lunes, 13 de enero de 2020

El su(tru)culento manjar de fin de semana (Cuento dedicado a mi ex)

Ella parecía entender todos mis caprichos al pie de la letra. Sabía escuchar y darme el espacio que necesitaba cuando trabajaba en algún cuento o un diseño a destajo. Era la mujer que todo artista deseaba encontrar, pues cada noche compartíamos una taza de café con una tajada de pie de manzana, hacíamos el amor bajo la luz de unas velas aromatizantes o disfrutábamos de la maratón de The Crown o Stranger Things comiendo helado con wáfer o rodajas de durazno encima. ¿Qué más podía pedir? A veces sentía que no la merecía y la estaba condenando a una vida sin estímulos propios, sin ver yo cuáles eran sus prioridades como persona, como individuo pensante y con ansias de prosperar fuera de casa. No. Ella estaba predestinada a complacerme. Hablábamos muchas veces al respecto y siempre era la misma interpretación que le daba a mis comentarios, como si yo no estuviera satisfecho de su performance para conmigo.

Era todo lo contrario. Daba mucho sin recibir nada a cambio. “Tu compañía es suficiente para mí”, decía, orgullosa de ser la mujer de fulano de tal. Pero yo quería también sentirme el hombre de Fulana de Tal. Quería que tuviera voz propia y una imagen con la cual sentirse orgullosa. “Mi único orgullo eres tú, Carlitos”, sentenciaba, sin poder refutarle con otro lógico comentario. Era la mujer más cariñosa, hacendosa, entregada y fiel que haya conocido. Me conquistó el día que se presentó ante mi puerta vendiendo artículos de belleza sin saber las repercusiones que tendría más adelante. Le compré un jabón exfoliante y una crema para manos, que no solo me coronó como el tipo al que convencen con un producto o porque sus ojos achinados eran una ventana a tan puro y vasto espíritu oriental, que pude comprobar luego de cinco años.

Sí, esos cinco años juntos me convencieron que el mundo podía arder y no sentirme miserable, porque ella estaba ahí para apaciguar mis inseguridades por el temor a una tercera guerra mundial o que Estados Unidos volviera a la cordura eligiendo a un demócrata sin que fuera “secuestrado” por los iluminatis o Netflix recontratara a Kevin Spacey para una séptima temporada de House of Cards. “Eso nunca va a pasar”, decía entre risas. No sé a cuáles de esas dudas se refería. Lo único que sabía era que sus atenciones eran cada vez más enfermizas, punzantes, casi secuestrantes; no podía hacer nada sin mi aprobación, ni siquiera un simple cambio de sábanas. Su única motivación era que yo estuviera cómodo. Ni siquiera me dejaba cagar tranquilo, porque estaba detrás de la puerta preguntando si ya había defecado, de lo contrario me prepararía un concentrado de avena, sábila y guindones para que las tripas expulsaran las impurezas del organismo. Ni qué decir de los cuidados que propalaba al departamento. Todo estaba brillante, aséptico, oloroso a vajilla recién lavada. Hasta mis pedos olían a almendras por la comida que con tanto esmero cocinaba. Bajé de peso, eso sí, y debo admitir que el vigor me permitía trabajar por largas horas sin desfallecer (en todo lo que conlleva la palabra “trabajo”) y concluir satisfactoriamente las metas propuestas.

El sexo parecía nunca acabar sin volverlo monótono ni aburrido. Era una máquina que proporcionaba placer y a la vez lo recibía y asimilaba como una esponja, preguntándome de dónde sacaba todas esas ideas locas de las cuales no creía que existieran. La Internet te ofrecía un abanico de posibilidades con solo un botón. Se volvió una alumna aplicada de las páginas para adultos y ponía en práctica lo que las pornstar del medio eran capaces de hacer frente a una cámara. Si hubiera nacido en el Japón medieval, sería una geisha por antonomasia. No podía quejarme. Pero algo no encajaba. Y empecé a preocuparme.

