domingo, 6 de junio de 2021

Beck tenía razón

Cuando uno siente que las cosas no marchan como se espera, es mejor sacar cuerpo y darle la espalda a la realidad. Me imbuí en el alcohol, las drogas y las mujeres. No en ese orden, claro. Reprimí mis sentimientos por unos instantes y vagué por el río de la autodestrucción, que en pocos días dejé de reconocerme frente al espejo. Me dejé la barba, el escaso cabello que me quedaba empezó a llenar mi blanca calva como aquellos viejos payasos de circo ruso. Estaba irreconocible. Ahuyentaba a mis vecinos con solo verme salir a comprar el pan, hecho todo un andrajoso, que me impidieron utilizar el ascensor por el insoportable olor a mortadela rancia que despedía mi cuerpo. Ya de por sí soy insoportable, sin ser suficiente para que la mujer con la que mantenía una relación abierta decidiera alejarse e irse con el primer inútil que la abordara en el metro. Eran las ocho de la noche y sin noticias de ella que, luego de dos días, entendí que jamás volvería.

No sé cuándo empezaron a joderme las cosas. La apatía viene de familia, es una mal congénito que se acrecienta con el paso de los años. A mis cincuenta, las cosas no podrían estar peor. Sentí la necesidad de mandar todo a la mierda y dedicarme a sacarle las plumas a las palomas del parque y lanzar sus cuerpecitos contra el parabrisas de algún loco del volante, solo por el hecho de verlos explotar… de ira. Como dije, la autodestrucción me obligaba a internarme en los barrios más peligrosos de Lima o del Callao. Hasta me expuse ante un grupo de feministas en pleno mitin gritándoles que volvieran a la cocina con el fin de verme reducido a un manojo de carne pulverizada y embadurnada con sangre. Por suerte, no ocurrió. Mis fachas fueron esenciales para salvar el pellejo, aunque la policía estaba más que preocupada si cruzaba cerca de una farmacia o un Barber shop.

Mis amigos dejaron de hablarme, me cortaron la línea telefónica y tenía que vivir gracias a una vela y un mortero de laboratorio para calentar el agua del inodoro y una lata de frijoles en conserva. Se preguntarán de dónde saqué el bendito mortero. Cuando uno deambula por la cachina, encuentras lo que necesitas.

Felizmente no me enganché con la droga. Mi cuerpo no lo tolera. Una vez me inyecté toda una jeringa de heroína y esta se diluyó en mi orina al miccionar. Al igual que la marihuana y la coca. No sé si sea genético o soy la solución divina para aquellos que desean pasar el antidoping. Es lo mismo con el alcohol. Galones y galones de vodka, cerveza y demás bebidas espirituosas no me hacían ni cosquillas. Estaba encaminado a la canonización por mi saludable estado físico. Eso me hizo pensar si pasaría lo mismo con las mujeres. ¡Y vaya que sí! Estuve con diez féminas en un mismo día. A todas por igual, como si fuera un adolescente con millones de hormonas que sacudían mi entrepierna sin perder el ritmo. Luego lo reduje a tres, una más ardiente que la otra sin desentonar con sus exigencias seudo sadomasoquistas. Tres días encerrado en el cuarto de un hotel (ni huevón llevarla a mi departamento) que me llevaron al paroxismo sexual por antonomasia, que, finalmente, todo llegaría a hastiarme. Ya lo dije, apatía. Nada era de mi completo agrado. Perdí el gusto por la vida y sus misterios. Una noche desperté extasiado por la idea de que iba a morir. Sentí palpitaciones en mi pecho y ya me veía sufrir un infarto fulminante que me dije “llegó mi hora”. Pero no, solo fue un ataque de ansiedad y una enorme burbuja de aire que se había atragantado en mi esófago, que empecé a cuestionar mi falta de tino para estas cosas. Para variar. Entonces, me propuse enmendar algunos errores que cometí durante mi adolescencia y, para expiar mis pecados, no tuve mejor idea que evangelizar prisiones de máxima seguridad en Chernóbil. La cosa estaba “candente”, pero logré cumplir mi sueño de viajar a Europa. Aunque nunca encontré la paz interior que buscaba, solo tuve necesidad de ocultarme del escrutinio público como una lombriz. Apenas sacaba la cabeza para saciar mi hambre, pero nada que valiera la pena exponerme a la tan variada pléyade de SJW que pretendía cancelarme a como dé lugar. Lo primero que dije fue: “¡Al carajo con ellos!”. Fue una pugna que duró todo el ciclo de luna llena y me vi en la necesidad de volver al alcohol, las drogas y las mujeres, con los resultados ya antes mencionados. ¿Qué hacer?

Sin embargo, tuve una epifanía, la misma que me llevó a comprender cuáles fueron las causas de este deterioro moral y espiritual a la que estaba sometiendo mi vida. No entendía. Ni siquiera era un hombre triste. Todo lo contrario. Era la mar de diversión, pero de repente, como un clic en tu ordenador, esa alegría cambió hacia algo más lúgubre, más sosegado, más taciturno. Quería descubrir esa causalidad que me empujó a engordar como Robert De Niro en Toro salvaje, despotricando contra mí mismo y contra el sistema que me orilló hacia la debacle. Claro, uno siempre busca echarle la culpa a los demás de sus desgracias, cuando en realidad es uno mismo el principal y único responsable de sus actos. Me volví un paria porque me aburría la humanidad. Mi falta de empatía ya era legendaria desde los quince, y a estas alturas sería el campeón de la conversión antisocial después de la llegada del comunismo a suelo marciano.

Cuando decidí afeitarme, las cosas fueron más oscuras. No tenía rostro. ¿Qué había pasado? No lo entendía. Mis triglicéridos estaban por las nubes y padecía gota con ciertas insinuaciones de várices. Pesaba 120 kilos y me detestaba, peor que un niño de Senegal frente a un KFC. No podía decir que comía, cuando era todo lo contrario. Claro, si hablamos de cuatro latas de frijoles en conservas durante cuatro meses, esa sería la causa más certera a mi sobrepeso; pero no, era otra cosa. Empezaron a brotarme granos en la cara y en la espalda, mis vellos corpóreos me daban la apariencia de un simio y mi sentido del humor era tan equiparable como quien pierde el boleto de lotería un día antes del sorteo… y resulta ser el ganador.

Tuve que volver a terapia. Mi terapeuta, una mujer distinguida que me hacía recordar a la de Los Soprano o del mismísimo Lucifer, entendía a la perfección cuál era mi problema. Le pregunté si podía darme la respuesta a mis cavilaciones existenciales y solo atinó a decir que mi apatía era la causa de tremenda transformación. Eso ya lo sabía. Perdí 500 soles cuando yo ya había dado con el diagnóstico mucho antes de que este apareciera. ¡Mierda! Mi falta de tino volvió a patearme el culo.

Luego de un año, vuelvo a mi peso inicial y no me veo tan mal después de todo. No puedo sonreír mucho porque me duele la cara por el uso excesivo de mascarillas. Debo exponer la parte inferior de mi cara al sol para que el color sea parejo, nada más. Regresé a mi habitual expiación de pecados al enfrentarme a mi ex sobre el porqué de su alejamiento. No me contestó en ese momento porque estaba ocupada. Eso decía mucho de ella. Dos días después me envió un e-mail explicándolo todo:

Eres un imbécil. Eso es todo lo que tengo que decir.

Besos.

J.

Aquello me hizo reflexionar. ¿En realidad lo soy? Supongo que sí, porque todo lo que toco se convierte en mierda. Al menos, si fuera como el rey Midas la cosa sería más interesante. Estoy pidiendo peras al olmo. Lo fatal de todo esto fue que encontré una manera de evadirme de los problemas inmediatos, volviéndome un excipiente entre jugador obsesivo y vanidoso petulante en las artes del video juego. Desempolvé mi PlayStation y le di duro a los cientos de juegos que tenía en mis archivos, así que fue un proceso de descubrir qué era lo que necesitaba para salir de todo ese aturdimiento que ya me estaba costando la mitad de mis ahorros. Afortunadamente, los juegos en línea me proveyeron nuevamente de amistades ansiosas por retarme y conocí a un nuevo amor. Una jovencita de veintitantos años que empezó a prestarme atención más de lo que podría imaginar. Chateábamos horas y horas y me di cuenta que teníamos cosas en común. Un día decidí encontrarme con ella para plantearle la posibilidad de ir más allá como simples amigos y, si estaba de acuerdo, empezar una bonita relación de pareja.

Tenía unos bellos ojos almendrados, que brillaban con cada palabra que escuchaba salir de mis labios. Se veía entusiasta y respondía a mi sensibilidad, lo que yo también hacía al momento de cederle la palabra. Todo estuvo muy bien hasta que la tomé de la mano y le dije que si quería mudarse conmigo. Ella respondió con un NO, pero noté que era un “no” tímido y hasta diría que reprimido. Supuse que no quería verse tan interesada por el ofrecimiento. “Claro, este tipo tiene depa propio, vive solo, en cualquier momento estira la pata y me puede dejar todo para que no me faltase nada en un futuro. Pero no, debo mantenerme firme y que piense que no soy una aprovechada”. Eso lo pensé yo porque su silencio me provocaba decir esas cosas en mi cabeza, que ya me resultaba más que patético haberle propuesto semejante disparate. Pusimos punto final a la cita y cada quien volvió a su vida rutinaria. Yo, despojado de toda dignidad y ella lo que sepa Dios que estuviera pasando por su mente. Esa misma noche, cerca de las 12, me llamó y dijo que estaba loco, que apenas nos conocíamos y era imposible que pudiera mudarse con un hombre mayor. Se puso a llorar y no dejó de preguntarse que qué pasaría con sus padres, que eran menores que yo. Cómo se vería dicha situación frente a otros familiares. No dije nada y colgué. Sin pensarlo dos veces, volví al alcohol, las drogas y las mujeres.

