Ahora que empieza el nuevo año, sea chino, católico o marciano,
me encontré con una vieja amiga a la que no había visto en más de una década. Estaba
tal cual como la dejé la última vez cuando nos despedirnos bajo una llovizna de
invierno en plena Plaza San Martín. No tuvo reparos en aceptar mi nuevo look,
porque ahora los calvos están de moda, dijo. El tiempo paga factura tarde o
temprano, pensé. Sus ojos recorrieron mi rostro como quien mira una pieza de
museo, tratando de equilibrar el pasado con el presente. Me seguía encontrando encantador,
amable, conversador y conmovedor al mismo tiempo; pero, eso sí, más maduro. Ella,
por su parte, se había cambiado el color de cabello. Antes era más rojizo,
ahora se veía castaño, con vida y muchas fluctuaciones en esos rizos que caían sobre
sus hombros. Sus enormes ojos almendrados eran magnéticos y no podía dejar de mirarla
con atención y entusiasmo.
Fuimos al viejo cafetín de siempre a beber nuestro
habitual café pasado con pie de manzana. Nos pusimos al corriente sin medir palabras
y todo salía desde lo más profundo de las entrañas. Su madre había fallecido no
hacía mucho y la extrañaba a mares; a su padre, en cambio, prefería ignorarlo
por sus constantes idas y venidas con la bebida, que lo consideraba un caso
perdido. Venía de sufrir una decepción amorosa, para remate, como si dicha
información hubiera sido necesaria. A su vez, quiso saber si había una tercera
persona esperando en casa. No, todo lo contrario, dije. Había concluido que el
sexo opuesto no iba a mi ritmo y creí necesario dejar de perseguir ideales.
Advertimos que aún seguíamos enamorados, no de la manera como lo conocemos. Era más platónico, más inofensivo,
más tolerante. La ciudad nos resultó tan grande y tan pequeña al mismo tiempo
que no fuimos capaces de mantener la relación, dejando que la distancia hiciera
su trabajo. Pero fue ella quien dio el primer paso y buscó contactarse con el
huraño que la hacía reír. Felizmente aún conservo mi página en Facebook, pese a
que no soy muy aficionado a las redes sociales. Me envió un mensaje y el resto de
la historia es harto conocido. Lima tiene su encanto en invierno, dijo. Para ella,
el gris o el blanco y negro remarcaban esa imagen lúgubre que Salazar Bondy
explicó en uno de sus libros, y así era como lo interpretaba ella, desprovista
de esa humanidad que tanta falta hace hoy en día. Era muy difícil encontrar un
alma sincera en estos tiempos.
¿Estábamos enamorados? No lo sé. Lo único real era la
fuerte conexión que me unía a esta mujer después de tantos años, que se
reflejaba con cada broma o comentario ácido de su parte sobre tal o cual cosa frente
a nuestras narices, tomándonos de la mano o dándonos empujoncitos con el ánimo
de perseguir al otro. Lejos de esos recuerdos, pasamos una tarde estupenda. Me siento
raro al decirlo de esa manera. A pesar que estaba nervioso, lo disfruté y no
había mejor bálsamo que su eterna mirada cómplice que te llevaba a cometer todo
acto de insubordinación cívica. Claro que no pasó nada fuera de lo común. Paseamos
por las mismas calles del centro histórico, cuyas largas caminatas terminaban inevitablemente
en el cuarto de un hotel. Sí, eran buenos tiempos, cuando no había celulares
con cámaras y podías tener sexo sin remordimientos ni con el temor de estar
siendo grabado para chantajearte en alguna página social. Esta vez las cosas
fueron diferentes. No ocurrió lo que quería que ocurriera, solo una despedida en
aquel solitario paradero. “Te llamo en estos días”, dijo. Y se fue.
El amor es como el táper de Keiko: esconde algo que sabemos
que está ahí, pero nos hacemos los sorprendidos cuando lo encontramos. Ella y
yo tenemos tantas cosas en común que podríamos haber tenido nuestra propia
historia de amor, pero éramos tan amigos que una cosa así era impensable si lo
vemos desde una óptica distinta a la habitual. Prefería tenerla como amiga, que
perderla como pareja. Y como en toda historia de amor -no hablo de la mía-
requerimos de ciertos compromisos para sacar a flote una empresa que hemos de
fortalecer con nuestras atenciones y responsabilidades, y no en simples devaneos
que a la larga nos volverán insensibles al cambio.
Días después volvimos a vernos. Salimos a comer en un
restaurantito de Barranco, con vino y música de fondo. La cursilería aún flotaba
en el aire que era imposible no desternillarnos de risa, sin importar lo que
los demás comensales pensaran de nosotros. Pasado el bochorno de ser el centro
de atención, volvimos a nuestros personajes. La solemnidad no era mi
fuerte, pero con ella tenía que haber una excepción. Su presencia no solo era
por el mero hecho de volver a saber de mí luego de tantos años, sino que
necesitaba hacer algo conmigo y debía saber si yo estaba dispuesto a hacerlo
sin cuestionar su decisión. Cuando supe de qué se trataba, un pavor oculto removió mis entrañas. Era de locos, pero a la vez una bonita sensación de halago y
orgullo. No tenía que responder de inmediato, había tiempo de sobra para pensar
en los pros y los contras. Pero ya lo había decidido: tendría un hijo con esta
mujer.
Puso las cosas claras desde un principio: ella se encargaría
de cubrir los gastos de manutención y yo renunciaría a la paternidad, sin obligaciones de ningún tipo; simplemente quería mi semilla para
fecundar la suya. Me tomó por sorpresa, aunque debo de admitir que era una decisión
bastante arriesgada para una mujer sola, y quise participar de su crianza,
porque, a pesar de todo, era mi bebé, y me gustaría verlo crecer a mi lado. Su NO
fue rotundo. La decepción fue tomando cuerpo con varias copas de vino que fui
ingiriendo una tras otra hasta vaciar la botella. Y, bueno, finalmente, le daría
en el gusto, lo pensaría antes de dar una respuesta dejando de lado los
sentimientos y abocarme a un simple y frío negocio. Punto para ella.
Esa noche volví a casa solo. Caminé toda la noche,
pensando en las diversas posibilidades a las que me estaba enfrentando. La cabeza
me daba vueltas, tanto por el vino como por lo difícil que me resultaba enfrentar
mis sentimientos. Al menos, si la concepción fuera de la manera tradicional no
habría problemas; sin embargo, el contacto físico estaba descartado, solo debía
eyacular en una botellita y los médicos harían el resto. No me imaginaba en
otro escenario, una mujer que me resultaba distinta a la que vi hacía tan solo cuarenta
y ocho horas, era una
voz apagada que esperaba hiciera lo correcto.
Y lo hice. Cumplí con mi parte del trato. Luego, como si
hubiera sido solo un sueño, desaparecí; ni siquiera respondí los cientos de
mensajes y las llamadas perdidas que ella insistía en comunicar la noticia. El trabajo
estaba hecho, ¿qué más da? Son solo negocios, no hay nada afectivo que me
mantuviera anclado y con expectativa de consolidar una relación que la había
perdido desde el inicio de esta historia. ¿Por qué seré tan melodramático? ¿Por
qué siempre he de buscar una salida a rajatabla sin siquiera comprender las razones
que orillaron a esta mujer -o cualquiera- a tomar tamaña decisión? Me tomo las
cosas de manera personal. Es que es personal, quieran o no. Es como aquel viejo
chiste: un hombre va caminando por la calle y se resbala con una cáscara de
plátano. Al despertar, se encuentra en una habitación de hospital, atendido por
la enfermera más hermosa que haya visto en su puta vida. Se enamora de ella de
inmediato y cuando le dan de alta, quiere volver a verla. No se le ocurrió
mejor idea que resbalarse con una cáscara de plátano; pero cuando despertó,
estaba en la morgue. Es así como veo la vida, llena de absurdas situaciones que
nos hacen ver que las cosas no son como parecen ser; es simplemente un mal
chiste que nos explota en la cara.
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