martes, 5 de marzo de 2019

Sexoadictos anónimos: Swingers

Mi esposa y yo llevábamos haciendo esto desde que nos conocimos en la universidad. Fue por curiosidad, más que todo, gracias a un grupo de intercambio danés que tenía las cosas claras sobre el tema. Al principio parecía sacado de alguna película porno de segunda, con gente revolcándose en el suelo y por el resto de la casa, con jadeos y el olor a sudor que se impregnaba en el ambiente. Mi mujer fue la primera en desfallecer por obra y gracia de unas muchachas que la llevaron a un rincón, mientras que un servidor se deleitaba viéndolas convertidas en anguilas lascivas, hasta que formaba parte del juego atraído por la sensación de follar a otra mujer que no fuera la mía, mientras ésta observaba. Fue la prueba que necesitábamos para entender que nuestra relación era de lo más perfecta.

Desde entonces fuimos invitados a otras reuniones, esta vez en grupos pequeños, íntimos, de confianza, donde pudiéramos dar rienda suelta a nuestra imaginación. Antes y después del matrimonio ya habíamos dado la vuelta al mundo en estas lides y nos parecía tan natural como beber yogur por las mañanas.

En el condominio donde vivíamos había parejas jóvenes, profesionales, con un futuro asegurado. No fue difícil congeniar con cada uno de ellos cada vez que compartíamos la piscina o la parrilla. Eran domingos nada fuera lo común, de no ser por otra pareja recién instalada que tenía los mismos gustos que nosotros. Conversamos al respecto y nos propusimos experimentar con ellos lo que bien se podría definir como el principio de la debacle moral que nos condenaría por siempre.

Esa noche fuimos a su departamento, llevamos vino y queso y nos sorprendieron con una cena maravillosamente preparada para la ocasión. Eran buenos anfitriones, sin duda. Hablamos de todo un poco, rompimos el hielo y de inmediato ya estábamos desnudando nuestros más íntimos secretos mientras apreciábamos nuestros cuerpos en medio de la sala. No pude evitar sentirme algo intimidado por mi amigo. Tenía el pene del tamaño de una trompa de elefante, que mi mujer no le quitaba los ojos de encima. Obviamente, mi pene no estaba del todo mal, pero las comparaciones saltaban a la vista. La mujer de mi amigo sí que era todo lo contrario a mi pareja. Caderas anchas, senos perfectos y un culo carnoso. Sin previo aviso, estábamos besándonos sobre el sofá, mientras mi amigo le lamía el clítoris a mi mujer encima del bar kitchen para luego practicar un largo y prolongado 69, que terminaron por venirse uno encima del otro.

La mujer de mi amigo se movía bien. Me ponía la cara entre sus pechos y pedía que le lamiera y mordiera los pezones. Eran rosados, duros y erectos. Un deleite tanto para mí como para ella. Sin previo aviso, su pareja se le acercó por detrás y la penetró con tal fuerza que el grito no era de dolor, sino de lujuria. Mi mujer se nos unió y empezó a besarla y meterle la lengua en la boca, compartiendo el semen de su marido que aún le quedaba en la cara. Cambiamos de mujer. Yo se lo di por atrás, claro, mientras la otra me metía el dedo por el culo, provocándome una eyaculación mucho más placentera que de costumbre. Estuvimos así hasta el amanecer, con unos cuantos tragos encima y con la promesa de repetir la experiencia. A la semana siguiente, fuimos nosotros quienes organizamos la cena y... el resto es historia.

Pusimos un anuncio en una de estas páginas de citas. "Swingers" era el título. Las respuestas no se hicieron esperar. Nuestro buzón de correo estaba lleno y debíamos depurar los mensajes a nuestro gusto y consideración. Para evitar poner incómodos a nuestros vecinos, las citas se organizaban en un hotel o en casa de una de estas parejas. Pero, a medida que alimentábamos el morbo, veíamos lo tan monótona y tan aburrida que se había convertido nuestra vida sexual que decidimos dar un paso más adelante al proponer el uso de accesorios y los juegos de roles, que nadie dudó en acatar por lo excitante que se veía. El BDSM se convirtió en un fetiche recurrente que fue creciendo en osadía, al punto de provocarnos lesiones sin que pudiesen ocultarse de no ser por el maquillaje o la ropa.

