viernes, 23 de septiembre de 2016

Las revelaciones del profesor Vetusto

Escribir es una tarea difícil. Bien lo sabía el profesor Vetusto cuando intentó infinidad de veces componer un simple párrafo sobre las lecciones de vida que impartió a sus alumnos a lo largo de los años. No era la primera vez que las palabras eran escasas y sus sentimientos agolpaban su pecho y emoción de compartir un momento congelado en el tiempo a través de la palabra escrita. Era indudablemente un erudito y teórico experimentado que le faltaba la esencia de la diversificación. Muchos de sus colegas ya habían publicado sendos libros de enorme intelecto e imaginación desbordante. ¿Por qué no así Vetusto?

Elejalde Vetusto nació en un pueblito al norte de Barcelona. A los diez años, junto con sus padres, emigró hacia las costas sudamericanas en busca de un mejor futuro luego de producirse la guerra civil, que aún varias generaciones de expatriados recuerdan con rencor y tribulación. Pero para un niño de esa edad, era difícil comprender el significado de aquel conflicto, cuyos resultados fueron desiguales desde el punto de vista social, moral y político en la península europea. Desde entonces vivió como un peruano que añoraba sus raíces y que, por esas casualidades del destino, decidió adoptar como suyas las nuevas costumbres que su círculo de amigos mostraba, como la cultura en todas sus expresiones y el sentimiento muy limeño de hacerse de amigos muy fácilmente. Ya en su juventud tuvo la vocación literaria de su padre; había leído infinidad de tomos y libros de historia, geografía y lenguas nativas, que pudo rescatar durante su éxodo personal. Se especializó en lingüística y semántica en la Universidad Mayor de San Marcos e hizo otras especializaciones dentro y fuera del país. A los cincuenta y tantos años le fue conferida una cátedra y desde ahí enseñó lo que sabía hacer bien: contar la vida desde su punto de vista lúdico y fantástico. Sus reminiscencias eran aceptadas con comentarios divididos y mayoritariamente aplaudidas, que un ávido estudiante le propuso que las publicara como novela o ensayo. Eso despertó la curiosidad del viejo profesor.

Sin embargo, todo ese tiempo invertido no pudo ser más frustrante que las veces que intentó recopilar las cartas que su madre escribía a su abuela, cuando esta decidió quedarse en su tierra y apoyar a Franco pese a las críticas que recibió de varios familiares que huyeron a otros rincones del mundo. Aquellas cartas fueron una aproximación a sus más grande anhelo: escribir la historia de su familia. Y no pudo concretarlo, porque no sabía por dónde empezar y cómo utilizar el lenguaje que había aprendido como estudiante y que impartía como profesor. Una difícil dicotomía sin visos de gestación.

Una tarde, en medio de su acostumbrada cátedra, divagó por un momento sobre la importancia del mensaje en la literatura, especialmente para aquellos que la toman en serio y sienten la necesidad de expresarse con un estilo aprendido gracias al esfuerzo y a la práctica.  "Escribir -decía- no es solo contar una historia, es saber cómo contarla para captar la atención del lector". Jamás puso en práctica dichas palabras, porque las personas nacen con un talento sin comparación; y el talento del profesor Vetusto era crear nuevos valores. Era su mayor orgullo.

Cuando me enteré que había fallecido, el 17 de setiembre, no pude evitar soltar una lágrima por mi viejo maestro. Habría cumplido noventa años este 27 y la universidad pensaba rendirle un tributo especial por sus años al mando de la cátedra de Literatura y Lingüística, que tuvo que dejar por el límite de edad y porque necesitaba tiempo para escribir sus memorias tomando como base la correspondencia entre su madre y su abuela. Para ese entonces se le veía muy sano y lúcido como era habitual en él. Su sentido del humor se reflejaba en sus rasgos siempre atentos y risueños donde se le encontrara.

