sábado, 23 de noviembre de 2019

Tantos años y aún no te conozco

Cuando regresamos a nuestros años primigenios, cuando sentimos la necesidad de revisar el tiempo transcurrido y sacar en limpio algo que no nos ha parecido atractivo, recurrimos a las viejas compañías que nos despertaron cierto interés. No hace mucho recibí una llamada y para mi sorpresa era de la persona de quien jamás se me hubiera ocurrido reencontrarme, la misma con la que mantuve vivo hasta ahora ese sentimiento de menosprecio y desinterés. ¿Qué era lo que quería? Mi ex había comenzado una nueva relación y deseaba saber si yo estaba de acuerdo. "Es tu vida", le dije, "no hay nada que decir". Pero ella estaba afanosa por que yo le diera la bendición, de alguna manera eludiendo el hecho de que nos hicimos mucho daño durante el tiempo que duró nuestra historia de desamor.

Éramos jóvenes, inexpertos; nos conocimos en un momento en que ambos necesitábamos vivir una etapa. Y quemamos muchas juntos. Ella, con su extraño sentido de la estética, con esas ropas sacadas del ropero de la Madonna de Like a Virgin; y yo, con mi apariencia de bibliotecario o de un Woody Allen bisoño pero nada genial, fuimos una pareja como pocas. Teníamos sexo cada cinco minutos, en lugares públicos o en el cuarto de un hotel. Hasta lo hicimos en la cama de sus padres y todas esas cosas que uno debía aparentar cuando ellos volvían de sus actividades y nos encontraban muy bien sentados en el sillón de la sala como si nada hubiera pasado. Pero ellos sabían, y no decían nada porque al fin y al cabo éramos unos chicos.

Las cosas fueron cambiando a medida que nuestros gustos e intereses maduraban. Nos alejamos un tiempo, volvimos otro tanto. Durante veinte años tuve que aceptar que no estaba hecho para esta mujer; en cambio ella, se desvivía por mí como una niña que gusta de comer dulces. Y yo era eso, después de todo, un dulce que podía masticar a su antojo y probarlo otro tanto más sin importar qué estaba haciendo o cuáles eran mis prioridades en ese momento. Me sacaba de clases o del trabajo, solo por el hecho de querer saciar sus requerimientos vaginales.

Pasaron otros cinco años más hasta que decidimos vivir juntos. Durante ese tiempo ella empezó a salir con un gurú de dietas milagrosas y todas esas huevadas que inventan para sacar dinero fácil. Adelgazó, se rapó la mitad de su hermosa cabellera castaña y se mandó a poner piercings en la nariz y en la boca. Estaba irreconocible. Sabía a eucalipto y a aceites de coco. Empalagoso para mi gusto. El tipo en cuestión la sometía sexualmente y hasta la obligaba a mantener relaciones con cuatro hombres a la vez, con el fin de expiar sus culpas y purificar su alma. Cuanto más sucia estuviera, el perdón y la paz serían el doble de gratificantes. No hay mejor farsa que aquella que no entendemos.

Una noche vino llorando porque el hombre la había botado de su casa. No sabia a dónde ir. Hicimos el amor y creí que era el momento de enderezar mi vida. Le conté que había conocido a una chica en la boletería de un cine. La relación no duró más que unos pocos meses y nada más de pensarlo supongo que estaba estancado, que ya no podía acercarme a otra mujer que no fuera esta loca de los piercings y sus tatuajes de Cerebro y Pinky en cada nalga de su enorme y hermoso culo.

Diez años juntos era todo un logro. Volvió a ser la misma de siempre, jovial, divertida, encantadora dentro y fuera de la cama. Hasta aprendió a cocinar y a escribir poemas de amor dedicados a mí. No eran tan cursis, pero no era lo que hubiera preferido como regalo de cumpleaños. El último año que la pasamos juntos tuvo una breve recaída con uno de los amigos de su hermano. Ya deben imaginar qué fue lo que hice. No precisamente LA ESCENA de hombre despechado, pero me aseguró odiarla por el resto de mi vida. Tuvo el descaro de llevarse la olla arrocera y mis tazas de Snoopy.

Y ahora, después de otros largos años de silencio emocional, aparece pidiéndome la bendición. Y, bueno, no soy mezquino. Le deseé lo mejor y no pasó ni siquiera media hora cuando ya estábamos en la cama, recordando por qué éramos tan unidos. ¡Carajo! Verla desnuda me quitó las ganas de sentirme otra vez un hombre. Los años no pasan en vano, pero a ella creo que le cayeron todos los que pudo soportar su atribulada existencia. Sus tetas le llegaban al ombligo y sus caderas no eran más que dos bastones torcidos en espera de que alguien pudiera asirse de ellas. Sus nalgas habían desaparecido y el resto de su piel era un pergamino con más arrugas que la deuda externa de algún país tercermundista.

No pude satisfacerla. A ella no le importó que ya no tuviera la misma chispa de años anteriores. Asumió que el hombre llega a un punto en el que debe necesitar de "ayuda médica" para contrarrestar esas penurias que el físico nos recuerda la edad que tenemos. Pero no era que fuera impotente, sino que su hedor, su vejez, su despreocupada apariencia, me resultaban excesivamente insoportables. Ni siquiera las caricias o el sexo oral mutuo pudieron revertir esa situación, y terminamos por recordar lo que nos condujo a conocernos. Y casi siempre terminaba de esa manera, recibir y dar reproches, desencantos, penas, alegrías. Un mismo paquete en diferente versión. 

Esa última noche que vino a mí me sentí mejor. Había vuelto a sentir esa nostalgia que había perdido. Yo, que siempre luchaba por causas comunes, ahora me encontraba en #modo Strindberg, Según mi psiquiatra, dice que aún no he superado el constante ataque al que fui sometido por el movimiento feminista que se había atornillado en la universidad. Para mí son puras idioteces. Y pese a todo, me sentí mal por ella. Aunque quiera volver a reinventarse, cae en el mismo rollo de visitarme y buscar refugio donde ya no tiene cabida. Tampoco puedo dejarla. Me irrita pero a la vez me atrae. Debe ser que no puedo diferenciar la lástima del remordimiento.

Yo también estoy enfermo, me enferma el rechazo, la sobre exposición, el dilema constante de no ser lo que los demás esperan que sea. No me siento orgulloso por las cosas que hice o dejé de hacer, simplemente actué según las circunstancias, con ella y con otras personas. Sin embargo, lo único que puedo decir en su defensa es que es una mujer con muchas capas y en cada una de estas hay algo de inocencia y candor, pero a la vez de agresividad-pasividad que uno nunca sabe a qué atenerse.

Finalmente, la felicidad no está en una caja de cereal. Tampoco en una botella de pisco. Mucho menos en la zona pubiana de la entrepierna. Si conseguimos alentarnos de mantener las mismas implicancias hacia esa otra persona, resulta que nunca terminará, será un espiral que gravitará por siempre en nuestra conciencia y en nuestro espíritu.

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