La coca también pasó a ser un elemento necesario y disfrutable. Nos llenaba de potencia, nos mantenía despiertos a tal grado que no dormíamos si no estábamos satisfechos. Ya mi mujer estaba experimentando con tríos y cuartetos, que no pude resistirme a la idea. La cosa también se aplicaba a mí. Nos deleitábamos masturbándonos como simples espectadores. Nos drogábamos y terminábamos haciéndolo como una pareja normal, que a la siguiente hora ya estábamos invitando a otras parejas a formar parte de este rito que no tenía visos de detenerse.

Habíamos perdido la brújula. Se nos escapó de las manos y no sabíamos cómo encarrilarla. Lo que al principio resultó ser un juego inocente, se convirtió en una manera de vida que nos fue alejando de la realidad. Algunos inquilinos estaban preocupados por el mal aspecto que proyectábamos, taciturnos y dopados por efecto de la droga o por la mala noche que pasábamos. Y fue suficiente. La junta de propietarios pidió que nos fuéramos del condominio por el bochornoso espectáculo que dábamos casi todos los días frente a sus hijos, inclusive. Andábamos irritados y malhumorados casi todo el tiempo y discutíamos con los demás vecinos de cualquier tontería que se nos ocurría. Dejamos el departamento, lo pusimos a la venta y nos fuimos a vivir a la casa de sus padres, que estaba desocupada varios meses después de que mi suegro muriera de un infarto.

Ya instalados, volvimos a las andadas. Las orgías eran interminables. Los vecinos hacían vigilia y llamaban a serenazgo o a la policía para frenar el barullo que rompía con su tranquilidad. La última vez que hicimos esto fue la señal de alarma que necesitábamos para despertar. Invitamos a dos parejas. Hicimos todo lo que se requería para complacerlos y ser complacidos; pero, finalmente, nos robaron. Sí. Aprovecharon que estábamos drogados para llevarse cosas de valor y el dinero que tenía guardado para la coca. Decidimos buscar ayuda. Y nos dimos cuenta que no éramos los únicos. La gente a nuestro alrededor parecía sufrir lo mismo que nosotros. Sus historias eran menos o más intensas que la nuestra con un mismo desenlace. Pedíamos inclusión y tolerancia, pero era un camino arduo y paciente que a muchos les tomaría trabajo encontrarlo. El coach tenía las palabras precisas para dar un vistazo a este mundo corrompido y de inmediato le confiamos nuestras almas por lograr el final feliz que tanto buscábamos.

Quería sentirme aliviado, al igual que mi esposa... ¿Lo encontraríamos finalmente?

lunes, 4 de marzo de 2019

Sexoadictos anónimos: El hombre de la polera azul

Desde niño he sido flaco. Demasiado, diría mi madre, que me daba todos los potajes habidos y por haber con tal de verme robusto, con las mejillas sonrosadas y semblante de niño bueno salido de un comercial de champú. Así era y sigo siéndolo, solo que, a medida que iba creciendo y optaba por aficiones poco decentes, mi apariencia parecía sacada de uno de esos personajes de The Walking Dead, que ya resultaba chocante. No conseguía novia, amiga cariñosa o putita al paso. Mi aspecto cadavérico provocaba repulsión a las féminas, pues, como era de esperarse, creían que estaba enfermo o, más aún, que portaba ya saben qué enfermedad. Perdía mi tiempo explicándolo. Era inútil. Así que me aislé y dediqué mi tiempo a satisfacerme encerrado en mi dormitorio, acompañado solo de Jada Stevens o Valentina Nappi.