Dos semanas después, vi una invitación para jugar en línea. Era ella. No le contesté y apagué el video juego. Para esto, ya llevaba varios días en vela aclarando mi mente con putas y varias rayas de bicarbonato (no tenía ni para cien gramos de coca), que me salió un tercer orificio en la nariz. Insistió en sus llamadas y yo, claro, nunca levanté el celular. Luego, dejó de timbrar. Dos años dejé pasar sin saber nada de ella, y las personas aun seguían cuestionándose por qué era tan apático. Quise suicidarme, pero no pude. No tenía ni una hoja de afeitar disponible, ni siquiera gas como para meter la cabeza en el horno o encender un fósforo que hiciera volar en mil pedazos mi departamento. Abrí la ventana y me dispuse a saltar, pero olvidé que le tengo fobia a las alturas y me refugié en el cuarto de baño; pero también recordé que sufría de claustrofobia y salí corriendo a la calle, como loco que acababan de echarle agua helada. En ese momento, un auto cruza y ¡zas! Todo oscuro.

Lo único que recuerdo era verme postrado dentro de un cajón con varias personas, a las que no conocía, llorando desconsoladamente. Luego me di cuenta que al lado mío había otro cuerpo y era a él a quien le lloraban. Hasta muerto me ignoran. Bueno, dije, me lo merezco. Pasé casi la mitad de mi vida lamentándome de quién era y echándole la culpa a mis padres y al resto del universo de mis problemas, que no tuve reparo en convertir esos tiempos de existencia en un legado para las futuras generaciones de incomprendidos. Ni Antonio Salieri se sentiría tan vilipendiado como yo en ese féretro; al menos, sobrevivió de la sombra de Mozart. Yo, ¿a quién tengo de némesis?

Lo único reconfortante es que ahora estoy en un mejor lugar, viendo las cosas desde las nubes. No, no vayan a creer que estoy en el cielo al lado de un ser omnipresente. Nada de eso. Solo existo en un limbo que me hace ver todo en widescreen 16:9. No puedo explicarlo. Creo que la religión y el temor por lo desconocido nos hace pensar en un túnel de luz y convivir con ángeles y toda esa estupidez que nos hacen creer desde la infancia, como si de ello dependiera que vivas bajo las reglas del totalitarismo castrador como lo es la iglesia católica. Tampoco siento que se trate de una nave espacial y los anunnakis me hayan recogido para encontrarme con mi creador más allá de la constelación de Orión. Lo único que sé es que ahora me encuentro más tranquilo y mi apatía ha desaparecido. Al fin y al cabo, no le hago falta a nadie.

viernes, 23 de abril de 2021

Volviendo los ojos hacia la nada

Caía la noche y Zaira se preparaba a tomar un baño. Se despojó de su bata y quedó de pie, sola, mirando su cuerpo desnudo frente al espejo. Sus senos habían aumentado de tamaño y sus caderas eran más anchas. Su culo, ni hablar, era redondo, duro, grande y apetecible. Bajo el flujo continuo del agua que caía sobre su esbelta figura, empezó a jabonarse con cierta docilidad que sus sentidos la llevaron hacia un camino lejos de la realidad. Sus dedos exploraron cada parte y comisura de aquella piel protegida por toneladas de crema humectante, que le haría olvidar cómo interactuar con otro de su especie. Ser tocada por un hombre era un mito que ya no tenía razón de ser, no por resignación de no encontrar al indicado, sino por considerarse una mente ocupada en otras actividades más productivas, y eso era más importante que vivir con un semental de medio pelo.

Esa sensación bajo su vientre fue suficiente para reconocer que la vida era un vasto escenario que, con disciplina y madurez emotiva, podría llegar más lejos que sus demás contemporáneas. Nacida de una familia acaudalada, lo único que tenía que hacer era sentarse erguida frente al piano y demostrar que los cinco años de estudio valieron la pena, mientras desarrollaba el resto de sus sentidos hacia un viaje a la infinidad del multiverso, augurando una sola consigna: ser ella misma. Se desentendió del resto de seres humanos y produjo su propio sistema de autocomplacencia, tras traducir textualmente una especie de tratado sobre los orígenes del eros en el cuerpo femenino, escrito por alguien que prefirió mantener su identidad en el anonimato. Fuese quien fuese, sabía mucho del tema, que nuestra heroína puso en práctica apenas acabado el primer volumen.

Sus gemidos fueron escuchados al otro lado de la habitación por su curioso gato, que miraba sigiloso los vaivenes de la muchacha, que se regodeaba con cada palpitación que emanaba de sus poros. Y no era la primera vez, ya que dicho ritual era repetido cada noche, a escondidas y cargada de una satisfacción egoísta. El problema se presentaba cuando tenía que interactuar con otros hombres, dejándola vacía y sin motivaciones. No se sentía satisfecha, las caricias iniciales se convertían en molestas manipulaciones que terminaba de súbito el momento, teniendo que despachar enseguida a su consorte o, en caso de vérselas en un hotel, era ella la que iniciaba la retirada, con una excusa más creativa que la otra.

Sin embargo, mientras crecía su estatus dentro de la empresa donde laboraba, había hombres apuestos que se fijaban en ella, no solo gracias a su magnetismo arrollador, sino por su inteligencia y desenvoltura en el manejo de situaciones inherentes a su cargo y jerarquía. Fue entonces que uno de ellos atrajo su interés. Lo describía como un elemento disuasivo a sus juegos privados. Entendió que debía acostumbrarse al estímulo mutuo, de lo contrario tendría problemas como lo anteriormente descrito. Así que, ni bien tuvo la oportunidad de enfrentar sus miedos, le propuso imbuirlo a sus más oscuras persuasiones lascivas, que el hombre no dudó por un instante en acceder.

Luego del trabajo, se instalaron en un hotel y dieron rienda suelta a sus deseos. El hombre quedó deslumbrado por la figura de su compañera; sin embargo, ella no pareció sentir lo mismo. Su miembro viril no era precisamente un cañón de acorazado alemán de la segunda guerra mundial, pero debía servir para algo. Surgieron entonces las odiosas comparaciones frente a tan mínimas referencias, que dio por hecho que su dildo tenía el doble de tamaño -y como lo había dejado en casa- debió resignarse con probar lo que estaba a la mano.

Esa noche sucedió lo obvio. El hombre era tan precoz que ni siquiera le hizo cosquillas. “¿Tan rápido?”, decía una consternada Zaira. Pese a que el tipo se reanimaba de inmediato, no podía evitar descargar sus flujos sobre ella apenas la tocaba. ¿Quién lo hubiera imaginado? Hasta su gato podría ser más rendidor que este sujeto, pensaba ella, mientras su compañero estaba lleno de culpa y vergüenza por su poco rendimiento sexual. Fue el detonante para volver a sus juegos bajo el agua caliente de la ducha. Esperó a que el tipo se durmiera para saciar sus angustias con una buena dosificación de movimientos táctiles que sus ojos en blanco evidenciaban lo mucho que lo necesitaba.

Desde entonces, cero hombres. Ni siquiera buscó el consuelo de otra fémina con las mismas inquietudes. No era necesario. Ser lesbiana a estas alturas era como comprar un boleto de lotería sin fondos de la beneficencia. Simplemente aceptó que las cosas no siempre son como las muestran en novelas o películas seudorománticas. Era el estigma de la modernidad, que convertía al ser humano en una isla sin que le importase su vecino de al lado.

Esa misma noche, de regreso a casa, desalentada por la mala experiencia, buscó consuelo de su gato, que la esperaba ansioso por recibir su ración de atún diario. Lo abrazó, lo llevó a su cama y permaneció con él hasta el día siguiente, luego de llorar amargamente por la incongruencia que significaba ser totalmente liberal sin un hombre que la satisficiera.

jueves, 22 de abril de 2021

¿Por qué dejé de creer?

No hace mucho recibí la llamada de mi mejor amiga. No se encontraba en su mejor momento. La habían despedido de su trabajo y su esposo la dejó por otra mujer. Más por orgullo que por una situación insostenible entre ambos, decidió abandonar el departamento y pasarle la posta a la nueva “inquilina” de las sábanas relucientes, la que -según palabras textuales de su ahora excónyuge- le hizo ver cuán diferente era una rosa de un geranio. “No sé qué michi significa eso”, diría entre sollozos al otro lado de la línea, con una voz entrecortada y amargada al mismo tiempo. Aún eres joven, remarqué, eres más bella que una flor; tienes que sobreponerte y seguir adelante. “¿Puedo verte ahora?”, respondió. El silencio fue agónico. No sabía qué decir. “No tengo que ir a tu departamento. Estoy hospedada en un hotel. Puedes venir”. Dos horas después, ya estábamos compartiendo una pequeña pero adecuada habitación en el mejor hotel de Lima, sentados a la mesa y disfrutando de una cosecha roja de 2016.

Sus manos temblaban mientras bebía por sorbos de su vaso. Sus ojos, húmedos y desolados que describían la humillación de haber sido desplazada por una mocosa de veinte años, evidenciaban aún más su estado de ánimo con lánguidos suspiros y monosílabos cada vez que le preguntaba si se encontraba bien. Luego de terminada la botella, se quitó los zapatos, fue a la cama y se recostó en ella. Me dijo que la acompañara. Me senté a su lado, acariciando sus mejillas sonrosadas y retirando algunas hebras de cabello de su frente. Tomó mi mano y la sostuvo con fuerza, como si no quisiera que la abandonara. Estuvimos así por varios minutos hasta que por fin se durmió. Pude haberme ido; pero el toque de queda me lo impidió, así que me quedé sentado en una silla a su cuidado, hasta quedarse completamente dormida. Su respiración profunda, aunque pausada, me reconfortó. Tal vez, pensé, necesitaba de un bálsamo que la tranquilizara por unos momentos luego de ese tsunami emocional que le tocó vivir. Siempre fui un referente para ella y, cuando necesitaba de mi compañía, no dudaba en buscarme. Entre ella solo había una hermosa amistad que, después de veinte años, sigue inquebrantable. Nunca sucedió nada entre nosotros, que quede claro. Ella siempre me ha visto como el amigo que está ahí para tranquilizar sus ansias y la mantuviera con los pies bien puestos sobre la tierra. Como ahora.

