional o local, debe ser consecuente con las tareas encomendadas para dicho cargo, respetando su plan de gobierno como bien promete a sus votantes durante su campaña electoral. La gran mayoría solo quiere plata, inmunidad y todo tipo de gollerías que ensombrece su principal función: servir al Estado y a la Sociedad. Por eso tenemos a tanto impresentable, como los García, los Toledo, los Burga, los Álvarez, los PPK, los Mamani, los Imbecerril, las Ponce, y una lista interminable que no hace más que confirmar lo que ya se hace costumbre al momento de elegirlos: falta de criterio… y de educación. Y como en todo gobierno, es lo último en que se piensa. Mientras más ignorante eres, más fácil resulta manipularte.

Educación
Un país educado, socialmente hablando, sabe cuáles son sus derechos y deberes, sabe dialogar e intercambiar ideas que resulten beneficiosas para todos, sin distinción de raza, credo, condición social ni sexual. Somos una sociedad dividida por las diferencias, por el odio y la intolerancia. Somos un país que solo ve los errores de los demás en lugar de las virtudes, que trata de aplastar al otro y tomar su lugar a como dé lugar. El dicho el peor enemigo de un peruano es otro peruano, es tan actual como el ampay de Gallese en el Wimbledon o los chismes faranduleros de la silla roja. La ley del más vivo y del pendejo es una consigna que se ha venido barajando desde que un grupito de criollos quiso desligarse de la Corona española porque el rey no los dejaba prosperar en sus respectivos negocios. ¿Que Túpac Amaru se levantó en armas? Solo defendía sus intereses, no porque quisiera liberar a sus paisanos. La idea que nos vendieron acerca de la gran revolución no era otra cosa que la defensa de sus propiedades y el derecho adquirido como descendiente inca. Está de más decir que toda revuelta en contra de la opresión colonialista fue hecha pensando en el Nuevo Orden Mundial. ¿No les suena familiar? Ahí empezó todo.

Honestidad
La honestidad es un principio fundamental que necesitamos imponer, no solo en las altas esferas, sino desde casa. Si el padre roba, el hijo lo verá como algo normal y hará lo mismo, sucesivamente, de una generación a otra, infectando a los demás como un cáncer que carcome los cimientos de la institucionalidad como la conocemos. El orden, el respeto, el equilibrio de poderes, son cosas del pasado. Ser pendejo es la tendencia del momento.

Ser honesto ya resulta una rareza, una atracción de circo de P. T. Barnum o del mismísimo Robert Ripley. Cualquiera, con todas las herramientas a su disposición, puede alcanzar una curul o regentar una región por la simpleza de cómo conseguirlo. Si te juntas con la persona correcta, en un año recuperas tu inversión devolviéndole el “favor” a través de licitaciones truchas o un cargo de “confianza”. No hay nada nuevo. Desde Ramón Castilla hasta Juan Velasco Alvarado, desde Castañeda Lossio hasta el alcalde del pueblito más alejado de la Cordillera. Así es como se construyó el Perú y nadie parece estar dispuesto a cambiar ese statu quo.

No confíes en la Confiep
Si los grandes capitales desean invertir en tu campaña, primero deberías conocer cuáles son sus verdaderas intenciones. ¿En qué los beneficia y cuál sería tu papel dentro de sus planes empresariales? Cuando la Confiep tocó las puertas a Alan García, especialmente las empresas lácteas, le dieron a éste un suculento porcentaje de sus acciones con el fin de expandir su mercado, adquiriendo a precio irrisorio las tierras de pequeños campesinos y ganaderos que no podían competir con la multinacional, tomando control de la producción de leche a nivel nacional. ¿Recuerdan esa frase Nosotros, los de la Confiep?

Dicho club ha trabajado con los gobiernos que se adecúan a sus intereses. Toledo fue otro que se benefició con las letras pequeñas del contrato que le dieron tras erigirse como presidente. ¿De qué sirvió salir a las calles y pregonar NO a la dictadura y a la corrupción en la Marcha de los Cuatro Suyos, cuando finalmente sucumbió a lo mismo? Habría que preguntarle a su amigo Juanito Caminante, el mismo que despertaba a su lado antes de asistir a reuniones protocolares o de gabinete. La hora Cabana, ¿recuerdan? En cambio, Humala fue secuestrado, tuvieron que “domesticarlo” al extremo de obligarlo a que abdique de su modelo económico inicial y evitar la fuga de capital privado. Sin Keiko en el poder, podemos bajarnos a este cachaquito ignorante ─tal vez con un accidente doméstico─ si no hace lo que queremos. Pero nadie quería un mártir. No era para tanto. Desde ese momento se supo quién gobernaba el Perú. No fue Nadine, como muchos dicen; fueron ellos, los Peruvian Boys.

En la última CADE, la presidenta de ese gremio empresarial dijo tener más de tres millones de razones para que todos esos aportantes a la campaña de Keiko den un paso al costado. ¿Será cierto? Esperemos que no quede solo en palabras. El país merece que se extirpe a esos malos elementos de una vez por todas.

Gobernar un país, no un latifundio
Quien decide servir a su país, región o localidad, debe estar preparado para hacerlo, tiene que tener convicción, desinterés hacia sí mismo y lograr armonizar con el sentir de las masas. No hace falta ser socialista o comunista para entender las carencias que agobian a un Estado multisocial. Una de las pocas virtudes que tuvo Fernando Belaunde Terry fue que recorrió el país de Norte a Sur, de Este a Oeste y conocer de primera mano lo que se necesitaba para poner en práctica su plan de gobierno. Eran otros tiempos. Los cambios que se suscitaron a mediados de los 60, no se compararon con los 80. Tuvo que enfrentar un golpe de Estado en su primer gobierno y en el segundo el inicio de un período de incertidumbre por el avance del terrorismo perpetrado por Abimael Guzmán (A. K. A), el presidente Gonzalo, el conflicto con Ecuador en la Cordillera del Cóndor y el fenómeno de El Niño. Además, tuvo como colaboradores a una recua de serviles pro yanquis, como Silva Ruete o el mismísimo PPK, lo que determinó que sus ideas quedaran en el papel y cumplir en ese momento con lo que calificaríamos como lo políticamente correcto.

No necesariamente escogemos al mal menor, sino que escogemos mal. No hay un debate más allá del que vemos en televisión, no hay una percepción de imagen de cada uno de ellos y solo nos dejamos llevar por las palabras bonitas o quien regala más víveres, táperes con dinero camuflado o cajas de cerveza. En eso radica el éxito de un candidato, porque al final no importan las mejores propuestas, sino quien alcanza el liderazgo en las preferencias gracias a la manipulación de los medios y de los grandes empresarios.

¡Qué diferencia en los países europeos! A pesar de todo, su sistema político es uno de los más avanzados y puede llegar a cubrir las expectativas hasta del más ignorante; aquí aún estamos pensando como virreinato, como colonia, sin un ápice de madurez social independiente. Se habla de democracia, cuando en realidad vivimos en un eterno domo de paternalismo subsidiario, hacemos lo que nos dicen y si protestamos nos sindican de terroristas o izquierdistas. Y la culpa también es de aquellos que vieron en el comunismo una oportunidad de gobernar sin inversión. Todo para todos en igualdad de condiciones. Un legado mal aplicado y nada democrático ─si seguimos en esa línea de tesis─, porque le quitas a unos para satisfacer a otros, sin un desarrollo sostenido a corto y largo plazo.