Mi gusto por el porno se remonta desde los quince, cuando mi padre me regaló un reproductor DVD, creyendo que mi afición por el cine se resumía a Orson Welles o Elia Kazan. No, mis referentes inmediatos eran Andrew Blake o John Stagliano. Iba al sótano de Polvos Azules y buscaba las novedades recomendadas por mi proveedor, además de Hentai y clásicos como Calígula o El imperio de los sentidos. Menudo nerd. Me pasaba en vela viendo cada película nueva, navegando además páginas web y aumentando mi ansiedad con cada descarga de fluidos sobre la cama o el cuarto de baño. Mi madre golpeaba la puerta cada vez que me demoraba en salir: ¡Llevas una hora ahí dentro! ¿Qué tanto haces? Le decía que estaba estreñido o todo lo contrario. Pero ya sospechaba, solo que era demasiado recatada para afrontar la cosa directamente. Mi padre, que no se metía en problemas con nadie, era más complaciente y recurría al viejo adagio de Tienes que debutar de una buena vez. Me llevó donde la mami de Lince, una conocida suya que ostentaba una variada retahíla de damas de compañía que, valgan verdades, volvería loco a cualquiera.

A ninguna de ellas parecía agradarle la idea de atenderme, y eso que escogí a una en particular, con las características que tanto me gustaban en una actriz porno. Pero no. Mi padre ya estaba perdiendo la paciencia y eso me desmoralizaba aun más. La mami se ofreció como buena samaritana; pero las cosas salieron peor de como empezaron. No tuve una erección y hasta pensó que yo era gay. No, simplemente no me gustaba el olor a vagina que despedía su entrepierna. Y era muy vieja. ¡Eres un pajero, maldita sea!, gritaba mi padre camino a casa. Pero luego comprendió que estaba en una edad difícil y de descubrimientos, así que dejó que continuara, pero solo dos veces al día. Cuarenta ya era considerado anormal.

Los años fueron pasando y, a pesar de mis estudios y empleos zigzagueantes, no había otra cosa mejor que seguir las enseñanzas de Onán para paliar mis ansiedades. Era inevitable no sentirme atraído por alguna compañera de estudio o de trabajo, siempre con esos atributos que me hacían recurrir al baño constantemente. Como era de esperarse, mi último empleo me condenó al ostracismo dentro de un cubículo en la parte más remota de un sótano. Ordenaba facturas y otros documentos de ínfima importancia solo para no dar un mal aspecto a la oficina. Como todos eran chicos reality, un Ichabod Crane era imposible de digerir entre los visitantes y el resto de empleados. Pero fue también una bendición, ya que podía hacer lo que me diera la gana, entrando a páginas web y sacudir el muñeco cuantas veces fuera posible, sin ser observado.

Nada de lo que he narrado se escapa de lo políticamente correcto. Hay cosas peores que he hecho en nombre de mi problema. Sí, lo considero un problema por la ausencia de motivaciones sociales y de interacción personal. Era un ermitaño, un paria, un enfermo sexual que sufría la indiferencia de algunos y el desprecio de todos. No en vano me recomendaron estas terapias de rehabilitación, pero no estoy seguro si me ayudaría a solucionarlo. Verme rodeado de estas personas no me motivaba explicar mis intimidades. Claro, el coach dice que todo lo que se diga en esta sala, se queda en esta sala. Pero, ¿y ellos? Van a tener muy en cuenta de lo que uno es y no dejarán de pensar en eso. A mí no me interesa la vida de los demás; me interesa lo que ellos piensen de mí. Eso me aterra. La putita y la gorda no dejan de mirarme como si hubiera salido del averno. Creo que les doy miedo en lugar de asco. Más asco siento por esos dos, que dicen ser pareja. Aún no les toca hablar, pero ya siento escozor con solo sentir su respiración. Es como si fueran siameses, están sincronizados; si uno mueve la pierna izquierda el otro hace lo mismo. No sé qué hacer.