Cuando decidió casarse, no protesté. Creí que el tipo era el mejor con el que se había involucrado. Trabajador, respetuoso y con visión de futuro. Era el hombre perfecto para ella, según sus propios estándares. Ya había conocido a toda una pléyade de rutilantes galifardos que no ofrecían más que la testosterona que llevaban entre las piernas, y verla con este hombre muchos de su entorno más íntimo celebramos sin imaginar que las cosas serían distintas en poco tiempo. Si, pues, habíamos sido engañados vilmente. Al año y medio de casados, empezó por ausentarse de casa y su conducta hacia ella oscilaba entre la indiferencia y los arranques de ira por cosas insignificantes, como dejar la pasta de dientes destapada o la toalla tirada sobre la cama. Para alguien que no supiera cuál era el contexto de la riña, diría que fueron los celos lo que provocó que el hombre pisara el acelerador en otra dirección. Ella había sido promovida más rápido, pese a que ambos trabajaban en la misma empresa; pero no, el tipo tenía un lado oscuro del que nadie se percató; salía constantemente no solo para atender reuniones de último momento, sino que muchas de estas terminaban con varias copas de más. Las peleas eran continuas que casi terminan en agresiones físicas. Pero todo era perdonado, porque ella lo amaba; él, tal vez, al inicio de su relación, cosa que no era una excusa para su conducta pitecantropesca -con el perdón de la expresión- de cómo tratar a una mujer. No me extrañaría que fuera él quien, bajo la complicidad de algún aliado, hubiera pedido que la echaran del trabajo. Eso nunca lo sabremos.

Las cosas no iban bien para nadie. La pandemia aceleró la crisis en el sector económico y laboral, y muchos tuvieron que dejar sus puestos por decisión de sus superiores o porque no había cómo mantener una inversión horas-hombre. Muchas de estas empresas finalmente tuvieron que pagar factura y mi amiga fue una de las tantas empleadas que no se salvaron de la purga. A pesar de haber recibido una buena indemnización, su marido no fue lo suficientemente generoso como para mantener su matrimonio a flote. Poco después fue su turno y se vio en la necesidad de conducir un taxi, lo que lo mantenía alejado de casa y de mi amiga. En ese periplo de autodescubrimiento, conoció a una tipa que era dueña de una cadena de productos on line y no perdió el tiempo en discernimientos sobre cuánto podría generar en términos monetarios con tan solo pulsar el mouse. Se asoció con ella y terminaron por consolidar su relación en todo el sentido de la palabra. Y fue el momento adecuado para zarpar mar adentro en dicho negocio, sin importar qué futuro le esperaría a su ex. Simplemente dejó una nota que decía: De tu alpiste me cansé. Fue doloroso para ella; lo que nos llevó horas más tarde reencontrarnos en esta habitación.

A la mañana siguiente, sus ojos buscaron con ansias los míos. Yo estaba ahí, en esa incómoda silla, haciendo la guardia y soportando un dolor lumbar que supe disimular muy bien. Desayunamos, hablamos un largo rato de la política nacional, de cómo cierto sector idiotizado de la sociedad puede llegar a censurar a Pepe Le Pew y no a los miles de millonarios que evaden sus impuestos y violan a sus jóvenes becarias, hasta terminar almorzando un combo de KFC.

Repuesta de los sinsabores que la obligaron a refugiarse en su marasmo, era el momento de desentrañar mi vida como una disculpa por haber sido el centro de atención y desentenderse de mi tiempo solo por querer ser complacida con el suyo. No había mucho que contar, tampoco. Mi trabajo y mis clases eran el pan de cada día y no había más que hacer con los cines y teatros cerrados. Apenas una peliculita en Amazon o Netflix para amenizar las noches solitarias. 

-¿Por qué nunca te casaste? -preguntó.

-Nunca tuve la necesidad -respondí.

-¿Alguna mala experiencia? -acotó.

-Ninguna, solo una decisión personal.

Sabía por dónde iba su interrogatorio. No me molestaba, conocía mi vida personal como si se tratara de un libro abierto, solo que esa parte de la historia no la tenía clara. Y llegó lo que creí era todo el meollo del asunto, lo que nos había convocado en esa habitación de hotel: ¿Por qué nunca estuvimos juntos? La respuesta era sencilla: Nunca tuve necesidad. Era mi respuesta para todo. Y viéndolo en perspectiva, jamás pensé en una relación que no fuera solo de amistad con esta mujer. Nunca la vi de esa manera. Hay personas que solo existen para un determinado propósito, y esos éramos nosotros. Me acusó de frío y conformista, hasta intentó psicoanalizarme con toda esa cháchara de que me hicieron daño por alguna razón en particular por la cual rehúyo del compromiso. En parte tenía razón, pero no puedo hacer de mi vida un tratado del hombre solitario mientras existan personas que buscan las causas de mi aislamiento social y afectivo solo porque creen que no es natural. “Las personas han sido hechas para vivir en pareja”. ¿Quién lo dice? Ella decidió casarse y vean cómo le fue. ¿Elegimos mal? Claro que sí; pero casi siempre elegimos no por las razones correctas. Hay un vacío en todo ser humano que debe ser llenado urgentemente con algo, como aquel que come compulsivamente, o bebe en demasía o no escamotea en gastos al contratar a una meretriz de alto vuelo, todas las semanas y en el mismo hotel. Son paliativos ante el eminente envejecimiento del tiempo, que nos aleja más de nuestro sentidos motores y psíquicos. Con una buena alimentación y ejercicios continuos, basta y sobra.

La gente no conoce la importancia de ser autónomo en todas las disciplinas de la vida. Nos asustamos de la soledad y no hay mejor antídoto que buscar a tu otro yo, porque es esa la cuestión, queremos vernos reflejados en otra persona y la convertimos en una extensión de nuestros propios miedos y dilemas que, tarde o temprano, terminarán por cansarnos y contradecir el sentido de la empatía. El ser humano nació solo y morirá solo, por qué tenemos que saciar un antojo creado por las sociedades con el fin de perpetuar la especie. Suficiente tiene con ser una simple pieza de ingeniería, que construye puentes, casas, autos; pero de ahí a que termine formando un hogar con mujer y niños de por medio, no está dentro de mi comprensión. Creo que solo se debería copular y olvidarnos del papeleo. Finalmente, Malthus se equivocó.

Mi amiga escuchó atenta cada palabra de mi disertación, como una alumna aplicada. Su brillo en los ojos resaltaba aún más sus mejillas sonrosadas. Luego de una larga pausa, frunció el ceño y dijo:

-Déjate de huevadas y bájate los pantalones.

domingo, 7 de febrero de 2021

Buscando la galleta mágica

Ahora que volvimos a la cuarentena, me pongo a revisar mi álbum de fotos y me doy con la sorpresa de encontrar una en la que estoy con mis hijas, jugando en el jardín de sus abuelos maternos. En ese momento cada una tenía como cinco y siete años; obviamente, su madre fue quien nos inmortalizó, porque a ella no le gustaba ni que la grabaran en vídeo, porque -decía- salía muy gorda. Con su nueva pareja no es lo mismo, se fotografía hasta cuando se corta las uñas. Supongo que no quería que la relacionaran conmigo. Así es como empezaron las cosas entre ambos. Pero, esa no es la historia que vengo a contarles. Se trata de mis hijas. Siempre se trata de ellas, porque son una adoración a pesar que ya no viven conmigo y solo se acuerdan de uno cuando subo una historia en este blog. Ahora estoy escribiendo más seguido, para llamar su atención. Aunque su respuesta es la misma: "¿No te cansas, papá? Supéralo". Como si fuera fácil.

En dicha foto estábamos jugando a encontrar el tesoro del duende siniestro. A la menor le causaba miedo cada vez que le contaba esa historia antes de dormir. Luego entendía que solo era una boba historia que su padre inventaba para que pudiera dormir. Pero, ¿quién iba dormir con semejante cuento? Ella no, claro está. Se ponía nerviosa y miraba debajo de la cama por si aparecía el dichoso duende siniestro. Resulta que esa historia iba acompañada de una exploración urbana en todo el jardín de sus abuelos, unos viejos recelosos de sus plantas que no les gustaba que pisaran el césped ni que le arrancaran las hojas a la parra del higo. Y es en esa planta de higo donde -según mi historia- el duende se escondía hasta despertar de noche y hacer travesuras, como esconderle las muñecas a mi hija pequeña o la propina de la semana a la mayor, la que guardaba en una media dentro de una caja de latón, de esas que antes envasaban el té.

Sin embargo, a cambio de todas esas cosas que el duende se llevaba, las recompensaba con una galleta mágica, la misma que debía ser buscada en todo el jardín para beneplácito de mis hijas y para desdicha de mis suegros, que me miraban como si les hubiera quitado la casa. Por supuesto que yo era quien escondía el paquete de Charada entre las flores que ellas debían encontrar. Claro, su madre decía que si las encontraban, debían comerlas después del almuerzo. Como siempre, aguando la diversión. Eran mis hijas, por Dios santo, entusiasmadas por encontrar el tesoro del duende, porque si se lo comían en ese momento, tendrían abundancia hasta más no poder. ¡Y vaya que la tuvieron! Viven en Miami con un padrastro ricachón. Supéralo, huevón.

Fueron dos o tres veces que jugamos en ese jardín, buscando la galleta mágica. Ellas se divertían, se entretenían creyendo que un duende se las regalaba sin importar que era yo el que lo hacía. Porque eran niñas sanas, inocentes, creativas y dispuestas a seguirle la corriente a su padre loco, que solo quería alegrarles un rato su infancia, su desarrollo emocional y práctico en esta vida tan caótica y deshumanizada que les ha tocado vivir. A medida que crecieron, se alejaron de esos juegos y se involucraron más en sus problemas y se hicieron independientes. ¿Es demasiado pedir? Lo volvería hacer. Pero su madre, tan estimulante como es, simplemente sonríe irónica porque sus juegos ya no son como los míos. Ahora buscan huevos de pascua o preparan el pavo en Día de Acción de Gracias o juegan en la nieve cuando vacacionan en Montana. Yo apenas las llevaba a Ancón. Tiempos difíciles, sin duda.