Una noche, me di cuenta que su lado de la cama estaba vacío. Aún estaba caliente, por lo que avizoré que recién se había levantado, tal vez, para ir al baño o tomar un poco de agua; pero las luces, tanto de la cocina como del baño, estaban apagadas. No creí que su fanatismo por el ahorro llegara a esos extremos. Fui a buscarla y el susto que me dio al verla de pie, en medio de la sala, mirando a la nada, era poco comparado con los gemidos guturales que brotaban de su garganta. Sus cabellos negros cubrían parte de su rostro pálido y sus movimientos vacilantes la convertían en un espectro de película de terror japonesa. Luego, se habrá dado cuenta de mi presencia, que de inmediato cambió de semblante, se volvió hacia a mí y me regaló una de sus acostumbradas sonrisas bonachonas y cariñosas, que terminó arrebujada entre mis brazos. “Te quiero”, me susurró y nos besamos apasionadamente. Todo parecía que terminaría ahí como una simple anécdota, pero volvió a ocurrir dos noches después. La misma escena, la misma reacción, las mismas palabras. Mi miedo era indescriptible.

A la semana siguiente, una empresa solicitó mis servicios para actualizar y mejorar su página web, con contenidos interactivos y agradables a la vista, además de información útil con textos concisos, mi especialidad. Trabajé arduamente en el producto que me facilitó ir todos los días a esa oficina donde puse en práctica lo aprendido en la carrera, solo que llegaba a altas horas de la noche y a ella la encontraba ya dormida. Antes de la fecha de entrega y consecuente presentación de la nueva página web por la que fui contratado, mi compañera parecía no estar satisfecha por mis salidas diarias, decía que la había abandonado por unos míseros centavos. Bueno, eso de “míseros centavos” era un aforismo que desdecía el depósito bancario que recibí como anticipo. Pero entendía la indirecta. Le dije que era solo trabajo, que el fin de semana tendríamos todo el tiempo del mundo para nosotros dos, sin preocuparnos del mundo exterior. Eso la contentó y me regaló otra de sus acostumbras sonrisas.

Todo salió a pedir de boca. La empresa estuvo satisfecha y mi cuenta de ahorros aumentó generosamente, que compré un regalo para ella, el cual sería preámbulo a las cosas que haríamos el fin de semana. La sorpresa fue mía cuando entré al departamento: pétalos de rosas en el piso, velas aromáticas en varios puntos estratégicos y el perfume del ambientador que hacía mucho más agradable el momento, me llevaron directamente hasta el dormitorio. Y ahí la encontré, tendida en la cama, desnuda, con más pétalos sobre ella. Emocionado, me desnudé; pero antes de que terminara, me miró y dijo que fuera a bañarme. Obedecí. El agua estaba en su punto. Ella se acercó lentamente, pude verla a través de la puerta de vidrio, entró y ambos permanecimos bajo el chorro caliente de agua, entrelazados en un fuerte abrazo y apasionado beso sofocante, que cada cierto tiempo recuperábamos el aliento con fuertes bocanadas de aire. Hicimos el amor ahí mismo; luego, ya no recuerdo nada hasta que desperté sobre la cama, con las manos y pies atados en los extremos. Ella estaba de pie, llevando consigo una vela roja, que dejaba gotear sobre mi pecho, provocándome una quemadura nada desagradable, a decir verdad. ¿En qué momento había pasado de estar en la ducha a estar en esta situación? Lo peor de todo, tenía los labios cubiertos con cinta aislante. Estaba siendo sometido a una tortura erótica que no esperaba tener, mucho menos que mi compañera fuera capaz de preparar con anticipación.