Gobernar un país no es igual que gobernar una región o un distrito. Van de la mano, eso sí, porque un sector repercute en otro, como una cadena consecutiva y ascendente y no en un espiral que gira en torno a uno de ellos, desarticulando los logros que podrían beneficiar en igualdad de condiciones a toda la nación. Pero como sabemos, es imposible. Se tendría que refundar el país, no bajo una idea anacrónica, no quemando llantas ni motivar el caos, el odio o la desigualdad, sino con ideas mejor estructuradas, un socialismo real a nuestros tiempos, con inversión y deseos de acercar más a la población al Estado y viceversa; que las ideas no se empantanen por el servilismo de unos cuantos codiciosos, necesitamos gente preparada, gente que merezca ocupar un puesto importante gracias a sus logros y no al compadrazgo ni a las puertas giratorias, que hoy se han vuelto moneda corriente en el manejo de las grandes decisiones.

Pensemos como Nación, como país, no esperemos que el gobierno nos dé todo; juntos, como sociedad civil, aliados con las regiones y municipalidades, seamos capaces de proponer alternativas que mejoren la calidad de vida mediante el diálogo y el entendimiento. Protestar es lícito, es un derecho, pero si solo se trata de exigir sin ofrecer soluciones, no será más que un círculo vicioso sin fin. Ya los economistas hablan de reactivar la inversión privada y estatal y te ofrecen una serie de recetas para paliar la crisis, pero lo que no mencionan es cómo hacerlo dentro de este sistema. ¿De qué sirve aumentar el IGV si mucha gente no tiene para comer? ¿De qué sirve ser austeros en el gasto público si no hay una distribución igualitaria y equitativa de los recursos? Algunas regiones alzan su voz de protesta contra la inversión minera, alegando contaminación ambiental y que solo la agricultura salvará al Perú. No necesariamente. Gracias a ese canon minero se puede invertir en la industrialización de la agricultura, pero estos anacrónicos aún piensan en la reforma agraria de Velasco: “La tierra es para quien la trabaja”. Lo que no dicen es que ciertos personajes pretenden aprovecharse de esa situación para negociar con las grandes corporaciones agroindustriales y vender esas extensas hectáreas de terreno que, irónicamente, se verían afectadas por el relave minero, y los pobres campesinos pegan el grito al cielo sin saber que son utilizados para este fin.

Colofón
El Perú es una extensa alacena. Todos quieren recibir su pedazo, vendiendo aquí, vendiendo allá. Somos un país hipotecado por ciertos empresarios que nada más les interesa obtener ganancias, que mueven sus influencias para promover leyes a su favor, que despiden y contratan a su antojo a cientos de trabajadores sin ningún beneficio, acrecentado el déficit de empleo. Luego se quejan cuando invaden las calles como choferes de mototaxis, de colectivos, como ambulantes y otros tantos que crean su mafia de cobro de cupos para que estos puedan “trabajar” libremente. La informalidad está ganando terrero. Las medianas y pequeñas empresas llegan a quebrar por la alta competitividad que en algunos casos genera la importación de bienes y servicios, más baratos y libre de aranceles. Es lo que se busca, destruir la industria y solo ser un enorme súper mercado.

¿Cuándo acabará todo esto? Cuando tengamos gobernantes comprometidos con el desarrollo del país, que no le tiemble la mano cuando de decisiones se trate, sin concesiones, sin presión de ningún gremio ni de ninguna otra entidad que perjudique nuestros intereses, que defienda en los fueros internacionales nuestros productos de bandera y no bajar la cabeza ante los demás. Seamos un país libre, autónomo, orgulloso de nuestra historia y tradiciones, y del legado que estas representan a las futuras generaciones.

sábado, 23 de noviembre de 2019

Tantos años y aún no te conozco

Cuando regresamos a nuestros años primigenios, cuando sentimos la necesidad de revisar el tiempo transcurrido y sacar en limpio algo que no nos ha parecido atractivo, recurrimos a las viejas compañías que nos despertaron cierto interés. No hace mucho recibí una llamada y para mi sorpresa era de la persona de quien jamás se me hubiera ocurrido reencontrarme, la misma con la que mantuve vivo hasta ahora ese sentimiento de menosprecio y desinterés. ¿Qué era lo que quería? Mi ex había comenzado una nueva relación y deseaba saber si yo estaba de acuerdo. "Es tu vida", le dije, "no hay nada que decir". Pero ella estaba afanosa por que yo le diera la bendición, de alguna manera eludiendo el hecho de que nos hicimos mucho daño durante el tiempo que duró nuestra historia de desamor.

Éramos jóvenes, inexpertos; nos conocimos en un momento en que ambos necesitábamos vivir una etapa. Y quemamos muchas juntos. Ella, con su extraño sentido de la estética, con esas ropas sacadas del ropero de la Madonna de Like a Virgin; y yo, con mi apariencia de bibliotecario o de un Woody Allen bisoño pero nada genial, fuimos una pareja como pocas. Teníamos sexo cada cinco minutos, en lugares públicos o en el cuarto de un hotel. Hasta lo hicimos en la cama de sus padres y todas esas cosas que uno debía aparentar cuando ellos volvían de sus actividades y nos encontraban muy bien sentados en el sillón de la sala como si nada hubiera pasado. Pero ellos sabían, y no decían nada porque al fin y al cabo éramos unos chicos.

Las cosas fueron cambiando a medida que nuestros gustos e intereses maduraban. Nos alejamos un tiempo, volvimos otro tanto. Durante veinte años tuve que aceptar que no estaba hecho para esta mujer; en cambio ella, se desvivía por mí como una niña que gusta de comer dulces. Y yo era eso, después de todo, un dulce que podía masticar a su antojo y probarlo otro tanto más sin importar qué estaba haciendo o cuáles eran mis prioridades en ese momento. Me sacaba de clases o del trabajo, solo por el hecho de querer saciar sus requerimientos vaginales.

Pasaron otros cinco años más hasta que decidimos vivir juntos. Durante ese tiempo ella empezó a salir con un gurú de dietas milagrosas y todas esas huevadas que inventan para sacar dinero fácil. Adelgazó, se rapó la mitad de su hermosa cabellera castaña y se mandó a poner piercings en la nariz y en la boca. Estaba irreconocible. Sabía a eucalipto y a aceites de coco. Empalagoso para mi gusto. El tipo en cuestión la sometía sexualmente y hasta la obligaba a mantener relaciones con cuatro hombres a la vez, con el fin de expiar sus culpas y purificar su alma. Cuanto más sucia estuviera, el perdón y la paz serían el doble de gratificantes. No hay mejor farsa que aquella que no entendemos.

Una noche vino llorando porque el hombre la había botado de su casa. No sabia a dónde ir. Hicimos el amor y creí que era el momento de enderezar mi vida. Le conté que había conocido a una chica en la boletería de un cine. La relación no duró más que unos pocos meses y nada más de pensarlo supongo que estaba estancado, que ya no podía acercarme a otra mujer que no fuera esta loca de los piercings y sus tatuajes de Cerebro y Pinky en cada nalga de su enorme y hermoso culo.

Diez años juntos era todo un logro. Volvió a ser la misma de siempre, jovial, divertida, encantadora dentro y fuera de la cama. Hasta aprendió a cocinar y a escribir poemas de amor dedicados a mí. No eran tan cursis, pero no era lo que hubiera preferido como regalo de cumpleaños. El último año que la pasamos juntos tuvo una breve recaída con uno de los amigos de su hermano. Ya deben imaginar qué fue lo que hice. No precisamente LA ESCENA de hombre despechado, pero me aseguró odiarla por el resto de mi vida. Tuvo el descaro de llevarse la olla arrocera y mis tazas de Snoopy.

