martes, 29 de noviembre de 2022

Sutil como el papel higiénico en el taco

Valdivieso soñaba con algún día probar una nueva receta a la altura de sus ya afamadas trufas de coco. Esta vez, el ingrediente ya no sería la tan versátil fruta traída de las lejanas islas de Hawái, sino de otra que le diera el espaldarazo definitivo. Había probado de todo y ya estaba a punto de conseguir la esencia, cuando se topó con un pequeño inconveniente: conseguir financiamiento. Pero como a él los problemas eran una cosa pasajera y dable a los finales heroicos, tuvo que imprimirle a su cruzada todo el encanto y el carisma necesarios para lograr que alguien pusiera dinero en sus manos. Y así lo hizo. Tardó más de lo esperado, pero con la confianza de llevar su cocina a las altas esferas sociales que tanto beneficio había conseguido.

La primera de las varias reuniones que organizó no salió tan bien. La mayoría era gente amargada que no comprendía cómo un chef de su nivel pudiera perder el tiempo en esta clase de cocteles en lugar de trabajar en su cocina. “¿Quién en su sano juicio iría hasta Hawái a comprar cocos, si en el mercado de frutas lo venden que da miedo?”, dijo una desubicada ricachona. Muy fácil, explicaría Valdivieso años más tarde a su biógrafo, quería hacer la diferencia. Un coco es un coco, por donde se le mire, de eso no hay duda; la procedencia y el tiempo necesarios para su traslado y su manufactura requieren de la precisión de un reloj suizo, y eso a nadie tendría porqué importarle, si igual se lo comen. “Sí, pero, son muy chiquitos y cuestan caro”, dijo el hombre de letras. “¡Ni que fuera un huevo centenario!”, enfatizó. Pero, como ya lo había manifestado, el motivo que lo impulsaba era crear otro sabor, otra textura, otra joya con la que la gente no tendría de qué quejarse cuando leyera la carta y encontrara una simple línea casi al pie de la página: “trufa de coco”.

Los posteriores eventos tuvieron mejor acogida. Esta vez Valdivieso vendió mejor el producto, el cual aún no revelaba su ingrediente, que guardaba celosamente bajo un halo de misterio, casi comparado con el arca de la Alianza o las cuentas fantasma de Alan García. Muchos tomaron esto como una idea brillante y se morían de la curiosidad por saber la receta secreta de su nueva línea de postres y aperitivos. Sin dudarlo por un instante, las contribuciones fueron más que alentadoras y el pozo fue aumentando a medida que más adeptos se unían a la causa, reunión tras reunión durante más de seis meses. Hasta que consiguió alcanzar la meta.

La última reunión fue precisamente para agradecer el interés recibido a su modesta convocatoria, y que era el momento de revelar la tan mencionada receta secreta que por meses estuvo en boca del circuito gastronómico a lo largo y ancho del país. Cuando se dio a conocer el nombre del ingrediente, el silencio fue sepulcral y hasta ofensivo, sin mencionar lo irónico que resultaba tener que tragarse toda esa diatriba de progreso y empoderamiento internacional: vainilla. Sí, Valdivieso, el chef de retos imposibles, haría trufas de vainilla. Ya era tarde para reclamar su dinero, que los presentes no tuvieron más remedio que aplaudir a medio compás y tragarse el orgullo por sentirse estafados.

Como diría Valdivieso, no se trataba de cualquier vainilla. Era una vainilla que solo se podía encontrar en la India. Aunque, uno de los presentes, dijo muy suelto de huesos que para qué ir hasta allá, si en México, que está más cerca, podría encontrarlo, y a mejor precio. Pero Valdivieso insistió en que debía ser de la India. Tuvo que convencerlos de dicha elección por considerarla acertada. Y lo aceptaron. Le tomó otros seis meses encontrar tan dichoso producto silvestre y regresar con él a sus cuarteles generales y poner en práctica toda su sabiduría culinaria. Cuando la presentó en sociedad, la decisión fue unánime: valió la pena.