He deambulado por este mundo tras la puerta sin dejar de pensar en lo que dijo mi madre la última vez que la vi: Eres egoísta. ¿Lo soy? No lo serán ellos, más bien, al haberme negado la posibilidad de formar parte de ese otro lado de la puerta. Lo único que quise fue que me aceptaran como era, con mis defectos y virtudes. Sí, lo admito, soy acomplejado y nada carismático; pero eso no amerita a que me desterraran como a un leproso. Es indignante. Si logro sobrevivir a estas terapias, es posible que renuncie a mi vida anterior. Quiero ser el mismo, no quiero cambiar esa parte de mí que me hace especial a los ojos de nadie. ¿Buscar otra salida? Lo he pensado. Y creo que sería la mejor opción, de no haber nada más para mí. La puerta se ha cerrado... y no creo que nadie tenga la llave para abrirla.

domingo, 3 de marzo de 2019

Sexoadictos anónimos: Ama de casa insatisfecha

Al principio sentía repulsión hacia mí misma. Me veía al espejo y era todo un problema no encontrar nada que pudiera usar en un día cualquiera. Menos en verano, cuando quieres ir a la playa o a la piscina. Era el centro de atención y víctima de comentarios hirientes en contra de mi apariencia. El prejuicio de la nueva generación, donde todo es light y perfecto, repleto de chicas reality y modelos que se retocan los senos y el culo con aceite de avión. Y no les dicen nada. Pero frente a todas esas incongruencias estéticas, tuve la voluntad de bajar de peso. Buscaba la mejor dieta que produjera en mí algún efecto positivo, que me devolviera la confianza en mí misma. Pero todo ese esfuerzo, a la larga, sería en vano. Las dietas milagrosas no existen, solo la voluntad de comer menos y hacer ejercicio, aunque sudara la gota gorda.

No sé por cuánto tiempo estuve en ese vaivén de bajar unos kilos para sentirme mejor y no esconder los rollos debajo de una blusa que ni siquiera me quedaba bien. Hasta me parecía a la mujer del granjero Hoggett. Ni siquiera mi cara bonita ayudaba. Tengo unos ojos preciosos, nariz recta y labios carnosos, como para promocionar productos de Avon. Lo mejor, creo, modestia a parte, es mi culo. Tengo un culo redondo, formado, sin estrías ni várices. Diría que parece porcelana bien pulida. Poco pecho, eso sí. Apenas dos limones armoniosos debajo de esta grasa que transita por mi piel sin saber cómo eliminarla.

Como saben, en cada grupo de amigos siempre hay una gordita, el bufón que acompaña a la sexy, a la intelectual y a la lesbiana feminista para que las noches se hagan más divertidas. Y así me veían. Era la que les hacía el bajo con el chico que, irónicamente, a mí también me gustaba, pero que jamás se fijaría en mí por obvias razones. ¡Hasta la lesbiana tenía más suerte que yo! Y, bueno, eran putas. Lo admito. Sabían pasarla bien y arrasaban con cada espécimen que se les cruzaba en el camino. Yo, desde luego, era un mudo espectador que finalmente daba un paso al costado hasta el siguiente fin de semana. Y me cansé. Me cansé de no ser tomada en serio y ser subestimada por gente que yo sí apreciaba.

Los hombres, especialmente los que formaban parte de nuestro grupo, me veían como la gordita bonachona, la que sabía escuchar y dar consejos para que con otras pudieran tirar sin remordimientos. ¿Y yo? ¿No saben que una mujer obesa es mucho más ardiente que cualquier anoréxica de la avenida Larco? He leído sobre el tema. La mayoría de nosotras tenemos algo en nuestro sistema endocrino que provoca ser más proclives al deseo sexual. No hay nada más placentero que comer carne de la buena, estar dispuesta a entregarlo todo y que te lo agradezcan cada mañana al despertar. No, simple y llanamente me inhibió, me envolví en un caparazón, dejé de lado a los que decían ser mis amigos y decidí vivir según mis principios: sola. Pero no por mucho tiempo.