Como no podía moverme, ella hizo conmigo lo que se le antojó en ese momento. Cabalgó sobre mí horas de horas, provocándome sendas erecciones gracias a un dispositivo que colocó alrededor de mi escroto, que no pude evitar no sentirme violado por mi propia mujer. El problema fue que necesitaba ir al baño, pero ella no me dejaba. El dolor era ahora intenso y los deseos de orinar no se comparaba con el terrible suplicio que experimentaba las veces que estimulaba mi pene con una maestría endemoniada y volvía a cabalgarme como una poseída. Sus ojos parecían desorbitarse, sus gemidos eran los mismos que había escuchado aquella noche que la encontré en medio de la sala; sus movimientos pélvicos eran de una precisión que eyaculé más de cuatro veces en una sola sesión, que tuve que orinar sobre ella. No podía más. Asimismo, no le molestó. Se masturbó cerca de mi rostro que, tras un orgasmo, un potente chorro de líquido salino brotó de su vagina que casi me ahogo en él. La mayoría había entrado por la nariz, ya que mi boca estaba aún cubierta por la cinta aislante.

Llegada la noche, seguía en la misma situación. Quería ir al baño, así que no podía aguantar tanto la vejiga y ensuciaba la cama con mis orines. Pero no había señales de ella. Pensé, tal vez, que estaba preparando algo de comer o beber; pero los minutos pasaban y ya el hambre hacía estragos en mi estómago. Los cánticos de mis tripas parecían los de una ballena moribunda. Tenía frío y a la vez pavor. Algo peor vendría, estaba ya pensando en eso, cuando de pronto se abre la puerta y aparece ella, con la bata roja floreada que le compré como regalo y con dos platos de comida en cada mano. Mis plegarias habían sido escuchadas. Solo que, había cantado victoria antes de tiempo. Vació la comida sobre mí, especialmente sobre mis genitales. Poseída por alguna fuerza sobrenatural, se desvistió y empezó a frotarse sobre mí, embarrándose con las salsas y demás comestibles que yacían desparramados. Me lamía los pezones, el cuello, el vientre, hasta detenerse en mi pene y chuparlo hasta ponerlo duro nuevamente. Estuvo así por varios minutos hasta descargar toda mi humanidad en su cara. Había empezado a llorar y ella parecía no entender la humillación por la que me estaba haciendo pasar. Me abofeteó, gritándome que me callara, que sea hombre y aceptara sus requerimientos, porque más allá de todo placer también existe dolor, y ese dolor se convierte en placer.

Tres días después, la policía la encontraría ahorcada en el pomo de la puerta con el lazo de su bata, suspendida a pocos centímetros del suelo. El hedor del cuerpo descompuesto alarmó a los vecinos. Yo seguía amordazado y amarrado de manos y pies sobre la cama, con cortes en varias partes de mi cuerpo que me desangraron lenta y dolorosamente. Las heridas podrían sanar, pero el trauma de haber vivido al lado de una loca nadie me lo quitaría. Jamás logré entender por qué lo hizo, por qué cambió de un momento a otro si nunca le había dado motivos, es más, la estimulaba para que hiciera más cosas fuera de casa y no estar “atrapada” en ese amor casi psicodélico que expresó cada día de esos cinco años que compartimos juntos.

Quise entender llegando a la fuente de todo esto. Sus padres, su familia más próxima. Pero no pude hallar respuesta. Era una mujer tan normal como cualquiera, dijeron, consternados por el escabroso final que encontró ella de su propia mano. No podían culparme, ellos me conocían y sería impensable que, dentro de toda esta pesadilla kafkiana, fuera parte de un crimen del cual yo era la víctima.

Ya han pasado otros cinco años y aún no logro esclarecer qué fue lo que pasó aquel fin de semana. Siento un profundo dolor más por ella que por mí. Hasta el momento, no puedo rehacer mi vida, no doy cabida a nadie que quisiera traspasar la frontera de lo permitido.  No puedo. Tengo miedo de encontrarme con otro caso de ese tipo, aunque me resuene en mi mente que las cosas podrían cambiar si yo quisiera. Tal vez sea esa sonrisa bonachona y el sonido de su risa campechana, que no me lo permiten. Lo tengo grabado en mi mente y es muy difícil que pueda deshacerme de ella.

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