martes, 5 de marzo de 2019

Sexoadictos anónimos: Swingers

Mi esposa y yo llevábamos haciendo esto desde que nos conocimos en la universidad. Fue por curiosidad, más que todo, gracias a un grupo de intercambio danés que tenía las cosas claras sobre el tema. Al principio parecía sacado de alguna película porno de segunda, con gente revolcándose en el suelo y por el resto de la casa, con jadeos y el olor a sudor que se impregnaba en el ambiente. Mi mujer fue la primera en desfallecer por obra y gracia de unas muchachas que la llevaron a un rincón, mientras que un servidor se deleitaba viéndolas convertidas en anguilas lascivas, hasta que formaba parte del juego atraído por la sensación de follar a otra mujer que no fuera la mía, mientras ésta observaba. Fue la prueba que necesitábamos para entender que nuestra relación era de lo más perfecta.

Desde entonces fuimos invitados a otras reuniones, esta vez en grupos pequeños, íntimos, de confianza, donde pudiéramos dar rienda suelta a nuestra imaginación. Antes y después del matrimonio ya habíamos dado la vuelta al mundo en estas lides y nos parecía tan natural como beber yogur por las mañanas.

En el condominio donde vivíamos había parejas jóvenes, profesionales, con un futuro asegurado. No fue difícil congeniar con cada uno de ellos cada vez que compartíamos la piscina o la parrilla. Eran domingos nada fuera lo común, de no ser por otra pareja recién instalada que tenía los mismos gustos que nosotros. Conversamos al respecto y nos propusimos experimentar con ellos lo que bien se podría definir como el principio de la debacle moral que nos condenaría por siempre.

Esa noche fuimos a su departamento, llevamos vino y queso y nos sorprendieron con una cena maravillosamente preparada para la ocasión. Eran buenos anfitriones, sin duda. Hablamos de todo un poco, rompimos el hielo y de inmediato ya estábamos desnudando nuestros más íntimos secretos mientras apreciábamos nuestros cuerpos en medio de la sala. No pude evitar sentirme algo intimidado por mi amigo. Tenía el pene del tamaño de una trompa de elefante, que mi mujer no le quitaba los ojos de encima. Obviamente, mi pene no estaba del todo mal, pero las comparaciones saltaban a la vista. La mujer de mi amigo sí que era todo lo contrario a mi pareja. Caderas anchas, senos perfectos y un culo carnoso. Sin previo aviso, estábamos besándonos sobre el sofá, mientras mi amigo le lamía el clítoris a mi mujer encima del bar kitchen para luego practicar un largo y prolongado 69, que terminaron por venirse uno encima del otro.

La mujer de mi amigo se movía bien. Me ponía la cara entre sus pechos y pedía que le lamiera y mordiera los pezones. Eran rosados, duros y erectos. Un deleite tanto para mí como para ella. Sin previo aviso, su pareja se le acercó por detrás y la penetró con tal fuerza que el grito no era de dolor, sino de lujuria. Mi mujer se nos unió y empezó a besarla y meterle la lengua en la boca, compartiendo el semen de su marido que aún le quedaba en la cara. Cambiamos de mujer. Yo se lo di por atrás, claro, mientras la otra me metía el dedo por el culo, provocándome una eyaculación mucho más placentera que de costumbre. Estuvimos así hasta el amanecer, con unos cuantos tragos encima y con la promesa de repetir la experiencia. A la semana siguiente, fuimos nosotros quienes organizamos la cena y... el resto es historia.

Pusimos un anuncio en una de estas páginas de citas. "Swingers" era el título. Las respuestas no se hicieron esperar. Nuestro buzón de correo estaba lleno y debíamos depurar los mensajes a nuestro gusto y consideración. Para evitar poner incómodos a nuestros vecinos, las citas se organizaban en un hotel o en casa de una de estas parejas. Pero, a medida que alimentábamos el morbo, veíamos lo tan monótona y tan aburrida que se había convertido nuestra vida sexual que decidimos dar un paso más adelante al proponer el uso de accesorios y los juegos de roles, que nadie dudó en acatar por lo excitante que se veía. El BDSM se convirtió en un fetiche recurrente que fue creciendo en osadía, al punto de provocarnos lesiones sin que pudiesen ocultarse de no ser por el maquillaje o la ropa.

La coca también pasó a ser un elemento necesario y disfrutable. Nos llenaba de potencia, nos mantenía despiertos a tal grado que no dormíamos si no estábamos satisfechos. Ya mi mujer estaba experimentando con tríos y cuartetos, que no pude resistirme a la idea. La cosa también se aplicaba a mí. Nos deleitábamos masturbándonos como simples espectadores. Nos drogábamos y terminábamos haciéndolo como una pareja normal, que a la siguiente hora ya estábamos invitando a otras parejas a formar parte de este rito que no tenía visos de detenerse.

Habíamos perdido la brújula. Se nos escapó de las manos y no sabíamos cómo encarrilarla. Lo que al principio resultó ser un juego inocente, se convirtió en una manera de vida que nos fue alejando de la realidad. Algunos inquilinos estaban preocupados por el mal aspecto que proyectábamos, taciturnos y dopados por efecto de la droga o por la mala noche que pasábamos. Y fue suficiente. La junta de propietarios pidió que nos fuéramos del condominio por el bochornoso espectáculo que dábamos casi todos los días frente a sus hijos, inclusive. Andábamos irritados y malhumorados casi todo el tiempo y discutíamos con los demás vecinos de cualquier tontería que se nos ocurría. Dejamos el departamento, lo pusimos a la venta y nos fuimos a vivir a la casa de sus padres, que estaba desocupada varios meses después de que mi suegro muriera de un infarto.

Ya instalados, volvimos a las andadas. Las orgías eran interminables. Los vecinos hacían vigilia y llamaban a serenazgo o a la policía para frenar el barullo que rompía con su tranquilidad. La última vez que hicimos esto fue la señal de alarma que necesitábamos para despertar. Invitamos a dos parejas. Hicimos todo lo que se requería para complacerlos y ser complacidos; pero, finalmente, nos robaron. Sí. Aprovecharon que estábamos drogados para llevarse cosas de valor y el dinero que tenía guardado para la coca. Decidimos buscar ayuda. Y nos dimos cuenta que no éramos los únicos. La gente a nuestro alrededor parecía sufrir lo mismo que nosotros. Sus historias eran menos o más intensas que la nuestra con un mismo desenlace. Pedíamos inclusión y tolerancia, pero era un camino arduo y paciente que a muchos les tomaría trabajo encontrarlo. El coach tenía las palabras precisas para dar un vistazo a este mundo corrompido y de inmediato le confiamos nuestras almas por lograr el final feliz que tanto buscábamos.

Quería sentirme aliviado, al igual que mi esposa... ¿Lo encontraríamos finalmente?

No hay comentarios: