viernes, 20 de diciembre de 2019

El grinch que llevamos dentro


Como todos los años, la navidad se ha convertido en la celebración más amoral y perversa del que se tenga registro. No hay nada más apócrifo que gastar cientos de soles por un mísero par de medias o una camisa XL cuando en realidad eres M. Al menos, si fuera de tu gusto, color o modelo, la cosa quedaría como una simple anécdota de cafetín europeo; pero vuelves a la realidad cuando aceptas lo que te dan, apretando los dientes mientras los demás gritan al mismo tiempo: “¡Que se lo ponga!, ¡que se lo ponga!” y no tienes más remedio que complacer a tus “amigos”. Ni que decir de los saludos y deseos que intercambias, si tienes la mala suerte de trabajar con gente que gasta saliva en hablar mal de ti o si tu familia, a la que no vez los once meses previos, decide viajar sin avisarte y tocas la puerta como un huevón sin tener respuesta y luego regresas a casa diez minutos antes de las doce en medio de un tráfico atroz por la Javier Prado.

No hay nada peor que una fiesta contaminada por el mercantilismo. El espíritu navideño se ha convertido en un mero bazar, donde vales más por el tamaño y la cantidad de obsequios que entregas y no tu presencia con los brazos abiertos destilando paz y amor. Pero no todo es malo, los niños son los más entusiastas y los más ingenuos. Le piden a Papá Noel dos meses de anticipación el regalo soñado, o la última consola de vídeo juegos o el celular de última generación recién lanzado al mercado. Lo que importa es que tengas algo esa noche, además de un trozo de panetón con su humeante chocolate caliente, en pleno verano y después de comer harto pavo. No se puede pedir mucho a quien no tiene tanto. Y esos son los que más cumplen, así sea con un juguete del mercado de barrio, con altos índices de toxicidad, o su chancay de panadero ambulante, ese que solo tiene una fruta confitada, exceso de bromato y lo que crees que es una pasa resulta ser una mosca que se coló en la masa.

Regalar es todo un dolor de cabeza. No se puede estar satisfecho con lo que das o con lo que recibes, mucho menos si viene de la persona que más odias en la oficina y te ha tocado como amigo secreto. Con algunas excepciones, he recibido regalos que daban pena, tal vez para salir del apuro por la premura del tiempo o porque les importaba un carajo quién era yo. En cambio, mis regalos eran pomposos, caros y con el que todos hablarían durante el almuerzo: “¿Viste? Todos saben que babea por la Olinda; pero lo que él no sabe es que el jefe se la come”.

Así era yo a principios del nuevo milenio... Ahora no regalo ni mierda y me reporto enfermo cuando quieren armar sus fiestitas de fin de año.

Hay que admitirlo, es un negocio, ya dejamos atrás los años en que veíamos a Chewbacca celebrar el Día de la vida en aquel horroroso programa no oficial de Star Wars, ahora todo se resume en bombardearnos día y noche con sus comerciales navideños, que la felicidad toca tu puerta si le llevas a tu mamá el perfume de tal o cual marca, de recibir amor si abres una cuenta de ahorros o de salvar al mundo si utilizas bolsas biodegradables siempre y cuando compres en tu supermercado favorito por un pequeño costo adicional. Te someten. Secuestran tu mente. Mientras la familia Redondo engulle un mega combo KFC, cientos de niños reclaman un pan y un techo dónde vivir dignamente.

Por eso, prefiero ver por enésima vez Cuento de Navidad en Fox Classics, con una botella de vino, papas fritas y una caja de Durex por si acaso. Uno nunca sabe si la fantasma de la navidad pasado te ha de visitar. Pero como ya es costumbre, ¡ni las polillas, compadre!

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