sábado, 28 de noviembre de 2020

La culpa es de Claudia

Si bien es cierto Cupido es un estúpido por tomar decisiones arbitrarias, es menester saber que cuando caemos en las lides del amor casi nadie sale bien librado. Una sola probadita ya es sinónimo de problemas y no podemos darnos el lujo de subestimar sus consecuencias, a no ser que te tomes una Red Bull con cuatro líneas de la blanquita y hacerte de la vista gorda, como aquel tipo que fue al cine -en plena pandemia- y no le importó hacer el ridículo, no por el hecho de encontrar el local cerrado, sino que olvidó salir con mascarilla.

Probar del fruto prohibido

Un caso curioso sucedió en una reconocida empresa de embutidos. Dos de sus empleados tuvieron un altercado por querer conquistar a la nueva secretaria. La manzana de la discordia, en este caso, llevaba una relación de cuatro años con su actual prometido, pero eso no era impedimento para coquetear descaradamente con ambos idiotas, que, en su afán por considerarse el macho alfa de la manada, hicieron lo imposible por ganarse su corazón. Finalmente, terminaron enfrentándose a sable limpio empuñando un hot dog de esencia de pollo. Cuando las cosas se pusieron turbias, y viendo que el stock de dicho embutido disminuía considerablemente, la joven tuvo que pedirles que desistieran de su absurda pelea y confesarles de su situación sentimental. Ambos comprendieron muy tarde que las cosas no son como la pintan las telenovelas turcas, mucho menos confiar en una chica bonita que les sonríe en su primer día de trabajo. En conclusión, no solo dieron por finalizada su amistad, sino que debieron pagar las existencias de su propio sueldo.

Vivir en pareja

Lejos estaban los días cuando decidías convivir con tu pareja sin que la familia de la joven se opusiera tajantemente. “Si sales de esta casa tiene que ser con vestido de novia”, decía una madre abnegada y fiel representante de las buenas costumbres de una sociedad ya extinta. Ahora, es la propia mamá quien le pide a la hija que se vaya de una vez: “No importa que sea feo, hijita, con tal que tenga plata no hay problema”. Muchas caen en ese dilema que no les queda más remedio que hacer de tripas corazón, apagar la luz y cerrar los ojos en la intimidad, ya que no pueden soportar verle la verruga en la punta de la nariz del susodicho sin sentir un escalofrío casi latente debajo de la nuca. Y si tiene mal aliento, habría que pensarlo seis veces antes de quitarse la ropa. Sin embargo, son pocas las veces que llegan a complementarse como una torta selva negra, teniendo descendencia y un perrito de compañía; otras, no siempre termina bien para el hombre. Ni para la mujer, seamos justos.

La muchacha de nuestra historia se cansó del tipo que tenía como pareja. No soportaba sus celos ni que cuestionara su selecto grupo de amistades masculinas. La chica era bonita, podía estar con cualquiera, pero tuvo que ceder ante la presión de sus padres que le exhortaron buscar pareja a los treinta años. “A esa edad ya te tenía a ti y a tu hermana”, decía un adusto padre, preocupado por el futuro de la menor de sus hijas. Conoció a este tipo en una feria de bebidas exóticas y, entre pisco y nasca, terminó con él en un hotelito de por ahí y, ni modo, dijo que este era el indicado, solo porque la hacía disfrutar como ningún otro y creyó que era suficiente para empezar una vida en comunión. Craso error. Se dio cuenta muy tarde que las cosas no eran como se las imaginaba y maldijo la hora en que bebió ese Tumbatruza, que la dejaría en ascuas los siguientes cuatro meses de su vida.

Un día, tuvo la “suerte” de conocer a un buen hombre, muy distinto del otro, que tuvo consideraciones para con ella como hubiera preferido tenerlas al lado de su hombre; porque era su hombre, a pesar de todo. No podía vivir alejada de ese semental que le hacía poner los ojos en blanco y la piel de gallina con solo tocarla con la punta de la lengua. ¿Qué podía hacer? Lo irónico del caso es que, cuando finalmente dio por terminada la relación (porque lo encontró con otra), fue en busca de su amigo. Lamentablemente, las cosas habían cambiado y perdió el interés por sus constantes negativas. Así que, cumplidos los treinta y un años, estaba sola y sin más remedio que regresar a casa de sus padres.

Fuiste un trozo de hielo en la escarcha

Las palabras pesan más que una acción. Eso lo tenía claro cuando emprendió el viaje de regreso a casa en el Metropolitano. Era uno de los cuatro pasajeros que viajaban en aquel frío bus a través de corredor vial que se perdía en el horizonte, tras dejar sus recuerdos en aquella oficina de Jesús María. Sus paredes plomas y carcomidas por el tiempo no era más que la confirmación de su propia decadencia como ser humano. Había encontrado la horma de su zapato tras tastabillar con aquel joven que hizo caso omiso a sus sentimientos. No podía ser de otra manera, no tenía nada en contra de los gais, pero prefería tenerlo como amigo que como pareja o amante o lo que fuera que gravitara en su confundida cabeza. Desde aquel momento sintió que las penas inundaban su vida y ponían obstáculos a su desempeño laboral. De sonrisa pícara y semblante animoso, se volvió huraño y esquivo con sus amistades, que no perdieron la oportunidad de solidarizarse por lo que estaba viviendo.