Conocí a un hombre a través de una página de citas (sí, a esos extremos llegué). Afortunadamente tenía fijación por las mujeres XL. Debo reconocer que me sorprendió mucho el querer llevarme a la cama el primer día que decidimos salir y conocernos. Bueno, muy en el fondo, me sentí halagada, pero debía verme digna, no tan desesperada por un revolcón. Sin embargo, esa noche pasamos las horas hablando de la existencia del mosquito en la banca de un parque. No insistió en llevarme a un hotel ni nada por el estilo. Se portó como todo un caballero. Y decidimos vernos otro día y otro día y otro día... hasta casarnos. Sí, nos casamos, aunque les parezca extraño y trillado. Fue en la noche de bodas que nos pusimos al corriente, y debo confesar que mi marido era todo un animal en la cama. Se deleitaba con mis carnes, en especial con mi culo, que lo adoró como no tienen idea. Por supuesto que no dejé que su pene entrara por ese pequeño orificio; pero su beso negro era delirante. Me hacía voltear los ojos, así, literalmente hablando.

Encontré mi sexualidad. Aprendí a controlar mi represión de mostrarme desnuda frente a un hombre. Eso, por supuesto, cohíbe a cualquiera. Aún no me acostumbraba y a él eso parecía divertirle. Lo hacíamos con la luz apagada y debajo de la sábana para que no me sintiera incómoda. Luego, ya no me importó. Los domingos andábamos en la casa desnudos, lo hacíamos en el momento menos pensado, mientras veíamos televisión, cuando estaba cocinando o lavando la ropa. Éramos nosotros dos y nuestro sexo, nuestro placer y nuestro amor.

Pero, como en toda historia, el matrimonio duró poco. Seis años para ser exactos. Él terminó conociendo a otra mujer menos voluminosa pero bien proporcionada. Ironías de la vida. Me desgració la vida porque no volvería a encontrar a otro hombre que me sometiera a todas esas perversiones que fui aprendiendo a su lado. Quise volver a esa página de citas, pero de solo pensarlo se veía tan degradante. No había más que gente desesperada por querer ser aceptada, que preferí eliminar mi perfil y tentar suerte en algún casino o tragamoneda. Habría gente dispuesta a ligar con una, ¿no? Pero no tuve suerte. No había de dónde escoger a decir verdad. Era mejor buscar su propia codicia sexual a puerta cerrada en lugar de dar lástima. Y todo fue tan rápido que no lo vi venir. Me masturbaba horas de horas en busca del mismo placer que me había dado mi exmarido. No lo conseguí. Hasta usé algún falo, fruto o verdura que se asemejara al tamaño y grosor de su pene para sentirlo dentro. Imposible. Y me dije: te estás aferrando al pasado. Déjalo ir. Efectivamente, ese hombre era todo mi mundo y no quería cambiarlo por nadie más; lo que me llevó a caminos insospechados, a buscar la atención de los hombres, por el simple hecho de verme y ser deseada. A veces lo conseguía, como otras veces no, recibiendo más bien insultos y burlas por mi obesidad. No pude resistirlo.

Me armé de valor y compré un dildo. Lo usé toda una mañana y la tarde del siguiente día. Mi desesperación por conseguir placer por fin dio sus frutos. Los orgasmos eran prolongados y consecutivos, que ya me hacían perder la razón. No importaba estar agotada, no quería detenerme. Era un castigo, una penitencia a la que estaba inmersa sin saber qué lo originó. Y la gota que derramó el vaso fue introducirme una zanahoria por el recto tras querer descubrir ese placer del que tanto me había hablado mi exmarido. No pude saberlo, ya que tuve que ir al hospital para que me lo sacaran y sufrir una de las vergüenzas públicas más comentadas en los últimos meses vía Twitter. Me recomendaron, posteriormente, visitar uno de estos centros de rehabilitación para personas como yo que tratan de corregir alguna parafilia añadida a su estilo de vida.