Cuando me comuniqué con ellas, luego de encontrar esta foto, mi hija menor se rio y recordó todo ese episodio. "Ya no me trago eso del duende, papá", dijo. Cuando le respondí que el conejo de pascua también era lo mismo, me colgó el teléfono. Mi hija, la mayor, antes de que la comunicación se frustrara, me dijo al unísono: "Supéralo, papá".

martes, 2 de febrero de 2021

#PonteLaMascarillaCTM

Una vez más el paso del ciclón Covid ha dejado como resultado más víctimas en un país devastado económica y moralmente, quizá por la misma ineficiencia de las autoridades y la negligencia de los civiles que aún creen que esto no es más que una conspiración de las fuerzas oscuras que dominan al mundo, y desafían las normas de bioseguridad porque no hay nada que temer. La cosa es que está sucediendo. Demasiado rápido, diría. Cuando la responsabilidad de uno mismo y hacia sus semejantes debería ser una regla, no es más que un saludo a la bandera y darlo por culo solo porque a ti no te afecta. Y cuando lo tengas… ¿qué piensas hacer? La noticia de la muerte de una influencer brasileña, negacionista y organizadora de fiestas sin restricciones, ha demostrado que nadie debe afirmar que “de esta agua no ha de beber”. Todo es un búmeran y nos puede rebotar si seguimos con la necia idea de que nada puede pasar: salimos a tomar, a bailar, sin mascarillas y desobedeciendo a la autoridad, muchas veces agrediéndola por sentirse vulnerables en sus derechos. ¿Y qué pasa con los derechos de los demás que sí acatamos las normas? ¿No están infringiendo nuestros principios fundamentales de vida y protección?

Un compañero de trabajo acaba de fallecer. No éramos cercanos, pero hemos compartido algún almuerzo juntos, cuando todo era normal, cuando podías estrechar una mano o dar un fraterno abrazo. La noticia me agarró de sorpresa. Podría haber sido cualquiera de nosotros, ya que estamos expuestos por los rigores del trabajo al que estamos sumergidos en estos últimos meses. El problema de este caso en particular es que no tomó las medidas correctas, participó de un evento familiar y por ahí contrajo el virus. Además de beber grandes cantidades de gaseosa helada con el fin de paliar el calor abrazador de la temporada, sucumbió ante lo predecible. Y vemos las consecuencias.

No podemos bajar la guardia. No es justo que siga muriendo gente por la poca empatía de otra. Si viviéramos en el siglo XVI, esto podría ser cosa común por las condiciones sanitarias que se vivían en ese momento; pero hoy, en pleno siglo XXI, cuando algún conspiranoico pone en duda la efectividad de una vacuna, es el mejor momento para entender que no se trata de un simple juego. Esto ya se ha convertido en un casino o una ruleta rusa, donde esperas sacar Siete o recibir la bala en la sien. Si las cosas se ponen duras, qué más da, es mejor tomar las precauciones debidas, aunque te joda. Es mejor sofocarse con una mascarilla, que necesitar oxígeno en tu lecho de muerte, si es que tienes suerte de conseguir cama en una UCI. Quiero ver a mi familia, por eso me cuido. Si tengo que sacrificar cosas que estoy acostumbrado hacer por el bien de mi salud y la de los demás, prefiero vivir dentro de una burbuja y esperar paciente a que todo esto acabe. HAZ LO MISMO, PROTÉGETE, NO SEAS IMBÉCIL, porque esa es la palabra correcta para identificar a todo descerebrado que piensa que nada va a pasar. Luego nos quejamos del gobierno, si somos nosotros los que desistimos de seguir el camino correcto.

El otro día fue mi cumpleaños. ¿Tú crees que tenía ganas de celebrarlo? Por suerte nadie de mi trabajo se acordó, otros, ni siquiera tenían conocimiento; solo mi familia. Lo único que pedí fue que deseo verlos el próximo año sin temor a contagiarlos o contagiarme. Mi prioridad es protegerlos. Mi mente se llena de contemplaciones y no puedo evitar no sentirme mal por aquellos que han perdido a un familiar o amigo. En este último año he tenido que despedirme de un puñado de buenas personas que le tocó esa bala de la que tanto deberíamos evitar. Ahora solo pido tomar conciencia y pido por las almas de esas personas que su muerte no fue en vano y que sirva de ejemplo para mantenernos con pie firme ante este mal que tanto nos está costando. No seamos cómplices… no seamos indiferentes.

lunes, 1 de febrero de 2021

Una razón incómoda

Hay un viejo chiste que ha sido contado innumerables veces por varios de nuestros mejores comediantes nacionales y se ha representado en uno y que otro sketch televisivo. La versión más conocida de la que tengo memoria es la de Miguelito Barraza. Tal vez la conozcan. La premisa es la siguiente: un tipo va en su moto por la carretera y, al llegar la noche, ve a lo lejos una casa y decide alojarse en ella. Como la señora le dice que, en lugar del granero como él solicitó, podía dormir con la beba de la casa, el tipo −luego de pensarlo detenidamente− cree que le sería incómodo soportar a la criatura toda la noche, así que prefiere tomar el granero. Claro, al día siguiente se da cuenta que la beba de la casa es una hermosa y despampanante jovencita que a cualquiera le hubiera quitado el sueño sin pensarlo ni una sola vez. Naturalmente, Barraza la cuenta con tal hilaridad y maestría que concluye con un remate de antología: “Yo soy el huevón de la moto”.

Así es como me siento. Perdido en medio de la noche sin tener la menor idea de lo que me va a esperar después de dormir en el granero. A veces vemos lo que queremos ver y nos explota en la cara como al coyote de los dibujos animados. Creo que ya he explicado esta sensación de aturdimiento y frustración cuando las cosas son difíciles de alcanzar. ¿Debo preocuparme? No lo sé. Quizá sea otra de esas crisis de la edad madura que te hace pensar que ya no se puede hacer cosas como hace treinta años. Si has llevado una vida plena, creo que las aclaraciones están de más.

Lo paradójico de todo esto es que, sabiendo que tienes las de ganar, dejas pasar la oportunidad. Y es cierto. Soy un tipo divertido, encantador y caballeroso cuando considero a una de mis musas formar parte de esa diversión que destilo por los poros. Sin embargo, hay algo que no me hace avanzar. ¿Inseguridad? ¿Desconfianza? ¿Lealtad? Sí, esto último es uno de los errores que cometo muy a menudo. Sé que hay otro pisándome los talones y dejo que gane la carrera, solo por ser mi amigo. ¡Qué estúpido! Conmigo no tienen esas consideraciones; pero, siendo yo, debo cumplir los preceptos del buen samaritano. La dama en mención se regocija con dicho personaje mientras yo, desde mi palco, veo cómo se devanea entre el deseo y el amor. Es como en aquellas comedias románticas de los años 60, donde un Tony Randall tiene que aceptar estoico que no puede competir con Rock Hudson los favores de Doris Day. Y sigo insistiendo: ¡Qué estúpido! Es lo más cursi que he escrito y describo con menos placer que comer una chocoteja de manjar blanco y pecanas sabiendo que es de pasas con maní.

Debo volver a mis raíces, a los años de estudiante universitario, cuando las preocupaciones sociales eran lo de menos frente a los aspectos personales que intimidaban a mis profesores más enérgicos. Recuerdo que mi profesor de cine me puso 10 en un examen, no por el hecho de no responder correctamente, sino que debía escribir al pie de la letra lo que había dictado en clase, con puntos y comas. ¿Esa era la clase de enseñanza que impartía un sujeto que confundía a Fellini con Bertolucci? Lo más incongruente de este episodio es que ayudé al amor de mi vida con el curso. Estudiamos juntos casi todo el día y ella se regodeaba de mis conocimientos cinematográficos, que finalmente obtuvo un 15 de calificación. ¿Habrá sentido la necesidad de humillarme frente a sus amistades por ese particular hecho? No lo creo. Se rio, sí; pero no de mí, sino de la situación, de lo absurdo que puede ser algunas veces el destino. Desde ese entonces desconfié de aquellas personas que se creen eruditos en una materia cuando en realidad no saben nada de ella, y se ofenden o te “marcan” solo porque lo corrigen delante de otros veinte estudiantes que La luna no fue dirigida por Fellini, sino por Bertolucci. No fui yo quien se lo hizo saber, pero mis gestos fueron elocuentes al secundar la moción de mi compañero de al lado.

El amor de mi vida, por ejemplo, era una de esas criaturas que aparecen cada veinticinco o treinta millones de años. Era encantadora, linda, esquiva y muy directa al mismo tiempo. El único problema es que su corazón ya tenía dueño, si se quiere catalogar de esa manera el hecho de que ya tenía pareja. No sé cuántas veces le declaré mi amor. Ella lo aceptaba, complacida, hasta se diría que compartía en secreto ese sentimiento; pero no podía hacer nada. Era difícil de explicar, para ella, más que para mí. Una noche nos sinceramos. Fue el momento que había esperado varios ciclos enteros de estudio. Luego de compartir una reunión en su casa, como cierre de actividades académicas −vaya forma de decirlo−, nos quedamos solos en su sala, sobre el sofá; ella rendida más por ser la anfitriona que por las copas ingeridas, y yo por la lentitud de mis respuestas frente a ella. No tuve mejor reacción que abrigarla con mi brazo y arrebujarla en mi torso, ya que se quejaba de hacer mucho frío. Aunque en un principio pedía, no, suplicaba, susurrante que me fuera para evitar que pasara lo que creía que iba a pasar, yo me mantuve firme. Ahí hablamos, fui sincero con ella. Le dije que la amaba y, repitiendo aquella famosa frase de Clark Gable en Lo que el viento se llevó: “a pesar de ti, de mí y del mundo que se desquebraja, yo te amo…” solo bastó para que juntemos nuestros labios en la oscuridad de la noche, como si ese fuese el momento esperado por toda Latinoamérica unida, disculpado el parafraseo de Te lo resumo. Yo esperaba una bofetada digna de telenovela mejicana, con las gafas saliendo disparadas hacia la otra habitación y con la humillación multiplicada por el infinito. Pero no, fue mutuo, tierno, mágico. Quería que el tiempo se detuviera y permanecer así congelados. Lamentablemente, tuvo que culminar. Fue mi primer y único beso con esta mujer que, hasta el día de hoy, amo con locura devota. No sé de ella desde aquella vez que nos separamos después de la graduación. Fue hace mucho.