Antes de morir había dejado un sobre para mí. Fue una sorpresa y un honor tener un documento dirigido a mi persona, al más impersonal de sus alumnos, que de inmediato abrí para saber de su contenido. Era una carta de su puño y letra, y que comparto con ustedes:

Estimado alumno:
La estupidez es la más grande de todas las virtudes subestimadas del ser humano. No hay por qué sentirse estúpido ni miserable por cualquier bagatela que no podamos desarrollar ni considerar como una herramienta infalible de aprendizaje. A lo largo de los siglos y desde que se inventó la escritura, el hombre ha podido contribuir en que la historia permanezca viva a través de documentos y bibliografía diversa y especializada, que es imposible compilarlos todos en una biblioteca. Basta con una caja de fósforos para comprender que la luz nos llega de cualquier forma. Y eso, mi estimado, es una cualidad irrepetible. 
A lo largo de mi vida he sido portador de nuevas teorías que han ilustrado mis conocimientos hacia ustedes, y que han respondido debidamente con cada ejercicio y trabajo encomendado, que me llena de orgullo descubrir que hay variedad y tendencias expresivas únicas, cosa que jamás podré plasmar sobre un papel ni mucho menos en un ordenador. Mi edad ya no da para más con estas tecnologías de locos.
Creo que te equivocas al afirmar que las generaciones van perdiendo interés por la lectura a medida que la tecnología se apodera de la mente de las personas, que solo le dedican tiempo completo al celular, a las tabletas y otros artefactos de esos que va alienando a generaciones enteras. Hay tiempo para leer, como tiempo para escribir. Yo lo he querido hacer. Lo he intentado de todas las formas y de todos los ánimos posibles. La enseñanza lo es todo para mí, debo confesarlo, pero también siento mucha pena de no lograr completarla con ustedes, y contigo especialmente. ¿Por qué? Porque eres estúpido, en el buen sentido del término, sin que por ello pueda generar en ti cierta animadversión ante este descubrimiento que he logrado recopilar. Es lo más lógico.
¿Por qué creo que eres estúpido? Porque no tienes convicción en lo que haces. Te he respetado y he valorado tu entrega en los cinco años académicos que estuviste conmigo, pero no era lo suficientemente estimulante ver cómo te degradabas con todo ese aire a lo Holden Caulfield, mezcla de Bukowski y mala parodia de Hemingway, que desperdiciabas por completo tu vena realmente creativa con cada mamotreto que escribías. Vamos, creo que La foca era una sucesión de frases publicitarias con el solo fin de impresionar; mientras que en El viaje perfecto era una clara alusión a Kerouac, en La mala semilla solo logras arrancar una carcajada en las treinta y ocho páginas que la componen. Ahí no radica tu estupidez. Te crees listo porque crees que te consideran inteligente por el juego de palabras que ni tú mismo entiendes; así dejas entrever que lo tuyo es la ostentación y no el arte propiamente dicho.
Pero seamos sinceros, tienes pasta; te tomas en serio lo de escribir. ¿Quién lo dice?, te estarás preguntando. Tienes razón, no tengo autoridad moral por no haber escrito nada en sesenta años; pero sí tengo la autoridad de restregar en tu cara la falta de seriedad con que tomas este asunto. Porque soy tu profesor y quiero lo mejor para ti. Y creo que debes buscar tu propia voz, tu propia visión. Encuentra tu camino no en la carretera de la autocomplacencia ni del tributo gratuito. Es bueno tener héroes, mas no así que sean ellos los que dicten tu conciencia, eres tú quien debe hacerlo al resto de mortales que te leerán de aquí a un par de años. Y sé que lo vas hacer.
Tal vez esto sea lo único que escriba. No es la mejor manera de debutar, pero tenía que expresar esta inquietud que me ha perseguido desde que escribiste Pensión de dos y me subió la presión por las vulgaridades que describías en aquella escena lésbica entre las dos ardillas que vivían en el closet del protagonista. ¿Qué querías demostrar? ¿Cuál era el punto? Hasta ahora no entiendo lo que quisiste decir con eso. ¿Era metáfora? Nunca lo sabremos.
Espero que mis palabras sirvan para clarificar tus perspectivas. No lo tomes a mal, simplemente quiero complementar tus estudios con algo de estimulación urticante como lo llamo yo. Puedes pensar en lo que quieras. No olvides que tu talento es innato y sabes construir historias, pero lamentablemente sin sentido, y tienes que darle sentido para que trasciendan. No desperdicies tu tiempo en imitar a los otros, sé tú mismo. Lo mismo le dije a tu compañera, esa que siempre usaba botas y medias de colores, que la hacían ver como una puta italiana. Sabes a quién me refiero. Bueno, ahora vive en Roma y le está yendo bien en una revista, según me cuenta. Pero no quiero que termines en un empleo remunerado pero sin ambición. Es mejor tener ambición que ganar dinero fácil.
No quiero desalentarte. Solo deseo que recapacites. Sin otra razón para saber de ti, me despido. 
Elejalde Vetusto.