Aunque escucho las palabras bienintencionadas de nuestro coach, siento que me encuentro en un dilema más que todo moral. ¿Por qué cambié? ¿Por qué el túnel oscureció y dejé de ver la luz al final de este? Creo reconocer que la culpa de todo es mía, por no complacer a mi exmarido en algunas cosas que me pedía y que pudo encontrarlas en esa voluptuosa mujer que le secó el cerebro sin darme siquiera la oportunidad de enmendar mis errores. Pero sería egoísta de su parte no compartir la culpa. No. Eso demuestra que no me quiso lo suficiente.

La tarde se hizo pesada. Hay receso para aclarar la mente y no hago otra cosa mejor que beber café y sentarme a solas en un apartado rincón, lejos de las miradas curiosas y del ente inquisidor que se ha vuelto el tipo de la polera azul. Parece que no hubiera comido en semanas. Después de todo, espero encontrar la paz en este nuevo grupo de "amigos" que he venido a conocer en una etapa de mi vida que está a punto de colapsar. Solo espero estar a la altura de las circunstancias, por mi bien y por el bien de quienes me rodean.

sábado, 2 de marzo de 2019

Sexoadictos anónimos: La chica del piercing en la nariz

No sé cuándo empezaron a interesarme estas cosas. Dicen que, al momento que nos llega la menarquia, todo cambia dentro de una; pero es a los catorce cuando puedo decir que experimenté por primera vez lo que era la sexualidad... mi sexualidad. Fue con el amigo de mi hermano, tres años mayor que yo. Siempre he sido muy campechana con las personas y la confianza empezaba desde el hola inicial hasta que tomaba forma con el paso de las horas. Esa misma noche, a solas en su casa, el chico me quitó las bragas y acarició mi entrepierna como si se tratara de un DJ rasgando un vinilo sobre el tornamesa. Fue una sensación rara, rica y envolvente. Desde aquella vez no pude detenerme, quería más sin darme cuenta que se estaba gestando en mí una adicción que me costaría caro a la larga. Al poco tiempo, sin embargo, el chico se aburrió de mí o yo de él, no lo sé, porque no volví a verlo; tuve que recurrir a otras amistades de uno u otro sexo o, a solas, en mi dormitorio, tocándome yo misma, mientras revisaba páginas porno de la Internet. Me imaginaba en una de esas, mostrándole al mundo de lo que era capaz.

Sin ánimos de vanagloriarme, ya a los dieciséis contaba con veintiocho amantes furtivos y uno que otro enamoradito que me ayudaron a explorar más mi morbo. Recuerdo un domingo, cuando en aquella época aún iba con mis padres a misa, el tío de un compañero de colegio se animó a acompañarnos. Se sentó a mi lado y entendí que sus caricias iniciales no eran otra cosa que una invitación a su dormitorio. Me tocaba el hombro o el muslo luego de un comentario gracioso que se me ocurría en ese momento, que le seguí el juego a vista y paciencia de mi madre, que notaba cierto coqueteo en ambos. ¡Por Dios, Mateo, es una niña! era lo que se traducía en su mirada. Para no aburrirlos, me dejó su teléfono y acordamos vernos antes de que su mujer regresara de viaje. Y lo hicimos no sé cuántas veces esa tarde. Estaba desatada. Fue mi primer anal y no pude negarme a cualquier cosa que se le ocurría a este semental de pelo en pecho y enorme cremallera. Fueron las seis horas más intensas que tuve. A diferencia de los chicos de mi edad, el hombre sabía cómo exprimir los sentidos a una mujer. Dicen que la edad te enseña y la experiencia que destilaba de sus poros era de antología.

A los veintiún años puedo decir que he vivido más que cualquier chica, inmersa detrás de una computadora o un libro. Yo me dediqué a deambular por el mundo; bueno, es un decir, porque no salía de Lima, solo daba pasos agigantados lejos de los míos, quienes entendieron que no cambiaría por las razones que ellos creían. Sin duda, le echaban la culpa a las malas juntas y a la marihuana. Ja, ja, ja. ¡Si supieran! Pero ya estaba señalada. A los diecinueve me puse el piercing y me tatué el muslo izquierdo con el símbolo de Prince, mi héroe.