Las terapias con electroshock habían quedado para los estudios históricos de la psiquiatría. Tuve que necesitar varias horas de terapia para conciliar el sueño y no ser presa de mi propia saliva constrictora. Mis años mozos habían quedado atrás y ahora daba paso a la terrible realidad de ser un hombre adulto con cuerpo de adolescente porque empecé con el veganismo, pues preferí darle la espalda a todo sentimiento reprimido si no fuera por la fuerte voluntad de volverme escritor de pacotilla y publicar un libro que nadie leyó ni mucho menos recuerda mi editor haber sacado a la luz. Lo único que recuerda es que le debo quince mil soles por la inversión. Mi sonrisa lo dice todo, porque no sé dónde conseguir dicha cantidad.

Y como diría Epíteto: “Si quieres buscar algo bueno, búscalo en ti mismo”, no hay peor manera de aceptar el hecho de no ser considerado parte del repertorio de alguna obra de la vida real, no sin antes pensar siempre en que las cosas pasan por algo y es preferible mantenerse al margen con una sonrisa fingida y una actitud sacada de un catálogo de relojes. De alguna manera, Epíteto tiene razón y solo debo ver mi interior gracias a una radiografía y a nadie debe incomodarle el hecho de que seguiré siendo el huevón de la moto.

domingo, 31 de enero de 2021

Exceso de confianza

Considero la catarsis como buena terapia cuando la compartes con el resto de seres humanos de criterio amplio y sensibilidad a prueba de cursilerías, pues, de qué sirve guardarlo en tu memoria o en el disco duro de tu PC; es aconsejable extirpar cualquier indicio de fragilidad oportunista al precisar que somos vulnerables frente a la adversidad. Y llamar "adversidad" a una serie de desventuras sin sentido pone en evidencia la carencia de ingenio para tratar otros temas más profundos, como “Qué cocinaré durante la cuarentena” o “Si me dieran a escoger…”. Poseemos una pizca de malicia cuando enfrentamos problemas menos rigurosos que trastoquen nuestro sentido común, como la Deep Web o el exceso de colesterol en los niños menores de ocho años. Hay para todo público. Pero, no se pasen, no puedo estar en todas.

Una amiga mía, la que ya no está en este mundo −es astronauta−, me confesó que tenía una fijación casi enfermiza por su loro. Un animalito interesante, divertido y excéntrico, que estaba a la orden de las circunstancias con sus inefables imitaciones de Carlos Gardel o Pedro Infante, pese a que sonaba más como Edith Piaf. Sucumbía ante sus insinuaciones nocturnas cuando la enamoraba con una serie de frases que, obviamente, había aprendido a lo largo de los meses en que la muchacha era visitada por su pareja de entonces. Era desopilante para ella sentir todo ese gimoteo que más tarde confesaría que le erizaba la piel. La zoofilia no estaba contemplada como una actividad paralela a sus acostumbrados devaneos erógenos, pero tomó en cuenta que el pajarraco sabía lo que estaba haciendo. Hasta pensó que la acosaba. Mientras se bañaba, vio que el loro la miraba fijamente parado desde la barra de la cortina. En otro momento, en su dormitorio cuando se vestía, Picho, como así llamaba a su mascota, estaba asomado por la puerta, jadeando de una manera extraña, que luego fue convirtiéndose en un quejido casi humano cuando alguien se toca ‘ahí donde la luz no llega’.

Al morir, disecó a Picho con la misma mirada que la había sorprendido en el baño. Eso la perturbó, y desde entonces, cuando escucha una canción de Pedro Infante, se deja llevar por la sinrazón del eros y que años más tarde fue motivo suficiente para ir directo a la NASA y despedirse de una vida, digamos, más terrenal. Siempre dije que tenía la mente en la luna.

En aquellos años de formación espiritual y social, no tuve mejor idea que viajar al Tíbet. Fue una experiencia casi similar a la que experimentó Merino cuando vacó a Vizcarra. Casi consigo ascender al nirvana, pero los lamas me miraban sospechosamente cuando me ponía a cantar The Beautiful People. Ahí conocí a una guía tibetana que deseaba aprender español mientras que yo deseaba descubrir qué había debajo de su falda de yak. Una lección que aprendí a no meter mis narices donde nadie me llama. Me cogió el herpes y no es nada agradable cuando comes ceviche. Fuera de ironías mal sanas, la pasé bien a su lado. Aprendió fácilmente un par de palabras para mantenerme a raya por buen tiempo, no sin antes explicarle que el vete mierda se pronuncia mejor apretando los dientes.

De vuelta a Lima, encuentro una ciudad insensible por la contaminación auditiva. Escuchar Scooby Doo Papá debería ser considerado un delito bajo pena capital. La música es uno de mis fuertes. Mi extensa colección de vinilos lo demuestra. Desde la Quinta de Beethoven hasta Moon River, pasando por Pensilvania 6-5000 a Barracuda, es un logro de afortunados. Me aficioné por la música desde temprana edad. Mi madre escuchaba boleros en la radio y esas fueron mis primeros destellos que luego, gracias a mi padre que nos llevó a mí y a mis hermanos a la Feria del Hogar, pude conocer el jazz. En el auditorio una gran orquesta como la de Glenn Miller o Benny Goodman impartían una clase maestra de dicho género. Mi abuelo fue quien me enseñó de música clásica y el resto se lo dejé a radios como Stereo 100 o Telestereo 88, que últimamente siguen la tradición Mágica u Oxígeno. Mis favoritos de siempre: Elvis, The Beatles y toda la pléyade de la vieja escuela. Billie Eilish, Sia o Adele, son la excepción a la regla. Sin embargo, las tendencias han cambiado y ya nadie recuerda a CC Revival o Tom Petty.

Intenté formar una banda de rock, pero nadie me tomaba en serio. Decían que era muy feo para el gusto del público. Si Joey Ramone los escuchara. Intenté ser multi instrumentista; pero, en una presentación en vivo, sería difícil, a no ser que contratara al pulpo Manotas. No tuve más remedio que optar por la comedia de stand up y tragarme todo ese pánico escénico que me hacía ver como Arthur Fleck. Digamos que no me fue nada mal, a no ser por el público que tardaba mucho en entender mis referencias y creí conveniente renunciar en el momento oportuno. Serví café en un local de Barranco que ya no existe e inicié un romance con la dueña y a la vez cajera del establecimiento, y creo que esa fue la razón por la que cerró. Anduve dando tumbos sin encontrar un sentido a mi vida hasta que toqué fondo. Trabajé en las minas de Toquepala, pero el médico me advirtió que mis pulmones no eran lo suficientemente resistentes para gritar a los de arriba que faltaba luz ahí abajo. Ingresé a la universidad por un golpe de suerte y no precisamente por el mazo de mi padre que me exigía levantarme a las 5 de la mañana para que estudie para el examen de admisión. Me gradué, me licencié y me postulé al consejo estudiantil, aunque a ninguno de los miembros del rectorado le dio gracia que la categorización por estratos sociales debía ser tomado en cuenta para ayudar a los estudiantes menos favorecidos económicamente. Ahora es una regla en toda universidad. Debería cobrar regalías.

Al divorciarme tres veces de la misma persona, tomé en cuenta mis limitaciones para conocer mujeres. La tercera es la vencida, dije… Ahora debo pagar manutención por tres matrimonios fallidos. Antes de casarnos me dijo categóricamente: “Eres una isla”. En ese momento no lo entendí; ahora veo a qué se refería. Aislado, árido y rodeado de un mar de posibilidades sin darme oportunidad de zapar hacia un horizonte prometedor. Y eso que hay palmeras, aunque sospecho que se referiría a San Lorenzo o El Frontón. Sabia descripción de una personalidad diáfana con sus amistades y detestable para con el hombre al que alguna vez le prometió amor eterno. Tal vez se haya referido al padrino, con el que finalmente contrajo nupcias.

Antes de colgar los guantes y dormir el sueño eterno, una última anécdota, más bien una reflexión simulada que debo poner en perspectiva. Los últimos diez años han sido atroces, no solo para mí sino para mi psiquiatra. Una vez lo encontré llorando debajo de su escritorio porque sentía demasiada frustración con mi caso. Era imposible seguirme la ilación de mis motivaciones existenciales, así que se dio por vencido y me derivó a otro especialista, quien pudo al menos vaciar un poco de mi intranquila consciencia algunos rasgos que le parecieron interesantes y dignos de formar parte de un estudio clínico y, por qué no, como embrión para una tesis de posgrado. La especialista, porque debo de afirmar que sí, se trataba de una mujer, y no una simple erudita en temas del sistema neurológico sino del espiritual, me convenció de que la única manera de romper con esa cadena que me sujetaba perenne en el odio sistemático a la humanidad, especialmente a los teleoperadores, era someterme a una regresión que buscara los orígenes de mi caprichosa conducta. A pesar que puse toda mi voluntad y el esfuerzo de ella por someterme a una serie de exámenes, solo consiguió de mi mente las tres temporadas completas de Star Trek, la serie original. Ni siquiera puedo afirmar que haya sido un vulcano o pariente del capitán Kirk en una vida pasada, porque este programa era una ficción que se proyectaba varios siglos hacia el futuro. Solo verme peleando con ese lagarto, sería digno de una camisa de fuerza.

Poco a poco la doctora empezó a sentirse atraída hacia mí y me pidió seguir las terapias en su casa de campo. No sé por qué sospeché que estaba emulando a Zelig y le seguí el juego. La verdad, tenía una casa de campo en Santa Eulalia y pretendía presentarme a su familia, como el elegido de su ya dilatada vida personal, que incluía desde un bombero hasta un domesticador de alacranes. En ese momento se encendieron las señales de alerta y me di cuenta que no era ninguna psiquiatra, sino una paciente que fingía serlo. Me equivoqué por una letra. Debí contactarme con el Dr. González y no Gonzales (y resulta que era su paciente y se hizo pasar por él mientras estaba almorzando). Y yo que me había hecho la idea de vivir del éxito de una afamada especialista de la psiquis humana.