Y ahora, después de otros largos años de silencio emocional, aparece pidiéndome la bendición. Y, bueno, no soy mezquino. Le deseé lo mejor y no pasó ni siquiera media hora cuando ya estábamos en la cama, recordando por qué éramos tan unidos. ¡Carajo! Verla desnuda me quitó las ganas de sentirme otra vez un hombre. Los años no pasan en vano, pero a ella creo que le cayeron todos los que pudo soportar su atribulada existencia. Sus tetas le llegaban al ombligo y sus caderas no eran más que dos bastones torcidos en espera de que alguien pudiera asirse de ellas. Sus nalgas habían desaparecido y el resto de su piel era un pergamino con más arrugas que la deuda externa de algún país tercermundista.

No pude satisfacerla. A ella no le importó que ya no tuviera la misma chispa de años anteriores. Asumió que el hombre llega a un punto en el que debe necesitar de "ayuda médica" para contrarrestar esas penurias que el físico nos recuerda la edad que tenemos. Pero no era que fuera impotente, sino que su hedor, su vejez, su despreocupada apariencia, me resultaban excesivamente insoportables. Ni siquiera las caricias o el sexo oral mutuo pudieron revertir esa situación, y terminamos por recordar lo que nos condujo a conocernos. Y casi siempre terminaba de esa manera, recibir y dar reproches, desencantos, penas, alegrías. Un mismo paquete en diferente versión. 

Esa última noche que vino a mí me sentí mejor. Había vuelto a sentir esa nostalgia que había perdido. Yo, que siempre luchaba por causas comunes, ahora me encontraba en #modo Strindberg, Según mi psiquiatra, dice que aún no he superado el constante ataque al que fui sometido por el movimiento feminista que se había atornillado en la universidad. Para mí son puras idioteces. Y pese a todo, me sentí mal por ella. Aunque quiera volver a reinventarse, cae en el mismo rollo de visitarme y buscar refugio donde ya no tiene cabida. Tampoco puedo dejarla. Me irrita pero a la vez me atrae. Debe ser que no puedo diferenciar la lástima del remordimiento.

Yo también estoy enfermo, me enferma el rechazo, la sobre exposición, el dilema constante de no ser lo que los demás esperan que sea. No me siento orgulloso por las cosas que hice o dejé de hacer, simplemente actué según las circunstancias, con ella y con otras personas. Sin embargo, lo único que puedo decir en su defensa es que es una mujer con muchas capas y en cada una de estas hay algo de inocencia y candor, pero a la vez de agresividad-pasividad que uno nunca sabe a qué atenerse.

Finalmente, la felicidad no está en una caja de cereal. Tampoco en una botella de pisco. Mucho menos en la zona pubiana de la entrepierna. Si conseguimos alentarnos de mantener las mismas implicancias hacia esa otra persona, resulta que nunca terminará, será un espiral que gravitará por siempre en nuestra conciencia y en nuestro espíritu.

martes, 19 de noviembre de 2019

Cuerpos del delito

I. Club social
Todo grupo de amigos se caracteriza por un estereotipo común. Tanto hombres como mujeres crean un entorno que va a la par según sus gustos y motivaciones. En las mujeres, por ejemplo, está la gordita divertida, la que provoca carcajadas con sus bromas y sentido de la estética; la emprendedora, a la que solo le preocupa el estudio y el trabajo al mismo tiempo, dejando de lado las frivolidades de la vida; la lesbiana feminista, la que odia a los hombres y tiene un sentido neonazi de la sociedad en contra de los que se atreven a ser originales. Desayuna granola con cerveza artesanal y disfruta del sexo en solitario; la reprimida, la que siempre intenta conseguir ligue en cualquier bar o centro comercial, pero se arrepiente por considerarlo una bajeza de la especie humana; y, finalmente, la putita, la que se levanta a los ex de sus mejores amigas y a sus actuales parejas. Su consigna es la de disfrutar la vida sin remordimientos.

En el caso de los hombres la situación es la misma, solo que más evidente. La fanfarronería es la quintaesencia del machismo a ultranza y no hay manera de cambiar dichos hábitos. Quien se lleva las palmas es el "depredador". No le basta una ni dos, quiere arrasar con el night club completo o la pista de baile de su preferencia. El gordo de turno, puede ser divertido, aunque su sentido de la decencia es contraproducente a la hora de buscar pareja ocasional. El tímido se limita a seguir al macho alfa y busca llamar la atención hablando de Murakami o de las inconsistencias del actual gobierno, que termina sacando al perro de la vecina mientras el depredador se encarga de ella en su habitación.

Cuando ambos grupos se encuentran, empieza la colisión. La putita y el depredador ni siquiera se miran, son dos universos aparte, demasiado egocentristas y dominantes en sus respectivo círculo; los gorditos, aunque cada uno -a su estilo- quiere concitar la atención de la audiencia con sus comentarios irónicos de la vida y para qué sirve el papel higiénico en el desierto, se mantienen al margen despotricando uno del otro de la excesiva obesidad que los caracteriza. El tímido, sin embargo, tiene una extraña fascinación por la lesbiana compulsiva que ésta solo desea un boleto a la ex Unión Soviética, mientras que la emprendedora no comprende la estrechez de mente de la reprimida, quien intenta saciar sus deseos con el depredador. Todo un trabalenguas.

Finalmente, contra todo pronóstico, el depredador termina casándose con la lesbiana, el tímido se empareja con la gordita, la reprimida comienza su terapia de abstinencia y el gordo pretende candidatear al Congreso. La putita se vuelve influencer y abre un canal en YouTube sobre inteligencia emocional y la emprendedora se gradúa con honores en Stanford y abre una ONG que vela contra el maltrato animal.

II. Compañeros de trabajo
Tener como compañera a la chica más guapa de la oficina acarrea graves problemas, no solo porque pierdes la concentración en tus deberes, sino porque jamás tendrás oportunidad de acercártele. La política de la empresa es estricta en cuanto a las relaciones interpersonales entre empleados, y porque es el jefe quien tiene la ventaja de ganar esta partida. No siempre es así, pero los estudios indican que el 14% de los casos, son las mujeres quienes se aprovechan de su posición para conquistar al jefe, y si éste es un imbécil que no puede evitar mirar más arriba del escote o de las caderas, simplemente cae en el juego de la seducción y vivir un tórrido romance con la Lolita en cuestión. Su gracia le costará caro, pues terminará por recibir los papeles de divorcio que su ex tramitó ante el juez de paz y exigirle el pago de una cuantiosa indemnización por daños y perjuicios, dejándolo en bancarrota. Y, claro, nuestra Lolita deja al fulano porque ya no le puede pagar sus caprichos y busca a otro para seguir ascendiendo de posición.

El 86% restante es aquel donde el acoso laboral es el pan de cada día en una empresa u oficina, que muchas féminas tienen que callar para conservar su puesto. Y si dentro de este ínterin existe la generosa ayuda de uno de sus compañeros, la cosa termina en una relación que todo hace suponer que lo amical puede trascender a una relación más seria. Claro que, después de todo, es el hombre que termina mal parado porque no es a él a quien escoge, sino al tipo de al lado, el más floro, el más canchero, el más pendex. El mismo que tiene todos los atributos de un acosador y depredador por el que ella sentenció en su oportunidad. Ironías de la vida.