No dejaba de cogerme a cuanto hombre se cruzaba en mi camino. Lo hacía hasta ocho veces diarias, con uno o más hombres a la vez. Solo descansaba en Semana Santa, porque, aunque piensen lo contrario, soy una devota católica. Era demencial. Pude hacerle el favor al párroco del barrio, un hombre entrando a la treintena de la vida, guapo, atento y servicial; pero, lamentablemente, ya sabemos que sus gustos diferían a los de cualquier mortal y eso, para mí, era un despropósito que se debería tomar en cuenta a la hora de bautizar a un niño.

Una chica me recomendó cobrar y dedicarme a esto, si tanto me gustaba. Le dije que no en un inicio, pero la tentación por la comodidad que representaba pudo más que mis principios. ¡Y vaya que sí fue productivo! En un día ganaba más que mi padre en un mes. Y su sueldo no era poca cosa. En menos de un año fui la escort más solicitada del medio. Conocí artistas, cantantes y futbolistas; pero nunca me consideré exclusiva para ninguno de ellos, a pesar de que la mayoría pagaba bien. Mis deseos eran demasiado volátiles y desinhibidos para desperdiciarlos por una sola pieza. Y las he tenido de todos los tamaños, formas y colores. Sí, aunque no lo crean. Uno de mis clientes, un coreano jugador compulsivo, tenía un pene del tamaño de mi dedo meñique, que el condón se le resbalaba por entre las bolas. Tuve que usar una bolsita de marciano para que encajara. Sí, estoy exagerando. Muy diferente al de un moreno de esos grandotes, que se dedica a cuidar el ingreso de una de las discotecas más exclusiva a la que asistía. Siempre me dejaba entrar no sin antes darle su respectiva "propina". Su pene era cuatro veces más grande que la de aquel coreano. Ese sí me hizo gritar... No de dolor, claro está.

Las cosas se salieron de control cuando los clientes empezaron a exigir cosas más raras y agresivas. Me ataban a la cama, me escupían, me quemaban la espalda con cera de vela, me abofeteaban o me orinaban encima. Uno casi defeca encima mío, si no fuera por mi insistencia de no hacerlo. Así me hubiera pagado seis veces más de la tarifa habitual, no le entraba a eso. Ya les dije que podía hacerlo con más de uno a la vez. Hasta ahí llegaba. Fue cuando decidí parar. Escuché de este servicio de terapias y la primera vez que puse un pie ahí creí que me juzgarían por lo que era. Todo lo contrario. Aquí somos iguales, pero no puedo evitar sentir una atracción casi mórbida por mi coach. Tiene sus años, y eso lo hace más interesante. Pero no, estoy aquí para buscar ayuda no para fomentar la desunión. Mis compañeros son encantadores y patéticos como yo. Eso me gusta. No soy la única que se ve como bicho raro.

Debo confesar que hay algo especial en mi coach. Escucharlo se me eriza la piel y no puedo reprimir mis deseos. Voy al baño y descargo toda esa complejidad que me consume. Es doloroso. Puedo sentirlo ahora. Ese placer inicial se ha convertido ahora en un calvario que difícilmente puedo aplacarlo con una simple caricia. Y creo que se ha dado cuenta de ese sufrimiento, pero no dice nada o no quiere involucrarse en mi juego. No exijo lo que no se quiere. Lastimosamente, regreso a mi silla y sigo sin entender qué hago aquí si aún no puedo controlar mis impulsos. Necesito ayuda.

viernes, 1 de marzo de 2019

Sexoadictos anónimos

Los rostros de cada uno de los presentes denotaba un estado de ánimo que no era precisamente de satisfacción. Al menos dos de ellos tenía el semblante desencajado que ni siquiera el café más cargado podría aliviar. La joven a su lado, con un piercing atravesado en los orificios de la nariz, masticaba un chicle que a duras penas ocultaba su mal aliento y el otro, dos sillas detrás de ella, parecía más un zombie que un paciente aniquilado por la mala noticia que pesaba sobre su organismo.