Sin la más mínima intención de continuar aburriéndolos, estimados lectores, creo que la vida termina cuando tiene que terminar, no importa si has dejado inconclusa tu tarea de observar cómo se desarrolla la alverja que dejaste sobre un bollo de algodón dentro de un vaso descartable. Cerrar los ojos y dormir para siempre es un alivio que no se repite así nomás, salvo que seas Cristo y estás acostumbrado a que mueras y resucites cada Semana Santa.

viernes, 22 de enero de 2021

Tu sola presencia me irrita

Después de comer medio kilo de mejillones untados con mantequilla, provistos de una pizca de perejil bañado en aceite de oliva, tuve una epifanía. Siempre he sido una persona razonable, sensata y amante de la lógica compulsiva. Dos de mis referentes más significativos han sido y seguirán siendo Spinoza y Kierkegaard, no por lo geniales que han podido ser en sus respectivos estudios del comportamiento humano a través de la razón pura, sino por la simple vanidad de demostrar que soy profundo. Aunque me considero más cercano a Strindberg, puedo decir que no hay otra mejor manera de expresar mi displicencia hacia el sexo femenino con un rotundo #NoQuieroNadaContigo. No me considero misógino, pero hay ciertos factores que me llevan a tomar esa vía, porque no encuentro una mejor manera de apaciguar mis elucubraciones acerca del tortuoso camino que he seguido cada vez que he conocido a una fémina de considerables exquisiteces superfluas.

Las he conocido de todos los tamaños, formas y maneras de comportarse durante una cena romántica, si es que existe esa expresión dentro de mis códigos de comportamiento, encausado siempre en la sencilla premisa de ver a dónde nos lleva esto. Aunque he tratado de ser atento, respetuoso y ávido en escuchar cada palabra que brotaba de su díscolo cerebro, he terminado pagándoles el taxi de regreso a casa. Solas, por supuesto. No trato de justificar sus acciones al considerárseme solo un amigo a quien contarle sus problemas y consolar su atribulada existencia con un golpecito en el hombro, sino que no tengo “eso” que tanto buscan en un hombre. A pesar que me baño en fragancia francesa, parece no surtir efecto en ellas.

Reconozco que soy feo. Cuando nací, cuenta mi madre, el obstetra me dejó caer de cara y eso produjo ciertas deformaciones faciales que me hacen ver como John Merrick. La belleza física es relativa, dijo un ciego, pero tampoco me veo tan mal, siempre y cuando me mantenga con la mascarilla puesta hasta para dormir. Los gustos saltan a la vista, sin duda. Tal vez sea yo el que se equivoca al elegir una amiga, amate, pareja o lo que se considere en ese momento y en ese orden. Sé también que soy exigente a la hora de conocerlas, porque me gusta el detalle, la limpieza y el orden. Lo primero que veo son sus manos y pies. Me encantan. No hay secreto en eso, soy un consumado fetichista que me pongo a tono viendo esos bien formados deditos cuidados con prolijidad en unas sandalias Carla Bichette.

La verdad de la milanesa es que soy poco sociable, por no decir nulo en cuanto a relaciones interpersonales. Carezco de feeling a la hora de querer impresionar a mi contraparte con hilarantes anécdotas de un solo acto, si es que no está dentro de un féretro con cuatro cirios a los costados. No puedo expresar nunca alguna ocurrencia si no me asaltan las dudas o los temores de sentirme una completa nulidad frente a una mujer que me supera en intelecto o en estatura. Bueno, ha habido casos en que esa dicotomía ha generado todo tipo de comentarios, que lo único que acrecienta es el morbo por saber si solo es por interés o por apañar las apariencias. Lo que quiero decir es que una mujer bonita es incapaz de sentir simpatía o atracción hacia mi persona, así la haga reír a borbotones que tenga que escupir los tallarines por la nariz. Es innegable que el humor no va de la mano con el amor. Pero, quién habla de amor. Pasarla bien no quiere decir que tenga que casarme con ella. A veces piensan que uno busca atornillarse en esa difícil tarea de prepararle el desayuno por el resto de su vida, si lo único que se necesita para estar bien es vivir en departamentos separados y verse en el momento que se tenga ganas. Sin embargo, la soledad apenas es una barrera que te hace sentir vacío a pesar de haberte comido toda una bolsa de papas fritas o el paquete completo de pan de molde familiar, con litros y litros de gaseosa y embutidos. Lo único que consigues es una obstrucción coronaria y un pasaje al quirófano.

Tiendo a ser irónico en los peores momentos. Es la clave de mantenerme ecuánime antes de pedir a la Beneficencia un lugar para dormir cuando cumpla la edad en la que deba preocuparme por no mojar los pantalones. Es la chispa que me motiva todos los días a sentarme frente a la laptop y desentrañar todos los abusos cometidos por mis padres al condenarme a vivir como un leproso, recluso y misántropo energúmeno que tantas veces he querido ser otra persona, sin abandonar mis principios. Los gatos siempre caen de pie, dice el dicho. No sé cuántas veces lo habré hecho que ya las piernas me flaquean. Sigo insistiendo en que una de las cualidades que me ha caracterizado siempre es la de sonreír frente al espejo y convencerme de que las cosas van a cambiar… para los demás, claro está. ¿Y yo? ¿No merezco ser feliz? Claro, si dejo de pensar como un perdedor y abrir las ventanas de vez en cuando, todo será como el mundo tecnicolor de El mago de Oz. Pero soy de los que prefieren la atmósfera lúgubre de la escena de apertura de Ciudadano Kane, susurrando al unísono Rosebud; pero esa no sería la palabra que escogería.

La distopia de esta reflexión no acaba suicidándome con gelatina vencida, es vivir al lado de una persona que no se merece tan mala suerte. No le deseo mal a nadie. Las únicas que han podido blandir su deseo de asco hacia mí han sido mis ex. Tres décadas soportando su propaganda neonazi en mi contra, ha llegado a escandalizar a las más curtidas feministas que han deseado lincharme en cada aparición pública en la que hemos coincidido. No ha habido mujeres tan mal pagadas como aquellas que, creyéndome el chico de diferentes procederes, hayan perdido su tiempo con un vago y flojo representante de la bohemia limeña en declive. Pero, seamos sinceros, jamás les puse las manos encima, solo para quitarles la ropa interior; no las he engañado ni con su prima ni con su mejor amiga. He sido lo que han querido que fuera: sumiso, comprensivo y dadivoso. Mejor se hubieran conseguido un gato… o un hámster. Aburrido no era; perezoso para arrancar la faena, lo admito. Mis fobias sociales son legendarias, pero creo que se lo tomaban demasiado en serio cuando les decía que prefería ver la transmisión del Oscar que salir a tomar un trago junto con sus amigos. Y, claro, en una de esas, ¡zas!, otro ya estaba demostrando que la brújula se mide por los efectos del magnetismo y no por su diseño. A los pocos días, ya estaban manteniendo una relación con el amigo de un amigo que conoció en la reunión de una de sus amigas. Lógico. Era de esperarse. Y de ahí mi compulsión por Spinoza y Kierkegaard.

Hay tanto pan por rebanar en esta extraña elucubración de mi extinta estirpe de mequetrefe. Son pocas las veces que he podido congeniar con una mujer, y reconozco que esa única vez me quiso de verdad sin importarle que pasara horas enteras escribiendo en un apartado rincón del dormitorio. Esas eran las que yo desechaba sin contemplaciones. Me sentía a gusto, qué duda cabe, el sexo era de lo mejor y pasábamos muchas horas viendo la maratón de Dr. House en Universal Channel sin pensar que el perro necesitaba salir a hacer sus necesidades. Pero había algo que no cuajaba del todo. Me daba demasiadas licencias que empecé a sospechar. Mi paranoia permitía esos excesos de desconfianza que hasta llegué a pensar que otra de mis examantes la había contratado para vigilarme. Solo me miraba con una expresión parecida a la de esas participantes del programa Andrea, cuando descubren que la prueba de ADN resultó negativa. Finalmente, nos echábamos a reír y hacíamos como si no pasara nada. Pero pasó. Al caer la noche del día 500 de nuestra relación, sería la última vez que la vería. Y cuando uno se anima a llamarla después de varios meses, te corta de inmediato porque está esperando la llamada de su novio, el mismo que obligó a vestirse como Han Solo y posar con ella en una foto vintage disfrazada de Margarita Gautier.

Cuatro cosas que quisiera expresar: una, no soy tan bajo; dos, fantaseo despierto; tres, me enamoro demasiado rápido de la persona equivocada; y, cuatro, prefiero comer tallarines al ajo que morder unos carnosos y cautivantes glúteos de color canela. Sé que exagero en mis reminiscencias. Logro tergiversar la realidad con tonalidades surrealistas dignas de Miró o Ray, pero son más explícitas como las historietas de Lorenzo y Pepita. Carezco de forma precisa y parezco un pedazo de carne queriendo pasar por un embudo. Vaya manera de describirme, y es que me desprecio desde el día en que tuve uso de razón. Soy distinto al resto de mi familia, antinatural, antisocial, anti todo. La primera vez que besé a una chica fue en el juego de la “botella borracha”. Ella tuvo un colapso y se refugió en el Noguchi por varios meses. Yo, ni vuelta que darle, me sentí ensimismado por su rechazo, sin comprender que solo se trataba de un juego, nada agradable, por cierto.

Cuando mi última ex rompió conmigo, no lo hizo como un asunto personal, fue más que todo por salud mental. No soportaba estar demasiado tiempo en la cama conmigo ni tener cuatro orgasmos consecutivos ni que me riera de ella cuando ponía los ojos en blanco y se mordiera los labios antes de tensar todo el cuerpo de puro goce. Era para tomarle una foto. Me arrepiento de no haberlo hecho, hubiera sido genial en su perfil de Facebook. Pero, más allá de esas nimiedades, puedo considerarla como la relación más larga que tuve: cuatro meses. Pero, insisto, no comprendo por qué prefieren a un tipo que las maltrata, que las acose y que les sean infiel; o, para colmo de males, casados. Están ahí, suplicando no ser abandonadas en espera de que deje a su mujer e hijos e inicien una vida de ensueño; en cambio, con uno piden ayuda psiquiatra, garantías para su vida e inclusive con orden de restricción por más de 200 millas.