III. La comezón del séptimo año
Sin duda, la vida de casado no es fácil. Los primeros años de noviazgo son excelentes porque compartes con tu amad@ los momentos más enriquecedores que puede experimentar una pareja recién constituida. Pero al dar el siguiente paso, al compartir un techo y un lecho todos los días, parece que la ilusión se desvanece a pasos agigantados y el hastío en ambas partes es evidente, cuando al hablar de esto con familiares o amigos, no hay visos de solución. El hombre, hay que decirlo con todas sus letras, es el primero en abandonar el puerto y salir a pescar mar adentro. Quiere variedad, un estímulo que reavive su sed de pescador de sirenas. En otras palabras, es un insatisfecho. Necesita más de una vagina para sentirse todo un macho. La mujer, un poco más afecta a los sentimientos que a la lujuria, busca encontrar a alguien que la escuche, por eso recurre a sus amistades dentro o fuera de la oficina, gym o cafetería camino a casa. Algunas veces termina en una noche de pasión que luego se arrepiente porque aún tiene esperanzas de que su matrimonio pueda conservar el atractivo de antaño.

Sin embargo, el hombre es menos afectivo. Es poco racional en esos aspectos y su cerebro reptiliano lo lleva a deambular por la selva agreste de la inconformidad y simplemente mantiene su relación como un sustento más para los hijos que para sus propios intereses con su pareja. Finalmente, se va de la casa o le pide el divorcio o tiene una doble vida.

¿Estoy siendo injusto con los hombres? Creo que sí. Admitámoslo, somos unas mierdas las 24 horas del día, incluyendo las horas de sueño, porque es aquí donde nuestros pensamientos nos llevan a otra cama, a otros labios, a otros cuerpos. Y tenemos la ostra de quejarnos y reclamar una infidelidad de nuestras mujeres, llegando incluso a agredirlas sino bien hasta matarlas, por ese machismo sentido de la pertenencia, de la propiedad, del dominio. Si ya no te atrae alguien, si tus intereses van hacia otro rumbo, es mejor dejar las cosas en buenos términos y cada uno rehacer su vida, sin perjudicar la felicidad ni la tranquilidad de los involucrados. Es mejor estar solo que desgraciarse y desgraciar la vida de quienes alguna vez se prometieron amor eterno.

Por otro lado, el amor es un concepto sobrevalorado aun hoy en nuestros días. El romanticismo pasó al olvido, ahora con un reggaeton o un mensaje por el Facebook o WhatsApp o subir tus fotos íntimas por Instagram o susurrarle una canción de Maluma, conquistas a la más insensata. Los menos favorecidos, como es de suponer, guardan en el cajón de sastre sus prioridades -si es que las tuvieran-. Lo importante, a estas alturas, es mantenerse al margen de todo lo que nos pueda dañar moralmente y motivar que descarguemos más ira que pasión. Seamos nosotros mismos y disfrutemos el tiempo que nos queda en este mundo con la persona que verdaderamente valga la pena.

lunes, 5 de agosto de 2019

La insistencia del salmón

Correr contra la corriente es un esfuerzo casi sobrehumano de blandir las dificultades que pesan sobre nuestros hombros. Nos acercamos a un momento álgido y desequilibrado que nos pone en tela de juicio como personas, como sociedad, como país. No quiero sonar a predicador barato ni dar sermones de medianoche, ni vender emoliente en el desierto ni vender el nuevo Smartphone con GPS hacia Marte. Solo soy un individuo que busca entender qué está pasando en nuestro querido Perú. Y es tan surrealista y contradictorio ser testigo de estos matices y ensaladas, que me pongo a pensar si realmente este país nos merece. Por un lado, festejamos los logros obtenidos por nuestros deportistas en los Panamericanos, nos sentimos orgullosos y tenemos afinidades que nos conectan como nación; y por el otro, tenemos a estos impresentables que creen tener corona solo porque "fueron elegidos por el voto popular". Pues, esa misma gente que votó por ti, Imbecerril, pide que te vayas, porque los has decepcionado. Y, claro, dirás que tus votantes están contigo y más bla, bla, bla. ¿Y quiénes son tus votantes? ¿Laboratorios farmacéuticos? ¿Cadenas de farmacias? ¿Bufones de medio pelo? ¿Lacras como tú, que te apañan, que ocultan tus felonías? Hablas de incapacidad moral contra el presidente y no ves las arrugas que tienes tú y tu familia. ¡Qué caradura! Ahora, si quieres que me haga una prueba toxicológica, recomiéndame el laboratorio al que tú vas.

Fuerza Popular es, como dicen que son, una fuerza; pero una fuerza destructiva, improductiva, desestabilizadora, como lo han demostrado desde 1992. La izquierda del curita arrepentido vive añorando los años de la guerrilla, del Che y de todos los conchés que solo buscan progresar a paso de carreta y no en un Bugatti, y al mismo tiempo chapotean como rémoras a expensas de los verdaderos pensadores y reformistas de esta sociedad hoy putrefacta, convirtiendo esos ideales en una simple caricatura. La derecha solo mueve sus piezas como si de acciones de Bolsa se tratara, buscando el rédito "democrático", dando fórmulas de constitucionalidad y de cómo gobernar, pidiendo hasta la vacancia presidencial, cuando en su momento -cuando eran gobierno o formaban parte de este- no hicieron nada ni se preocuparon por los más necesitados, que siguen igual, esperanzados de un mejor porvenir y soñando con las comodidades que le prometieron hace doscientos años.

¿Qué han hecho por su país? ¿Alguien puede decírmelo? No he visto una sola ley que beneficie a las masas, a los que no tienen hogar, servicios hospitalarios ni los más básicos para suplir sus carencias. Para ellos lo más importante es una ley que conmemora el "Día de la caja china", el "Día del manicurista" o el "Día del beso negro". Discuten temas irrelevantes, dilatantes, cumplen su horario como si de un libreto se tratara y el resto de las sesiones no son más que insultos y dimes y diretes; pero, claro, eso es solo para las cámaras, porque después, esos mismos que juran ser enemigos acérrimos, están tomando cafecito en el Cordano o en la cafetería del Congreso. Dios los cría y el diablo los junta.

El Parlamento es justamente eso, expresa la acción de hablar, de dialogar, de buscar entendimiento y consensos en ideas por el bien común, donde las leyes son el eje fundamental de las necesidades de un país. En las últimas décadas solo se ha convertido en un reality show donde ventilan sus frivolidades sin poner atención al pueblo que, insisten, votaron por ellos. Deberían volver los ojos a los legisladores griegos, como ejemplo de cómo se constituyen las bases de una democracia sólida y no en un botín. Ahora cualquiera puede ser congresista, sin ninguna preparación académica y ni una pizca de función pública. Claro, si los requisitos que pide la Constitución son solo los de ser peruano, haber cumplido los veinticinco, tener estudios secundarios y/o superiores, estar inscritos en el RENIEC y etc., fácil que se puede aspirar a una curul. Y, por supuesto, para cumplir con ellos algunos fraguan sus documentos para decir que estudiaron en tal o cual universidad, que son eruditos, académicos, intelectuales, cuando en realidad culminaron a duras penas la primaria. Esos son, de acuerdo a su nivel reptiliano de coeficiente intelectual, los pendejos de la cuadra, los que engañan a los más ignorantes de ser la solución a sus problemas y que traerán prosperidad a la región o a la comunidad más allá de las montañas. ¿En serio? Muchos de ellos huyen de la justicia y se amparan de la inmunidad parlamentaria o solo buscan un mejor estatus, aunque por su estilo de vida no les alcanza el sueldo por su sacrificada labor frente a las grandes decisiones que su cargo requiere. Las únicas decisiones que logran hacer es pensar cuánto van a recibir a fin de mes y a quién hundir.