Cada vez que se cruzaba en su camino, el joven no podía ni siquiera mirarlo a los ojos. La vergüenza se proyectaba en su rostro pálido que era imposible no incomodarse al verlo con otras compañeras, a las que sí les rendía pleitesía casi a punto de provocarles un orgasmo onírico con su desopilante sentido del humor. Los celos fueron un factor preponderante para terminar sus responsabilidades ante la empresa y dejar en el aire la decena de proyectos que tenía entre sus manos y que, por una pequeña gota de insatisfacción personal, rescindió todo compromiso futuro.

“Todos tienen derecho a amar”, dijo antes de abordar el bus, sin que la vergüenza lo aplacara al dejar caer una lágrima frente a los pocos usuarios en la estación central, y que prefirió finalizar y olvidar aquel capítulo de su vida ya pasada. Pero de una cosa sí estaba seguro, los gatos caen de pie, como repetía cada mañana al mirarse frente al espejo. Se puso los audífonos, sintonizó una radio desde su celular y escuchó Don’t Look Back In Anger. Antes de que el bus se pusiera en marcha pensó en Scarlett O'Hara. Tenía razón, se dijo, “mañana será otro día”.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Ser masoquista

Hace unos días tuve la mala noticia de que mi ex había contraído matrimonio con el mismo imbécil que la había engañado. Era cuestión de tiempo que llegarían a ese desenlace pese a mis deseos. Cuando terminamos, pensé, que pude haber hecho algo que la alejara de mí, sin darme cuenta que fue por el motivo anteriormente descrito, que dio paso a una serie de desopilantes aventuras que ni me hicieron gracia en su momento.

Siempre he dicho que la vida no es más que una tira cómica de periódico barato, en espera del remate en las siguientes ediciones para redondear el chiste. Esta vez, la broma estaba dirigida a mí, y comprendo que mucha gente me haya advertido de no tomar en serio dicha relación, por la poca confianza que despertaba ante ellos. Había mucha razón, ahora lo entiendo. Sin embargo, uno piensa que son ellos los que están equivocados. Aunque traté de ajustar mis prioridades en beneficio de la relación, no fue suficiente convencerla de que yo era una alternativa segura.

Estaba ciego. Supuse que eso era lo que llamamos “amor”. Participé en marchas, en colectivos en contra de la dictadura, solo para complacerla. Hasta me rapé el cabello y me tatué una tarántula en el muslo izquierdo como símbolo de mi amor. Le compré todo lo que me pedía. No puedo evitar pensar que reventé la tarjeta de crédito solo para verla satisfecha, a pesar de la deuda que se me venía. Cuando se acabó el dinero, las cosas cambiaron y empezó a salir, dizque, en busca de paz y tranquilidad. Claro, yo le creía. Cuando caía la noche, me llamaba diciendo que estaba en casa de su prima y que se quedaría con ella por seguridad. Y yo le creía. Pero esas noches se hicieron eternas. Ni siquiera se tomó la molestia de volver ni llamar para decir que estaba bien. Y lo dejé pasar, porque confiaba en ella.

Luego de un par de semanas, puso fin a la relación. "Te dejo". Fue directa y sobria, antes de coger sus cosas y marcharse, sin siquiera mirar atrás. No podía creerlo. No tuve fuerzas ni para sostenerla de los brazos y evitar que se fuera. Me quedé ahí, en medio de la habitación, esperando aclarar mi mente y contener el llanto por lo que había pasado. Fue una semana difícil. Traté de convencerla. La llamaba cada hora, cada día, que llegó un momento que tenía el celular apagado; hasta que, como era de esperarse, eliminó el número. No había nada que hacer.

Y, de repente, mientras caminaba cabizbajo en busca de un sol de pan, me encontré con su prima. Fue una sorpresa aterradora descubrir la verdad, una verdad que me negué en todo momento validar. Resultó que, hacía meses, no sabía nada de ella. “¡Pero ella dijo que estaba viviendo contigo!”, le dije, casi perdiendo el aliento. Días después, nos encontramos y supe entonces, de sus propios labios, que había vuelto con su ex. ¿Cómo lo supo? Un amigo en común, la encontró con el susodicho, muy acaramelada, saliendo de un hostal. Luego, ella misma fue a encararla. No tuvo más remedio que confesarle lo evidente: estaba viviendo en casa de su "suegra", quien le había suplicado volver con su hijo, que todo había sido un error de su parte por pensar con el pene y no con el cerebro y estaba convencida de que lo perdonaría, porque muy en el fondo aún había amor en ese corazón desengañado, diciendo solemne que nunca quiso que terminaran y que jamás aceptó que su hijo la dejara ir porque sabía que ella era la indicada, y demás blablablá. Escuchar todo eso me dio risa. ¡Cómo una madre puede ser tan alcahueta! ¡Ni la mía!

Tiempo después perdí el auto, la casa y algunas chucherías sin importancia, como parte de pago de mi tarjeta de crédito. Ahora me pregunto, ¿valió la pena? Endeudarme, sí, porque dejé de ser un huevón y ahora vivo según mis preceptos. Lamenté por un instante que mis sentimientos nublaran mi cordura. Soy un hombre nuevo y solo tengo ojos para leer una buena novela. Afortunadamente, los viernes me encuentro con mis viejos amigos y nos tomamos unas chelas; jugamos PlayStation y salimos a pasear en la camioneta de uno de ellos. Lo que sí reconozco es que, cada vez que regreso a mi departamento, lo encuentro demasiado grande y vacío. ¡Qué mierda! Ya no tengo que soportar sus ronquidos.