Una noche llaman a mi puerta. Era mi primera ex. Hacía tiempo que no sabía de ella y me extrañó que supiera donde vivía. La hice entrar y le ofrecí una taza de té. “Prefiero la manzanilla”, dijo, esnifando los pocos mocos que le quedaban después de llorar seis meses consecutivos, luego de descubrir que su novio la había abandonado por una joven venezolana. Si dejamos entrever las proporciones físicas de una y de otra, jamás hubiera entendido por qué la abandonaron (se entiende el sarcasmo, ¿verdad?). Era la primera vez que la veía desencajada y perdida. Cuando la conocí era la pedantería andante. Alardeaba lo que no tenía, y lo que tenía era gracias a la generosidad de sus ocasionales pretendientes, que terminaron por comprender que jamás llegarían a su nivel. Era bajita, pero tenía un ego de la distancia de aquí a Júpiter, ida y vuelta. La cosa es que entendió que no valía la pena enfrascarse en una relación cuando sabes que vas a perder por una cabeza -o por un culo, en este caso-. No puedes competir con ella ni por lástima. Sin embargo, era bonita, tenía ojos grandes, vivaces, dientes de conejo y una sonrisa coqueta que te quitaba el aliento antes de pedir la cuenta. Lo único que no contrastaba con esa carita de muñeca Baby Alive era su cuerpo. Carecía de lo que tanto odiaba de las modelos de Pornhub y no dejaba de atribuirles su contextura por la gracia de un cirujano. Era lo menos de lo que me podría preocupar, siempre y cuando tuviera los pies bien cuidados. Y los tenía. Punto para ella. Lo que me disgustaba era su manera de tratarme, como si fuera un provinciano necesitado de afecto o de una mujer que tuviera mundo. ¡Que tuviera mundo! Apenas conocía Sayán y ya regurgitaba viajes imaginarios desde Alaska hasta Berlín. “Yo he paseado por Diagonal y no digo nada”, le decía, sin que entendiera el sarcasmo.

Esa noche quiso quedarse en casa, conmigo, sentirse acompañada y necesitada de un alma caritativa que le hiciera olvidar por un momento que fue parte de un complot del gobierno de Maduro para que la alejaran de su hombre. Menuda idiotez. Ya estaba conmigo en la cama, recordando por qué habíamos iniciado una relación hace más de veinte años. Esa noche se olvidó del fulano y pasó el fin de semana más largo del que tuviera memoria, despilfarrando condones y sábanas, que tuve que comprar un nuevo juego para no desentonar con el decorado. La mujer tenía lo suyo, debo admitirlo. Lo que más me gustaba es su excesiva coprolalia a la hora de destilar feromonas sobre uno. Era insaciable hasta para el menos ansioso de la tribu. Después de consumado el hecho, volvía a su habitual pergamino de críticas y cuestionamientos acerca de mi pobre popularidad con el sindicato de onanistas y mis anticuadas chompas de casimir inglés. Tengo una raqueta de bádminton, la que usaba para darle azotes en las nalgas en plena efervescencia lasciva. Hasta en eso me consideraba un idiota, sin tomar en cuenta que era ella la que quería que la azotaran apenas llegara al clímax de la situación. La cosa es que dejé que le prendiera fuego al álbum de fotos que tenía como recordatorio de las cosas que no debía hacer antes de conocer a una mujer. Lo malo es que ahí había dejado un cheque por quince mil soles, como anticipo de mis memorias. El problema fue cuando la editorial quiso que se lo devolviera porque allí se dieron cuenta que mi libro sería un pastiche de A propósito de nada y los dejaría como si tomaran desayuno con la leche vencida.

Luego de aquel infame reencuentro, supe que volvió con su hombre. Ahora viven felices los tres. A Maluma le habrá venido una hemorragia por la nariz. Lo que es yo, me quejé con el administrador de mi edificio por no avisarme que vendrían a visitarme. Desde entonces, tiene la consigna de que a ninguna mujer se le dé acceso a mi departamento y solo digan que no estoy, así me ahorro el cambio de sábanas.

Creo que el título está mal. No debería hacer referencia a ninguna mujer ni mucho menos a las que he conocido a lo largo de estos treinta años. Es a mí a quien hago alusión. Soy irritable, desesperante y casi siempre provocador, frente a una retahíla de comentarios hirientes sobre la clase de tipo que soy sin despertar compasión de nadie. He estudiado mucha psicología para entender qué ocurre conmigo, y me doy cuenta que no he aprendido nada, mucho menos de quienes me rodean. Sigo cometiendo los mismos errores una y otra vez hasta el cansancio. ¿Y debería aprender después de todo? No lo sé. Aún sigo pensando que nacer fue el peor error de mi vida. Debí quedarme tendido en el suelo sin llorar después de que me resbalara de las manos del obstetra −hubiera sido mi héroe hasta el día de hoy−. Eso hubiera bastado para que me echaran a la basura y no lamentarme después de tantos años de terapia sin encontrar respuestas a mis devaneos psicóticos. Lo que sí he aprendido es no confiar en mi psiquiatra, ahora solo leo biografías autorizadas de Chiquilicuatre y la princesita de Yungay.

Finalmente, ahora entiendo a las mujeres cuando dijeron en su momento que necesito tener una mascota. No por el hecho de aborrecer a la humanidad y darle la espalda a relaciones duraderas o sólidas, que un perrito o un búho podrían suplir. No, es porque debo aprender a dar cariño, aunque sea a la criatura más insignificante que haya poblado la tierra. Después de todo, ¿para qué? No sirvo para mantener una relación ecuánime por veinticuatro horas consecutivas, menos tendré la paciencia de levantarle la mierda a cualquier animal que deambule por el parque. Vivo el día a día dándole la espalda a la realidad; mi soledad me pertenece y no creo que nadie comprenda lo que se siente tomar café en la barra de tu cocina sin tener que escuchar las quejas de una rolliza estreñida ni las inconformidades de una maniaca del orden.

¡Dios salve a Onán!

miércoles, 13 de enero de 2021

Estigmas del otro lado del muro

La sobrepoblación mundial ha sufrido un revés gracias a la pandemia. Era necesario, pues, la humanidad no podía mantenerse ante la escasez de alimentos y hectáreas urbanísticas, condicionadas por la deforestación y explotación masiva de materia prima, especialmente minerales de origen orgánico, como petróleo y gas natural. La agricultura no se da abasto ni el agua, a pesar que ahora se vende embotellada. Todo un lujo, sin duda.

Muchos dirán que la purga divina es la causante de esta catástrofe. Las trompetas celestiales han anunciado el fin de los tiempos con gran pompa. Las plagas, los jinetes, Nostradamus y hasta los Simpson, han calado hondo en el imaginario colectivo. El anuncio de un redentor advierte que la cosa va en serio, aunque da pie para entender que la llegada del mesías del mal tiene mucho que ver con la última conjunción de Júpiter y Saturno, que muchos expertos de lo sobrenatural vaticinan para este 2021. Se trata de una década de sobresaltos y cambios sustanciales que nos pondrán la carne de gallina. Peor será para aquellos que no cuentan con Disney+ en sus televisores. ¡Nos perderemos WandaVision!

Según cifras oficiales nos estamos quedando sin oxígeno, sin camas UCI y sin centros de esparcimiento. Las plataformas virtuales de streaming están haciendo su agosto con la emisión de películas que no hemos podido ver en salas de cine desde que se inició esta ruleta rusa llamada COVID-19. El cine en casa será el futuro, así como otros tipos de entretenimiento masivo. El trabajo desde un ordenador ya se ha hecho costumbre y pocas son las empresas que necesitan empleados presenciales para la atención o ejecución de sus actividades rutinarias. La obesidad por falta de ejercicio es uno de los mayores problemas que enfrentamos los que vivimos sedentarios dentro de nuestros hogares. La depresión es otro factor preponderante que se ha visto en el último año. Nos sentirnos amenazados por una suerte de conspiración gubernamental que nos hacen creer que existe una elite que amenaza al mundo desde algún laboratorio illuminati, o simplemente decidimos matar a nuestros cónyuges porque ya no hay dinero para mantenerlos. O lo que fuera que estuviese revoloteándonos en el subconsciente.

Se extraña a Anthony Choy en las pantallas de televisión. A pesar que sus casos son de carácter meramente especulativo, no deja de causar asombro la serie de testimonios que evidencian la existencia de seres venidos de otras dimensiones, como duendes, fantasmas o los no menos populares ‘grises’. ¿Es posible que sucedan dichos fenómenos? ¿Hay gente que puede dar fe de ello? ¿Somos capaces de vislumbrar un mundo paralelo? ¿Es producto del chongo mediático? En pleno siglo XXI… ¿hay gente que cree en dichas fábulas.

Durante la sequía de 1967, un joven y humilde agricultor encontró un libro escrito de puño y letra del mismísimo Belcebú. Aunque no sabía leer ni escribir, se lo atribuyó al príncipe de las tinieblas con tal convicción que no tardaron en aparecer estudiosos y eruditos académicos, que le ofrecieron cuantiosas sumas de dinero por adquirir dicho manuscrito. Su ignorancia lo obligó a venderlo por tan solo 600 mil dólares, una cifra que fue considerada “una ganga” para los estándares de la época. Como muchos sospecharán, el documento no fue más que el recetario de algún opiómano que ponía al alcance del público la preparación de cócteles de hongos y alucinógenos para la Guía didáctica del chamanismo. Como la escritura era cuneiforme (por los estragos de la droga), cualquiera diría que fue hecha por algún demonio del inframundo. ¿Y qué pasó con el agricultor? Ahora, es dueño de una universidad de prestigio.

Conversando con un viejo sabio de la tribu, las posibles consecuencias del futuro político de Estados Unidos no se comparan con las triquiñuelas que subsisten en nuestro querido y desafortunado Perú. A pocos meses de cumplir 200 años de independencia (no me explico de qué), la clase política insiste en menospreciar el coeficiente intelectual del ciudadano de a pie. Hechos como los ocurridos después de la vacancia de Vizcarra y el ascenso al poder de Merino ‘El Breve’, no hay otra manera de describir la reacción del público. Hubo bajas civiles que resultó ser el detonante para desprestigiar aún más a tan inefables personajes ávidos por un pedazo de lo que consideran su “botín de guerra”. Ya es mucha conchudez de su parte tener que castigar a la nación con su presencia y tener que escuchar sus excusas y echarles la culpa a otros y no saber distinguir cuándo se debe aplicar una norma constitucional. Las cosas tampoco la tienen clara el presidente interino y su Consejo de ministros, ahora que se vienen más problemas en salubridad, economía y gasto social. ¿Volveremos al confinamiento radical tal y como vienen ejecutando algunos países europeos ante el rebrote del bicho apocalíptico? Esperemos que no y tomemos conciencia de que esto no es un juego ni una estratagema de sectas secretas. Lo gracioso del caso es que unos fiscales peruanos han enjuiciado a los representantes del “orden mundial” de inventar dicha enfermedad. Es de locos, lo que concuerda con esta ola de conspiranoia traída desde las páginas de John le Carré o del mismísimo Jason Bourne.

