De repente, la silueta del viejo Chaplasky se alzó entre
los escombros de lo que antes fuera un edificio de ladrillos rojos, sumergido
ahora en un terreno baldío que en poco tiempo formaría parte de otro de esos
conglomerados comerciales que pululan hoy como moscas sobre un pastel. Sus ojos
miraban fijamente aquel desolado paisaje, como recordando sus años en que todo
estaba en armonía con la ciudad, más equitativo, más ordenado, menos frío y congestionado por el boom inmobiliario. Se pensaría que la modernidad es sinónimo de desarrollo y prosperidad, pero son pocos los que se
benefician de dicha expansión, sin pensar en las consecuencias de sus
actos: tugurizar una ciudad ya tugurizada por la informalidad, el desempleo, la
delincuencia y los políticos oportunistas que buscan llenarse los bolsillos y
no de leyes para con los más necesitados.
Chaplasky era un hombre fornido, a pesar de los años transcurridos.
Aún mantenía el vigor que lo catapultó a la fama en los prostíbulos de Lima y
Callao, demostrando rudeza, pero a la vez pasión y desconsuelo. Fueron aquellos
años de polaco recién emigrado en que encontró la libertad creativa que tanto
buscaba para sus cuadros y fotografías descarnadas del holocausto y de la
realidad oculta en una cajetilla de cigarrillos. Fumaba copiosamente y nunca se
enfermó de nada. Practicaba deporte desde pequeño y se había hecho una disciplina
casi religiosa, corriendo desde Chorrillos hasta La Punta por el circuito de
playas que aún no estaba terminado; pero se las ingeniaba para llegar sin un
ápice de esfuerzo y contemplar el horizonte de ese vasto mar que amó como
ninguno. Sus aguas heladas eran un elixir que brillaba con luz propia cuando se
trataba de apaciguar esos ánimos carnales que lo perseguirían siempre, porque el dinero escaseaba y debía sobrevivir e invertir en algo productivo que lo llenara de orgullo, en paralelo
con sus sueños artísticos, que no fueron pocos.
Fue entonces que el destino quiso darle una oportunidad
salvadora. Conoció a una familia de cusqueños que recién empezaba en el negocio
panificador. Los Chauca abrieron una panadería cuya especialidad eran las chaplas,
unos panecillos tradicionales de la sierra peruana que los había hecho conocidos
en su tierra natal y que ahora deseaban conquistar la capital. Lo bueno de Chaplasky
era su verborrea y poder de convencimiento que les serviría para abrirse paso y
expandir el negocio, logrando posicionarse en mercaditos y ferias artesanales, hasta
entrar a supermercados; pero con el auge de estos autoservicios, muchos implementaron
sus propias panaderías y los Chauca no tuvieron más remedio que dar un paso
al costado y continuar con su público cautivo.
Como ya era conocido y su popularidad había alcanzado la
estratosfera, se ganó el apelativo por el que todos llegamos a conocerlo: Chaplasky.
Además de que su apellido era difícil de pronunciar, no había mejor apodo para
este gringo generoso de trato fácil pero implacable para los negocios. Con el
dinero ganado, abrió su estudio fotográfico y se dedicó al negocio de las fotos
tamaño carné y pasaporte, incluyendo las artísticas y de sociedad, los
cuales fueron muy bien cotizados. Una vez tuvo la penosa tarea de retratar a una
recién fallecida. Los hijos de la anciana deseaban retratarla en su lecho de
muerte pero ningún otro fotógrafo se animaba a hacerlo. Chaplasky era el indicado. Su técnica era única. Puso parte
de su experiencia en Auschwitz para mostrar el dolor de un cuerpo inerte, pero a la vez compuso una
imagen solemne y respetuosa de una mujer que descansaba en paz. Uno de sus
hijos, tras mirar la fotografía, dijo entre lágrimas que era como si estuviera
dormida. “Nadie pensaría lo contrario”, dijo agradecido.
Chaplasky estaba convencido de que el camino que se había
propuesto era el correcto. Por primera vez se sentía seguro y realizado, aunque
faltaba algo más que le permitiría la felicidad plena: difusión. En el campo de la pintura, sus primeros
bocetos no eran una delicia, pero festejaban la frescura y la inquietud por buscar
un estilo propio. El mismo Humareda reconoció en ellos una pizca de originalidad, y en varias oportunidades lo invitaría a su estudio tanto para compartir un
trago como para intercambiar ideas de cómo pintar con las tripas cuando el hambre
apretaba. Cuando el mítico artista cruzó el umbral del Valhalla, Chaplasky sintió
que su aprendizaje había quedado inconcluso.
Aunque siguió retratando niños, madres embarazadas,
familias enteras y matrimonios, no perdió la ilusión de seguir con sus ideales,
manteniendo la dignidad sin recurrir al alcohol ni a la vida licenciosa. Lo había
aprendido de su viejo maestro. Pese a seguir vendiendo chaplas, encontraba
espacio para dar rienda suelta a su imaginación. Vendió uno y que otro cuadrito
para algún cafetín o bar de Barranco, que lo hizo conocido en ese reducido
grupo de bohemios sin tanta pompa; vivió treinta años más en aquel edificio de
ladrillos rojos, que ahora yacía en el recuerdo de los escombros, otrora factoría
de sus elucubraciones más prolíficas, dejando más de cuarenta bocetos, diez cuadros inconclusos y un puñado de obras maestras que prefirió archivar. Solo gracias a las gestiones
de Teodoro Chauca, su viejo socio y albacea, que hoy pueden ser apreciados por el gran público.
Chaplasky, que había sufrido los horrores de la guerra y el
desprecio de su musa sin amilanarse ni perder las esperanzas de que algún día
su nombre sería recordado en cada museo o galería, no pudo evitar derramar lágrimas
de amargura, de desolación, de pérdida y ausencia, al ver aquel viejo edificio
hacerse añicos ante sus ojos. Si hubiera sabido que sería
cede de un centro comercial, se habría sepultado vivo junto con su obra. De no
ser por la generosa ayuda de los Chauca, que le brindaron un espacio para vivir
decentemente, la historia hubiera sido distinta. Cuando murió hace poco más de
un mes, no esperé ver tan multitudinaria muestra de afecto y respeto por este
hombre: amigos y familias enteras daban el último adiós a quien fuera el
retratista de la vida hogareña y urbana por excelencia: el gran Chaplasky, un
artista adelantado a su época, incomprendido por algunos, subestimado por
otros, pero sin renunciar a sus principios. De no ser por sus cuadros, hoy
seria solo reconocido como un fotógrafo excepcional, a la altura de Martín
Chambi o Berenice Abbott. Lástima que no haya escrito algún tratado de sus más
variados trucajes, ya que nunca sabremos cómo es que lograba acabados absolutos
en el arte de la imagen.
El gran Chaplasky se nos fue, pero perdurará en el tiempo. De haber vivido unos cuantos años más, vería los frutos de
su indesmayable perseverancia por alcanzar la inmortalidad. Y vaya que lo consiguió.
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