Todos tienen derecho, podrán decir; me acusarán de intolerante, hater, trol y otras cosas más. Lo sé. Soy consciente de ello. Pero hay una distancia de ciento ochenta grados entre una persona preparada y con serias convicciones de servir, a otra que solo quiere lucrar y vivir cinco años a expensas de los demás. Los robacable, los comepollo, los espías bamba, los tránsfugas, los homófobos, los licenciados fantasma y los que juran por Dios y por la plata, han abundado y seguirán decorando ese edificio de la plaza Bolívar si no existe una verdadera reforma que revierta la mala imagen que ellos mismos han creado. Y lo más irónico, por no decir "lo más indignante", es que ellos creen estar en su derecho, no tienen un sentido de autocrítica, defienden a capa y espada su "autonomía", y es justamente por eso que pueden hacer lo que estamos viendo: se aumentan el sueldo sin rendirle cuentas a nadie, se blindan, archivan leyes, vacan presidentes, censuran ministros, lloran por líderes detenidos y pregonan a los cuatro vientos que existe una campaña de desprestigio y de persecución política. ¿Por qué? Porque crean las leyes de su conveniencia y todo lo que atente contra sus intereses es antidemocrático. ¿Y lo que están haciendo? ¿Darle la espalda a sus electores no lo es?  Para ellos no, son congresista, son nuestros padres de la patria. Prefiero ser un hijo de puta que ser un hijo de congresista. Aunque es la misma cosa.

El Congreso ha hecho méritos suficientes para crear un hilo muy débil que separa la realidad de la ficción. Oliver Stone tendría harto material de sobra. Hasta el mismo George R. R. Martin se vería tentado de recrear ese mundo tridimensional que es el Salón de los pasos perdidos. Emilia Clarke sería una buena Rosa Bartra -claro, con maquillaje- o, si aún viviera, Robin Williams interpretaría magistralmente a Héctor Becerril. Pero, dejando de lado las bromas, ser congresista es un buen negocio. ¿Quién no quisiera estar tentado por el poder? Es un cheque en blanco, es la oportunidad casi comparada con sacarse el premio gordo de la Tinka. Puedo trabajar dos veces a la semana, confabulo contra la minoría, puedo robar, acosar y manipular información sin ser sometido a la justicia, hago negocios devolviendo favores a mis contribuyentes -y como son anónimos nadie sabrá de donde proviene mi financiamiento electoral-. Ese es el ejemplo que dan. Ahora cuando a un niño se le pregunta qué quiere ser de grande, la respuesta lógica es "quiero ser congresista, papá". Para qué estudiar si puedo falsificar registros de notas, títulos, inventar profesores y compañeros de aula y otro puñado más de etcéteras.

Aún hay falencias en este gobierno, hay que ser justos y conscientes. Pero hay una avance significativo. No hay nada perfecto y esto ha sido un baldazo de agua fría para todos, para bien o para mal. Hay que mejorar los mecanismos, es correcto. Hay que mejorar en la comunicación Estado-Pueblo, también es correcto. Hay que cerrar el Congreso, es un clamor que pide un 75% de la población; pero hay maneras de hacerlo y no busquemos un nuevo 5 de abril, porque las circunstancias son distintas. Hay que cambiar de mentalidad, de perspectiva, de qué es lo que quiero para mi país y no sentarme a aplaudir a un deportista por sus méritos individuales, hay que aplaudir a todo un país que quiere cambios, que está empezando a despertar, que está tomando conciencia de las implicancias que genera este divorcio del Ejecutivo contra el Legislativo, promovido obviamente por este último. El camino es largo, y si hay que nadar contra la corriente, por un mejor PERÚ, por una buena sintonía por lo que necesitamos y merecemos, es el momento de hacerlo.

martes, 25 de junio de 2019

La tesis de la mala leche

Es fácil criticar las acciones de los demás con recetas que ningún otro puede concebirlas, ni siquiera los propios protagonistas. Hoy nuevamente siento que esa figura se repite luego del resultado Perú-Brasil en esta Copa América 2019. No soy aficionado al fútbol, ni creo tener pasta para el juego. Como dicen, tengo dos pies izquierdos. Sin embargo, cuando se trata de la Selección, me aúno a los demás en esta fiesta del balompie, que de por sí me resulta angustiante, porque está la idea de que mi país no va a salir bien parado aunque hayan puesto alma corazón y vida en el campo de juego. Lo que aquí nos lleva a reflexionar no sobre el desempeño de los jugadores, sino de aquellos que dicen ser "comentaristas deportivos" (que de deportivos no tienen nada porque solo hablan de fútbol, y el fútbol es una de las tantas disciplinas deportivas que se conocen, así que el término comentarista deportivo o "bloque deportivo" de algún noticiario, no tiene cabida; más bien, debería de llamarse bloque futbolístico) que se desviven en cada partido siempre y cuando Perú da la talla con anotaciones de Guerrero, Farfán o Flores. ¿Y qué pasa cuando ocurre lo del último sábado? Cinco goles tampoco es poca cosa, y eso lo saben muy bien nuestro equipo. La mayoría (además de los seudohinchas) coincidió en afirmar que la selección ya fue, que no debería seguir en la Copa, que su clasificación a cuartos de final fue pura chiripa, entre otro puñado más de etcs. ¿Se les apagó el amor por la bicolor?

Cuando Perú demuestra ser un equipo competitivo, todos nos abrazamos, cantamos el Himno Nacional con lágrimas en los ojos y nos reconocen como la mejor hinchada del campeonato. Y cuando no, miramos al costado, sentimos vergüenza y empezamos a dar las recetas que mencioné líneas arriba. Ahora todos se ponen la camiseta de DT y ofrecen una serie de soluciones que debieron ejecutarse en el momento del partido: "Fulano debió haber hecho esto", "Mengano estaba mal parado", "Zutano tenía haberla cabeceado en el ángulo", "Yo cambiaría a Perengano por este otro" y más etcs. Vamos, después de todo, es un juego. Se gana o se pierde. Nadie dice nada cuando chicas karatecas ganan torneos o nadadores se fajan por conseguir un cupo en las Olimpiadas o Panamericanos. El fútbol parece ser una droga difícil de expectorar del torrente sanguíneo. El mundo se acaba cuando Brasil nos echa cinco pepas en un solo partido. ¿Y?

Y esto no es de ahora. Viene de atrás, de décadas de oscuridad para este deporte, que dicho sea de paso mueve miles de millones de dólares alrededor del mundo y del cual se benefician instituciones y medios de comunicación, los mismos que dicen apoyar a la selección (cuando le va bien). Ahora todos piden la cabeza de Gareca, ahora todos quieren ser DT y cuestionan a los jugadores y directivos y hablan de posibles problemas internos. Si tuviera que parafrasear un título sería Por un puñado de goles. Un título que nos devuelve a la realidad de hace más de treinta años. Bastaron cinco goles para darnos cuenta de que esta selección no sirve y debe pasar al retiro inmediato. Qué fácil, ¿verdad?