Si bien es cierto nos han metido en la cabeza toda clase de hipótesis o teorías acerca del origen de este bicho, desde sopa de murciélago hasta la corporación farmacéutica Umbrella, no hay indicios fehacientes que lo sustenten. Todo es producto del folclor popular y de quienes tiene tiempo de andar navegando por la Internet.

En conclusión, estimado lector, es momento de dar un paso agigantado por restablecer el orden, ya no disfrazados con la máscara de Guy Fawkes, sino con nuestro propio rostro e iniciativa de querer salir adelante frente a esta pandemia que ha desestabilizado (y lo sigue haciendo) nuestra capacidad cognitiva. Démosle fin a todo sufrimiento respetando los protocolos de bioseguridad, aunque suene repetitivo y aburrido. De ello depende nuestro futuro como personas, ciudadanos, nación y planeta.

viernes, 8 de enero de 2021

Helado de frambuesa

El mismo día que murió su perro, conoció a una jovencita de dieciocho años recién cumplidos. Tenía facciones serias, inquietantes y a la vez seductoras. Sus ojos almendrados color miel penetraron su frio corazón y sus anchas caderas eran imposibles no desear recorrerlas con la yema de los dedos. Su fragrante cabellera azabache ondeaba al compás del viento y sus enhiestos pechos sucumbían bajo las costuras de su atrevido uniforme de azafata de bus interprovincial. Solo necesitó dos palabras para causarle un derrame cerebral y varios años de agua fría para calmar sus ímpetus bestiales. “¿Algo más?” fue lo que dijo, y eso lo cambió todo.

Tras abandonar el terminal terrestre, aún podía saborear el aroma a canela y rosas que despedía aquella joven. Sus inocentes comentarios dejaron impresionado a nuestro héroe como un niño dentro de una juguetería.  Esperaba volverla a ver, tal vez, en su viaje de regreso; pero, ¿en qué unidad sería el reencuentro? ¿Y en qué horario? Un dilema que hubiera solucionado si se hubiera atrevido abordarla y pedirle su número para así llamarla y concertar una cita en el café más exclusivo de la ciudad, dando pie a una suculenta noche productiva de emociones lascivas. Pero no se sentía tan seguro de llegar a ese nivel, mucho menos apneas haberla conocido.

Sin embargo, la suerte le sonrió una vez más. La primera vez fue en el hipódromo, cuando su caballo ganador murió de un infarto tras haber recibido una apuesta de veinte contra uno. Él era ese uno. Y se llevó todo. Contra todo pronóstico, encontró a la muchacha en el aparcamiento en busca de un taxi que la llevara a su hotel. Sin pensarlo dos veces, el tipo le dijo que podrían compartir el mismo transporte si ella así lo deseaba. Su sonrisa fue elocuente. Cinco minutos después de abordarlo, ya estaban intercambiando fluidos salivares a vista y paciencia del chofer, que no se perdía ningún detalle desde el lente retrovisor, pasándose dos luces rojas y atropellando a un gato.

La muchacha lo invitó a su hotel y ahí dieron rienda suelta a sus bajas pasiones. Un cliché que ha sido escrito miles de veces cuando se acaban las ideas. En resumen, el polvo fue considerado el mejor para ambos, y en varias oportunidades tuvieron que llamar a la señora de la limpieza para que cambiara las sábanas de la cama y pasarle un trapo limpio a las paredes y techo. No entendía cómo es que ese hombrecito sin gracia podía producir tanto esperma. Pero así eran las cosas entre ellos, displicentes y complacientes al mismo tiempo cuando intercambiaban roles. “Feliz día de la mujer” le susurró ella al oído, a lo que el tipo tuvo que aceptar que un hombre no solo debe dar sino recibir. No pudo sentarse por espacio de dos días.

Al despedirse, la muchacha le entregó un pase de cortesía para que pudiera ir adonde quisiera, pues, la idea era encontrarse siempre en algún hotel del país. Sin embargo, el hombre lo pensó dos veces mientras se subía los pantalones.

Moraleja: No te dejes impresionar por un bueno culo.

jueves, 7 de enero de 2021

A Little Less Conversation

Aunque su imagen siempre generó el rechazo de la clase adulta conservadora, los millones de adolescentes que buscaban un ídolo a quien admirar por esos años de la era Eisenhower, vieron una poderosa máquina de efervescencia salvaje y contestataria, rompiendo los moldes ya establecidos y encumbrando una feroz performance sobre los escenarios. Elvis Presley nació predestinado para ese cambio generacional que hasta el día de hoy se le considera un referente de lo que llamamos el Rock Star por antonomasia.

Su historia es bien conocida. Su legado, otra joya imprescindible para el catálogo de cualquier aficionado a la música, al Rock 'N Roll específicamente. Mucho de ese material, previamente grabado por otros artistas, sean solistas o grupos de buena o regular trayectoria, fueron la semilla de un estilo desenfadado y sin límites. Recordemos That's All Right, por ejemplo, su primer sencillo y éxito sin precedentes en su natal Tupelo, Misisipi, bajo el sello discográfico Sun Records, del no menos legendario Sam Phillips. Originalmente lanzado por Arthur Big Boy Crudup, un blues de aquellos que, en los zapatos de Elvis, fue dinamita pura que lo catapultó hacia la cima de la popularidad. Y desde ahí todo fue cuesta arriba. Ya con el sello RCA Victor sus siguientes singles fueron N. ° 1 por varias semanas y al mismo tiempo: Heartbreak Hotel, Don´t Be Cruel, Hound Dog, Teddy Bear y su epítome con Jailhouse Rock y Hard Headed Woman, fueron argumentos suficientes para convertirlo en estrella y ganarse el apelativo de Rey del Rock 'N Roll; y si le agregamos sus contorsiones pélvicas, el cabello engominado y la voz de un chico negro, el paquete era completo.

Como toda estrella en ascenso, gracias al olfato de sabueso de su mánager, el persuasivo Coronel Tom Parker, su siguiente parada fue el cine, como medio diversificador de su talento para generar mayor demanda de su imagen y conquistar a un público ávido por ver a su ídolo en pantalla grande y en los cincuenta estados al mismo tiempo. Aunque sus primeras películas tuvieron una gran aceptación por parte del público, menos de la crítica (lo consideraban un mal actor que cantaba), ya iniciados los años sesenta su paso por el celuloide no fue más que chapuzas para su propio lucimiento, con buenos números musicales que solo promocionaban el tema principal del film. Su mejor película, para mi entender, fue El rey criollo (1958), dirigido hábilmente por el gran Michael Curtiz, que le dio una presencia sólida que no volvería a repetir, y que terminó de cuajar lo que empezó con Prisionero del rock (1957), del artesano y siempre competente Richard Thorpe. Tal vez, el haber sido llamado a enlistarse en el ejército, dejó que sus ansias de convertirse en el nuevo James Dean se esfumaran y se contentara en conocer a Priscilla en Alemania.

Desde la invasión británica, liderada por The Beatles, Elvis se convirtió en una pieza de museo a la cual admirar pero nunca alcanzar ni intimar. Estaba resignado solo ver rugir a esa juventud post Kennedy que evidenció que el "anochecer de un día duro" estaba por comenzar.

Por insistencia del Coronel, volvió al ojo público con el programa especial para televisión de 1968, el mismo que podría considerarse como el nacimiento del unplugged y que revitalizaría su carrera gracias a los nuevos adolescentes que lo descubrieron y a los de su generación que lo redescubrieron como el portento que era al interpretar casi en la intimidad Memories o If I Can Dream.

Triunfó en Las Vegas, pasando por Hawái en un concierto televisado vía satélite, en los que supo mezclar talento y relajo sobre los escenarios ahora acompañado de su orquesta y coros. Ya cuando las drogas y los excesos pesaron más por mantenerlo en la panacea, Barbra Streisand fue a tocarle la puerta para que interpretara a la alcohólica estrella en decadencia en el remake Nace una estrella (1976, Frank Pierson), la que le supondría el regreso al Olimpo, incluido un Oscar, y que el propio Coronel Parker desestimó porque consideraba que el papel dañaría su imagen frente a sus seguidores. Lo cierto fue que, si aceptaba el papel, significaría perder el control de las decisiones y las millonarias ganancias que estas generarían.

Aquello fue un duro golpe para el Rey, que lo llevó a perder el glamur de sus años mozos. Abusó de la comida y de los barbitúricos, y fue hasta 1977 que dejaría esta dimensión con tan solo 42 años pero con la imagen de un hombre de setenta. En sus últimas actuaciones, apenas podía recordar la letra de alguna canción y su estado deteriorado era para llorar por la pena que daba, aunque nunca perdió esa voz inconfundible que lo ha vuelto leyenda indiscutible de la música popular.

Hoy en día, su legado sigue vigente. Sus discos y recopilatorios se siguen vendiendo, su mansión en Graceland está abierta al público como museo y su lápida es visitada cada 8 de enero (nacimiento) o 16 de agosto (fallecimiento), siendo el punto final del peregrinaje que empieza con las viejas instalaciones de Sun Records. Sus películas y conciertos se siguen retransmitiendo en diversos medios audiovisuales y es objeto de veneración por parte de algún imitador que participa en esos programas concursos de talentos. En Las Vegas hay convenciones de este tipo y en las capillas de bodas los ministros que ofician la ceremonia, se visten como su ídolo para unir a parejas de todo el país que visitan dicha ciudad. Pero solo habrá un Elvis... ¡Que viva el Rey!