Viejo de mierda.

domingo, 4 de septiembre de 2016

Tal vez lo cuente mañana (Final)

9.32 p. m.

El joven oficinista dejó a Elena a dos esquinas del departamento. Había tensión en ellos y era natural que las cosas terminaran de esa manera, esa misma noche, luego haber tenido una intensa y agotadora experiencia. La inesperada aparición de Esteban Céspedes supuso entre ellos una mezcla de sentimientos que no tuvieron tiempo de digerir ni de expresar. No había más qué decir. No era necesario. Después de todo, mañana sería otro día, según las propias palabras de su heroína Scarlett O'Hara. Elena lo sabía, tendría que pasar el vergonzoso trance de verlo en la oficina, como si no hubiera pasado nada, como si las cosas entre ellos empezaran de cero, previas a esa taza de café y al coqueteo libidinoso del cual no se arrepentirían jamás. Un hasta luego o un adiós, como sonara mejor antes de dar media vuelta y regresar al aburrido encanto de Víctor y soportar sus ronquidos o su mal olor. Al fin y al cabo, era su marido y debía estar con él, quizá porque estaba destinada a ello.

Solo bastó un beso en la mejilla y evitar una de esas bochornosas escenas de despedida. Ya tenía mucho con qué explicarle a Víctor de su desaparición, y estaba buscando el pretexto perfecto para hacerlo. Y regresó en silencio a su "dulce morada", sin mirar atrás, obviamente, dejando el pasado, dejando el atrevimiento... dejando el deseo.

8.45 p. m.

Elena no dejaba de mirar hacia la mesa de Esteban Céspedes, quien se ocupaba de unos apetitosos macarrones en salsa boloñesa oculta en queso parmesano. Su imaginación volaba y era habitual en ella tener esos sueños despierta, mientras su piel recibía todas esas vibraciones que la afectaban completamente. Ya lo había experimentado en el Metro, en la oficina con su jefe y con su compañero. Cómo podía ser partícipe de aquellas cosas si su vida con Víctor era una bufonada, que si aquel espécimen de al lado no se levantaba y la cogiera delante del resto de comensales, la noche no tendría sentido. Se puso de pie, caminó hacia él y con una sola mirada lo invitó a que la siguiera a los servicios higiénicos. ¿Y su compañero? ¡Al carajo con él!

No tardó ni tres minutos en aparecer por esa puerta. Aunque el baño era pequeño, bastaba para sus propósitos. Elena se había quitado las bragas y lo esperaba apoyada en el lavabo. A Esteban solo le bastó bajarse la cremallera y penetrarla con fuerza, que tuvo que cubrirle la boca para que no tuviera que gritar por el dolor. No había lubricado lo suficiente; pero qué más daba. Lo hicieron rápido y sin perder una sola gota de sudor. Aquel deseo incontrolable se hizo realidad; era el premio a su paciencia. Entonces, con sus vigorosos brazos la levantó y la llevó contra la pared, sacudiéndola de arriba hacia abajo, hundiendo sus firmes dedos en sus glúteos y su lengua húmeda dentro de su boca, le quitaba el aliento y acallaba sus gemidos. ¿Quién era este hombre? ¿Por qué no lo había conocido antes? ¿Por qué tenía que suceder ahora? Cuando sus entrañas se estremecieron y su vulva apretaba con fuerza aquel pene enhiesto, comprendió que todo había terminando... placenteramente. Al poco rato, regresaron a sus respectivas mesas, como si nada hubiera ocurrido.