Tal vez el problema no sea que la selección haya tenido su peor tarde, sinos cuán oportunista es nuestra hinchada y los medios de comunicación, quienes deberían ser los primeros en apoyarlos en las buenas y en las malas. Si el resultado hubiera sido al revés, la historia sería diferente. Obvio. No pasaba nada, el status quo seguiría primando en nuestro corazones. Y no es así. Perder no hace la diferencia, perder nos enseña a ser mejores en la próxima.

Lejos de analizar los problemas de juego y de estrategia del DT, me resulta imposible no dejar de pensar en una teoría que me anda revoloteando las entrañas: ¿Será, acaso, que esta derrota ha sido adrede? La selección no estaba en su mejor performance con Venezuela y Bolivia, pero hizo la lucha. En cambio, con Brasil parecían aficionados y desarticulados completamente. Es como si les hubieran pedido por lo bajo que se dejaran ganar o alguien de la FIFA activó el MK Ultra a Gallese para dejarlo como un zombie en todo el partido. NO soy conspiranoico, pero si lo ves fríamente, todo ocurrió después de los primeros quince minutos de juego, cuando los brasileños empezaron a poner presión con reiterativos fouls que culminaron con los sueños de miles de niños que comen fideos Lavaggi. Desde ese momento Perú desapareció de la cancha, no era más ese equipo que nos entusiasmó en las eliminatorias y en el Mundial. A mí me resulta extraño (y anecdótico).

Finalmente, más allá de las teorías de conspiración de las que tanto les gusta hablar a Dross o a Hypnosmorfeo, la selección merece todo nuestro apoyo. Seamos verdaderos hinchas, no para la foto ni para el gol momentáneo. Llevemos la camiseta con orgullo y sentir la peruanidad en la sangre. Es el tópico del peruano: sacar cuerpo rápido cuando las papas queman. Hay que hacernos respetar, respetando a los jugadores dentro y fuera del campo de juego. Entonces, no volveremos a sentir vergüenza por un resultado como este.

martes, 5 de marzo de 2019

Sexoadictos anónimos: Swingers

Mi esposa y yo llevábamos haciendo esto desde que nos conocimos en la universidad. Fue por curiosidad, más que todo, gracias a un grupo de intercambio danés que tenía las cosas claras sobre el tema. Al principio parecía sacado de alguna película porno de segunda, con gente revolcándose en el suelo y por el resto de la casa, con jadeos y el olor a sudor que se impregnaba en el ambiente. Mi mujer fue la primera en desfallecer por obra y gracia de unas muchachas que la llevaron a un rincón, mientras que un servidor se deleitaba viéndolas convertidas en anguilas lascivas, hasta que formaba parte del juego atraído por la sensación de follar a otra mujer que no fuera la mía, mientras ésta observaba. Fue la prueba que necesitábamos para entender que nuestra relación era de lo más perfecta.

Desde entonces fuimos invitados a otras reuniones, esta vez en grupos pequeños, íntimos, de confianza, donde pudiéramos dar rienda suelta a nuestra imaginación. Antes y después del matrimonio ya habíamos dado la vuelta al mundo en estas lides y nos parecía tan natural como beber yogur por las mañanas.

En el condominio donde vivíamos había parejas jóvenes, profesionales, con un futuro asegurado. No fue difícil congeniar con cada uno de ellos cada vez que compartíamos la piscina o la parrilla. Eran domingos nada fuera lo común, de no ser por otra pareja recién instalada que tenía los mismos gustos que nosotros. Conversamos al respecto y nos propusimos experimentar con ellos lo que bien se podría definir como el principio de la debacle moral que nos condenaría por siempre.

Esa noche fuimos a su departamento, llevamos vino y queso y nos sorprendieron con una cena maravillosamente preparada para la ocasión. Eran buenos anfitriones, sin duda. Hablamos de todo un poco, rompimos el hielo y de inmediato ya estábamos desnudando nuestros más íntimos secretos mientras apreciábamos nuestros cuerpos en medio de la sala. No pude evitar sentirme algo intimidado por mi amigo. Tenía el pene del tamaño de una trompa de elefante, que mi mujer no le quitaba los ojos de encima. Obviamente, mi pene no estaba del todo mal, pero las comparaciones saltaban a la vista. La mujer de mi amigo sí que era todo lo contrario a mi pareja. Caderas anchas, senos perfectos y un culo carnoso. Sin previo aviso, estábamos besándonos sobre el sofá, mientras mi amigo le lamía el clítoris a mi mujer encima del bar kitchen para luego practicar un largo y prolongado 69, que terminaron por venirse uno encima del otro.

La mujer de mi amigo se movía bien. Me ponía la cara entre sus pechos y pedía que le lamiera y mordiera los pezones. Eran rosados, duros y erectos. Un deleite tanto para mí como para ella. Sin previo aviso, su pareja se le acercó por detrás y la penetró con tal fuerza que el grito no era de dolor, sino de lujuria. Mi mujer se nos unió y empezó a besarla y meterle la lengua en la boca, compartiendo el semen de su marido que aún le quedaba en la cara. Cambiamos de mujer. Yo se lo di por atrás, claro, mientras la otra me metía el dedo por el culo, provocándome una eyaculación mucho más placentera que de costumbre. Estuvimos así hasta el amanecer, con unos cuantos tragos encima y con la promesa de repetir la experiencia. A la semana siguiente, fuimos nosotros quienes organizamos la cena y... el resto es historia.

Pusimos un anuncio en una de estas páginas de citas. "Swingers" era el título. Las respuestas no se hicieron esperar. Nuestro buzón de correo estaba lleno y debíamos depurar los mensajes a nuestro gusto y consideración. Para evitar poner incómodos a nuestros vecinos, las citas se organizaban en un hotel o en casa de una de estas parejas. Pero, a medida que alimentábamos el morbo, veíamos lo tan monótona y tan aburrida que se había convertido nuestra vida sexual que decidimos dar un paso más adelante al proponer el uso de accesorios y los juegos de roles, que nadie dudó en acatar por lo excitante que se veía. El BDSM se convirtió en un fetiche recurrente que fue creciendo en osadía, al punto de provocarnos lesiones sin que pudiesen ocultarse de no ser por el maquillaje o la ropa.

La coca también pasó a ser un elemento necesario y disfrutable. Nos llenaba de potencia, nos mantenía despiertos a tal grado que no dormíamos si no estábamos satisfechos. Ya mi mujer estaba experimentando con tríos y cuartetos, que no pude resistirme a la idea. La cosa también se aplicaba a mí. Nos deleitábamos masturbándonos como simples espectadores. Nos drogábamos y terminábamos haciéndolo como una pareja normal, que a la siguiente hora ya estábamos invitando a otras parejas a formar parte de este rito que no tenía visos de detenerse.

Habíamos perdido la brújula. Se nos escapó de las manos y no sabíamos cómo encarrilarla. Lo que al principio resultó ser un juego inocente, se convirtió en una manera de vida que nos fue alejando de la realidad. Algunos inquilinos estaban preocupados por el mal aspecto que proyectábamos, taciturnos y dopados por efecto de la droga o por la mala noche que pasábamos. Y fue suficiente. La junta de propietarios pidió que nos fuéramos del condominio por el bochornoso espectáculo que dábamos casi todos los días frente a sus hijos, inclusive. Andábamos irritados y malhumorados casi todo el tiempo y discutíamos con los demás vecinos de cualquier tontería que se nos ocurría. Dejamos el departamento, lo pusimos a la venta y nos fuimos a vivir a la casa de sus padres, que estaba desocupada varios meses después de que mi suegro muriera de un infarto.

