martes, 20 de diciembre de 2011

Seré tu amante vampiro

M, de Fritz Lang, con Peter Lorre
Ella lo vio acercarse. Sus ojos emocionados apreciaban su pálida belleza encaminada por una serie de cuestionamientos acerca de su virginidad y las promesas esotéricas que una vez enumeró con mucho esmero a su madre, antes de partir a otro mundo -la NASA la envió a colonizar Plutón-. Sus pasos reflejaban ese contorneo casi sensual al atravesar el umbral, que un estremecimiento bajos su vientre la hizo desistir. Tenía problemas de vejiga. Pero aquel apuesto joven, con cabello engominado, mirada feroz e indiferente, de atrevida sonrisa y caminar corrosivo, dejaron a la muchacha exhausta y a punto de desfallecer. ¿Quién era? ¿De dónde había venido? ¿Por qué alguien como él había decidido estudiar en una horrible universidad del Estado, sabiendo de otras con mayor rango y posibilidades de conseguir trabajo seguro? Tal vez, pensó, su apariencia la engañaba. Sería tan humilde como ella y el resto de estudiantes famélicos que soportaban las lentejas a medio cocer de la cafetería del campus.

Cuando cruzó cerca de ella, la muchacha tuvo que sostenerse de su compañera de al lado, porque el aroma que despedía el joven era demasiado perturbador para soportarlo. "Debería lavarse los sobacos", dijo la otra. Ni bien ingresaron al aula, el profesor Furilo, eminente catedrático de Literatura Medieval, empezó la clase con una elocución referente al romance trasnochado de los caballeros andantes y de las damiselas que se dejaban engañar con sueños y tesoros escondidos en el alma. El nuevo, como algunos malintencionados le llamaban, explicó que era una época donde las verdades se velaban por considerárselas no aptas para corazones inquietos. Le llamaban "pecado", porque no podían explicar el origen de esos sentimientos; pero esos sentimientos estaban arraigados en el pensamiento humano desde que se creó la civilización. Un inquietante silencio se apoderó de la sala, ni siquiera el profesor Furilo tenía palabras para refutar dicha aseveración. La muchacha, en cambio, estaba extasiada de aquel joven impertinente y muy seguro de sí.

Dos horas más tarde, cuando la clase había terminado una breve lectura del Decameron, el profesor Furilo se sintió indispuesto y abandonó la sala con fuertes dolores en el pecho. "Son gases, profe", dijo un alumno, propiciando las carcajadas de los demás, menos del joven pálido que observaba en silencio las incidencias de aquella tarde. Minutos después, el profesor fue encontrado en el baño -específicamente, sentado en el water-, inerte, fulminado por un descomunal infarto que le hizo explotar el corazón fuera de su pecho. La escena era tan extravagante, como nauseabunda: no había jalado la cadena.

En la cafetería, la muchacha observaba al nuevo, rodeado de un grupo de emos que le demostraban lealtad y servilismo. Muchos ya lo tenían como un bicho raro, y podría decirse que le temían. Sin embargo, la muchacha tomó valor y fue donde él, pese a la negativa de su compañera. Nuevamente, sus ojos apreciaron aquella belleza andrógina, casi magnética, mientras se acercaba a su mesa. Cuando lo hizo, sus miradas se cruzaron y los sentimientos más perversos se apoderaron de ambos. Fueron a la facultad de Ingeniería Agropecuaria y se dejaron llevar por la lujuria, en medio de repollos y brócoli. Su virginidad fue historia; sus promesas, un mito. Era el amor que pugnaba salir en ese lecho verde, con lombrices y estiércol. Y fue cuando unos afilados colmillos desgarraron su cuello y succionaron algo de sangre. Oh, Dios, pensó, es un fetichista. La pasión que se apoderaba de ella la cegaba en su raciocinio, la lujuria descomunal que brotaba de sus poros la convirtieron en una esclava del placer. Se sentía como aquella damisela encerrada en la torre más alta del castillo, y el intrépido aventurero iba a su rescate. Lo que dijo el joven en la clase no tenía sentido cuando se es romántico por naturaleza. Pero no, a él solo le importaba imponer su voluntad a punta de chupadas al cuello. ¡Qué excéntrico!

Cuando la joven despertó, vio a su lado a su intrépido amante, como Dios lo trajo al mundo. Era más delgado de lo que aparentaba. Cuando sus ojos se posaron en la zona prohibida, su decepción fue más que notoria. Tenía un dedo meñique en la entrepierna. Y pensó: "¿Esa cosita me hizo ver las estrellas? Sí que es bravo el pata". Luego notó que tenía en todo el cuerpo piquetes ensangrentados, que supuso fueron los zancudos de la zona, pero cuando el joven le dijo que había sido víctima de un vampiro, la muchacho prorrumpió en una vulgar carcajada que ofendió a su amante. Pero, al verlo decidido, se dio cuenta que no estaba bromeando. Realmente era un vampiro, porque los vampiros son impotentes y se placen con la sangre de sus víctimas, por eso tenía ese maní, por eso tenía tantos piquetes que no eran otra cosa que mordidas de colmillos. ¡Parecía una coladera!

Desde ese día, fueron inseparables. Tanto su compañera como el resto de estudiantes creyeron que era anoréxica, por lo pálida y delgada que estaba. Ahora era la dama de la noche, rodeada de un séquito de emos que imploraban vida eterna, pero que resultaron ser el menú de los jóvenes amantes. Sin embargo, el normal desarrollo de los hechos se vio empañado con la llegada de un nuevo estudiante, de contextura atlética, casi moreno, que hacía suspirar a todas las adolescentes de primer año. Su rostro casi de niño, era el pan de cada mañana para cualquier muchacha con las hormonas revueltas. Cuando se presentó ante la pareja del momento, dijo reclamar su derecho de estar entre ellos, de lo contrario, se volvería una fiera salvaje y se los comería a todos, especialmente a ella. Muchos de los presentes creyeron haber visto esta escena antes y fueron a una tienda donde vendían DVD piratas. No obstante, las cosas no pasaron de una simple jugarreta del destino, y cada quien se fue por su lado. Pero cerca de la medianoche, en la Facultad de Ingeniería Agropecuaria, muchas cosas misteriosas pasaban sin que nadie supiera su origen. Los aullidos desgarradores de un perro furioso azotaban el ambiente, dejando entrever que la maldición había entrado en nuestra sociedad, y no había quien pudiera detener.

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