lunes, 4 de marzo de 2019

Sexoadictos anónimos: El hombre de la polera azul

Desde niño he sido flaco. Demasiado, diría mi madre, que me daba todos los potajes habidos y por haber con tal de verme robusto, con las mejillas sonrosadas y semblante de niño bueno salido de un comercial de champú. Así era y sigo siéndolo, solo que, a medida que iba creciendo y optaba por aficiones poco decentes, mi apariencia parecía sacada de uno de esos personajes de The Walking Dead, que ya resultaba chocante. No conseguía novia, amiga cariñosa o putita al paso. Mi aspecto cadavérico provocaba repulsión a las féminas, pues, como era de esperarse, creían que estaba enfermo o, más aún, que portaba ya saben qué enfermedad. Perdía mi tiempo explicándolo. Era inútil. Así que me aislé y dediqué mi tiempo a satisfacerme encerrado en mi dormitorio, acompañado solo de Jada Stevens o Valentina Nappi.

Mi gusto por el porno se remonta desde los quince, cuando mi padre me regaló un reproductor DVD, creyendo que mi afición por el cine se resumía a Orson Welles o Elia Kazan. No, mis referentes inmediatos eran Andrew Blake o John Stagliano. Iba al sótano de Polvos Azules y buscaba las novedades recomendadas por mi proveedor, además de Hentai y clásicos como Calígula o El imperio de los sentidos. Menudo nerd. Me pasaba en vela viendo cada película nueva, navegando además páginas web y aumentando mi ansiedad con cada descarga de fluidos sobre la cama o el cuarto de baño. Mi madre golpeaba la puerta cada vez que me demoraba en salir: ¡Llevas una hora ahí dentro! ¿Qué tanto haces? Le decía que estaba estreñido o todo lo contrario. Pero ya sospechaba, solo que era demasiado recatada para afrontar la cosa directamente. Mi padre, que no se metía en problemas con nadie, era más complaciente y recurría al viejo adagio de Tienes que debutar de una buena vez. Me llevó donde la mami de Lince, una conocida suya que ostentaba una variada retahíla de damas de compañía que, valgan verdades, volvería loco a cualquiera.

A ninguna de ellas parecía agradarle la idea de atenderme, y eso que escogí a una en particular, con las características que tanto me gustaban en una actriz porno. Pero no. Mi padre ya estaba perdiendo la paciencia y eso me desmoralizaba aun más. La mami se ofreció como buena samaritana; pero las cosas salieron peor de como empezaron. No tuve una erección y hasta pensó que yo era gay. No, simplemente no me gustaba el olor a vagina que despedía su entrepierna. Y era muy vieja. ¡Eres un pajero, maldita sea!, gritaba mi padre camino a casa. Pero luego comprendió que estaba en una edad difícil y de descubrimientos, así que dejó que continuara, pero solo dos veces al día. Cuarenta ya era considerado anormal.

Los años fueron pasando y, a pesar de mis estudios y empleos zigzagueantes, no había otra cosa mejor que seguir las enseñanzas de Onán para paliar mis ansiedades. Era inevitable no sentirme atraído por alguna compañera de estudio o de trabajo, siempre con esos atributos que me hacían recurrir al baño constantemente. Como era de esperarse, mi último empleo me condenó al ostracismo dentro de un cubículo en la parte más remota de un sótano. Ordenaba facturas y otros documentos de ínfima importancia solo para no dar un mal aspecto a la oficina. Como todos eran chicos reality, un Ichabod Crane era imposible de digerir entre los visitantes y el resto de empleados. Pero fue también una bendición, ya que podía hacer lo que me diera la gana, entrando a páginas web y sacudir el muñeco cuantas veces fuera posible, sin ser observado.

Nada de lo que he narrado se escapa de lo políticamente correcto. Hay cosas peores que he hecho en nombre de mi problema. Sí, lo considero un problema por la ausencia de motivaciones sociales y de interacción personal. Era un ermitaño, un paria, un enfermo sexual que sufría la indiferencia de algunos y el desprecio de todos. No en vano me recomendaron estas terapias de rehabilitación, pero no estoy seguro si me ayudaría a solucionarlo. Verme rodeado de estas personas no me motivaba explicar mis intimidades. Claro, el coach dice que todo lo que se diga en esta sala, se queda en esta sala. Pero, ¿y ellos? Van a tener muy en cuenta de lo que uno es y no dejarán de pensar en eso. A mí no me interesa la vida de los demás; me interesa lo que ellos piensen de mí. Eso me aterra. La putita y la gorda no dejan de mirarme como si hubiera salido del averno. Creo que les doy miedo en lugar de asco. Más asco siento por esos dos, que dicen ser pareja. Aún no les toca hablar, pero ya siento escozor con solo sentir su respiración. Es como si fueran siameses, están sincronizados; si uno mueve la pierna izquierda el otro hace lo mismo. No sé qué hacer.

He deambulado por este mundo tras la puerta sin dejar de pensar en lo que dijo mi madre la última vez que la vi: Eres egoísta. ¿Lo soy? No lo serán ellos, más bien, al haberme negado la posibilidad de formar parte de ese otro lado de la puerta. Lo único que quise fue que me aceptaran como era, con mis defectos y virtudes. Sí, lo admito, soy acomplejado y nada carismático; pero eso no amerita a que me desterraran como a un leproso. Es indignante. Si logro sobrevivir a estas terapias, es posible que renuncie a mi vida anterior. Quiero ser el mismo, no quiero cambiar esa parte de mí que me hace especial a los ojos de nadie. ¿Buscar otra salida? Lo he pensado. Y creo que sería la mejor opción, de no haber nada más para mí. La puerta se ha cerrado... y no creo que nadie tenga la llave para abrirla.

No hay comentarios: