viernes, 13 de noviembre de 2020

Ser masoquista

Hace unos días tuve la mala noticia de que mi ex había contraído matrimonio con el mismo imbécil que la había engañado. Era cuestión de tiempo que llegarían a ese desenlace pese a mis deseos. Cuando terminamos, pensé, que pude haber hecho algo que la alejara de mí, sin darme cuenta que fue por el motivo anteriormente descrito, que dio paso a una serie de desopilantes aventuras que ni me hicieron gracia en su momento.

Siempre he dicho que la vida no es más que una tira cómica de periódico barato, en espera del remate en las siguientes ediciones para redondear el chiste. Esta vez, la broma estaba dirigida a mí, y comprendo que mucha gente me haya advertido de no tomar en serio dicha relación, por la poca confianza que despertaba ante ellos. Había mucha razón, ahora lo entiendo. Sin embargo, uno piensa que son ellos los que están equivocados. Aunque traté de ajustar mis prioridades en beneficio de la relación, no fue suficiente convencerla de que yo era una alternativa segura.

Estaba ciego. Supuse que eso era lo que llamamos “amor”. Participé en marchas, en colectivos en contra de la dictadura, solo para complacerla. Hasta me rapé el cabello y me tatué una tarántula en el muslo izquierdo como símbolo de mi amor. Le compré todo lo que me pedía. No puedo evitar pensar que reventé la tarjeta de crédito solo para verla satisfecha, a pesar de la deuda que se me venía. Cuando se acabó el dinero, las cosas cambiaron y empezó a salir, dizque, en busca de paz y tranquilidad. Claro, yo le creía. Cuando caía la noche, me llamaba diciendo que estaba en casa de su prima y que se quedaría con ella por seguridad. Y yo le creía. Pero esas noches se hicieron eternas. Ni siquiera se tomó la molestia de volver ni llamar para decir que estaba bien. Y lo dejé pasar, porque confiaba en ella.

Luego de un par de semanas, puso fin a la relación. "Te dejo". Fue directa y sobria, antes de coger sus cosas y marcharse, sin siquiera mirar atrás. No podía creerlo. No tuve fuerzas ni para sostenerla de los brazos y evitar que se fuera. Me quedé ahí, en medio de la habitación, esperando aclarar mi mente y contener el llanto por lo que había pasado. Fue una semana difícil. Traté de convencerla. La llamaba cada hora, cada día, que llegó un momento que tenía el celular apagado; hasta que, como era de esperarse, eliminó el número. No había nada que hacer.

Y, de repente, mientras caminaba cabizbajo en busca de un sol de pan, me encontré con su prima. Fue una sorpresa aterradora descubrir la verdad, una verdad que me negué en todo momento validar. Resultó que, hacía meses, no sabía nada de ella. “¡Pero ella dijo que estaba viviendo contigo!”, le dije, casi perdiendo el aliento. Días después, nos encontramos y supe entonces, de sus propios labios, que había vuelto con su ex. ¿Cómo lo supo? Un amigo en común, la encontró con el susodicho, muy acaramelada, saliendo de un hostal. Luego, ella misma fue a encararla. No tuvo más remedio que confesarle lo evidente: estaba viviendo en casa de su "suegra", quien le había suplicado volver con su hijo, que todo había sido un error de su parte por pensar con el pene y no con el cerebro y estaba convencida de que lo perdonaría, porque muy en el fondo aún había amor en ese corazón desengañado, diciendo solemne que nunca quiso que terminaran y que jamás aceptó que su hijo la dejara ir porque sabía que ella era la indicada, y demás blablablá. Escuchar todo eso me dio risa. ¡Cómo una madre puede ser tan alcahueta! ¡Ni la mía!

Tiempo después perdí el auto, la casa y algunas chucherías sin importancia, como parte de pago de mi tarjeta de crédito. Ahora me pregunto, ¿valió la pena? Endeudarme, sí, porque dejé de ser un huevón y ahora vivo según mis preceptos. Lamenté por un instante que mis sentimientos nublaran mi cordura. Soy un hombre nuevo y solo tengo ojos para leer una buena novela. Afortunadamente, los viernes me encuentro con mis viejos amigos y nos tomamos unas chelas; jugamos PlayStation y salimos a pasear en la camioneta de uno de ellos. Lo que sí reconozco es que, cada vez que regreso a mi departamento, lo encuentro demasiado grande y vacío. ¡Qué mierda! Ya no tengo que soportar sus ronquidos.

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