domingo, 3 de marzo de 2019

Sexoadictos anónimos: Ama de casa insatisfecha

Al principio sentía repulsión hacia mí misma. Me veía al espejo y era todo un problema no encontrar nada que pudiera usar en un día cualquiera. Menos en verano, cuando quieres ir a la playa o a la piscina. Era el centro de atención y víctima de comentarios hirientes en contra de mi apariencia. El prejuicio de la nueva generación, donde todo es light y perfecto, repleto de chicas reality y modelos que se retocan los senos y el culo con aceite de avión. Y no les dicen nada. Pero frente a todas esas incongruencias estéticas, tuve la voluntad de bajar de peso. Buscaba la mejor dieta que produjera en mí algún efecto positivo, que me devolviera la confianza en mí misma. Pero todo ese esfuerzo, a la larga, sería en vano. Las dietas milagrosas no existen, solo la voluntad de comer menos y hacer ejercicio, aunque sudara la gota gorda.

No sé por cuánto tiempo estuve en ese vaivén de bajar unos kilos para sentirme mejor y no esconder los rollos debajo de una blusa que ni siquiera me quedaba bien. Hasta me parecía a la mujer del granjero Hoggett. Ni siquiera mi cara bonita ayudaba. Tengo unos ojos preciosos, nariz recta y labios carnosos, como para promocionar productos de Avon. Lo mejor, creo, modestia a parte, es mi culo. Tengo un culo redondo, formado, sin estrías ni várices. Diría que parece porcelana bien pulida. Poco pecho, eso sí. Apenas dos limones armoniosos debajo de esta grasa que transita por mi piel sin saber cómo eliminarla.

Como saben, en cada grupo de amigos siempre hay una gordita, el bufón que acompaña a la sexy, a la intelectual y a la lesbiana feminista para que las noches se hagan más divertidas. Y así me veían. Era la que les hacía el bajo con el chico que, irónicamente, a mí también me gustaba, pero que jamás se fijaría en mí por obvias razones. ¡Hasta la lesbiana tenía más suerte que yo! Y, bueno, eran putas. Lo admito. Sabían pasarla bien y arrasaban con cada espécimen que se les cruzaba en el camino. Yo, desde luego, era un mudo espectador que finalmente daba un paso al costado hasta el siguiente fin de semana. Y me cansé. Me cansé de no ser tomada en serio y ser subestimada por gente que yo sí apreciaba.

Los hombres, especialmente los que formaban parte de nuestro grupo, me veían como la gordita bonachona, la que sabía escuchar y dar consejos para que con otras pudieran tirar sin remordimientos. ¿Y yo? ¿No saben que una mujer obesa es mucho más ardiente que cualquier anoréxica de la avenida Larco? He leído sobre el tema. La mayoría de nosotras tenemos algo en nuestro sistema endocrino que provoca ser más proclives al deseo sexual. No hay nada más placentero que comer carne de la buena, estar dispuesta a entregarlo todo y que te lo agradezcan cada mañana al despertar. No, simple y llanamente me inhibió, me envolví en un caparazón, dejé de lado a los que decían ser mis amigos y decidí vivir según mis principios: sola. Pero no por mucho tiempo.

Conocí a un hombre a través de una página de citas (sí, a esos extremos llegué). Afortunadamente tenía fijación por las mujeres XL. Debo reconocer que me sorprendió mucho el querer llevarme a la cama el primer día que decidimos salir y conocernos. Bueno, muy en el fondo, me sentí halagada, pero debía verme digna, no tan desesperada por un revolcón. Sin embargo, esa noche pasamos las horas hablando de la existencia del mosquito en la banca de un parque. No insistió en llevarme a un hotel ni nada por el estilo. Se portó como todo un caballero. Y decidimos vernos otro día y otro día y otro día... hasta casarnos. Sí, nos casamos, aunque les parezca extraño y trillado. Fue en la noche de bodas que nos pusimos al corriente, y debo confesar que mi marido era todo un animal en la cama. Se deleitaba con mis carnes, en especial con mi culo, que lo adoró como no tienen idea. Por supuesto que no dejé que su pene entrara por ese pequeño orificio; pero su beso negro era delirante. Me hacía voltear los ojos, así, literalmente hablando.

