domingo, 4 de septiembre de 2016

Tal vez lo cuente mañana (Final)

9.32 p. m.

El joven oficinista dejó a Elena a dos esquinas del departamento. Había tensión en ellos y era natural que las cosas terminaran de esa manera, esa misma noche, luego haber tenido una intensa y agotadora experiencia. La inesperada aparición de Esteban Céspedes supuso entre ellos una mezcla de sentimientos que no tuvieron tiempo de digerir ni de expresar. No había más qué decir. No era necesario. Después de todo, mañana sería otro día, según las propias palabras de su heroína Scarlett O'Hara. Elena lo sabía, tendría que pasar el vergonzoso trance de verlo en la oficina, como si no hubiera pasado nada, como si las cosas entre ellos empezaran de cero, previas a esa taza de café y al coqueteo libidinoso del cual no se arrepentirían jamás. Un hasta luego o un adiós, como sonara mejor antes de dar media vuelta y regresar al aburrido encanto de Víctor y soportar sus ronquidos o su mal olor. Al fin y al cabo, era su marido y debía estar con él, quizá porque estaba destinada a ello.

Solo bastó un beso en la mejilla y evitar una de esas bochornosas escenas de despedida. Ya tenía mucho con qué explicarle a Víctor de su desaparición, y estaba buscando el pretexto perfecto para hacerlo. Y regresó en silencio a su "dulce morada", sin mirar atrás, obviamente, dejando el pasado, dejando el atrevimiento... dejando el deseo.

8.45 p. m.

Elena no dejaba de mirar hacia la mesa de Esteban Céspedes, quien se ocupaba de unos apetitosos macarrones en salsa boloñesa oculta en queso parmesano. Su imaginación volaba y era habitual en ella tener esos sueños despierta, mientras su piel recibía todas esas vibraciones que la afectaban completamente. Ya lo había experimentado en el Metro, en la oficina con su jefe y con su compañero. Cómo podía ser partícipe de aquellas cosas si su vida con Víctor era una bufonada, que si aquel espécimen de al lado no se levantaba y la cogiera delante del resto de comensales, la noche no tendría sentido. Se puso de pie, caminó hacia él y con una sola mirada lo invitó a que la siguiera a los servicios higiénicos. ¿Y su compañero? ¡Al carajo con él!

No tardó ni tres minutos en aparecer por esa puerta. Aunque el baño era pequeño, bastaba para sus propósitos. Elena se había quitado las bragas y lo esperaba apoyada en el lavabo. A Esteban solo le bastó bajarse la cremallera y penetrarla con fuerza, que tuvo que cubrirle la boca para que no tuviera que gritar por el dolor. No había lubricado lo suficiente; pero qué más daba. Lo hicieron rápido y sin perder una sola gota de sudor. Aquel deseo incontrolable se hizo realidad; era el premio a su paciencia. Entonces, con sus vigorosos brazos la levantó y la llevó contra la pared, sacudiéndola de arriba hacia abajo, hundiendo sus firmes dedos en sus glúteos y su lengua húmeda dentro de su boca, le quitaba el aliento y acallaba sus gemidos. ¿Quién era este hombre? ¿Por qué no lo había conocido antes? ¿Por qué tenía que suceder ahora? Cuando sus entrañas se estremecieron y su vulva apretaba con fuerza aquel pene enhiesto, comprendió que todo había terminando... placenteramente. Al poco rato, regresaron a sus respectivas mesas, como si nada hubiera ocurrido.

Claro que, para desgracia del joven, la noche ya había terminado cuando Esteban Céspedes puso un pie en el restaurante. Era imposible no darse cuenta de las circunstancias ahí escenificadas. El rostro de Elena evidenciaba un rubor revelador, que no necesitó mayores explicaciones; además, su situación era la misma y no había por qué reclamar ni hacerse el ofendido. Sin embargo, quería ser el único, y no hay peor cosa para un hombre que otro le pise los talones, teniendo que soportar el hecho de que fuera mejor que él. Y claro que lo fue. Las comparaciones resultaron ser el secreto mejor guardado de Elena.

9.15 p. m.

Esteban Céspedes fumaba camino a la estación del Metro. La noche estaba despejada y corría aire fresco. Era imposible no volver sus pensamientos hacia aquel momento en particular, en el pequeño baño del restaurante. Lo que más le intrigaba era aquella mujer que había visto temprano y que volvía a encontrar en una situación que no tenía previsto ocurriera, al menos, no de la manera como hubiera querido. Estuvo de acuerdo en terminar aquella fantasía no sin antes terminar las de ella. Fue demasiado brusco para desencantarla, que su frustración se vio reflejada en los resultados. Pensó, entonces, que algo no marchaba bien en su casa... o en su cabeza. Si la hubiera golpeado, eso no cambiaría las cosas; quizá para ella sería un despertar más grotesco que desencadenaría una espiral hacia un mundo más oscuro y perturbador. No. Era demasiado. Era la voz que una vez más le repetía que tuviera cuidado, que se alejara lo más pronto posible de los problemas. No deseaba ser partícipe de la decadencia humana. No deseaba convivir con aquella pesadilla. Sabía que tarde o temprano debía enfrentarse a sus fantasmas del pasado y ya no deseaba luchar contra ellos. Ni bien subió a la rampa de la estación, no lo pensó dos veces. A pesar de las recomendaciones del inspector que se mantuviera detrás de la línea amarilla, se dejó caer bajo las ruedas del tren. Eso fue todo. No más dolor. No más preocupación.

9.45 p. m.

Apenas abrió la puerta, Víctor fue a su encuentro. El tipo estaba pálido y desencajado. Ni las preguntas ni las palabras de reproche perturbaron el caminar pausado de la mujer hacia el dormitorio. Era como si no lo escuchara, o intentaba no escucharlo. Sus pensamientos estaban fijos en cómo había liado con esas frustraciones que la habían rondado durante el día y le dieron la oportunidad de dejarlo atrás en menos de cinco horas. Ni siquiera le importó que Víctor la insultara, que le dijera puta y con cuántos hombres te habrás acostado y demás bla bla bla, que le resultó jocoso en lugar de indignante. Se desvistió, se dio un baño y se perdió bajo las sábanas. Víctor ni siquiera se había acostado, estaba sentado en el filo de la cama, esperando que esa mujer, su mujer, le dijera algo al menos satisfactorio y terminar la situación con broche de oro sin considerarse un estúpido.

-Apestas -dijo Elena-. ¿No te lo he dicho?

Víctor no supo qué decir. Tal vez esa sea la razón, pensó. Tal vez el hedor era insufrible que prefería andar por ahí en lugar de vérselas con sus miserias. No se atrevió a pedirle disculpas, ya que necesitaba saber dónde había estado y era ella la que estaba en falta. Al no tener más comentarios, se metió en la ducha, se puso desodorante y algo de colonia y se acostó a su lado. Elena le daba la espalda, con las manos debajo de la almohada y pensando en el pene de Esteban Céspedes. Era un submarino comparado con el yate de su compañero y la canoa de Víctor, al que siempre vio como un borrador Faber-Castell.

-¿No vas a decirme nada? -preguntó Víctor al oído, casi susurrando.

-Tal vez -dijo ella-... Tal vez lo cuente mañana.

Esa noche, no solo fue el fin de una relación insatisfactoria, sería el inicio de una vida dedicada al goce y a la satisfacción personal, que no dudaría en frecuentar a su jefe o a su compañero de oficina, sin importar que el lado derecho de la cama estuviera vacío. Por primera vez, después de cuatro años, supo que tenía una razón para considerarse una mujer completa y auténtica. Y no era difícil. Era cuestión de buscar y encontrar. Y sabía dónde hacerlo. Cerró los ojos y agradeció porque la noche llegaba a su fin.

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