Ya instalados, volvimos a las andadas. Las orgías eran interminables. Los vecinos hacían vigilia y llamaban a serenazgo o a la policía para frenar el barullo que rompía con su tranquilidad. La última vez que hicimos esto fue la señal de alarma que necesitábamos para despertar. Invitamos a dos parejas. Hicimos todo lo que se requería para complacerlos y ser complacidos; pero, finalmente, nos robaron. Sí. Aprovecharon que estábamos drogados para llevarse cosas de valor y el dinero que tenía guardado para la coca. Decidimos buscar ayuda. Y nos dimos cuenta que no éramos los únicos. La gente a nuestro alrededor parecía sufrir lo mismo que nosotros. Sus historias eran menos o más intensas que la nuestra con un mismo desenlace. Pedíamos inclusión y tolerancia, pero era un camino arduo y paciente que a muchos les tomaría trabajo encontrarlo. El coach tenía las palabras precisas para dar un vistazo a este mundo corrompido y de inmediato le confiamos nuestras almas por lograr el final feliz que tanto buscábamos.

Quería sentirme aliviado, al igual que mi esposa... ¿Lo encontraríamos finalmente?

lunes, 4 de marzo de 2019

Sexoadictos anónimos: El hombre de la polera azul

Desde niño he sido flaco. Demasiado, diría mi madre, que me daba todos los potajes habidos y por haber con tal de verme robusto, con las mejillas sonrosadas y semblante de niño bueno salido de un comercial de champú. Así era y sigo siéndolo, solo que, a medida que iba creciendo y optaba por aficiones poco decentes, mi apariencia parecía sacada de uno de esos personajes de The Walking Dead, que ya resultaba chocante. No conseguía novia, amiga cariñosa o putita al paso. Mi aspecto cadavérico provocaba repulsión a las féminas, pues, como era de esperarse, creían que estaba enfermo o, más aún, que portaba ya saben qué enfermedad. Perdía mi tiempo explicándolo. Era inútil. Así que me aislé y dediqué mi tiempo a satisfacerme encerrado en mi dormitorio, acompañado solo de Jada Stevens o Valentina Nappi.

Mi gusto por el porno se remonta desde los quince, cuando mi padre me regaló un reproductor DVD, creyendo que mi afición por el cine se resumía a Orson Welles o Elia Kazan. No, mis referentes inmediatos eran Andrew Blake o John Stagliano. Iba al sótano de Polvos Azules y buscaba las novedades recomendadas por mi proveedor, además de Hentai y clásicos como Calígula o El imperio de los sentidos. Menudo nerd. Me pasaba en vela viendo cada película nueva, navegando además páginas web y aumentando mi ansiedad con cada descarga de fluidos sobre la cama o el cuarto de baño. Mi madre golpeaba la puerta cada vez que me demoraba en salir: ¡Llevas una hora ahí dentro! ¿Qué tanto haces? Le decía que estaba estreñido o todo lo contrario. Pero ya sospechaba, solo que era demasiado recatada para afrontar la cosa directamente. Mi padre, que no se metía en problemas con nadie, era más complaciente y recurría al viejo adagio de Tienes que debutar de una buena vez. Me llevó donde la mami de Lince, una conocida suya que ostentaba una variada retahíla de damas de compañía que, valgan verdades, volvería loco a cualquiera.

A ninguna de ellas parecía agradarle la idea de atenderme, y eso que escogí a una en particular, con las características que tanto me gustaban en una actriz porno. Pero no. Mi padre ya estaba perdiendo la paciencia y eso me desmoralizaba aun más. La mami se ofreció como buena samaritana; pero las cosas salieron peor de como empezaron. No tuve una erección y hasta pensó que yo era gay. No, simplemente no me gustaba el olor a vagina que despedía su entrepierna. Y era muy vieja. ¡Eres un pajero, maldita sea!, gritaba mi padre camino a casa. Pero luego comprendió que estaba en una edad difícil y de descubrimientos, así que dejó que continuara, pero solo dos veces al día. Cuarenta ya era considerado anormal.

Los años fueron pasando y, a pesar de mis estudios y empleos zigzagueantes, no había otra cosa mejor que seguir las enseñanzas de Onán para paliar mis ansiedades. Era inevitable no sentirme atraído por alguna compañera de estudio o de trabajo, siempre con esos atributos que me hacían recurrir al baño constantemente. Como era de esperarse, mi último empleo me condenó al ostracismo dentro de un cubículo en la parte más remota de un sótano. Ordenaba facturas y otros documentos de ínfima importancia solo para no dar un mal aspecto a la oficina. Como todos eran chicos reality, un Ichabod Crane era imposible de digerir entre los visitantes y el resto de empleados. Pero fue también una bendición, ya que podía hacer lo que me diera la gana, entrando a páginas web y sacudir el muñeco cuantas veces fuera posible, sin ser observado.

Nada de lo que he narrado se escapa de lo políticamente correcto. Hay cosas peores que he hecho en nombre de mi problema. Sí, lo considero un problema por la ausencia de motivaciones sociales y de interacción personal. Era un ermitaño, un paria, un enfermo sexual que sufría la indiferencia de algunos y el desprecio de todos. No en vano me recomendaron estas terapias de rehabilitación, pero no estoy seguro si me ayudaría a solucionarlo. Verme rodeado de estas personas no me motivaba explicar mis intimidades. Claro, el coach dice que todo lo que se diga en esta sala, se queda en esta sala. Pero, ¿y ellos? Van a tener muy en cuenta de lo que uno es y no dejarán de pensar en eso. A mí no me interesa la vida de los demás; me interesa lo que ellos piensen de mí. Eso me aterra. La putita y la gorda no dejan de mirarme como si hubiera salido del averno. Creo que les doy miedo en lugar de asco. Más asco siento por esos dos, que dicen ser pareja. Aún no les toca hablar, pero ya siento escozor con solo sentir su respiración. Es como si fueran siameses, están sincronizados; si uno mueve la pierna izquierda el otro hace lo mismo. No sé qué hacer.

He deambulado por este mundo tras la puerta sin dejar de pensar en lo que dijo mi madre la última vez que la vi: Eres egoísta. ¿Lo soy? No lo serán ellos, más bien, al haberme negado la posibilidad de formar parte de ese otro lado de la puerta. Lo único que quise fue que me aceptaran como era, con mis defectos y virtudes. Sí, lo admito, soy acomplejado y nada carismático; pero eso no amerita a que me desterraran como a un leproso. Es indignante. Si logro sobrevivir a estas terapias, es posible que renuncie a mi vida anterior. Quiero ser el mismo, no quiero cambiar esa parte de mí que me hace especial a los ojos de nadie. ¿Buscar otra salida? Lo he pensado. Y creo que sería la mejor opción, de no haber nada más para mí. La puerta se ha cerrado... y no creo que nadie tenga la llave para abrirla.

domingo, 3 de marzo de 2019

Sexoadictos anónimos: Ama de casa insatisfecha

Al principio sentía repulsión hacia mí misma. Me veía al espejo y era todo un problema no encontrar nada que pudiera usar en un día cualquiera. Menos en verano, cuando quieres ir a la playa o a la piscina. Era el centro de atención y víctima de comentarios hirientes en contra de mi apariencia. El prejuicio de la nueva generación, donde todo es light y perfecto, repleto de chicas reality y modelos que se retocan los senos y el culo con aceite de avión. Y no les dicen nada. Pero frente a todas esas incongruencias estéticas, tuve la voluntad de bajar de peso. Buscaba la mejor dieta que produjera en mí algún efecto positivo, que me devolviera la confianza en mí misma. Pero todo ese esfuerzo, a la larga, sería en vano. Las dietas milagrosas no existen, solo la voluntad de comer menos y hacer ejercicio, aunque sudara la gota gorda.