Encontré mi sexualidad. Aprendí a controlar mi represión de mostrarme desnuda frente a un hombre. Eso, por supuesto, cohíbe a cualquiera. Aún no me acostumbraba y a él eso parecía divertirle. Lo hacíamos con la luz apagada y debajo de la sábana para que no me sintiera incómoda. Luego, ya no me importó. Los domingos andábamos en la casa desnudos, lo hacíamos en el momento menos pensado, mientras veíamos televisión, cuando estaba cocinando o lavando la ropa. Éramos nosotros dos y nuestro sexo, nuestro placer y nuestro amor.

Pero, como en toda historia, el matrimonio duró poco. Seis años para ser exactos. Él terminó conociendo a otra mujer menos voluminosa pero bien proporcionada. Ironías de la vida. Me desgració la vida porque no volvería a encontrar a otro hombre que me sometiera a todas esas perversiones que fui aprendiendo a su lado. Quise volver a esa página de citas, pero de solo pensarlo se veía tan degradante. No había más que gente desesperada por querer ser aceptada, que preferí eliminar mi perfil y tentar suerte en algún casino o tragamoneda. Habría gente dispuesta a ligar con una, ¿no? Pero no tuve suerte. No había de dónde escoger a decir verdad. Era mejor buscar su propia codicia sexual a puerta cerrada en lugar de dar lástima. Y todo fue tan rápido que no lo vi venir. Me masturbaba horas de horas en busca del mismo placer que me había dado mi exmarido. No lo conseguí. Hasta usé algún falo, fruto o verdura que se asemejara al tamaño y grosor de su pene para sentirlo dentro. Imposible. Y me dije: te estás aferrando al pasado. Déjalo ir. Efectivamente, ese hombre era todo mi mundo y no quería cambiarlo por nadie más; lo que me llevó a caminos insospechados, a buscar la atención de los hombres, por el simple hecho de verme y ser deseada. A veces lo conseguía, como otras veces no, recibiendo más bien insultos y burlas por mi obesidad. No pude resistirlo.

Me armé de valor y compré un dildo. Lo usé toda una mañana y la tarde del siguiente día. Mi desesperación por conseguir placer por fin dio sus frutos. Los orgasmos eran prolongados y consecutivos, que ya me hacían perder la razón. No importaba estar agotada, no quería detenerme. Era un castigo, una penitencia a la que estaba inmersa sin saber qué lo originó. Y la gota que derramó el vaso fue introducirme una zanahoria por el recto tras querer descubrir ese placer del que tanto me había hablado mi exmarido. No pude saberlo, ya que tuve que ir al hospital para que me lo sacaran y sufrir una de las vergüenzas públicas más comentadas en los últimos meses vía Twitter. Me recomendaron, posteriormente, visitar uno de estos centros de rehabilitación para personas como yo que tratan de corregir alguna parafilia añadida a su estilo de vida.

Aunque escucho las palabras bienintencionadas de nuestro coach, siento que me encuentro en un dilema más que todo moral. ¿Por qué cambié? ¿Por qué el túnel oscureció y dejé de ver la luz al final de este? Creo reconocer que la culpa de todo es mía, por no complacer a mi exmarido en algunas cosas que me pedía y que pudo encontrarlas en esa voluptuosa mujer que le secó el cerebro sin darme siquiera la oportunidad de enmendar mis errores. Pero sería egoísta de su parte no compartir la culpa. No. Eso demuestra que no me quiso lo suficiente.

La tarde se hizo pesada. Hay receso para aclarar la mente y no hago otra cosa mejor que beber café y sentarme a solas en un apartado rincón, lejos de las miradas curiosas y del ente inquisidor que se ha vuelto el tipo de la polera azul. Parece que no hubiera comido en semanas. Después de todo, espero encontrar la paz en este nuevo grupo de "amigos" que he venido a conocer en una etapa de mi vida que está a punto de colapsar. Solo espero estar a la altura de las circunstancias, por mi bien y por el bien de quienes me rodean.

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