viernes, 19 de octubre de 2018

Distopía (o el mundo que nunca será feliz)

La señora K abrió las ventanas de su despacho y observó el panorama tal como lo había imaginado, antes de asumir el primer cargo del Estado. Estaba temblando de la emoción. Su suerte había cambiado desde entonces y nada ni nadie detendría sus planes, paciente y calculadamente amasados a lo largo de estos últimos veinte años, cuando acompañó a su padre y a los que hoy gobiernan a su lado como leales vasallos. Era la dueña absoluta de las voluntades populares, políticas y económicas de un país que ya no creía en sí mismo como tal, postrado en una suerte de alcancía para los vastos proyectos carroñeros que la Gran Hermana se había propuesto realizar contra los intereses del pueblo. Tenía el derecho de hacerlo. Se lo había ganado, por sí misma y por su padre, el señor A, a quien condenaron al exilio, lejos de los suyos y de su legado. Fue el único que derrotó a la pobreza, que se enfrentó al crimen, al totalitarismo destructivo de unos cuantos equivocados; el que insertó al país en el mundo financiero y que le brindó sano entretenimiento al televidente con programas y presentadoras cutre que se entronizaban en los hogares más humildes. Ese era el país que dejó, que construyó, que le volvió la cara hacia la indiferencia y al consumismo. Mientras más riqueza ostentaban en sus bolsillos, los problemas de unos pocos no importaban a otros menos y la memoria colectiva desaparecía como en un chasquido de Thanos. Y nadie más calificado que su hija para continuar ese Proyecto de Nación del que se sentía orgullosa de heredar.

Desde aquella ventana, todo se veía distinto. No le importaba si el silencio de la ciudad hablaba en señal de protesta. Para eso estaban las fuerzas del orden que replegarían todo acto de insubordinación. La que gobernaba era ella, no esa gente que ahora se arrepentía de lo que había hecho. Al fin y al cabo, eran simples borreguitos que se dejaban convencer por una dádiva o una cajita McDonald’s, que incluía un “Raúl Porras” de sorpresa más una figura de acción de César Hinostroza, vestido como juez o como coyote que cruza la frontera. Eso lo aprendió del señor V, el Goebbels peruano, el verdadero autor mediático de los más variopintos personajes de la televisión y el creador de un sinfín de tabloides y pasquines que pregonarían las acciones del gobierno, su gobierno. Porque hay que ser sinceros, él fue el hombre en el backstage, el que movía los hilos, el que develó quién era más corrupto que el propio corrupto. 

Mientras el poder judicial y legislativo estuvieran bajo su control, la señora K haría lo que mejor sabía hacer: hablar, cobrar y engañar. Era fácil. Si las cosas no caminaban como era de esperarse, practicaba su mejor rostro compungido y derramaba unas lágrimas para convencer qué tan profundo era su dolor e indignación de sentirse perseguida por sus adversarios. ¿Cuáles? La mayoría estaba en prisión o fueron llevados al paredón por traición a la patria. Los derechos humanos se habían derogado y a nadie parecía importarle. Los medios solo informaban que la selección de fútbol le había ganado por goleada a Papúa Nueva Guinea en un partido amistoso, o que Los niños cantores de Viena se presentaban en un concierto benéfico para la Sociedad Nacional de Industrias. Y todos contentos.

Sus reformas habían dado los frutos esperados. Las leyes eran aprobadas una tras otra. Su congreso funcionaba y sus 130 miembros -rechazaron la bicameralidad- se arrodillaban a sus pies. Era la primera vez en toda la historia republicana, que un solo partido ganaba en “elecciones limpias” todas las curules. Se subían el sueldo, renovaban su mobiliario, contrataban a gente allegada al partido y promovían leyes que beneficiaban a sus amigos empresarios, vendiendo gran parte de la infraestructura productiva del país a otras corporaciones, más diestras, mejor preparadas, sin importar que otros miles de trabajadores se quedasen en la calle. Para eso hay combis, decían, que se dediquen al transporte o que vendan saguchitos en las esquinas. “Con tanto venezolano en las calles, la sana competencia beneficia a todos”.

Eso era lo de menos. Eran minucias que escapaban de su verdadero estado de ánimo. Era tiempo de jolgorio, de celebración. Como cada 17 de octubre, “El Día de la Victoria” era el más aplaudido y el único con el que podía jactarse de trabajar. Desde un desayuno en el Swissotel, un discurso en el Parlamento o un almuerzo con su familia en sus viñedos de Atacama, era más que suficiente luego de cobrar el diezmo reglamentario. Como colofón, a las ocho de la noche, para mala suerte de quienes seguían De vuelta al barrio, se transmitía en cadena nacional el mismo discurso grabado que hablaba de sus logros, dando énfasis a la lucha contra la corrupción y al pago de una reparación civil para sus mártires: Vladi, Beto, los hermanitos y la muchacha de Migraciones que dejó pasar al juez.

Mientras en Puno se mueren de frío, el caos vehicular es insufrible, los sueldos disminuyen y la educación está en manos de la ministra Calmet, algunas veces nos preguntamos si el feminicidio podría aplicarse solo para ciertas funcionarias. Mientras inauguren más centros comerciales, eso a nadie debe importarle.

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