No sé por cuánto tiempo estuve en ese vaivén de bajar unos kilos para sentirme mejor y no esconder los rollos debajo de una blusa que ni siquiera me quedaba bien. Hasta me parecía a la mujer del granjero Hoggett. Ni siquiera mi cara bonita ayudaba. Tengo unos ojos preciosos, nariz recta y labios carnosos, como para promocionar productos de Avon. Lo mejor, creo, modestia a parte, es mi culo. Tengo un culo redondo, formado, sin estrías ni várices. Diría que parece porcelana bien pulida. Poco pecho, eso sí. Apenas dos limones armoniosos debajo de esta grasa que transita por mi piel sin saber cómo eliminarla.

Como saben, en cada grupo de amigos siempre hay una gordita, el bufón que acompaña a la sexy, a la intelectual y a la lesbiana feminista para que las noches se hagan más divertidas. Y así me veían. Era la que les hacía el bajo con el chico que, irónicamente, a mí también me gustaba, pero que jamás se fijaría en mí por obvias razones. ¡Hasta la lesbiana tenía más suerte que yo! Y, bueno, eran putas. Lo admito. Sabían pasarla bien y arrasaban con cada espécimen que se les cruzaba en el camino. Yo, desde luego, era un mudo espectador que finalmente daba un paso al costado hasta el siguiente fin de semana. Y me cansé. Me cansé de no ser tomada en serio y ser subestimada por gente que yo sí apreciaba.

Los hombres, especialmente los que formaban parte de nuestro grupo, me veían como la gordita bonachona, la que sabía escuchar y dar consejos para que con otras pudieran tirar sin remordimientos. ¿Y yo? ¿No saben que una mujer obesa es mucho más ardiente que cualquier anoréxica de la avenida Larco? He leído sobre el tema. La mayoría de nosotras tenemos algo en nuestro sistema endocrino que provoca ser más proclives al deseo sexual. No hay nada más placentero que comer carne de la buena, estar dispuesta a entregarlo todo y que te lo agradezcan cada mañana al despertar. No, simple y llanamente me inhibió, me envolví en un caparazón, dejé de lado a los que decían ser mis amigos y decidí vivir según mis principios: sola. Pero no por mucho tiempo.

Conocí a un hombre a través de una página de citas (sí, a esos extremos llegué). Afortunadamente tenía fijación por las mujeres XL. Debo reconocer que me sorprendió mucho el querer llevarme a la cama el primer día que decidimos salir y conocernos. Bueno, muy en el fondo, me sentí halagada, pero debía verme digna, no tan desesperada por un revolcón. Sin embargo, esa noche pasamos las horas hablando de la existencia del mosquito en la banca de un parque. No insistió en llevarme a un hotel ni nada por el estilo. Se portó como todo un caballero. Y decidimos vernos otro día y otro día y otro día... hasta casarnos. Sí, nos casamos, aunque les parezca extraño y trillado. Fue en la noche de bodas que nos pusimos al corriente, y debo confesar que mi marido era todo un animal en la cama. Se deleitaba con mis carnes, en especial con mi culo, que lo adoró como no tienen idea. Por supuesto que no dejé que su pene entrara por ese pequeño orificio; pero su beso negro era delirante. Me hacía voltear los ojos, así, literalmente hablando.

Encontré mi sexualidad. Aprendí a controlar mi represión de mostrarme desnuda frente a un hombre. Eso, por supuesto, cohíbe a cualquiera. Aún no me acostumbraba y a él eso parecía divertirle. Lo hacíamos con la luz apagada y debajo de la sábana para que no me sintiera incómoda. Luego, ya no me importó. Los domingos andábamos en la casa desnudos, lo hacíamos en el momento menos pensado, mientras veíamos televisión, cuando estaba cocinando o lavando la ropa. Éramos nosotros dos y nuestro sexo, nuestro placer y nuestro amor.

Pero, como en toda historia, el matrimonio duró poco. Seis años para ser exactos. Él terminó conociendo a otra mujer menos voluminosa pero bien proporcionada. Ironías de la vida. Me desgració la vida porque no volvería a encontrar a otro hombre que me sometiera a todas esas perversiones que fui aprendiendo a su lado. Quise volver a esa página de citas, pero de solo pensarlo se veía tan degradante. No había más que gente desesperada por querer ser aceptada, que preferí eliminar mi perfil y tentar suerte en algún casino o tragamoneda. Habría gente dispuesta a ligar con una, ¿no? Pero no tuve suerte. No había de dónde escoger a decir verdad. Era mejor buscar su propia codicia sexual a puerta cerrada en lugar de dar lástima. Y todo fue tan rápido que no lo vi venir. Me masturbaba horas de horas en busca del mismo placer que me había dado mi exmarido. No lo conseguí. Hasta usé algún falo, fruto o verdura que se asemejara al tamaño y grosor de su pene para sentirlo dentro. Imposible. Y me dije: te estás aferrando al pasado. Déjalo ir. Efectivamente, ese hombre era todo mi mundo y no quería cambiarlo por nadie más; lo que me llevó a caminos insospechados, a buscar la atención de los hombres, por el simple hecho de verme y ser deseada. A veces lo conseguía, como otras veces no, recibiendo más bien insultos y burlas por mi obesidad. No pude resistirlo.

Me armé de valor y compré un dildo. Lo usé toda una mañana y la tarde del siguiente día. Mi desesperación por conseguir placer por fin dio sus frutos. Los orgasmos eran prolongados y consecutivos, que ya me hacían perder la razón. No importaba estar agotada, no quería detenerme. Era un castigo, una penitencia a la que estaba inmersa sin saber qué lo originó. Y la gota que derramó el vaso fue introducirme una zanahoria por el recto tras querer descubrir ese placer del que tanto me había hablado mi exmarido. No pude saberlo, ya que tuve que ir al hospital para que me lo sacaran y sufrir una de las vergüenzas públicas más comentadas en los últimos meses vía Twitter. Me recomendaron, posteriormente, visitar uno de estos centros de rehabilitación para personas como yo que tratan de corregir alguna parafilia añadida a su estilo de vida.

Aunque escucho las palabras bienintencionadas de nuestro coach, siento que me encuentro en un dilema más que todo moral. ¿Por qué cambié? ¿Por qué el túnel oscureció y dejé de ver la luz al final de este? Creo reconocer que la culpa de todo es mía, por no complacer a mi exmarido en algunas cosas que me pedía y que pudo encontrarlas en esa voluptuosa mujer que le secó el cerebro sin darme siquiera la oportunidad de enmendar mis errores. Pero sería egoísta de su parte no compartir la culpa. No. Eso demuestra que no me quiso lo suficiente.

La tarde se hizo pesada. Hay receso para aclarar la mente y no hago otra cosa mejor que beber café y sentarme a solas en un apartado rincón, lejos de las miradas curiosas y del ente inquisidor que se ha vuelto el tipo de la polera azul. Parece que no hubiera comido en semanas. Después de todo, espero encontrar la paz en este nuevo grupo de "amigos" que he venido a conocer en una etapa de mi vida que está a punto de colapsar. Solo espero estar a la altura de las circunstancias, por mi bien y por el bien de quienes me rodean.