Al final de la hilera, una voluminosa mujer, ama de casa, pasada las cuatro décadas y con unos cuantos años de soportar la vorágine de su anterior relación, no se contentaba con ser el centro de comentarios maledicentes que llenaban aquella sala rectangular. Sus manos rechonchas debajo del suéter, ocultaban el sudor de la vergüenza, tiempo atrás dedicadas a las actividades domésticas, y que ahora eran parte de una culpa que surgía noche tras noche entre sus piernas, como cosquilleos inequívocos de un deseo desenfrenado y difícil de detener con solo una zanahoria.

El hombre frente al podio, de mirada juiciosa pero comprensiva, se dirigió a los presentes con uno de sus habituales discursos de bienvenida, especialmente para aquellos que recién se acoplaban al grupo. Lo había repetido cientos de veces cuando inició las terapias, cuando él también fue esclavo del sexo y su conducta ocasionó perderlo todo. Ya estaba habituado a tratar con gente que pedía a gritos una solución a sus problemas. No tenía todas las respuestas, eso era evidente, pero al menos -pensaba- era un bálsamo momentáneo para aquellos que buscaban la redención.

Sus horas más oscuras las afrontó junto a una prostituta que le llenó la cabeza de sueños y fantasías, resaltando su bien pronunciada masculinidad y su insaciable apetito que aumentaba horas tras horas en una pequeña habitación de hotel. La mujer sabía cómo conquistarlo, era su oficio, a cada paso que daba su cartera iba acumulando ganancias y no le importaba si su hombre desfallecía de cansancio, era su vida, pensaba en sus propias necesidades con las que podía dormir tranquila. A él tampoco le importaba, su adicción era superior al clamor de ser salvado.

Afortunadamente, eso quedó atrás. Fueron años destructivos y nada provechosos. Lo supo luego de que su mujer lo abandonara, dejándolo sin hogar, sin hijos, sin amigos. Uno de ellos fue finalmente quien se ocuparía de ella y los niños. Fueron a vivir lejos, sin recurrir a la justicia. Simplemente desaparecieron. Los años posteriores fueron de iluminación. Encontró la luz, y no esa luz que todos piensan, al entregarse a Dios y demás mitología pueblerina. No. Aprendió a controlar sus impulsos bestiales hacia algo más productivo, más enriquecedor. Se vio a sí mismo como ejemplo de lo que era la degradación humana, proclive a las tentaciones más inverosímiles y gestantes de un universo repleto de falsas expectativas y retorcidas satisfacciones. Y ahora estaba aquí, junto a este variopinto ramillete de patéticas criaturas que, como en su caso, perdieron la dignidad por un poco de "cariño".

A medida que avanzaba en su discurso, la chica del piercing en la nariz hundía las uñas en las piernas y trataba de no ser tan evidente al retorcerlas víctima de una espontánea venida de fluidos. No dejaba de mirar a su interlocutor con mirada agresiva y desprovista de todo el sentido del respeto. Sus sueños la hacían volar hacia otra dimensión, mientras la mujer voluminosa lloraba en silencio escuchando las palabras de aliento que profesaba el coach. Dos mundos distintos, pero con el mismo sentido de liberación que cada una encontraría a su manera.

Tuvo que pedir permiso al baño para, antes de mojarse la cara, descargar toda la exacerbación contenida, escondida en el retrete, oscilando la punta de sus dedos sobre el botón rojo de su entrepierna, que marcaba "Alerta" a cada sacudida corporal. Tuvo que cubrirse la boca para aplacar el gemido lastimoso y reconstituyente que la devolvió a la calma y al mismo vacío que había vivido con ella durante varios años. 

Esta historia apenas comienza.