Claro que, para desgracia del joven, la noche ya había terminado cuando Esteban Céspedes puso un pie en el restaurante. Era imposible no darse cuenta de las circunstancias ahí escenificadas. El rostro de Elena evidenciaba un rubor revelador, que no necesitó mayores explicaciones; además, su situación era la misma y no había por qué reclamar ni hacerse el ofendido. Sin embargo, quería ser el único, y no hay peor cosa para un hombre que otro le pise los talones, teniendo que soportar el hecho de que fuera mejor que él. Y claro que lo fue. Las comparaciones resultaron ser el secreto mejor guardado de Elena.

9.15 p. m.

Esteban Céspedes fumaba camino a la estación del Metro. La noche estaba despejada y corría aire fresco. Era imposible no volver sus pensamientos hacia aquel momento en particular, en el pequeño baño del restaurante. Lo que más le intrigaba era aquella mujer que había visto temprano y que volvía a encontrar en una situación que no tenía previsto ocurriera, al menos, no de la manera como hubiera querido. Estuvo de acuerdo en terminar aquella fantasía no sin antes terminar las de ella. Fue demasiado brusco para desencantarla, que su frustración se vio reflejada en los resultados. Pensó, entonces, que algo no marchaba bien en su casa... o en su cabeza. Si la hubiera golpeado, eso no cambiaría las cosas; quizá para ella sería un despertar más grotesco que desencadenaría una espiral hacia un mundo más oscuro y perturbador. No. Era demasiado. Era la voz que una vez más le repetía que tuviera cuidado, que se alejara lo más pronto posible de los problemas. No deseaba ser partícipe de la decadencia humana. No deseaba convivir con aquella pesadilla. Sabía que tarde o temprano debía enfrentarse a sus fantasmas del pasado y ya no deseaba luchar contra ellos. Ni bien subió a la rampa de la estación, no lo pensó dos veces. A pesar de las recomendaciones del inspector que se mantuviera detrás de la línea amarilla, se dejó caer bajo las ruedas del tren. Eso fue todo. No más dolor. No más preocupación.

9.45 p. m.

Apenas abrió la puerta, Víctor fue a su encuentro. El tipo estaba pálido y desencajado. Ni las preguntas ni las palabras de reproche perturbaron el caminar pausado de la mujer hacia el dormitorio. Era como si no lo escuchara, o intentaba no escucharlo. Sus pensamientos estaban fijos en cómo había liado con esas frustraciones que la habían rondado durante el día y le dieron la oportunidad de dejarlo atrás en menos de cinco horas. Ni siquiera le importó que Víctor la insultara, que le dijera puta y con cuántos hombres te habrás acostado y demás bla bla bla, que le resultó jocoso en lugar de indignante. Se desvistió, se dio un baño y se perdió bajo las sábanas. Víctor ni siquiera se había acostado, estaba sentado en el filo de la cama, esperando que esa mujer, su mujer, le dijera algo al menos satisfactorio y terminar la situación con broche de oro sin considerarse un estúpido.

-Apestas -dijo Elena-. ¿No te lo he dicho?

Víctor no supo qué decir. Tal vez esa sea la razón, pensó. Tal vez el hedor era insufrible que prefería andar por ahí en lugar de vérselas con sus miserias. No se atrevió a pedirle disculpas, ya que necesitaba saber dónde había estado y era ella la que estaba en falta. Al no tener más comentarios, se metió en la ducha, se puso desodorante y algo de colonia y se acostó a su lado. Elena le daba la espalda, con las manos debajo de la almohada y pensando en el pene de Esteban Céspedes. Era un submarino comparado con el yate de su compañero y la canoa de Víctor, al que siempre vio como un borrador Faber-Castell.

-¿No vas a decirme nada? -preguntó Víctor al oído, casi susurrando.

-Tal vez -dijo ella-... Tal vez lo cuente mañana.

Esa noche, no solo fue el fin de una relación insatisfactoria, sería el inicio de una vida dedicada al goce y a la satisfacción personal, que no dudaría en frecuentar a su jefe o a su compañero de oficina, sin importar que el lado derecho de la cama estuviera vacío. Por primera vez, después de cuatro años, supo que tenía una razón para considerarse una mujer completa y auténtica. Y no era difícil. Era cuestión de buscar y encontrar. Y sabía dónde hacerlo. Cerró los ojos y agradeció porque la noche llegaba a su fin.