domingo, 21 de agosto de 2016

Tal vez lo cuente mañana (Parte II)

6.25 a. m.

La cucaracha se debatía entre la vida y la muerte; pataleaba boca arriba mientras recibía aquel chorro de insecticida que cerraba sus vías respiratorias y la sometía a una parálisis fulminante. No fue buena idea abandonar su escondrijo y dar un paseo por esa inmaculada cocina. Era obvio que el dueño la mantenía libre de impurezas; de lo contrario, no se hubiera molestado en darle a su visitante una ponzoñosa muestra de su hospitalidad.

El sadismo con el que sometía a su víctima lo reducía a la mínima expresión de un ser humano, reflejado en su fría mirada, sin emociones, sin remordimientos, sin redención. Tumbado en el piso, a Esteban Céspedes le bastó unos segundos comprender que aquel insecto moriría por las razones equivocadas. ¿Las cucarachas lo entenderían? Claro que no, los insectos no tienen conciencia. Era simple lógica darwiniana: O se adaptan al entorno o morían por uno más grande y fuerte. Y de eso estaba muy convencido. Una razón más para despreciar a su propia especie.

Puso el pote de insecticida a un lado del cadáver. No dejaba de estudiar cada centímetro de su efímera existencia mientras enfrentaba su propia realidad: resolver los problemas del mundo engendrando más violencia. ¿Se consideraba violento? ¿Exterminar a un simple blátido lo definía como tal? No si era provocado. He ahí el porqué de su soledad. Había vivido solo desde los veinticinco años y, desde que se mudó a aquel departamento, era la primera vez que tenía visitas. Irónico. Con ayuda de una escoba y un recogedor, depositó al occiso en su última morada y jaló la cadena hasta perderse dentro de un remolino de aguas incoloras directo a las costas del Callao. Trapeó el piso con lejía aromatizada hasta dejarlo tan pulcro y reluciente, que formaría parte de uno de sus chistes privados.

Se bañó, se cambió y se preparó el desayuno, tal como lo venía haciendo puntualmente hacía quince años, en el confort que le había proporcionado su trabajo y del que fue separado unos meses atrás cuando las cosas se pusieron feas en casi todo el mundo con eso de la crisis económica. Sus servicios fueron innecesarios y recibió una pequeña indemnización que no valía el esfuerzo ni la dedicación que dejó como pilar en la institución. Un golpe que no pudo perdonar a quienes le consideraban "un elemento imprescindible y valioso para la empresa". El dinero se agotaba y las oportunidades de empleo eran esquivas por razones que le desconcertaban, si no era por el límite de edad era por la falta de experiencia que el mercado exigía hoy en día. ¿Qué hacer entonces?

Quiso matricularse en cursos de actualización o estudiar una carrera alternativa; pero el estudio no era lo suyo. Era un hombre de acción, se había hecho a través de la experiencia y del conocimiento intrínseco, permitiéndose entrar en las grandes ligas, que una cátedra no bastaba para sus propósitos. Todo eso quedó atrás. Y se dio cuenta que no era un asunto económico, era un asunto de actitud, de personalidad. Era un tipo difícil, conflictivo, de energía oblicua que no cuadraba en el área donde laboraba. Y la mujer que tenía por jefa era la quintaesencia de la intolerancia y la sinrazón, que lo convenció de su irascibilidad y falta de entusiasmo. Sin embargo, el problema radicaba en que ella había convertido la oficina en un matriarcado, desconociendo la igualdad y la equidad de género. El único hombre frente a un grupo de valquirias que se posesionaron de la oficina y le sometieron con más carga de la que podía ejecutar, con la única intención de sofocarlo y cansarlo. Al ver que no rendía como se esperaba, fue el pretexto perfecto para darle el tiro de gracia. No contenta con ello, la mujer hizo toda una campaña mediática con el fin de desprestigiarlo ante cualquier empresa que le diera trabajo. Y, según su escala de valores, eso era legítimo.

Sobrevivía el más adulador, el más infidente y leal vasallo contra aquellos que no pregonaban el mismo mensaje arcaico y cuadriculado. Era historia antigua sin vuelta de retorno. Deseó ver su situación como un mero traspié, sin pasar por alto las verdaderas intenciones de aquellos que decidieron darle la espalda solo porque desconfiaban de él. Mal hizo su madre aconsejarle con su frase lapidaria: Si quieres caerle bien a los demás, sonríe. Una lección que, en la práctica, no le serviría de nada. Vivir como Gwynplaine era lo mismo que llevar una máscara y ser otro, solo por complacer los deseos o caprichos de otra persona. Tuvo que volver a sus instintos básicos para sentirse auténtico.

La primera vez que golpeó a alguien fue en un restaurante. Una mujer fue víctima de su furibundo marido solo porque a este le encantaba coquetear con las meseras, pero le disgustaba que le hicieran una escena de celos. La cosa se salió de control y nadie parecía querer inmiscuirse en el asunto, menos aún cuando la manzana de la discordia se escondía tras el mostrador. A pesar de las advertencias de los mozos, el marido parecía no importarle maltratar verbal y físicamente a la mujer frente a todos, que casi estaba segura volverse una estadística más de la brutalidad masculina. De no ser por su oportuna intervención, Esteban Céspedes tendría una historia distinta que contar. Solo le bastaron dos empujones para amedrentar al tipo, sacarlo del establecimiento y aplastarle la nariz contra su puño que, hasta el día de hoy, al pobre infeliz le debe seguir doliendo.

Esa era su naturaleza. Y no era nada agradable vivir con ella. 

Terminó su desayuno, tomó sus cosas y salió. Estaba a tiempo de coger el Metro. Mientras observaba el paisaje de una ciudad muerta, deslucida, fría e incolora, no dejó de pensar en lo equivocada que estaba su madre. No necesitaba sonreír para ser alguien. Ya lo era. A su manera, claro está. No le importaba nada más que sentirse bien consigo mismo. Pudo haber dejado vivir a la cucaracha, porque no le hizo ningún daño. Pero así era él. Había algo en esa cucaracha que lo obligó arrancarle la vida. Tal vez porque veía a la sociedad reflejada en ella. ¿Consideraba a la sociedad una cucaracha? Habría que preguntárselo. No pudo evitar sonreír, señal inequívoca que la catarsis había dado sus frutos.

Antes de bajar en la siguiente estación, no tardó en darse cuenta que una joven le observaba. Era de una belleza que se destacaba del resto de muchachas. Y las conocía por montones. De una cosa sí estaba seguro: esta era inalcanzable. Bajar del tren fue lo mejor... para ambos.

(Continuará...)

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