Un año después, luego de que sus trufas de vainilla conquistaran el mercado, tuvo un sueño del cual despertó con frenesí. Había dado con otra gran idea. Ni corto ni perezoso, buscó financiamiento y el circuito del dinero fácil volvía a ponerse en acción. “¿Ahora de qué tratará esta vez?”, se preguntó un curioso, “Seguro quiere hacer trufas con naranja traídas de Marruecos o trufas con peras de Madagascar”. Esta vez, no tuvo el auspicio que hubiera querido y perdió credibilidad de inmediato. Sus largos viajes y gastos superfluos lo delataron y más de uno coincidió en afirmar que con tanto dinero en sus arcas fácilmente podría él mismo costear su empresa. “Compra producto peruano, huevón”, sentenció su biógrafo.

domingo, 27 de noviembre de 2022

Una inquietud desprovista de vergüenza

A vista y paciencia de su marido, Leonor tomó la decisión de fornicar con su mejor amigo luego de que lo hiriera gravemente Butch, su chihuahua bizco. Sus partes nobles sufrieron la mayor parte de los daños, dejándolo impotente durante el proceso de rehabilitación. Tuvo que tragarse el orgullo, además de perdonarle la vida a su mascota, y aceptar los requerimientos de su mujer.

Era sabido que Leonor tenía un apetito voraz por las carnes sazonadas con testosterona. En su juventud hubo experimentado más de mil formas distintas de placer carnal, que en una noche llegó a mantener relaciones con dieciocho personas a la vez, sin contar a su vecino, un compañero de estudios y dos de sus primos en el transcurso de las horas. Seriamente, se le ocurrió pedir ayuda médica, cosa que descartó de inmediato porque terminaría tirándose a todo el consultorio. Se conocía muy bien.

Por su parte, Edmundo era un tipo encantador, comprensivo, sensato. Complacía a su mujer en todos sus caprichos, sean o no de tipo sexual. Ambos congeniaron a la perfección casi imposible de creer para una mujer como Leonor, que se contentó con un solo hombre; pero después de diez años juntos y con el percance del perro, terminó por aceptar su realidad, aunque sin perder el tiempo en gimoteos ni señalando culpables; utilizó ese tiempo para darse un festín como ya lo venía haciendo antes de su noche de bodas.

No tuvo mejor idea que convocar a su mejor amigo, a quien le había perdido el rastro dos décadas atrás, y el único con el que podría tener la suficiente confianza para que se sirviera a sus anchas del delicatesen en que se había convertido esta mujer. La había conocido tan flaca como un pabilo sin sospechar que años después exhibiría unos portentosos pechos y glúteos cincelados por la providencia y las hormonas desatadas.

Ni bien retomó su relación con Leonor, tuvo que pedirle permiso al marido por las cosas que estaba a punto de cometer en nombre de las buenas costumbres. Edmundo no le dio importancia al asunto y dejó que subiera al dormitorio no sin antes advertir que su esposa era una dama, después de todo, por donde se la mirase. Sí, claro, dijo, y pensó: “Este pobre diablo debe estar chiflado”.

Dos días después, el chihuahua murió de rabia, porque sufrió de bullying por los perros del vecindario. Edmundo lo enterró en el jardín mientras escuchaba a Leonor dar alaridos desde la ventana del dormitorio. Algún que otro vecino miraba extrañado la procedencia de dichos ruidos, que Edmundo tuvo que explicar fríamente que su mujer estaba tomando lecciones de canto, pero que estaba muy lejos de ser comparada con María Callas. Todos se echaron a reír y compartieron una jarra de limonada recién preparada.

El amigo de Leonor no podía más. Estaba extenuado. Pero ella no se rendía tan fácilmente, así que pidió una ronda doble de Red Bull y se puso en acción, en contra de los deseos del invitado, que protestó enfáticamente que deberían tomarse un descanso. Molesta, cogió sus cosas y se largó en busca de otros hombres. El amigo le dijo a Edmundo de lo que estaba pasando y él, tan sereno como siempre, le dijo: “Sí, sí. Así es ella. No te preocupes. Ya volverá”. El amigo cogió sus cosas y se largó, no sin antes parafrasear a un congresista desempleado: “¡A la mierda con este país!”.

Leonor se metió a un bar y les propuso a cuatro amigos que compartían una jarra de cerveza que si querían cogerla entre todos. No lo pensaron dos veces y se la llevaron en el auto de uno de ellos a casa de otro de ellos. Leonor no tenía intención de volver a casa hasta que estuviera completamente satisfecha. Al igual que el amigo, estos cuatro gamberros pidieron tiempo para recuperar el aliento. La mujer no toleraba insubordinación y le dio una patada a cada uno en sus genitales. Obedecieron y reanudaron el trabajo. Hasta el último orgasmo emitido por esta fémina, las cosas se tranquilizaron. Pudo vestirse y regresar a casa, junto a su marido, que la esperaba con un vaso de limonada bien helada. Luego de un reparador baño, se metió a la cama, le dio un beso de buenas noches y empezó a programar sus actividades del siguiente día. Edmundo le dijo por sobre el hombro: “Te lavaste los dientes, ¿verdad?”


Imagen: gpointstudio en Freepik