domingo, 28 de agosto de 2016

Tal vez lo cuente mañana (Parte III)

7.37 p. m.

El celular marcaba ocupado y Víctor ya perdía la paciencia. Se preguntaba hacía más de media hora dónde podría estar Elena. Nunca se atrasaba, y su mayor preocupación era no tener respuesta al otro lado del hilo telefónico. ¿Se habrá acabado la batería? O, lo más lógico, ¿le habrán robado? Al menos, si llamara para avisarle de cualquier eventualidad regreso del trabajo. Era la primera vez que se sentía desubicado y falto de iniciativas para dar con su paradero. No tuvo más remedio que llamar a su oficina, cosa que jamás había hecho ni tenía por qué, pues, no había necesidad. Sin embargo, ya era demasiado tarde para buscar respuestas. La única persona allá en la oficina era el agente de seguridad, quien explicó que los empleados se habían retirado temprano. Extraño, muy extraño, pensó Víctor.

6.12 p. m.

Las sábanas estaban sudadas. Los cuerpos entrelazados jadeaban luego de un encuentro carnal como nunca lo hubieran sospechado; especialmente Elena. Por primera vez se sentía realizada como mujer, pues el hombre que tenía al lado la recompensó con maestría ante las ansias que necesitaba sucumbir desde la mañana. Y lo más importante: era versátil, imaginativo, tenaz e incandescente. Tenía unas manos suaves que al recorrer su cuerpo la electrizaban. Alcanzaba el éxtasis con tan solo jugar con la yema de los dedos sobre sus muslos y pezones. Y el clítoris, por Dios, era una pera de boxeador que manipulaba a su antojo con su lengua. Pasión y revelación absolutas. Pobre de Víctor, pero este tipo era un campeón.

Apenas salieron de la oficina se internaron en un cuarto de hotel cercano. Ni bien llegaron copularon contra la puerta, aun vestidos. Ya desnudos, continuaron sobre la cama, mirándose en el espejo, cómo ella cambiaba de expresión con cada colosal demostración de testosterona dentro de su vagina. Una, dos, tres resplandecientes contorsiones orgásmicas para definir este encuentro como colosal. Tío, tú sí que la sabes mover, dijo Elena, recuperando el aliento. Ni bien terminaron, empezaron otro round.

Esa tarde no le apetecía volver con Víctor. Ya tendría una salida para evitar las preguntas inquisidoras de su paradero. Es un huevón. Cree todo lo que le digo, explicó Elena a su compañero, camino a un buen restaurante. Un filete de res era propicio para recuperar las energías. Y no le faltaba razón. Tenía derecho de disfrutar lo que no encontraba en casa.

-¿Y por qué estás con él? -preguntó el tipo.

-Seguridad, supongo -respondió ella-. Tiene depa y yo aun no estoy en condiciones de comprar o alquilar uno. Y, bueno, es mejor eso que seguir viviendo con mis padres. No los aguanto.

-La historia de todos -dijo él, mientras reía.

8.29 p. m.

Encontraron un restaurante pequeño, íntimo, donde podían dar rienda suelta a su coqueteo sin que a nadie le importara, ni sentirse intimidados por ser descubiertos. Eran ellos, al fin y al cabo. Pidieron un suculento plato que compartieron junto con un pisco sour, recordando algunos pasajes de sus aburridas historias universitarias o familiares. Él era el mejor alumno de su promoción y terminó ocupando el primer lugar de ella, recibiendo honores por su labor estudiantil, que terminó en España y Francia estudiando una maestría en finanzas y gestión institucional, que muchos previeron una floreciente carrera allá por Europa. Sin embargo, el sentimentalismo primó antes que la ambición y regresó a su tierra para instalarse en una buena empresa. Mientras tanto, aceptó su actual puesto como un pequeño impulso a su planificado futuro que ya empezaba a tomar cuerpo. Lo importante es que no titubeaba al decidir qué era bueno para él. El truco en este negocio -pensaba- es seguir adelante, sin mirar atrás ni distraerse con el qué pasaría si... Era muy vehemente. Una virtud que hoy son pocos los que la practican.

La charla empezaba a calentarse con susurros indiscretos y caricias furtivas bajo la mesa. Fue en una décima de segundo que Elena desviaría la mirada hacia la puerta del local cuando sus emociones cambiarían radicalmente. Vio entrar un rostro conocido y no tardó en retomar la postura serena del principio, manteniendo la mirada fija en el recién llegado. Ambos se reconocieron, definitivamente, porque el hombre permaneció de pie mirándola con atención, pensando si era ella en realidad. Avanzó hacia una mesa cercana y tomó asiento. Pidió algo para comer sin dejar de mirarla, sin importar que a su lado había un insufrible novato que le resultaba insultante semejante osadía. Así sabría quién es el macho alfa en esta historia. Al fin y al cabo el idiota no diría ni haría nada, porque no era el marido; se notaba a leguas. Habían cogido, por el olor a jabón barato, una señal inequívoca de falta de compromiso. Obvio. Era una cucaracha.

(Continuará...)

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